jueves, 31 de enero de 2013

La maldición de Laurinaga.

En el siglo XV, don Pedro Fernández de Saavedra, fue nombrado señor de las Islas Afortunadas, de Fuerteventura. Tan conquistador en el amor como en la guerra, cobró fama por sus aventuras con las muchachas del lugar. Se casó, al poco tiempo de llegar allí, con doña Constanza Sarmiento, hija de García de Herrera, y tuvo catorce hijos, amén de todos los ilegítimos que sembró en sus frívolas aventuras.
 
 
 
Con el transcurso de los años, uno de los hijos de doña Constanza, don Luis Fernández de Herrera, se convirtió en un apuesto caballero, heredando todos los defectos de su padre, pero ninguna de sus virtudes. Era altanero, petulante y conquistador; pero cobarde para la guerra. Y le resultaba divertido seducir a las muchachas indígenas, que le miraban como a un héroe.
 
En una ocasión, se encaprichó de una bellísima doncella que había sido bautizada como cristiana con el nombre de Fernanda. A la muchacha no le disgustaba la presencia de don Luis; pero no se decidió a poner en juego su reputación accediendo a sus deseos.
 
Pasaron los meses y el galán siguió acosando a Fernanda, que cada día se sentía más dispuesta para aquel juego, hasta el extremo de aceptar una invitación de don Luis para asistir a una cacería organizada por su padre.
 
Llegado el día, don Luis se las arregló para estar solo toda la mañana con la ya enamorada doncella. Comieron plácidamente a la sombra de un chopo y poco después el joven caballero la invitó a dar un paseo. En animada conversación llegaron a una espesa arboleda cuando ya la tarde declinaba. Don Luis, creyendo que ya había llegado el momento de prescindir de galanteos platónicos, intentó abrazar a Fernanda. Ella trató de defenderse, pero comprendiendo que le sería imposible hacerlo, pidió socorro a grandes voces. Los gritos fueron oídos por los cazadores, y advirtieron la ausencia de la pareja.
 
Don Pedro montó en su caballo y, en compañía de otros caballeros, picó espuelas para dirigirse hacia allí. Antes de que llegaran, pudo acudir un labrador indígena que, al ver la situación de la doncella, trató de defenderla de don Luis. Éste, ofendido y molesto, desenvainó un cuchillo, dispuesto a quitar la vida a aquel indígena. Pero no fue posible porque, tras unos minutos de lucha, el labrador pudo arrebatar el arma a don Luis. Iba a clavársela como venganza, ciego de ira, cuando don Pedro, que llegaba a todo galope y había visto la escena, se precipitó con su caballo sobre el campesino que cayó con violencia al suelo y murió en el acto.
 
Entonces apareció de entre los árboles una anciana indígena, madre del labrador, que, lanzando una mirada dolorida sobre aquel cuadro, se dio cuenta enseguida de lo ocurrido. Levantó la cabeza para conocer al causante de aquella muerte, y se encontró con la de don Pedro, el caballero que la había seducido en su juventud y del que había tenido aquel hijo que acababa de morir.
 
La anciana, al reconocerle, ciega de indignación, le hizo saber que ella era Laurinaga y que aquel cadáver era el de su propio hijo. Luego, elevando los ojos al cielo, como invocando a los dioses guanches, maldijo con voz temblorosa y acento grave aquella tierra de Fuerteventura, por ser señorío de aquel caballero don Pedro Fernández de Saavedra, causante de todas sus desgracias.
 
Dicen que a partir de aquel momento empezaron a soplar sobre aquellas tierras los vientos ardientes del Sahara, que se empezaron a quemar las flores y toda la isla fue convirtiéndose en un esqueleto agonizante, que según la maldición de Laurinaga acabará por desaparecer.
 
 
Versión popular de las gentes de Fuerteventura.

Amarca.

Álvaro Fajardo, último mantenedor de las Fiestas de San Andrés e investigador de las tradiciones de Icod de los Vinos (Tenerife), publicaba en la web del Ayuntamiento esta versión de la historia o leyenda icodense.
 
 
Las olas del mar llegaban suaves hasta la playa. Un río de lava ardiente bajaba desde la montaña. Tocaron los tambores, sonaron las flautas, danzaron los ancianos, y los niños jugaban enredando sus rabias cabelleras entre las olas. El horizonte estaba más lejos que nunca, lo había dibujado una ola caprichosa que no quiso someterse a las leyes del mar. Bandadas de pardelas volaban por un cielo infinitamente azul, el sol y la luna afilaban sus luces para clavarlas en la fina arena negra, donde una doncella guanche dormía eternamente.
 
Se había tirado desde lo alto al mar, y el rey Pelicar mandó apalear las aguas que se habían vuelto dulces como la caña. Fue requerida de amores por un humilde pastor de cabras, que fue repudiado. El pastor enloqueció de amor, y puso fin a su vida despeñándose por un profundo barranco, y sólo lo sabía un viejo agorero, que había presentido la tragedia. Las aguas apacibles del Atlántico se habían teñido de un rojo intenso. Parecía que el sol de la tarde sesteaba sobre ella. A los cinco días un cortejo de olas la depositó mansamente en la playa, la palidez de su rostro se confundía con su rubia cabellera, y sorprendía el que su cuerpo estuviese más herboso que nunca después de varios días navegando entre jureles y algas. El tamarco que la cubría estaba intacto y sus blancas manos cruzadas sobre su pecho le hacían el cadáver más hermoso jamás visto.
 
El mar y el Teide se juntaron para disputarse su última morada, estuvo derramando lava hasta llegar a la orilla del mar a ver si la encontraba, pero el agua celosa se la llevó mar adentro, por unos días, hasta que el volcán dejó de vomitar. Entre salmuera, líquenes y emplastos de algas la conservó en todo su esplendor para devolverla más lozana y radiante. El mar la poseyó como nadie lo había hecho antes.
 
Tenía su morada en la agreste montaña sagrada, en una cueva de frío invierno y ardiente volcán en verano, inaccesible a las miradas de los pretendientes que llegaban de todas las comarcas. Medio virgen medio volcán, nadie obtuvo sus favores, también fracasó el ardiente pastor que la asediaba locamente, que habiendo fracasado en su oráculo pidió consejo a la estrella más lejana del universo que divisaba por las noches junto a su rebaño de cabras. La estrella le había presagiado un fatal destino, pero los destellos de la rubia cabellera de la doncella eran más poderosos que todos los malos augurios. El encantamiento del pastor le perdió irremisiblemente, su corazón palpitaba desordenado cuando merodeaba la cueva de la doncella, que nunca se dejó ver sola.
 
Los requerimientos iban en aumento al igual que los desdeños. El pastor había de morir por el amor no correspondido, como le había pronosticado le estrella lejana a la que no quiso obedecer. Ya el viejo agorero lo decía: Han pasado hasta príncipes por su cueva, atravesando las cañadas y ninguno ha obtenido su favor, menos aún un humilde pastor, que con su rebaño mal alimentado no puede saciar los deseos de la doncella más hermosa de la comarca de Ycodem.
 
Amarca, fría como la nieve y altiva como el propio guayota, desdeñaba a todos los que a su morada se acercaban. Fue un día de enero frío y tenebroso cuando partió con su rebaño de cabras y machos cabríos hacia la cumbre de Ycod, atravesando profundos barrancos, para no regresar jamás. Pasaron los días y sólo su fiel perro bardino se encontraba junto a su cueva, ensangrentado, presagiando el fatal destino. El cuerpo exánime del pastor yacía en una profunda cañada junto a sus cabras que lamían la sangre, aún caliente, de su amo y señor; ninguna se apartó de él, hasta que fue hallado por pastores avezados, que habían ido en su busca guiados por el perro lastimero.
 
Amarca, altiva y dedeñosa estaba asomada al andén, no entendía nada de lo que en el fondo del barranco ocurría. El cuerpo ensangrentado del pastor fue portado en angarillas, que al pasar por la cueva de la esquiva doncella se tornó sereno como el paisaje nevado del Teide.
 
Los viejos pastores asediaban con su mirada inquisidora la figura deslumbrante de la doncella, que permanecía impávida en el andén.
 
La triste noticia corrió de boca en boca, y todas las miradas se dirigían hacia la Cumbre. El hechizo de la doncella había matado al pastor. Velando su cuerpo estaba el viejo agorero que advirtió el desenlace de la tragedia, tan alarmante que el propio Pelicar se interesó por la suerte que pudiera correr la doncella, la más bella de su señorío, a decir de todos.
 
La doncella entristeció y nadie la vio salir más de la cueva. ¿Purgaba su culpa? De su corazón era dueño el volcán y su cuerpo pertenecía al mar que desde lo alto divisaba. No podía ser de nadie, estaba comprometida con la lava y el mar, y nadie, sino ellos, podían poseerla.
 
 
Pasó el tiempo y nadie se acordaba ya de la doncella, sólo el viejo agorero presentía el triste suceso. La vio bajar un día del mes de septiembre, sola por la cumbre del Cerrogordo hasta el valle de Ycod, donde libó sabia del drago centenario, testigo mudo y perenne de los avatares de la Comarca; y con paso seguro y ensimismada bajó hasta lo más alto de Las Barandas; plegó sus brazos al pecho, y mirando al lejano horizonte se desplomó hacia el vacío, hacia una mar sosegada que le recibió dulcemente. Una escolta de olas prístinas, flanqueadas por un cortejo de fulas, viejas y pejes verdes, la alejaron de la orilla hundiéndola en la bonanza. El agua se volvió dulce y mitigó la sed de toda la Comarca, que había sufrido la seca más grande conocida hasta entonces.
 
El rey Pelicar ordenó que se velara su cuerpo toda la noche. Entre cánticos, danzas y rezos los hachos de tea iluminaron por última vez el rostro de la doncella. Se derramaron cien foles de vino dorado malvasía del Sanguiñal y el Miradero, que se llenaron con el agua dulce de la mar.
 
Aún hoy en las noches de septiembre, en el horizonte lejano que dibujó una ola caprichosamente, se ven los destellos dorados de esta doncella ycodense, y el viajero solitario que atraviesa las Cañadas del Teide oye los lamentos desesperados del pastor enamorado. Amarca, Amar… ca, Amar… ca.

lunes, 21 de enero de 2013

EL CUENTO DE LA COSTURERA

EL CUENTO DE LA COSTURERA: Las competencias básicas

Había una vez, en un no muy lejano reino que yo bien conozco, una escuela donde aprender y enseñar significaba repetir como loritos lo que otros dijeron y pensaron. Todo el santo día se escuchaba por las aulas la misma cantinela: "cállense, siéntense, copien, copien, copien, repitan, repitan, repitan". Los niños se aburrían sobremanera, y se la pasaban mirando el reloj, esperando el timbre de salida para salir corriendo de aquel fastidio.
Parecía que todo lo interesante de la vida ocurría fuera de los muros de la escuela.
Un día la maestra de uno de los cursos se enfermó, y no hallando por todos aquellos contornos otra persona que la sustituyera, trajeron a la costurera del pueblo. La buena mujer al principio no quería aceptar la oferta alegando que no estaba preparada para la tarea docente, por lo que sólo podía enseñarles lo que ella sabía hacer: ¡coser!
El director, que no quería dejar a los niños sin clase, la convenció por fin, sugiriéndole de que intentara, por lo menos, tenerlos entretenidos hasta que se incorporara la maestra titular.
El primer día de clase, la costurera propuso a los niños: "chicos, hasta que vuelva su maestra vamos a hacer un vestido". Los organizó en grupos de dos, y pasito a pasito, durante 8 semanas, fue convirtiendo la clase en un taller de costura: primero hicieron el dibujo del vestido que querían crear, para lo cual buscaron ideas en revistas y en Internet; luego eligieron las telas y los colores; después aprendieron a cortar las mangas, el cuello, el talle, la solapa; y, finalmente, aguja en mano, se dedicaron a coser.
Al cabo del tiempo, de las manos de aquellos niños fueron apareciendo los vestidos,... ¡Se sentían tan orgullosos! Decidieron entonces hacer una jornada especial, e invitar a los otros cursos para que conocieran los resultados de su trabajo.
Lo curioso del caso es que durante el tiempo en que estuvieron con la costurera, las horas en clase pasaban superveloces, y los chicos y chicas se veían felices, trabajando juntos y en sana convivencia bajo la guía de la mujer.
Cuando la maestra del curso se reincorporó, y supo lo que estuvieron haciendo los chicos en su ausencia, se alarmó pensando que habían perdido el tiempo, y que el año escolar estaba avanzado, por lo que no se podían dar todas las unidades del programa: "Vaya error, pensó, ¡bonita forma de perder el tiempo en clase!"
Coincidió por esos días que llegó a la escuela un buen caballero de la administración que empezó a hablar de una cosa extraña llamada competencias básicas. Evaluaron los cursos, y en especial, al grupo de la costurera, y se dieron cuenta de lo mucho que habían aprendido los alumnos con la modista:
Competencia matemática: medir las telas, los números enteros y los números décimales, calcular el precio de los implementos de costura, etc.
Competencia artística: el diseño del vestido, los colores, el dibujo previo, etc.
Competencia de interacción con el medio: los vestidos acordes con la estación, las edades, la condición social, las telas según su origen por países o regiones, etc.
Competencia social: el trabajo en grupo, los valores del compromiso, la constancia, etc. El uso social del vestido según las modas y costumbres.
Competencia de aprender a aprender: seguir instrucciones, dibujar un bosquejo, cortar, coser, seguir un modelo, investigar y preguntar, corregir, etc.
Competencia lingüística: nuevo vocabulario relativo a la costura y al mundo del vestido: cuello, manga, dobladillo, talle, traje de primavera-verano, otoño-invierno, moda, etc.
Competencia de autonomía e iniciativa personal: a través de la costura de su propio diseño aprendieron a ser autónomos con sus ideas, a tener iniciativa, a crecer en autoestima y seguridad personal.
Competencia digital y tratamiento de la información: consultar información en el ordenador para inspirarse en el diseño de su traje, localizar las páginas con información útil, etc.
El administrador, que era un señor con gafas y gesto bonachón, felicitó a la buena costurera por su labor con los niños, a lo que ella respondió: "sólo me limité a enseñarles lo que mejor sé hacer: ¡vestidos!"
Por orden del director, la costurera se quedó en la escuela por un tiempo, y dio un taller a los maestros sobre sus nuevos métodos de enseñanza, donde además se sirvieron unos pastelitos que pusieron a todo el mundo de buen humor.
Y colorín colorado, esta historia no ha acabado, esta historia no ha hecho más que empezar.

