FEDERIQUILLO, EL MENTIROSILLO
Federico
 era un hermoso niño; pero toda la gente de la aldea lo llamaba 
Federiquillo, el mentirosillo. Cuando por la noche veía volar un murciélago, gritaba escandalizado: 
- ¡He visto volar un dragón en persona! Y, cuando después de jugar
 un buen rato en el jardín de su abuela, afirmaba -grave y firmemente - 
que había arrancado, durante horas enteras, las peores malezas de la 
tierra. 
-Federiquillo, ¡di la verdad! -lo reprendía su madre y, a su vez, Federiquillo gritaba indignado: 
-¡Mamá, esta es le pura verdad! 
Es y seguirá siendo Federiquillo, el mentirosillo -decía enojado su padre; y recurría de vez en cuando al severo castigo. 
Un día, apareció hecho trizas el tazón preferido del padre: 
-Federiquillo, ¿qué has hecho? -gritó su madre. 
-Nada
 -mintió el niño. Estaba en la cocina cuando vi cómo la mesa empezaba a 
moverse. Todos los tazones saltaron y el de papá, más alto que ninguno. 
De pronto empezó a dar círculos, resbaló, cayó y se rompió. ¡Lo he visto
 con mis propios ojos! 
-¡Mientes! Y lo más triste es que tú mismo crees tus mentiras. ¡Ojalá se te erizaran los cabellos
 cuando no digas la verdad! -¡Yo no miento nunca! -gritó Federiquillo, y
 se puso a patalear. Entonces, sintió sobre su cabeza un raro 
cosquilleo; y percibió un rumor en sus oídos, como cuando el gato 
ronronea. Se llevó las manos a los cabellos. ¡Se habían rizado! Obstinado, se dirigió al cuarto de su madre, cogió las tijeras y quiso cortarse los cabellos. Pero no pudo: eran tan fuertes como alambres. 
-¡Madre, yo he sido quien ha roto el tazón! -gritó horrorizado. 
Al momento, se normalizaron sus cabellos y se le enrollaron en suaves rizos, recuperando su belleza. Y así sucedió desde entonces: si mentía, se le erizaban los cabellos
 ferozmente. Y cuando después decía la verdad, volvían a la normalidad. 
Pero si esto sucedía en la escuela, tenía el inconveniente de que se 
burlaba de él toda la clase, puesto que le gritaban: 
-¡Federiquillo, el mentirosillo! ¡Federiquillo, el mentirosillo! 
Gracias a ello, Federico perdió la costumbre de mentir. Y sus padres se sintieron felices. Su madre le regaló un libro de cuentos; y su padre, una ejemplar historia de ladrones. 
Esta dio mucho que pensar al niño. Los ladrones de la historia
 negaban cuanto se les antojaba. Pero, al final, recibían muy severos 
castigos; y después ya no podían decir ninguna palabra más. Fin
Cuento Suizo.

 
 
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