domingo, 13 de enero de 2013

Pepito y las Mil Sonrisas

Tolerancia (cuento)

1. Pepito y las Mil Sonrisas

2. Valor Educativo; TOLERANCIAAceptarnos tal como somos. Alegrar a los demásTodo lo que nos hace diferentes nos hace a la vez especiales, y siempre hay formas de aprovechar esos dones.
3. Había una vez un niño llamado Pepito Chispitas era un niño tan sensible, tan sensible, que tenía cosquillas en el pelo. Bastaba con tocarle un poco la cabeza, y se moría de la risa. Y cuando le daba esa risa de cosquillas, no había quien lo parara. Así que Pepito creció acostumbrado a situaciones raras: cuando venían a casa las amigas de su abuela, siempre terminaba cansado de risa, porque no faltaba una viejecita que le tocase el pelo.
4. Los días de viento eran de bastante risa para el, Pepito por el suelo de la risa en cuanto el viento movía su melena, que era bastante larga porque en la peluquería no costaba nada que se riera sin parar, pero lo de cortarle el pelo, no había quien pudiera.
5. Verle reír era, además de divertidísimo, tremendamente contagioso, y en cuanto Pepito empezaba con sus cosquillas, todos acababan riendo sin parar, y había que interrumpir cualquier cosa que estuvieran haciendo. Así que, según se iba haciendo más mayor, empezaron a no dejarle entrar en muchos sitios, porque había muchas cosas serias que no se podían estropear con un montón de risas.
6. Pepito hizo de todo para controlar sus cosquillas: llevó mil sombreros distintos, utilizó lacas y gominas ultra fuertes, se rapó la cabeza e incluso hizo un curso de yoga para ver si podía aguantar las cosquillas relajándose al máximo, pero nada, era imposible. Y deseaba con todas sus fuerzas ser un chico normal, así que empezó a sentirse triste y desgraciado por ser diferente.
7. Hasta que un día en la calle conoció un payaso especial. Era muy viejecito, y ya casi no podía ni andar, pero cuando le vio triste y llorando, se acercó a Pepito para hacerle reír. No le tardó mucho en hacer que Pepito se riera, y empezaron a hablar.Pepito le contó su problema con las cosquillas, y le preguntó cómo era posible que un hombre tan anciano siguiera haciendo de payaso.- No tengo quien me sustituya- dijo él, - y tengo un trabajo muy serio que hacer.Pepito le miró extrañado; "¿serio?, ¿un payaso?", pensaba tratando de entender. Y el payaso le dijo:- Ven, voy a enseñártelo.
8. Entonces el payaso le llevó a recorrer la ciudad, parando en muchos hospitales, albergues, colegios...etc. Todos estaban llenos de niños enfermos o sin padres, con problemas muy serios, pero en cuanto veían aparecer al payaso, sus caras cambiaban por completo y se iluminaban con una sonrisa.
9. Su ratito de risas junto al payaso lo cambiaba todo, pero aquel día fue aún más especial, porque en cada parada las cosquillas de Pepito terminaron apareciendo, y su risa contagiosa acabó con todos los niños por los suelos, muertos de risa.
10. Cuando acabaron su visita, el anciano payaso le dijo, guiñándole un ojo.- ¿Ves ahora qué trabajo tan serio? Por eso no puedo retirarme, aunque sea tan viejito.- Es verdad -respondió Pepito con una sonrisa, devolviéndole el guiño- no podría hacerlo cualquiera, habría que tener un don especial para la risa. Y eso es tan difícil de encontrar... -dijo Pepito, justo antes de que el viento despertara sus cosquillas y sus risas.
11. Y así, Pepito se convirtió en payaso, sustituyendo a aquel anciano tan excepcional, y cada día se alegraba de ser diferente, GRACIAS A SU DON ESPECIAL.Colorín colorado este cuento ha terminado.FIN
12. Acepta a las personas tal y como son con defectos y virtudes, tolerar a los demás ya que nadie es perfecto.
Tolerancia (cuento) 

    1. Pepito y las Mil Sonrisas

    2. Valor Educativo; TOLERANCIAAceptarnos tal como somos. Alegrar a los demásTodo lo que nos hace diferentes nos hace a la vez especiales, y siempre hay formas de aprovechar esos dones.
    3. Había una vez un niño llamado Pepito Chispitas era un niño tan sensible, tan sensible, que tenía cosquillas en el pelo. Bastaba con tocarle un poco la cabeza, y se moría de la risa. Y cuando le daba esa risa de cosquillas, no había quien lo parara. Así que Pepito creció acostumbrado a situaciones raras: cuando venían a casa las amigas de su abuela, siempre terminaba cansado de risa, porque no faltaba una viejecita que le tocase el pelo.
    4. Los días de viento eran de bastante risa para el, Pepito por el suelo de la risa en cuanto el viento movía su melena, que era bastante larga porque en la peluquería no costaba nada que se riera sin parar, pero lo de cortarle el pelo, no había quien pudiera.
    5. Verle reír era, además de divertidísimo, tremendamente contagioso, y en cuanto Pepito empezaba con sus cosquillas, todos acababan riendo sin parar, y había que interrumpir cualquier cosa que estuvieran haciendo. Así que, según se iba haciendo más mayor, empezaron a no dejarle entrar en muchos sitios, porque había muchas cosas serias que no se podían estropear con un montón de risas.
    6. Pepito hizo de todo para controlar sus cosquillas: llevó mil sombreros distintos, utilizó lacas y gominas ultra fuertes, se rapó la cabeza e incluso hizo un curso de yoga para ver si podía aguantar las cosquillas relajándose al máximo, pero nada, era imposible. Y deseaba con todas sus fuerzas ser un chico normal, así que empezó a sentirse triste y desgraciado por ser diferente.
    7. Hasta que un día en la calle conoció un payaso especial. Era muy viejecito, y ya casi no podía ni andar, pero cuando le vio triste y llorando, se acercó a Pepito para hacerle reír. No le tardó mucho en hacer que Pepito se riera, y empezaron a hablar.Pepito le contó su problema con las cosquillas, y le preguntó cómo era posible que un hombre tan anciano siguiera haciendo de payaso.- No tengo quien me sustituya- dijo él, - y tengo un trabajo muy serio que hacer.Pepito le miró extrañado; "¿serio?, ¿un payaso?", pensaba tratando de entender. Y el payaso le dijo:- Ven, voy a enseñártelo.
    8. Entonces el payaso le llevó a recorrer la ciudad, parando en muchos hospitales, albergues, colegios...etc. Todos estaban llenos de niños enfermos o sin padres, con problemas muy serios, pero en cuanto veían aparecer al payaso, sus caras cambiaban por completo y se iluminaban con una sonrisa.
    9. Su ratito de risas junto al payaso lo cambiaba todo, pero aquel día fue aún más especial, porque en cada parada las cosquillas de Pepito terminaron apareciendo, y su risa contagiosa acabó con todos los niños por los suelos, muertos de risa.
    10. Cuando acabaron su visita, el anciano payaso le dijo, guiñándole un ojo.- ¿Ves ahora qué trabajo tan serio? Por eso no puedo retirarme, aunque sea tan viejito.- Es verdad -respondió Pepito con una sonrisa, devolviéndole el guiño- no podría hacerlo cualquiera, habría que tener un don especial para la risa. Y eso es tan difícil de encontrar... -dijo Pepito, justo antes de que el viento despertara sus cosquillas y sus risas.
    11. Y así, Pepito se convirtió en payaso, sustituyendo a aquel anciano tan excepcional, y cada día se alegraba de ser diferente, GRACIAS A SU DON ESPECIAL.Colorín colorado este cuento ha terminado.FIN
    12. Acepta a las personas tal y como son con defectos y virtudes, tolerar a los demás ya que nadie es perfecto.

EL GATO Y EL RATON

1. EL GATO Y EL RATON
2. HABIA UNA VEZ UNA GRANJA QUE ESTABA LLENA DE ANIMALES
3. ALLI VIVIA UNA FAMILIA, Y TENIAN UN RATON, DENTRO DE UNA JAULA.
4. PERO UN DIA ROMPIO LA JAULA, Y COMIO EL QUESO QUE ESTABA EN LA MESA.
5. LA FAMILIA PENSABA QUE LE HABIAN ROBADO EL QUESO. PERO VIERON QUE LA JAULA ESTABA ROTA Y QUE EL RATON SE FUERA A OTRO SITIO.
6. BUSCARON POR TODA LA CASA Y NO LO ENCONTRARON.
7. LUEGO SE PUSO A LLOVER
8. DESPUES EL RATON PASO POR UN RIO, Y VIO UN PATO QUE ESTABA COMIENDO EL PAN QUE LE ECHABAN UNA CHICA Y UN CHICO.
9. DE NOCHE VINO UN CIRCO CON FUEGOS ARTIFICIALES, Y DENTRO DE LA JAULA ESTABA UN LEON.
10. VOLVIO EL SOL, SE QUITARON LAS NUBES, Y SALIO EL ARCO IRIS.
11. Y COLORIN COLORADO, EL GATO SE COMIO AL RATON DE UN BOCADO.
12. FIN
1. EL GATO Y EL RATON
    2. HABIA UNA VEZ UNA GRANJA QUE ESTABA LLENA DE ANIMALES
    3. ALLI VIVIA UNA FAMILIA, Y TENIAN UN RATON, DENTRO DE UNA JAULA.
    4. PERO UN DIA ROMPIO LA JAULA, Y COMIO EL QUESO QUE ESTABA EN LA MESA.
    5. LA FAMILIA PENSABA QUE LE HABIAN ROBADO EL QUESO. PERO VIERON QUE LA JAULA ESTABA ROTA Y QUE EL RATON SE FUERA A OTRO SITIO.
    6. BUSCARON POR TODA LA CASA Y NO LO ENCONTRARON.
    7. LUEGO SE PUSO A LLOVER
    8. DESPUES EL RATON PASO POR UN RIO, Y VIO UN PATO QUE ESTABA COMIENDO EL PAN QUE LE ECHABAN UNA CHICA Y UN CHICO.
    9. DE NOCHE VINO UN CIRCO CON FUEGOS ARTIFICIALES, Y DENTRO DE LA JAULA ESTABA UN LEON.
    10. VOLVIO EL SOL, SE QUITARON LAS NUBES, Y SALIO EL ARCO IRIS.
    11. Y COLORIN COLORADO, EL GATO SE COMIO AL RATON DE UN BOCADO.
    12. FIN

Nuevo RETO!!!



Nuevo RETO!!!

nos habeis demostrado que con vuestro APOYO podemos difundir el caso de nuestra hija y sobreponernos ante las adversidades de la vida...

Hace casi 2 años pensábamos que estábamos solos... cuando todos nos cerraban las puertas... se comenzaba a abrir una muy importante, la cual ha sido fundamental para llegar hasta aquí...

Necesitamos de vuestra ayuda... Por que nosotros los papás de Alba no pararemos de luchar por darle a nuestra hija una mejor vida...

Vamos corazones, ayúdanos ha conseguir nuestro reto... uno mas en nuestra vida, la cual se hace más facil con vuestra presencia.

Ana, Alba y Miguel..

Todos somos diferentes

Todos somos diferentes

Cuenta una historia de que varios animales decidieron abrir una escuela en el bosque. Se reunieron y empezaron a elegir las disciplinas que serian impartidas durante el curso. El pájaro insistió en que la escuela tuviera un curso de vuelo. El pez, que la natación fuera también incluida en el currículo. La ardilla creía que la enseñanza de subir en perpendicular en los árboles era fundamental. El conejo quería, de todas formas, que la carrera fuera también incluida en el programa de disciplinas de la escuela.
Animales en el bosque

Cuento sobre el respeto

Y así siguieron los demás animales, sin saber que cometían un grande error. Todas las sugerencias fueron consideradas y aprobadas. Era obligatorio que todos los animales practicasen todas las disciplinas.
Al día siguiente, empezaron a poner en práctica el programa de estudios. Al principio, el conejo se salió magníficamente en la carrera; nadie corría con tanta velocidad como él.
Sin embargo, las dificultades y los problemas empezaron cuando el conejo se puso a aprender a volar. Lo pusieron en una rama de un árbol, y le ordenaron que saltara y volara.
El conejo saltó desde arriba, y el golpe fue tan grande que se rompió las dos piernas. No aprendió a volar, y además no pudo seguir corriendo como antes.
Al pájaro, que volaba y volaba como nadie, le obligaron a excavar agujeros como a un topo, pero claro, no lo consiguió.
Por el inmenso esfuerzo que tubo que hacer, acabó rompiendo su pico y sus asas, quedando muchos días sin poder volar. Todo por intentar hacer lo mismo que un topo.
La misma situación fue vivida por un pez, por una ardilla y un perro que no pudieron volar, saliendo todos heridos. Al final, la escuela tuvo que cerrar sus puertas.
¿Y saben por qué? Porque los animales llegaron a la conclusión de que todos somos diferentes. Cada uno tiene sus virtudes y también sus debilidades.
Un gato jamás ladrará como un perro, o nadará como un pez. No podemos obligar a que los demás sean, piensen, y hagan algunas cosas como nosotros. Lo que iremos conseguir con eso es que ellos sufran por no conseguir hacer algo de igual manera que nosotros, y por no hacer lo que realmente les gustan.
Debemos respetar las opiniones de los demás, así como sus capacidades y limitaciones. Si alguien es distinto a nosotros, no quiere decir que él sea mejor ni peor que nosotros. Es apenas alguien diferente a quien debemos respetar.
FIN

El perro y el cocinero – Fábula infantil


El perro y el cocinero  - Fábula infantil
El perro y el cocinero   Fábula infantil
Preparó un hombre una cena en honor de uno de sus amigos y de sus familiares. Y su perro invitó también a otro perro amigo.
– Ven a cenar a mi casa conmigo — le dijo.
Y llegó el perro invitado lleno de alegría. Se detuvo a contemplar el gran festín, diciéndose a sí mismo:
– ! Que suerte tan inesperada ! Tendré comida para hartarme y no pasaré hambre por varios días.
Estando en estos pensamientos, meneaba el rabo como gran viejo amigo de confianza. Pero al verlo el cocinero moviéndose alegremente de allá para acá, lo cogió de las patas y sin pensarlo más, lo arrojó por la ventana. El perro se volvió lanzando grandes alaridos, y encontrándose en el camino con otros perros, estos le preguntaron:
– ¿ Cuánto has comido en la fiesta, amigo ?
– De tanto beber, — contestó — tanto me he enbriagado, que ya ni siquiera sé por donde he salido.
Fin
Moraleja: No te confíes de la generosidad que otros prodigan con lo que no les pertenece.
Fuente: Pekegifs

Cómo elegir el mejor cuento

Cómo elegir el mejor cuento

¿Cuál es el mejor cuento para un niño? ¿qué claves debemos tener en cuenta a la hora de elegirlo? Desde estas líneas me gustaría poner a vuestra disposición algunas claves para tener éxito a la hora de seleccionar el cuento más adecuado.
En contra de lo que pudiera parecer, los niños son muy exigentes y debemos reservar siempre un margen de error relacionado con los gustos de cada uno, pero espero poder contribuir con mi granito de arena a acertar en alto porcentaje eligiendo la mejor opción.
De modo que si estás perdida/o buscando el cuento más adecuado para esa niña o niño que tienes cerca…..sigue leyendo.
Para empezar creo que un cuento debe ser ante todo, divertido. La finalidad principal de un cuento es entretener, hacer pasar un buen rato. Y esto no se nos debe olvidar nunca. Un cuento educativo, de bellísimas ilustraciones y textos primorosos puede ser soberanamente aburrido. Por lo que antes de decantarnos por aspectos estéticos, poéticos o argumentales, debemos preguntarnos: ¿es divertido?
Otra propiedad fundamental del cuento es su adecuación con respecto a la edad del niño o niña. Los intereses y conflictos son diferentes en función de la edad del menor; además, el niño deberá estar preparado para comprender la historia y gestionar las emociones que suscita el cuento. Por este motivo, tener en cuenta el grado de madurez cognitiva y emocional va a ayudarnos a realizar la mejor selección.
En muchos libros aparece la edad recomendada; de hecho, desde la web www.lavidaencuentos.com podemos encontrar la relación de cuentos con las edades sugeridas para cada obra. Pero esto son solo recomendaciones, sugerencias, observaciones; es decir, meras orientaciones que en todo caso deberán estar acompañadas siempre que sea posible, del conocimiento profundo de cada niño al que va destinado nuestra historia.
Las características formales del cuento, esto es, el tipo de ilustración, la maquetación o el encuadernado, no son menos importantes. Buscaremos cuentos resistentes para los más pequeños; los cuentos duros, con bordes redondeados, páginas plastificadas, dibujos grandes y sencillos, realistas, coloridos y con textos mínimos o inexistentes; estarán indicados en niños menores de 2 años y medio.
Los cuentos con “pop-ups” (desplegables interiores) los reservaremos para más adelante, ya que son frágiles y además, el niño puede cortarse. Claro está, si el cuento va a ser utilizado con el adulto, entonces podremos elegir cualquiera de los formatos. Mi recomendación es tener “un poco de todo”, pero dejar a su alcance, si es menor de 2 o 3 años, únicamente los cuentos duros.

El encuaderno cartoné le aportará al cuento consistencia y lo hará más estético; pero otros formatos de última tendencia como la espiral, permitirán al niño pasar la página completamente, lo cual evitará que fuerce las tapas. En todo caso, reservaría los libros con páginas de grosores medios para edades más allá de los 2 años y medio o 3 años.
Con respecto al contenido, los gustos irán cambiando. Hasta los 3 años se decantarán por historias relacionadas con sus vidas cotidianas, hábitos y autonomía. El argumento deberá ser sumamente sencillo, con objetos reconocibles y cotidianos, ampliamente presentes en la vida del niño o niña. Un cuento sobre una niña que empieza a ir a la escuela infantil, un niño que visita a la pediatra, el momento del baño, de la comida o de ir a dormir, cautivará al pequeño desde la primera página.

Entre los 3 y los 5 años, comienzan a interesarse por los cuentos cuyos protagonistas son animales. Animales a los que les suceden cosas de humanos y en los cuales se reflejan valores sociales y diferentes formas de ser. Se trata de personajes sumamente estereotipados pero muy atractivos en estas edades. Los niños necesitan organizar su mundo de manera muy sencilla, lo bueno y lo malo, el listo y el tonto, el rápido y el lento, el grande y el pequeño. Suelen emplear recursos como la retahíla, repeticiones que los niños aprenden rápidamente. En estas historias, interviene ya el humor y la sorpresa como ingredientes adicionales que apenas encontrábamos en los cuentos para más pequeños. La complejidad la advertimos también al encontrar que ya existe un núcleo y un desenlace en el argumento.
A partir de los 5 años podremos introducir historias fantásticas; cuentos de aventuras donde aparezcan seres mitológicos, el bien y el mal se encuentren encarnados en diferentes personajes y las historias sean tan complejas que no sea posible anticipar el desenlace; eso sí, siempre con final feliz de modo que toda la angustia que se vierta en el nudo quede liberada en la resolución.
En este tipo de historias, los roles de unos y otros personajes (el villano, la villana, el héroe o la heroína) estarán fuertemente definidos, pero su personalidad será más compleja que en los cuentos de animales y entrarán en juego aspectos como el pasado del personaje que expliquen por qué se comportan de ese modo.

Parejo a los cuentos de animales y fantásticos no debemos perder de vista otra línea: los cuentos cotidianos. En estos, la temática estará relacionada con las circunstancias de la vida de los niños que puedan resultar conflictivas. Permitirán que se reflejen en los personajes, que como ellas y ellos sean niños que vivan circunstancias similares, de un modo aún más directo, sin mediación de princesas o dragones.
Esta proyección más natural es otra tendencia igualmente válida o incluso más eficaz a través de la cual el menor pueda sentirse comprendido, acompañado e identificado; y encuentre soluciones a sus conflictos mediante un intérprete de su propia vida.
Como vemos, el abanico es amplísimo. La industria de la literatura infantil oferta cuentos para niños desde los 0 años en adelante, y abarca todo tipo de historias, ilustraciones y formatos; respondiendo a la amplia mezcolanza de gustos e intereses de cada uno. Existen tantos títulos que si no sabemos por dónde empezar correremos el riesgo de perdernos en el casi inagotable catálogo de los cuentos infantiles…y acabar naufragando con un cuento desacertado. Espero haberte ayudado, y que la próxima vez que te halles en la tarea de buscar un cuento para ese niño en el que piensas, encuentres el título perfecto; aquel cuento inolvidable que haga, del ratito de disfrutarlo un momento tan especial, que el niño quiera revivirlo una y mil veces.

sábado, 12 de enero de 2013

Image Comics: The Mighty Skullkickers no tienen descanso

Image Comics: The Mighty Skullkickers no tienen descanso

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Este abril, Image Comics invita a los lectores a seguir saltando a la acción y aventura con THE MIGHTY SKULLKICKERS!

"Después de veinte ejemplares de esta aclamada aventura, sentimos que era importante volver a recordar a los minoristas y los lectores que Skullkickers es la serie de aventuras más agradable en toda la industria del cómic", dijo la PR y Directora de Marketing Jennifer de Guzmán . "Y cuando se necesita gente lo note, solo reinicias la $ # @% al igual que todos chicos grandes lo hacen."

MIGHTY SKULLKICKERS #1, escrito por Jim Zub y dibujado por el joven e impresionable, Edwin Huang continúa el épico arco argumental de Skullkickers. Es algo bueno. Realmente bueno. Dile a tus amigos.

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"Algunas de las bromas se vuelven divertidas con  el tiempo. Algunos adjetivos describen el concepto perfectamente. Cuando nos sentamos y discutimos las ideas en el corazón de Skullkickers, nos dimos cuenta de todo el tiempo debería haber sido llamado" Mighty ", dice Jim Zub creador de la serie.

Si eres un coleccionista empedernido de SKULLKICKERS seria triste que no tengas SKULLKICKERS º21 para agregar a tu colección? No te preocupes, hemos pensado en todo. Además del habitual "Mighty" cover estamos ofreciendo un edición especial # 21 con su portada variante B para asegurarnos de que tu racha de coleccionista no se dañe.

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martes, 8 de enero de 2013

El Atardecer

El Atardecer


El fin de la tarde se acerca a pasos grandes. Las horas tranquilas y solitarias que preceden el atardecer que cada día llega acumulandosensaciones. Un día que comienza a terminar entre colores brillantes. El cielo que cambia, la luz que se transforma...
El sol, inmenso, majestuoso, rey del cielo, comienza a descender en el horizonte lejano y los sentimientos resurgen en su esplendor, se hacen intensos, más profundos; la vida que sigue interminable, y espera el momento de solaz, cuando el sol decide irse para dar paso a su amada luna. Atardecer en un lugar en calma, el alma que se eleva y recorre las distancias para atrapar al sol y su calor. Para conservar la imagen del cielo entre dorados y violetas, y guardar en el recuerdo los rayos que se distinguen en el morir del día. Un día más. Un nuevo atardecer.

Verónica Curutchet

HISTORIA DEL REY SCHAHRIAR Y SU HERMANO EL REY SCHAHZAMAN

HISTORIA DEL REY SCHAHRIAR Y SU HERMANO EL REY SCHAHZAMAN


Cuéntase -pero Alah es más sabio, más prudente más poderoso y más benéfico- que en lo que transcurrió en la antigüedad del tiempo y en lo pasado de la edad, hubo un rey entre los reyes de Sassan, en las islas de la India y de la China. (1)
Era dueño de ejércitos y señor de auxiliares, de servidores y de un séquito' numeroso. Tenía dos hijos, y ambos eran heroicos jinetes, pero el mayor valía más aún que el menor. El mayor reinó en los países, gobernó con justicia entre los hombres y por eso le querían los habitantes del país y del reino. Llamábase el rey Schahriar.(2) Su hermano, llamado Schahzaman,(3) era el rey de Salamarcanda TI-Ajam.
Siguiendo las cosas el mismo curso, residieron cada uno en su país, y gobernaron con justicia a sus ovejas durante veinte años. Y llega¬ron ambos hasta el límite del desarrollo y el florecimiento.
No dejaron de ser así, hasta que el mayor sintió vehementes deseos de ver a su hermano. Entonces ordenó a su visir que partiese y volviese con él. El visir contestó: "Escucho y obedezco".
Partió, pues, y llegó felizmente por la gracia de Alah; entró en casa de Schahzaman, le transmitió la paz, (4) le dijo que el rey Schahriar deseaba ardientemente verle, y que el objeto de su viaje era invitar a su hermano. El rey Schahzaman contestó: "Escucho y obedezco". Dis¬puso los preparativos de la partida, mandando sacar sus tiendas, sus camellos y sus mulos, y que saliesen sus servidores y auxiliares. Nombró a su visir gobernador del reino y salió en demanda de las comarcas de su hermano.
Pero a medianoche recordó una cosa que había olvidado; volvió a su palacio apresuradamente, y encontró a su esposa tendida en el lecho abrazada con un negro, esclavo entre los esclavos. Al ver tal cosa, el mundo se oscureció ante sus ojos.
Y se dijo: "Si ha sobrevenido tal aventura cuando apenas acabo de dejar la ciudad, ¿cuál sería la conducta de esta libertina si me ausentase algún tiempo para estar con mi hermano?" Desenvainó inmediatamente su alfanje, y acometiendo a ambos, los dejó muertos sobre los tapices del lecho. Volvió a salir sin perder una hora ni un instante, y ordenó la marcha de la comitiva. Y viajó de noche hasta avistar la ciudad de su hermano.
Entonces éste se alegró de su proximidad, salió a su encuentro, y al recibirlo, le deseó la paz. Se regocijó hasta los mayores límites del contento, mandó adornar en honor suyo la ciudad y se puso a hablarle lleno de efusión. Pero el rey Schahzaman recordaba la aventura de su esposa, y una nube de tristeza le velaba la faz. Su tez se había puesto pálida y su cuerpo se había debilitado. Al verle de tal modo, el rey Schahriar creyó en su alma que aquello se debía a haberse alejado de su reino y de su país, y lo dejaba estar, sin preguntarle nada. Al fin, un día, le dijo: "Hermano, tu cuerpo enflaquece y tu cara amarillea". Y el otro respondió: "¡Ay, hermano, tengo en mi interior como una llaga en carne viva!" Pero no le reveló lo que le había ocurrido con su esposa.
El rey Schahriar le dijo: "Quisiera que me acompañes a cazar a pie y a caballo, pues así tal vez se esparciera tu espíritu". El rey Schahzaman no quiso aceptar, y su hermano se fué solo a la cacería.
Había en el palacio unas ventanas que daban al jardín, y habiéndose asomado a una de ellas, el rey Schahzaman vió cómo se abría una puerta para dar salida a veinte esclavas y veinte esclavos, entre los cuales avanzaba la mujer del rey Schahriar en todo el esplendor de subelleza. Llegados a un estanque, se desnudaron, y se mezclaron todos.
Y súbitamente la mujer del rey gritó: "¡Oh, Massaud!"Y en seguida acudió hacia ella un robusto esclavo negro, que la abrazó.
Ella se abrazó también a él, y entonces el negro la echó al suelo, boca arriba, y la gozó.


(1) La geografía es absolutamente vaga y admirable. Sería pues, inútil profundizar.
2)Dueño de la ciudad. Palabra persa.
(3) Dueño del siglo o del tiempo. Palabra persa.
(4) "Que la paz (o la salvación) sea contigo". Saludo usado entre los musulmanes.
.

A tal señal todos los demás esclavos hicieron lo mismo con las mujeres. Y así siguieron largo tiempo, sin acabar con sus besos, abra¬zos, copulaciones y cosas semejantes hasta cerca del amanecer Al ver aquello, pensó el hermano del rey: "¡Por Alah! Más ligera es mi calamidad que esta otra". Inmediatamente, dejando que se desva¬neciese su aflicción, se dijo: "¡En verdad, esto es más enorme que cuan¬to me ocurrió a mí!" Y desde aquel momento volvió a comer y beber cuanto pudo.
A todo esto, el rey, su hermano, volvió de su excursión, y ambos se desearon la paz íntimamente. Luego el rey Schahriar observó que su hermano el rey Schahzaman acababa de recobrar el buen color, pues su semblante había adquirido nueva vida, y advirtió también que comía con toda su alma después de haberse alimentado parcamente en los primeros días.
Se asombró de ello, y dijo: "Hermano, poco ha te veía amarillo de tez y ahora has recuperado los colores. Cuéntame qué te pasa". El rey le dijo: "Te contaré la causa de mi anterior palidez, pero dispénsame de referirte el motivo de haber recobrado los colores". El rey replicó: "Para entendernos, relata primeramente la causa de tu pérdida de color y tu debilidad". Y se explicó de este modo: "Sabrás, her, mano, que cuando enviaste tu visir para requerir mi presencia, hice mis preparativos de marcha, y salí de la ciudad. Pero después me acordé de la joya que te destinaba y que te di al llegar a tu palacio. Volví, pues, y encontré a mi mujer acostada con un esclavo negro, durmiendo en los tapices de mi cama. Los maté a los dos, y vine hacia ti, muy atormentado por el recuerdo de tal aventura. Este fué el motivo de mi primera palidez y de mi enflaquecimiento. En cuanto a la causa de ha¬ber recobrado mi buen color, dispénsame de mencionarla".
Cuando su hermano oyó estas palabras, le dijo: "Por Alah, te conjuro a que me cuentes la causa de haber recobrado tus colores".
Entonces el rey Schahzaman le refirió cuanto había visto. El rey Schahriar dijo: "Ante todo, es necesario que mis ojos vean semejante cosa". Su hermano le respondió: "Finge que vas de caza, pero escóndete en mis aposentos y serás testigo del espectáculo; tus ojos lo contemplarán".
Inmediatamente, el rey mandó que el pregonero divulgase la orden de marcha. Los soldados salieron con sus tiendas fuera de la ciudad. El rey marchó también, se ocultó en su tienda y dijo a sus jóvenes esclavos: "¡Que nadie entre!" Luego se disfrazó, salió a hurtadillas y se dirigió al palacio. Llegó a los aposentos de su hermano, y se asomó a la ven¬tana que daba al jardín. Apenas había pasado una hora, cuando salieron las esclavas, rodeando a su señora, y tras ellas los esclavos. E hicie¬ron cuanto había contado Schahzaman, pasando en tales juegos hasta el asr.(1)
Cuando vió estas cosas el rey Schahriar, la razón se ausentó de su cabeza, y dijo a su hermano: "Marchemos para saber cuál es nuestro destino en el camino de Alah, porque nada de común debemos tener con la realeza hasta encontrar a alguien que haya sufrido una aventura semejante a la nuestra. Si no, la muerte sería preferible a nuestra vida". Su hermano le contestó lo que era apropiado y ambos salieron por una puerta secreta del palacio. Y no cesaron de caminar día y noche, hasta que por fin llegaron a un árbol, en medio de una solitaria pradera, junto a la mar salada. En aquella pradera había un manantial de agua dulce. Bebieron de ella y se sentaron a descansar.
. Apenas había transcurrido una hora del día, cuando el mar em¬pezó a agitarse. De pronto brotó de él una negra columna de humo, que llegó hasta el cielo y se dirigió después hacia la pradera. Los reyes,
asustados, se subieron a la cima del árbol, que era muy alto, y se pusieron a mirar lo que tal cosa pudiera ser. Y he aquí que la columna de humo se convirtió en un efrit (2) de elevada estatura, poderoso de hombros y robusto de pecho. Llevaba un arca sobre la cabeza. Puso el pie en el suelo, y se dirigió hacia el árbol y se sentó debajo de él. Levantó entonces la tapa del arca, sacó de ella una caja, la abrió, y apareció en seguida una encantadora joven, de espléndida hermosura, luminosa lo mismo que el sol, como dijo el poeta:

¡Antorcha en las tinieblas, ella aparece y es el día! ¡Ella aparece y con su luz se iluminan las auroras!
¡Los soles irradian con su claridad y las lunas con las sonrisas de sus ojos !
¡Que los velos de su misterio se rasguen, e inmediatamente las cria¬turas se prosternan encantados a sus pies!
¡Y ante los dulces relámpagos de su mirada, el rocío de las lágri-mas de pasión humedece todos los párpados!!


(1)Asr: parte del día en que empieza a declinar el sol
(2) Efrit: astuto, sinónimo de genio

Después que el efrit hubo contemplado a la hermosa joven, le dijo: "¡Oh soberana de las sederías!
¡Oh tú, a quien rapté el mismo día de tu boda! Quisiera dormir un poco". Y el efrit colocó la cabeza en las rodillas de la joven y se durmió.
Entonces la joven levantó la cabeza hacia la copa del árbol y vió ocultos en las ramas a los dos reyes. En seguida apartó de sus rodillas la cabeza del efrit, la puso en el suelo, y les dijo por señas: "Bajad, y no tengáis miedo de este efrit". Por señas, le respondieron: "¡Por Alah sobre ti! ¡Dispénsanos de lance tan peligroso!"
Ella les dijo: "¡Por Alah sobre vosotros! Bajad en seguida si no queréis que avise al efrit, que os dará la peor muerte". Entonces, asustados, bajaron hasta donde estaba ella, que se levantó para decirles: "Traspasadme con vuestra lanza de un golpe duro y violento; si no, avisaré al efrit".
Schahriar, movido del espanto, dijo a Schahzaman: "Hermano, sé el primero en hacer lo que ésta manda". El otro repuso: "No lo haré sin que antes me des el ejemplo tú, que eres. mayor". Y ambos empezaron a invitarse mutuamente, haciéndose con los ojos señas de copulación. Pero ella les dijo: "¿Para qué tanto guiñar los ojos? Si no venís y me obedecéis, llamo inmediatamente al efrit". Entonces, por miedo al efrit hicieron con ella lo que les había pedido. Cuando los hubo agotado, les dijo: "¡Qué expertos sois los dos!"
Sacó del bolsillo un saquito y del saquito un collar compuesto de quinientas setenta sortijas con sellos, y les preguntó: "¿Sabéis lo que es esto?" Ellos contestaron: "No lo sabemos". Entonces les explicó la joven: "Los dueños de estos anillos me han poseído todos junto a los cuernos insensibles de este efrit. De suerte que me vais a dar vuestros anillos". Lo hicieron así, sacándoselos de los dedos, y ella entonces les dijo: "Sabed que este efrit me robó la noche de mi boda; me encerró en esa caja, metió la caja en el arca, le echó siete candados y la arrastró al fondo del mar, allí donde se combaten las olas. Pero no sabía que cuando desea alguna cosa una mujer no hay quien la venza.

Ya lo dijo el poeta:

¡Amigo: no te fíes de la mujer; ríete de sus promesas! Su buen o mal humor depende de los caprichos de su vulva!
¡Prodigan amor falso cuando la perfidia las llena y forma como la trama de sus vestidos!
¡Recuerda respetuosamente las Palabras de Yusuf ! ¡Y no olvides que Eblis hizo que expulsaran a Adán por causa de la Mujer!
¡No te confíes, amigo! ¡Es inútil! ¡Mañana, en aquella que creas más segura, sucederá al amor puro una pasión loca!
Y no digas: "¡Si me enamoro, evitaré las locuras de los enamora¬dos!" ¡No lo digas! ¡Sería verdaderamente un prodigio único ver salí. a un hombre sano y salvo de la seducción de las mujeres!


Los dos hermanos, al oír estas palabras, se maravillaron hasta más no poder, y se dijeron uno a otro: "Si éste es un efrit, y a pesar de su poderío le han ocurrido cosas más enormes que a nosotros, esta aventura debe consolarnos". Inmediatamente se despidieron de la joven y regresaron cada uno a su ciudad.
En cuanto el rey Schahriar entró en su palacio, mandó degollar a su esposa, así como a los esclavos y esclavas. Después ordenó a su visir que cada noche le llevase una joven que fuese virgen. Y cada noche arrebataba a una su virginidad. Y cuando la noche había transcurrido mandaba que la matasen. Así estuvo haciendo durante tres años, y todo eran lamentos y voces de horror. Los hombres huían con las hijas que les quedaban. En la ciudad no había ya ninguna doncella que pudiese servir para los asaltos de este cabalgador.
En esta situación el rey mandó al visir que, como de costumbre, le trajese una joven. El visir, por más que buscó, no pudo encontrar ninguna, y regresó muy triste a su casa, con el alma transida de miedo ante el furor del rey. Pero este visir tenía dos hijas de gran hermosura, que poseían todos los encantos, todas las perfecciones y eran de una delicadeza exquisita.
La mayor se llamaba Schehrazada, y el nombre de la menor era Doniazada: (1)


(1) Schehrazada: "Hija de la ciudad". Doniazada: "Hija del mundo

La mayor, Schehrazada, había leído los libros, los anales, las leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos pasados.
Dicen que poseía también mil libros de crónicas referentes a los pueblos de las edades remotas, a los reyes de la antigüedad y sus poetas. Y era muy elocuente y daba gusto oírla.
Al ver a su padre, le habló así: "¿Por qué te veo tan cambiado, soportando un peso abrumador de pesadumbres y aflicciones... ? Sabe, padre, que el poeta dice: "¡Oh tú, que te apenas, consuélate! Nada es duradero, toda alegría se desvanece y todo pesar se olvida".
Cuando oyó estas palabras el visir, contó a su hija cuanto había ocurrido, desde el principio al fin, concerniente al rey. Entonces le dijo Schehrazada: "Por Alah. padre, cásame con el rey, porque si no me mata, seré la causa del rescate de las hijas de los muslemini (musulmanes) y podré salvarlas de entre las manos del rey". Entonces el visir contestó: "¡Por Alah sobre ti! No te expongas nunca a tal peligro".
Pero Schehrazada repuso: "Es imprescindible que así lo haga". Entonces le dijo su pa¬dre: "Cuidado no te ocurra lo que les ocurrió al asno y al buey con el labrador. Escucha su historia:



Fabulas del asno, el buey y el labrador.

Has de saber, hija mía, que hubo un comerciante dueño de grandes riquezas y de mucho ganado. Estaba casado y con hijos. Alah, el Altísimo, le dió igualmente el conocimiento de los lenguajes de los animales y el canto de los pájaros. Habitaba este comerciante en un país fértil, a orillas de un río. En su morada había un asno y un buey. Cierto día llegó el buey al lugar ocupado por el asno y vió aquel sitio barrido y regado. En el pesebre había cebada y paja bien cribadas, y el jumento estaba echado, descansando. Cuando el amo lo montaba, era sólo para algún trayecto corto y por asunto urgente, y el asno volvía pronto a descansar. Ese día el comerciante oyó que el buey decía al pollino: "Come a gusto y que te sea sano, de provecho y 'de buena digestión. ¡Yo estoy rendido y tú descansado, después de comer cebada . bien cribada! Si el amo te monta alguna que otra vez, pronto vuelve a traerte. En cambio, yo me reviento arando y con el trabajo del molino". El asno le aconsejó: "Cuando salgas al campo y te echen el yugo, túmbate y no te menees aunque te den de palos. Y si te levantan, vuélvete a echar otra vez. Y si entonces te vuelven al establo y te ponen habas, no las comas, fíngete enfermo. Haz por no comer ni beber en unos días, y de ese modo descansarás de la fatiga del trabajo".
Pero el comerciante seguía presente, oyendo todo lo que hablaban. Se acercó el mayoral al buey para darle forraje y le vió comer muy poca cosa. Por la mañana, al llevarlo al trabajo, lo encontró enfermo. Entonces el amo dijo al mayoral: "Coge al asno y que are todo el día en lugar del buey". Y el hombre unció al asno en vez del buey y le hizo arar todo el día.
Al anochecer, cuando el asno regresó al establo, el buey le dió las gracias por sus bondades, que le habían proporcionado el descanso de todo el día; pero el asno no le contestó. Estaba muy arrepentido.
Al otro día el asno estuvo arando tambien durante toda la jornada y regresó con el pescuezo desollado, rendido de fatiga. El buey, al verle en tal estado, le dió las gracias de nuevo y lo colmó de alabanzas. El asno le dijo: "Bien tranquilo estaba yo antes.- Ya ves cómo me ha perjudicado el hacer beneficio a los demás". Y en seguida añadió: "Voy a darte un buen consejo de todos modos. He oído decir al amo que te entregarán al matarife si no te levantas, y harán una cubierta para la mesa con tu piel. Te lo digo para que te salves, pues sentiría que te ocurriese algo".
El buey, cuando oyó estas palabras del asno, le dió las gracias nuevamente, y le dijo: "Mañana reanudaré mi trabajo". Y se puso a comer, se tragó todo el forraje y hasta lamió el recipiente con su lengua.
Pero el amo les había oído hablar.
En cuanto amaneció fué con su esposa hacia el establo de los bueyes y las vacas, y se sentaron a la puerta. Vino el mayoral y sacó al buey, que en cuanto vió a su amo empezó a menear la cola, a ventosear ruidosamente y a galopar en todas direcciones como si estuviese loco. Entonces le entró tal risa al comerciante, que se cayó de espaldas. Su mujer le preguntó: "¿De qué te ríes?" Y él dijo: "De una cosa que he visto y oído; pero no la puedo descubrir porque me va en ello la vida". La mujer insistió: "Pues has de contármela, aunque te cueste morir". Y él dijo: "Me callo, porque temo a la muerte". Ella repuso: "Entonces es que te ríes de mí".
Y desde aquel día no dejó de hostigarle tenazmente, hasta que le puso en una gran perplejidad. Entonces el comerciante mandó llamar a sus hijos, y así como al kadí (1) y a unos testigos. Quiso hacer testamento antes de revelar el secreto a su mujer, pues amaba a su esposa entrañablemente porque era la hija de su tío paterno (2), madre de sus hijos y había vivido con ella ciento veinte años de su edad. Hizo llamar también a todos los parientes de su esposa y a los habitantes del barrio y refirió a todos lo ocurrido, diciendo que moriría en cuanto revelase el secreto.
Entonces toda la gente dijo a la mujer: "¡Por Alah sobre ti! No te ocupes más del asunto; pues va a perecer tu marido, el padre de tus hijos". Pero ella replicó: "Aunque le cueste la vida no le dejaré en paz hasta que me haya dicho su secreto". Entonces ya no le rogaron más. El comerciante se apartó de ellos y se dirigió al estanque de la huerta para hacer sus abluciones y volver inmediatamente a revelar su secreto y morir.
Pero había un gallo lleno de vigor, capaz de dejar satisfechas a cincuenta gallinas, y junto a él hallábase un perro. Y el comerciante oyó que el perro increpaba al gallo de este modo: "¿No te avergüenza el estar tan alegre cuando va a morir nuestro amo?" Y el gallo preguntó: "¿Por qué causa va a morir?"
Entonces el perro contó toda la historia, y el gallo repuso: "¡Por Alah! Poco talento tiene nuestro amo. Cincuenta esposas tengo yo y a todas sé manejármelas perfectamente, regañando a unas y contentando a otras. ¡En cambio, él sólo tiene una y no sabe entenderse con ella!
El medio es bien sencillo: bastaría con cortar unas cuantas varas de morera, entrar en el camarín de su esposa y darle hasta que sucumbiera o se arrepintiese. No volvería a importunarle con preguntas". Así dijo el gallo, y cuando el comerciante oyó sus palabras se iluminó su razón, y resolvió dar una paliza a su mujer.
El visir interrumpió aquí su relato para decir a su hija Schehrazada: "Acaso el rey haga contigo lo que el comerciante con su mujer". Y Schehrazada preguntó: "¿Pero qué hizo?" Entonces el visir prosiguió de este modo:
Entró el comerciante llevando ocultas las varas de morera, que acababa de cortar, y llamó aparte a su esposa: "Ven a nuestro gabinete para que te diga mi secreto". La mujer le siguió; el comerciante se encerró con ella y empezó a sacudirla varazos hasta que ella acabó por decir: "¡Me arrepiento, me arrepiento!" Y besaba las manos y los pies de su marido. Estaba arrepentida de veras. Salieron entonces, y la concurrencia se alegró muchísimo, regocijándose también los parientes. Y todos vivieron muy felices hasta la muerte.
Dijo. Y cuando Schehrazada, hija del visir, hubo oído este relato, insistió nuevamente en su ruego: "Padre, de todos modos quiero que hagas lo que te he pedido". Entonces el visir, sin replicar nada, mandó que preparasen el ajuar de su hija, y marchó a comunicar la nueva al rey Schahriar.
Mientras tanto, Schehrazada decía a su hermana Doniazada: "Te mandaré llamar cuando esté en el palacio, y así que llegues y veas que el rey ha terminado su cosa conmigo, me dirás: "Hermana, cuenta alguna historia maravillosa que nos haga pasar la noche". Entonces yo narraré cuentos que, si quiere Alah, serán la causa de la emancipación de las hijas de los musulmanes".
Fué a buscarla después el visir, y se dirigió con ella hacia la morada del rey. El rey se alegró muchísimo al ver a Schehrazada, y preguntó a su padre: "¿Es ésta lo que yo necesito?" Y el visir dijo respetuosamente: "Sí, lo es".
Pero cuando el rey quiso acercarse a la joven, ésta se echó a llorar. Y el rey le dijo: "¿Qué te pasa?" Y ella contestó "¡Oh, rey poderoso, tengo una hermanita de la cual quisiera despedirme!" El rey mandó buscar a la hermana, y apenas vino se abrazó a Schehrazada, y acabó por acomodarse cerca del lecho.
Entonces el rey se levantó, y cogiendo a Schehrazada, le arrebató la virginidad. Después empezaron a conversar.
Doniazada dijo entonces a Schehrazada: "¡Hermana, por Alah sobre ti!, cuéntanos una historia que nos haga pasar la noche".
Y Schehrazada contestó: "De buena gana, y como un debido homenaje, si es que me lo permite este rey tan generoso, dotado de tan buenas maneras.

LA DAMA DEL PERRITO de ANTON CHEJOV

LA DAMA DEL PERRITO de ANTON CHEJOV


I
Decían que en la avenida apareció una figura nue­va: una dama con un perrito. Dmitry Dmitrich Gurov, que ya llevaba dos semanas en Yalta y se ha­bía acostumbrado al lugar, empezó, también él, a sentir interés por las caras nuevas. Sentado en el pa­bellón Vernet, vio pasar por la avenida a una dama joven, rubia, de mediana estatura y tocada con una boina; tras ella corría un blanco perro de pome­rania.
Después la encontraba varias veces por día en el parque de la ciudad y en el jardín público. Paseaba siempre sola, con la misma boina, acompañada por el perrito blanco; nadie sabía quién era y la llama­ban simplemente: la dama del perrito.
«Si está aquí sin marido y sin conocidos -cavi­laba Gurov- no estaría de más trabar amistad con ella.»
No había cumplido aún los cuarenta, pero ya tenía una hija de doce años y dos hijos colegiales.
Lo habían casado temprano, cuando cursaba el se­gundo año de estudios en la universidad, y ahora su mujer parecía mucho mayor que él. Era una mujer alta, de cejas oscuras, erguida, de modales graves y reposados; ella misma solía decir que era una mujer pensante... Leía mucho, escribía cartas con ortografía modernizada y al marido lo llama­ba Dimitry en lugar de Dmitry, mientras que éste, para sus adentros, la consideraba estrecha, medio­cre y poco elegante; le tenía miedo y sentía pocas ganas de estar en casa. Hacía mucho tiempo ya que la engañaba, lo hacía con frecuencia y por esta causa, probablemente, siempre hablaba mal de las mujeres; cuando se hablaba de ellas en su presen­cia, solía acotar:
-¡Raza inferior!
Le parecía que su amarga experiencia le otorgaba suficientes derechos para llamarlas de cualquier ma­nera, a pesar de lo cual, no podía pasar ni dos días sin la «raza inferior». La compañía de hombres le resul­taba aburrida, no se sentía a gusto con ellos y se vol­vía parco y frío, mientras que con las mujeres era desenvuelto, sabía de qué hablar y cómo conducir­se; hasta le resultaba fácil permanecer callado con ellas. En su físico, en su carácter, en toda su natura­leza había algo atrayente, inasible, algo que predis­ponía bien a las mujeres hacia él; sabiéndolo, tam­bién él se sentía arrastrado hacia ellas por una fuerza desconocida.
Una larga y, efectivamente, amarga experiencia le había enseñado hacía tiempo que todo acercamien­to, que al principio diversifica la vida en forma agra­dable y constituye una aventura fácil y amable, para las personas decentes -en especial los moscovitas, in­decisos y sedentarios- de forma inevitable se trans­forma en un problema, extraordinariamente com­plicado, y al final, la situación se torna penosa. Pero en cada nuevo encuentro con una mujer interesante esta experiencia se escurría de la memoria, quedaba el deseo de vivir y todo parecía gracioso y simple.
Una vez, al anochecer, mientras Gurov estaba comiendo en el jardín, la dama de la boina se acer­có sin prisa para ocupar la mesa vecina. La expre­sión de su rostro, su manera de caminar, su vestido, su peinado le decían que ella pertenecía a la socie­dad, que estaba casada, que por primera vez se en­contraba en Yalta, que estaba sola y se aburría... En los relatos sobre la deficiente moralidad local había mucha fantasía y él los despreciaba, sabiendo que aquellas historias, en su mayoría, son inventadas por personas que gustosamente pecarían si pudiesen hacerlo; pero cuando la dama se sentó en la mesa vecina, a tres pasos de distancia, él recordó esos cuentos acerca de las conquistas fáciles y las excur­siones a las montañas y sintióse dominado por la seductora idea de una breve, pasajera relación, un romance, con una mujer desconocida, de quien no sabía ni nombre ni apellido.
Llamó cariñosamente al perro y cuando éste se le hubo acercado, lo amenazó con el dedo. El po­merania gruñó. Gurov volvió a amenazarlo.
La dama le dirigió una mirada, pero enseguida bajó los ojos.
-No muerde -dijo, ruborizándose.
-¿Puedo darle un hueso? -y cuando ella asintió con la cabeza, le preguntó afablemente-: ¿Hace mu­cho que llegó a Yalta?
-Unos cinco días.
-Y yo estoy arrastrando ya la segunda semana. Callaron un rato.
-El tiempo pasa rápido y sin embargo uno se aburre mucho aquí -dijo ella sin mirarlo.
-Así se dice. El hombre vive en su pueblo de Ve­lev o en Zisdra y no se siente aburrido, pero llega hasta aquí y: «¡Ah, qué aburrimiento! ¡Ah, qué pol­vo!». Como si viniera de Granada.
Ella rió. Luego ambos continuaron comiendo en silencio, como desconocidos; pero después de la comida salieron juntos y comenzó la graciosa y li­gera conversación de personas libres y satisfechas, a quienes les resultaba igual a dónde ir y de qué ha­blar. Paseaban y hablaban de la extraña iluminación del mar; el agua tenía un suave y tibio color lila, y la luna tendía sobre ella una franja dorada. Habla­ban del aire sofocante que quedó después de un día de calor. Gurov le contó que era moscovita, que había hecho estudios de filología, pero que trabajaba en un banco; antes se preparaba para cantar en la ópera privada, pero luego abandonó el canto; que tenía dos casas en Moscú... De ella supo que se ha­bía educado en Petersburgo, pero que se casó en S., donde vivía desde hacía dos años; que en Yalta se quedaría un mes, y que posiblemente la vendría a buscar su marido, quien también tenía ganas de descansar. Ella tuvo dificultades para explicar en qué repartición estaba ocupado su marido: en el gobierno provincial o en la dirección provincial del zemstvo, y eso le causó gracia a ella misma. Gu­rov se enteró también de que ella se llamaba Anna Sergueievna.
Más tarde, en su habitación, pensó en ella, en que probablemente mañana volverían a encontrarse. Así debía de ser. Al acostarse, recordó que hacía muy poco tiempo que ella era colegiala y estudiaba, como ahora estudiaba la hija de él; recordó la timi­dez y cierta aprensión que aún se notaba en su risa y en su conversación con personas desconocidas. Debía de ser la primera vez que se encontraba sola en semejantes circunstancias, cuando alguien anda­ba tras ella y la miraba y le hablaba con un propó­sito oculto que ella no podía menos de adivinar. Recordó su cuello, fino y delicado; sus hermosos ojos grises.
«Hay algo lastimero en ella» -pensó al dormirse.
II
Transcurrió una semana. Era un día festivo. En las habitaciones hacía un calor sofocante, mientras que por las calles el viento levantaba remolinos de pol­vo y hacía volar los sombreros. Durante todo el día uno tenía sed y Gurov a menudo entraba en el pa­bellón y ofrecía a Anna Sergueievna unas veces re­frescos, otras helados. No se podía ir a ningún lado.
Al anochecer, cuando el viento se había calmado un poco, fueron al muelle para ver llegar al vapor. En el atracadero había mucha gente paseando; un grupo de personas, con ramos de flores, se apresta­ba para recibir a alguien. Y se notaban nítidamente las dos particularidades del elegante público yalten­se: las damas de edad vestían como jóvenes, y había muchos generales.
El mar estaba agitado y el vapor llegó tarde, cuando ya se había puesto el sol, y antes de atracar debió maniobrar durante largo rato. A través de los impertinentes, Anna Sergueievna miraba el vapor y a los pasajeros, como si buscase conocidos, y cuan­do se dirigía a Gurov, sus ojos brillaban. Hablaba mucho, sus preguntas eran bruscas y ella misma las olvidaba enseguida; luego perdió los impertinentes entre la multitud.
El elegante público se dispersaba, las caras no se veían ya, el viento se calmó por completo, pero Gu­rov y Anna Sergueievna permanecían inmóviles, como esperando que alguien más descendiera del barco. Anna Sergueievna estaba callada ahora y olía las flores, sin mirar a Gurov.
-El tiempo ha mejorado -dijo éste-. ¿A dónde iremos ahora? ¿Y si hiciéramos un viaje de paseo? Ella no contestó.
Entonces él la miró fijamente y, de pronto, la abrazó y la besó en los labios; lo envolvió la húme­da fragancia de las flores y enseguida miró por to­dos lados con temor: ¿los habría visto alguien?
-Vamos a su hotel... -dijo en voz baja.
Y los dos fueron caminando con rapidez.
Había una atmósfera sofocante en la habitación del hotel, y olía al perfume que ella había compra­do en la tienda japonesa. Mirándola ahora, Gurov pensaba: «¡Cuántos encuentros distintos tiene uno en la vida!». Del pasado conservaba el recuerdo tanto de las mujeres despreocupadas, benévolas y contentas, que le estaban agradecidas por la dicha, aunque fuese muy breve, como de otras que -igual que su esposa- amaban sin franqueza, con demasia­das conversaciones, amaneramiento, histeria y con una expresión que parecía reflejar algo más impor­tante que el amor y la pasión, y de otras dos o tres, muy bellas y frías, en cuyos rostros aparecía de pronto una expresión feroz, un terco deseo de to­mar, arrancar a la vida más de lo que ella puede dar. Eran mujeres de cierta edad ya, caprichosas, autori­tarias y poco inteligentes, y cuando Gurov perdía interés por ellas, su belleza despertaba en él un sen­timiento de odio y los encajes de su ropa le pare­cían escamas.
Aquí, en cambio, había timidez, cierta torpeza de la inexperta juventud, la turbación; había también la sensación de desconcierto, como si alguien de re­pente golpeara en la puerta. Anna Sergueievna, esa «dama del perrito», interpretó lo sucedido de una manera singular, muy seria, como su caída -según parecía- y esto resultaba extraño e impropio. Por ambos lados de su rostro ensombrecido caían tris­temente sus largos cabellos; su figura, pensativa y afligida, hacía recordar a la pecadora de algún gra­bado antiguo.
-Eso no está bien -dijo ella-. Usted mismo no me respeta ahora.
Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y se puso a comer sin prisa. Una media hora, por lo menos, transcurrió en silencio.
Anna Sergueievna estaba conmovedora, irra­diando la pureza de una mujer decente, ingenua e inexperta; la solitaria vela que ardía sobre la mesa iluminaba apenas su rostro, pero se veía que estaba apesadumbrada.
-Y por qué debo dejar de respetarte? -pregun­tó Gurov-. No sabes lo que dices.
-¡Que Dios me perdone! -dijo ella, y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es terrible.
-Hablas como si quisieras justificarte.
-¿Cómo puedo justificarme? Soy una mujer mala, vil; me desprecio a mí misma, y ni pienso jus­tificarme. No es a mi marido a quien engañé, sino a mí misma. Y no solamente ahora, sino hace tiem­po que me engaño. Mi marido puede que sea un hombre bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué hace él allí ni en qué consisten sus funcio­nes; sólo sé que es un lacayo. Cuando me casé, te­nía veinte años, me atormentaba la curiosidad, sen­tía deseos de vivir mejor; existe una vida distinta -me decía-. Y tenía ganas de vivirla. Vivir... Me quemaba la curiosidad... usted no lo comprenderá, pero le juro por Dios que yo no podía dominarme; le dije a mi marido que estaba enferma y me vine aquí...Y aquí anduve todo el tiempo como marea­da, como aturdida... y ahora llegué a ser una mujer mala y vulgar, a quien cualquiera puede despreciar.
Gurov ya estaba aburrido de escucharla; lo irri­taba su tono ingenuo, su arrepentimiento, tan ines­perado e impropio; si no fuera por las lágrimas en sus ojos, se podía pensar que estaba bromeando o ensayando un papel.
-No comprendo -dijo en voz baja-. ¿Qué es lo que quieres entonces?
Ella ocultó su cara en el pecho de Gurov, estre­chándose contra él con ternura.
-Créame, créame, se lo ruego -decía-. Amo la vida honesta y pura; el pecado me repugna, yo mis­ma no sé lo que hago. La gente sencilla dice en es­tos casos que es el demonio quien tiene la culpa. También yo puedo decir ahora que el demonio me ha tentado.
-Vamos, vamos... -murmuró él.
Miraba sus ojos inmóviles y asustados, la besaba, le hablaba con cariño en voz baja, y poco a poco ella se tranquilizó y recuperó su alegría; ambos se echaron a reír.
Más tarde, cuando salieron, en la avenida no ha­bía ni un alma; la ciudad, con sus cipreses, tenía as­pecto muerto, pero el mar golpeaba aún ruidosa­mente contra la orilla; una barca se balanceaba sobre las olas y un farolito somnoliento parpadeaba en ella.
Encontraron un coche y se fueron a Oreanda.
-Abajo, en el vestíbulo, conocí tu apellido: en la pizarra estaba escribo «von Dideritz» -dijo Gurov-. ¿Tu marido es alemán?
-No, parece que su abuelo era alemán, pero él es ortodoxo.
En la Oreanda se sentaron sobre un banco, cer­ca de la iglesia, mirando en silencio el mar que se extendía abajo. Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; las blancas nubes permanecían quietas en las cimas de las montañas. Las hojas de los árboles no se movían, cantaban las cigarras, y el monótono y sordo rugido del mar que llegaba desde abajo hablaba de la paz, del eterno sueño que nos espera. Así rugía el mar cuando no había aquí ni Yalta ni Oreanda; así ruge ahora y rugirá sordamente con la misma indiferencia cuando no­sotros no estemos. Y en esta constancia, en esta to­tal indiferencia hacia la vida y la muerte de cada uno de nosotros se oculta quizá la premisa de nues­tra salvación eterna, del continuo movimiento de la vida sobre la tierra, del continuo perfecciona­miento. Sentado junto a la joven, que parecía tan bella aquella mañana, calmado y hechizado por el paisaje de ensueño -el mar, las montañas, las nubes, el cielo inmenso- Gurov pensó que en realidad todo es bello en este mundo, todo excepto lo que pensamos y hacemos olvidando los supremos pro­pósitos de la existencia y nuestra dignidad humana.
Se acercó un hombre -por lo visto el sereno-, los miró y se fue. Y este detalle también parecía misterioso y bello. Luego vieron llegar un vapor procedente de Theodosia, iluminado por el alba y con las luces ya apagadas.
-Parece que hay un poco rocío sobre la hierba -dijo Anna Sergueievna después de un largo silen­cio.
Y volvieron a la ciudad.
Cada mediodía se encontraban en la avenida, al­morzaban juntos, paseaban, admiraban el mar. Ella se lamentaba de que dormía muy mal y que tenía palpitaciones; le formulaba siempre las mismas pre­guntas, instigada por los celos o por el temor de que no la respetara del todo. Y a menudo, en la pla­zoleta o en el parque, cuando no había nadie cerca de ellos, él la atraía de pronto y la besaba con pa­sión. El ocio total, los besos en pleno día llenos de cautela y de temor, el olor del mar, el calor y el constante deambular del público ocioso, satisfecho y bien vestido parecían haberlo regenerado; le de­cía a Anna Sergueievna cuán hermosa y seductora estaba, se mostraba impaciente y apasionado, no la dejaba sola ni por un momento, mientras que ella con frecuencia se quedaba pensativa y le suplicaba que reconociera que no la respetaba ni la amaba en absoluto y que no veía en ella más que a una mu­jer vulgar. Casi todas las noches partían afuera, a Oreanda o a las cataratas, y el paseo siempre resul­taba placentero: las impresiones invariablemente eran magníficas, soberbias.
Esperaban la llegada del marido. Pero llegó una carta suya, en la cual notificaba que le dolían los ojos y rogaba a su mujer que regresara a casa lo an­tes posible. Anna Sergueievna, presurosa, comenzó a prepararse para el viaje.
-Está bien eso de que me vaya -decía a Gurov-. Es el destino.
Partió en una lineika y él la acompañó. Viajaron durante todo el día. Cuando subía al vagón del tren rápido y cuando sonó la segunda campanada, ella dijo:
-Deje que lo mire un poco más... Un poco más... Así.
No lloraba, pero estaba triste y parecía enferma; su rostro temblaba.
-Pensaré en usted... lo recordaré -le decía-. Quédese con Dios. No me recuerde mal. Nos des­pedimos para siempre, es preciso que así sea, por­que no debíamos encontrarnos. Bueno, ¡adiós!
El tren se fue rápido, sus luces desaparecieron muy pronto y al cabo de un minuto ya no se oía ningún ruido, como si todos se hubieran puesto de acuerdo adrede para interrumpir de golpe ese dulce sueño, esa locura. Al quedarse solo en el an­dén y al mirar la oscura lejanía, Gurov escuchaba el canto de las cigarras y el zumbido de los cables telegráficos con la sensación de una persona re­cién despertada. Pensó que en su vida hubo una andanza más, una aventura más, que ya había ter­minado y que sólo quedaba un recuerdo... Estaba conmovido, triste y un poco arrepentido; esta mujer con la cual nunca más había de encontrar­se, no fue feliz con él; él había sido amable, cordial con ella, pero en su manera de tratarla, en su tono y en sus caricias aparecía la sombra de una leve ironía, de una ruda soberbia de un hombre feliz, quien, además, casi le doblaba en edad. Ella siem­pre lo llamó bueno, extraordinario, persona de elevados sentimientos; por lo visto, él aparecía a los ojos de ella no como el hombre que era, sino como otro, y, por consiguiente, la engañaba sin querer...
Aquí, en la estación, ya olía a otoño; la noche es­taba fresca.
«Ya es tiempo de que me vaya también al norte», pensó Gurov retirándose del andén.
III
En su casa de Moscú el ambiente era ya invernal: diariamente se prendía el fuego en las estufas, y las mañanas eran oscuras, de modo que cuando los ni­ños se preparaban para ir al colegio y tomaban el desayuno, la niñera encendía la lámpara. Habían llegado ya los primeros fríos. Cuando cae la prime­ra nevada, resulta agradable, durante el primer via­je en trineo, mirar la tierra blanca y los tejados blancos; uno respira suave y libremente y, en estos momentos recuerda sus años mozos. Los viejos ti­los y abedules, blancos por la escarcha, tienen una expresión bonachona; están más cerca del corazón que los cipreses y las palmeras, y junto a ellos uno ya no tiene ganas de pensar en las montañas y el mar.
Gurov era moscovita; regresó a Moscú en un día hermoso y frío, y cuando dio un paseo por la Pe­trovka, llevando puestos la shuba y los guantes, así como al atardecer del sábado oyó el tañer de las campanas, el reciente viaje y los lugares en que ha­bía estado perdieron para él todo encanto. Poco a poco iba sumergiéndose en la vida moscovita; ya leía con avidez tres diarios por día, ya decía que sus principios le impedían leer los diarios de Moscú. Ya lo atraían los restaurantes, los clubes, las invitacio­nes y los aniversarios; ya se sentía halagado de reci­bir en su casa a abogados y artistas conocidos y de jugar a los naipes con un profesor universitario. Ya podía comerse una sartén entera de seliankal(*) ...
Le parecía que al cabo de un mes una niebla cu­briría el recuerdo de Anna Sergueievna y que ésta, sólo de vez en cuando, se le aparecería en sueños con su conmovedora sonrisa, como antes hacían las otras. Pero había pasado más de un mes, llegó el pleno invierno, y el recuerdo seguía tan nítido como si él se hubiera separado de Anna Sergueiev­na en la víspera. Este recuerdo se tornaba cada vez más fuerte, más intenso. Al oír en el silencio noc­turno de su escritorio las voces de sus hijos, que preparaban los deberes; al escuchar una romanza en el restaurante o el aullido de la borrasca en la chi­menea, de golpe renacía en su memoria todo lo vi­vido en Yalta: la escena sobre el muelle, el brumoso amanecer en las montañas, el vapor procedente de Theodosia y los besos. Durante largo rato camina­ba por la habitación, recordaba y sonreía; luego los recuerdos se transformaron en sueños y el pasado en su imaginación se confundía con el futuro. Anna
Sergueievna ya no se le aparecía en sueños, sino que lo seguía por todas partes como la sombra, vi­gilándolo. Con los ojos cerrados, se la imaginaba vivamente y ella le parecía más bella, más joven, más dulce de lo que era; también a sí mismo se veía mejor de lo que él era en aquel entonces, en Yalta. Por las noches ella lo miraba desde la biblioteca, desde la chimenea, desde el rincón; se oía su respi­ración, el suave murmullo de su vestido. En la calle seguía con la mirada a las mujeres, buscando algu­na parecida a ella...
Sentía un fuerte deseo de compartir con alguien sus recuerdos. Pero en casa no podía hablar de su amor y fuera de casa no había con quien. Acaso puede uno contar esto a los vecinos o a sus colegas en el banco? Y, además, ¿de qué podría hablarles? Acaso había amado? ¿Hubo algo poético, bello, ejemplar o, simplemente, interesante en su actitud hacia Anna Sergueievna? No podía hacer otra cosa, por lo tanto, que hablar vagamente sobre el amor y las mujeres y nadie se daba cuenta de qué se trataba. Solamente su mujer movía las oscuras cejas y decía:
-No te queda nada bien, Dmitry, el papel de fatuo.
Una noche, al salir del Círculo Médico con su partenaire, funcionario de una repartición pública, no pudo contenerse y le dijo:
-¡Si supiera usted qué mujer más encantadora conocí en Yalta!
El funcionario subió al trineo y emprendió la marcha, pero de pronto se volvió y llamó: -¡Dmitry Dmitrich!
-¿Qué?
-Usted tenía razón: el esturión no estaba fresco.
Estas palabras, tan comunes, indignaron a Gurov; le parecieron despreciables y sucias. ¡Qué costum­bres salvajes, qué gente! ¡Qué noches absurdas, qué días tan grises y poco interesantes! El desenfrenado juego a los naipes, la gula, la borrachera y las ince­santes charlas siempre sobre lo mismo. Las innece­sarias tareas y las conversaciones sobre el mismo te­ma se apoderan de la mejor parte del tiempo, de las mejores fuerzas, y queda al final una vida limitada y vacía, sin ningún sentido, de la cual ni siquiera uno puede escapar, como si estuviera recluido en una casa de locos o en una cárcel.
Lleno de indignación, Gurov no pudo pegar ojo en toda la noche, y luego, todo el día siguiente lo pasó con dolor de cabeza. En las noches sucesivas tampoco pudo dormir bien; permanecía sentado en la cama, pensando, o caminaba de un rincón a otro. Sus hijos lo fastidiaban, el banco lo fastidiaba; no tenía ganas de ir a ninguna parte ni de hablar con nadie.
En diciembre, durante las fiestas, hizo las male­tas, dijo a su mujer que iba a Petersburgo para in­terceder por un joven y partió a S. ¿Para qué? Él mismo no lo sabía bien. Tenía deseos de ver a Anna
Sergueievna, hablarle, concertar una entrevista si era posible.
Llegó a S. por la mañana y ocupó la mejor habi­tación en el hotel, cuyo suelo estaba cubierto por un soldadesco paño gris y donde había una mesa con un tintero gris a causa del polvo que lo cubría, y con un jinete sin cabeza que sostenía un sombrero en su mano levantada. El portero le dio los informes necesarios: von Dideritz vivía en la calle Antigua Goncharnaia, en casa propia, no muy lejos del hotel; tratábase de una persona acomodada, que tenía ca­ballos propios y que era conocida en toda la ciudad. El portero pronunciaba su nombre así: Dridirits.
Gurov se encaminó sin prisa a la Antigua Gon­charnaia y encontró la casa. Frente al edificio, ex­tendíase una larga cerca gris, protegida con clavos.
«Con semejante cerca ante la vista, cualquiera tendría ganas de escapar», pensó Gurov mirando ya las ventanas, ya la cerca.
«Hoy es un día festivo -cavilaba- y el marido pro­bablemente está en casa. De todos modos sería de poco tino entrar en la casa y confundirla. Y si le mando una nota, ésta puede llegar a parar a manos del marido y entonces todo quedaría estropeado. Lo mejor es confiar en una ocasión.»
Y seguía paseando por la calle, junto a la cerca, y esperando esta ocasión. Un mendigo entró por el portón y lo atacaron los perros; una hora más tarde se oyeron los sonidos del piano, débiles, apenas perceptibles. Seguramente Anna Sergueievna estaba tocando. Abrióse de repente la puerta principal de la casa y salió una viejecita, detrás de la cual corría el conocido pomerania blanco. Gurov quiso llamar­lo, pero su corazón comenzó a latir con fuerza, y, dominado por la emoción, no pudo recordar el nombre del perro.
Seguía caminando y empezaba a odiar la cerca gris; pensaba con irritación que Anna Sergueievna podía haberlo olvidado y que, quizás, se divertía ya con otro, lo que no dejaría de ser perfectamente natural, dada la situación de la joven mujer, obliga­da a ver durante todo el día esa maldita cerca. Volvió a su hotel y durante largo rato permaneció sen­tado en el diván, sin saber qué hacer; luego comió y pasó mucho tiempo durmiendo.
«Todo esto resulta bastante estúpido y molesto —pensó al despertarse y mirando las oscuras venta­nas; era de noche ya—. Después de tanto dormir, ¿qué haré ahora de noche?».
Estaba sentado en la cama, cubierta por una ba­rata manta gris, parecida a las que se usan en el hos­pital, y se burlaba de sí mismo con fastidio: «Aquí la tienes a tu dama del perrito... Aquí tienes tu aven­tura... ¡Quédate, pues, aquí y descansa!».
Aún por la mañana, en la estación, le había salta­do a la vista un cartel con letras muy grandes: por primera vez daban La Geisha. Lo recordó ahora y fue al teatro.«Es posible que vaya al estreno», pensó.
El teatro estaba lleno. Como todos los teatros provincianos en general, había allí una niebla que se elevaba por encima de las arañas; el paraíso se agitaba ruidosamente; en la primera fila de la pla­tea, antes del comienzo, estaban de pie los petime­tres locales, con las manos echadas a la espalda; en el palco del gobernador, en el primer asiento se ha­llaba sentada la hija de aquél, con un boa al cuello, mientras que él mismo se ocultaba modestamente detrás de la cortina, de modo que sólo se veían sus manos; el telón se movía, oscilando y la orquesta afinaba los instrumentos largamente. Mientras el público entraba y ocupaba los asientos, Gurov bus­caba con los ojos ansiosamente.
Anna Sergueievna llegó también. Se sentó en la tercera fila, y cuando Gurov la miró, sintió opri­mírsele el corazón, al comprender claramente que en todo el mundo no existía para él persona más íntima, más querida y más importante; aquella pe­queña mujer, perdida en la multitud provinciana, sin rasgos notables y con sus vulgares impertinen­tes en la mano, llenaba ahora toda su vida; era su desdicha y su alegría; era la única felicidad que de­seaba para sí; y a los sones de una mala orquesta, de unos pobres violines provincianos, pensaba cuán bella era. Pensaba y soñaba.
Junto con Anna Sergueievna entró y se sentó a su lado un hombre joven, de patillas cortas, muy alto, algo encorvado; a cada paso movía la cabeza, como si saludara constantemente. Debía ser el ma­rido, a quien ella llamó lacayo en un arranque de amargura, en Yalta. En efecto, había algo de lacayo en su larga figura, en sus patillas, en su pequeña cal­va; tenía una sonrisa dulzona, y en su ojal brillaba, cual la chapa del lacayo, el distintivo de una socie­dad científica.
En el primer entreacto el marido salió a fumar y ella se quedó en su butaca. Gurov, que también es­taba en la platea, se le acercó y le dijo con voz in­segura y con una sonrisa forzada:
-Buenas noches.
Ella lo miró, palideciendo; luego, sin creer a sus propios ojos, volvió a mirarlo con terror y apre­tó fuertemente en sus manos el abanico y los im­pertinentes, luchando consigo misma para no des­mayarse. Los dos callaban. Ella se quedó sentada, mientras que él permaneció de pie, asustado por su turbación, sin atreverse a tomar asiento a su lado. Cantaron los violines y la flauta, que estaban siendo afinados; daba miedo: parecía que desde todos los palcos los estaban mirando. Ella se levan­tó y se dirigió deprisa hacia la salida; él la siguió, y los dos caminaron sin rumbo por los pasillos, por las escaleras, ya subiendo ya bajando; ante su vista pasaban unos hombres con uniformes judiciales, administrativos o académicos, todos ornados con distintivos; pasaban las damas y los abrigos colga­dos en los percheros; la corriente de aire traía el olor de colillas. Y Gurov, cuyo corazón latía con fuerza, pensaba: «¡Dios mío! ¿Para qué esta gente, esta orquesta?...».
Y en este instante recordó de golpe cómo aque­lla noche en la estación, después de despedir a Anna Sergueievna, se decía a sí mismo que todo había ter­minado y que jamás volverían a verse. ¡Pero cuán le­jos estaba aún el fin!
En una estrecha y oscura escalera, donde un letre­ro señalaba la «entrada al anfiteatro», ella se detuvo.
-¡Qué susto me ha dado usted! -dijo, jadeando, pálida aún y aturdida-. ¡Oh, qué susto! Apenas me mantengo en pie. ¿Por qué ha venido usted? ¿Por qué?
-Compréndame, Anna, compréndame... -dijo él nervioso, en voz baja-. Le ruego que me comprenda...
Ella lo miraba con miedo, con amor, imploran­do; lo miraba fijamente para retener sus rasgos en la memoria con más nitidez.
-¡Sufro tanto! -prosiguió ella sin escucharlo-. Durante todo el tiempo sólo pensé en usted; la vida para mí era pensar en usted. Quería olvidarlo, olvi­dar... ¿Por qué ha venido? ¿Por qué?
Más arriba, en el descanso, dos colegiales fuma­ban, mirando abajo, pero eso lo tenía sin cuidado a Gurov, quien atrajo a Anna Sergueievna hacia sí y comenzó a besar su cara, sus mejillas, sus manos.
-¡Qué hace usted, qué hace! -decía ella, atemo­rizada, apartándolo-. Los dos estamos perdiendo la razón. Parta hoy mismo, ahora mismo... Le suplico por lo más sagrado que tenga, le imploro... ¡Alguien viene!
Alguien subía por la escalera.
-Usted debe partir... -continuó Anna Sergueiev­na en un susurro-. ¿Me oye, Dmitry Dmitrich? Iré a verlo a Moscú. ¡Nunca fui feliz, no lo soy ahora ni nunca lo seré, nunca! Pues no me haga sufrir más aun. Le juro que iré a Moscú. Pero ahora separémo­nos. ¡Mi querido, mi bueno, mi amado, separémo­nos!
Ella le estrechó la mano y comenzó a bajar rá­pidamente, volviéndose para mirarlo, y en sus ojos se notaba que, en efecto, no era feliz... Gurov se quedó un rato parado, aguzando el oído; luego, al cesar todos los ruidos, buscó su guardarropa y se fue.
IV
Y Anna Sergueievna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses, partiendo de S. decía a su marido que iba a consultar con el médico acerca de su dolencia femenina, y el marido la creía y no le creía al mismo tiempo. En Moscú se alojaba en el hotel Bazar Eslavo y enseguida enviaba a Gurov un mensajero de gorra colorada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú se enteraba de ello.
Una mañana de invierno se dirigía a verla (el men­sajero no lo había encontrado en la víspera), acom­pañando a su hija al colegio, puesto que llevaban el mismo camino. Caían grandes y húmedos copos de nieve.
-Hay tres grados sobre cero ahora y sin embargo está nevando -decía Gurov a su hija-. Pero este aire templado lo tenemos sólo aquí, en la superficie de la tierra; en las capas superiores de la atmósfera la temperatura es muy distinta.
-Papá, ¿por qué no hay truenos en invierno?
Le explicó también esto. Al hablar, pensaba en que iba a una cita y que ni una sola alma viviente lo sabía ni lo sabría nunca probablemente.
Tenía dos vidas: una visible, que todos conocían, llena de una verdad convencional y de un engaño convencional, muy parecida a la de sus amigos y co­nocidos, y la otra, que transcurría en secreto. Y por una extraña conjunción de circunstancias, que, qui­zás, era casual, todo resultaba sustancial, interesan­te e indispensable para él; en lo cual era sincero y a cuyo respecto no se engañaba; lo que constituía la médula de su vida ocurría en forma clandestina, mientras que todo lo que era su falsedad, su envol­tura dentro de la cual él se escondía para ocultar la verdad, como, por ejemplo, su trabajo en el banco, las discusiones en el club, su «raza inferior», la asistencia -junto con su mujer- a los aniversarios, todo ello era visible. Y sobre su propio ejemplo Gurov juzgaba a los demás, sin creer en lo que veía, y su­ponía siempre que cada persona vivía su verdadera e interesante vida bajo el manto del misterio, cual bajo el manto de la noche. Cada existencia perso­nal se sostiene sobre el misterio y en parte es por eso quizás que la persona culta se afana tanto en hacer respetar el secreto personal.
Después de acompañar a su hija hasta el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo la pelliza, subió y golpeó suavemente en la puerta. Anna Sergueievna, que llevaba puesto el vestido gris, el preferido de él, fatigada por el viaje y la es­pera -lo esperaba desde la tarde anterior- estaba pálida, lo miraba sin sonreír y apenas lo vio entrar, se arrojó en sus brazos. El beso fue lento, prolonga­do, como si no se hubiesen visto durante dos años.
-Y bien, ¿cómo te va? -preguntó él-. ¿Qué hay de nuevo?
-Espera un poco... No puedo.
No podía hablar, puesto que estaba llorando. Se volvió hacia otro lado y llevó el pañuelo a los ojos.
«Bueno, que llore un poco; me sentaré mientras tanto», pensó Gurov, y se sentó en un sillón.
Luego tocó el timbre y dijo que le trajeran té; y más tarde, mientras él tomaba el té, ella permanecía de pie, mirando por la ventana... Lloraba de emo­ción, por la amarga conciencia de que sus destinos se presentaban tan tristes; se veían clandestinamen­te, ocultándose de la gente como si fueran ladrones. ¿Acaso no estaban destrozadas sus vidas?
-¡Bueno, no llores! -dijo él.
Tenía la evidencia de que este amor no termina­ría pronto y no sabía cuándo llegaría a su fin. Anna Sergueievna se encariñaba con él cada vez más, lo adoraba, y no sería posible decirle que todo ello al­gún día debería de acabar; además, no lo hubiera creído.
Se le acercó y la tomó por los hombros para aca­riciarla y animarla con alguna broma, y en este mo­mento se vio en el espejo.
En su cabeza ya aparecieron canas. Y le resultó extraño el haber envejecido y desmejorado tanto en los últimos años. Los hombros sobre los cuales descansaban sus manos estaban tibios y se estreme­cían. Sintió compasión por aquella vida, cálida y bella aún, pero que probablemente se acercaba ya al momento de la marchitez. ¿Por qué lo amaba así? Él siempre les parecía a las mujeres alguien que no era y ellas no lo amaban en su persona por sí mis­mo, sino al hombre creado por su imaginación y a quien buscaban ávidamente en su vida; y luego, al darse cuenta de su error, seguían amándolo. Nin­guna de ellas había sido feliz con él. Pasaba el tiem­po, él trababa amistad con alguna mujer, se unía a ella, se separaba, pero no la amaba; hubo de todo menos amor.
Y sólo ahora, cuando su cabeza se había tornado canosa, llegó a amar en forma verdadera, como es debido, por primera vez en su vida.
Anna Sergueievna y él se amaban como dos personas íntimamente vinculadas; como marido y mujer, como tiernos amigos; les parecía que esta­ban predestinados el uno al otro y era incompren­sible por qué los dos estaban casados; eran como dos aves de paso, el macho y la hembra, atrapados y obligados a vivir en jaulas separadas. Habían per­donado el uno al otro aquella parte de su pasado de la cual se avergonzaban, se perdonaban todo en el presente y sentían que su amor los había cam­biado a los dos.
Antes, en los momentos de tristeza, Gurov trata­ba de tranquilizarse a sí mismo con cualquier razo­namiento que se le ocurría, pero ahora no estaba para razonamientos; sentía una profunda compa­sión y el deseo de ser sincero, tierno...
-No llores, mi bien -decía-.Ya has llorado bas­tante...Ahora hablemos un poco, para ver si encon­tramos algún camino.
Y durante un buen rato examinaron las posibili­dades de eludir la necesidad de esconderse, enga­ñar, vivir en ciudades distintas, sin verse por mucho tiempo. ¿Cómo liberarse de estas intolerables ata­duras?
-Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba él, tomándo­se la cabeza con las manos-. ¿Cómo?
Y parecía que faltaba poco para encontrar la so­lución y comenzar, entonces, una nueva y maravi­llosa vida; pero ambos comprendían claramente que el final estaba todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que em­pezar.


(*) Carne o pescado con chukrut. (N. del T.)

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(1860-1904)
Dramaturgo y escritor ruso. Es una figura de gran importancia de la literatura rusa. Hijo de un comerciante pobre y nieto de un siervo, nació en Taganrog, donde realizó sus primeros estudios. Posteriormente estudió medicina en la Universidad Estatal de Moscú. Ejerció brevemente, y simultáneamente, publicaba relatos y escenas humorísticas en revistas. Debido a su éxito pronto se dedicó plenamente a la literatura. En 1886 apareció su colección de escritos humorísticos Relatos de Motley, y al año siguiente Ivanov, su primera obra de teatro. En 1884 comenzó a padecer seriamente de tuberculosis, enfermedad que le acompañaría toda la vida y que le obligaría a vivir como un nómada en busca de tierras cálidas. En 1890 visitó la isla Sajalín, en la Costa de Siberia, donde estaba establecida una colonia penitenciaria. Esta visión le afectaría enormemente y condicionará toda su vida. Tras esta visita publicará La isla de Sajalín, un informe sobre la forma penosa de vida en dicha isla y que provocará que se nombre una comisión estatal para reparar los abusos que se cometen contra los presos.
Posteriormente (1892) fija su residencia en Melihovo, dedicándose a la educación y a la labor médica (de forma gratuita). Es en esta época cuando escribió la mayor parte de sus narraciones y textos teatrales. Pero su enfermedad le obligará en 1897 a trasladarse a Crimea, donde el clima es más cálido, y a pasar largas temporadas en balnearios europeos. En los últimos años del siglo conoció al actor y productor Stanislavski, director del Teatro de Arte de Moscú. Esta amistad de dramaturgo y director de teatro, le reportó a Chéjov la posibilidad de representar varias de sus obras: La gaviota, con la que cosechó grandes éxitos, El tío Vania, Tres hermanas y El jardín de los cerezos. Asimismo cosechó grandes éxitos con narraciones humorísticas como Mi vida, Relatos de un desconocido, El monje negro, etc. En 1901 contrajo matrimonio con Olga Knipper, intérprete en varias de sus obras dramáticas. Murió el 2 de julio de 1904 en el balneario de Badenweiller, en Alemania. Su obra le ha otorgado el merecido titulo de maestro del relato. A él se debe, entre otros, la forma moderna del relato, en el que el estado de ánimo influye profundamente en la obra. Korolenko definió la atmósfera creada por Chéjov en sus narraciones como "el estado de ánimo de un alegre melancólico". Utiliza temas de la vida cotidiana, en particular se centró en retratar la vida rusa anterior a la revolución de 1905. Si bien, cabe decir, que existe un nexo entre el Chéjov joven e irreflexivo de la adolescencia (preocupado por la recopilación de anécdotas curiosas destinadas a su colaboración en revistas humorísticas), y el de la madurez, inquieto, sin saber dónde detener su mirada de autor. Dentro del teatro ruso se le considera como representante del naturalismo, y en sus obras, al igual que en sus relatos, se fija en el fracaso de una sociedad feudal que se iba poco a poco quedando obsoleta. Desarrolló la "acción indirecta", técnica creada por él con la que intenta dar más importancia a lo que ocurre fuera de escena, dejando a la imaginación y la sensibilidad ideas y pensamientos que sólo han sido sugeridos. En un primer momento, sus innovadoras técnicas no fueron entendidas y tuvo que ver cómo eran rechazadas sus obras, pero posteriormente fueron aceptadas por los dramaturgos y los espectadores, llegando a tener un gran éxito en su época.