miércoles, 22 de enero de 2014

La hucha voladora

La hucha voladora
Mi madre me regaló una hucha con forma de cerdito, por mi cumpleaños. Era rosa y gorda, con las letras TAIWAN, en mayúsculas, estampadas debajo. La coloqué en el alféizar de la ventana de mi dormitorio y cada semana depositaba en ella una parte de mi paga a través de la ranura.
La hucha voladora
Un día decidí comprar una nueva camita para la casa de muñecas. Le di la vuelta a la hucha, presioné el tapón de goma y la agité muy fuerte encima de mi cama.
No salió nada. Ni un céntimo.
-¡Ha desaparecido! -grité-. He estado guardando mi dinero durante semanas y no hay nada. ¿Qué ha sido de mi dinero?
-Yo me lo comí.
-¿Qué has dicho?
No podía adivinar de dónde provenía esa voz.
-Tú me diste de comer el dinero, así que me lo comí -repitió el cerdito.
-¡Ahí va, puedes hablar!
-Sí, cuando alguien me habla a mí.
-En tal caso, dime dónde está mi dinero.
-Te lo he dicho, me lo comí.
-Pero ahora no está en tu estómago...
-Ya lo he digerido -dijo Taiwán-¿De dónde crees que los cerdos como yo obtienen sus energías?
-Eso no está nada bien -le dije, agitándolo de nuevo-. Quiero el dinero de mi paga. ¡Dámelo ahora mismo!
-No puedo - me contestó enfadado-. Tendremos que ir y conseguir un poco más.
-¿Dónde? -pregunté.
Los cerdos vuelan
-Bien, ¿de dónde sale el dinero? -dijo Taiwán con impaciencia-. De la real fábrica de la moneda, por supuesto. De la real fábrica de moneda que está dentro del real palacio del príncipe de la fortuna. Si te subes a mi espalda, te llevaré volando hasta allí. Pero tienes que darme de comer primero. ¡Estoy hambriento! Y yo no puedo volar con el estómago vacío.
Eché mano de mi colección de monedas extranjeras y las introduje por la ranura.
Con todo este dinero, el cerdo engordó hasta tal punto que se cayó del alféizar de la ventana; al poco rato el centro de la habitación estaba ocupado por un enorme cerdo rosa. Me subí a su espalda y Taiwán alzó el vuelo a través de la ventana abierta. Volaba hacia atrás.
-¿Por qué vuelas hacia atrás? -le pregunté, dándome la vuelta en dirección al rabo de Taiwán para poder ver a dónde íbamos.
-La real fábrica de la moneda está a mucho tiempo de aquí -replicó él.
-¿Quieres decir que está a mucho camino?
-No, quiero decir que está a mucho tiempo. Así que tengo que volar hacia atrás en el tiempo.
Pronto comprobé que era eso lo que hacíamos. El aire se llenaba de humo y grandes flores de fuego se abrían en capullos rojos a derecha y a izquierda.
-¿Qué pasa?
-Son disparos -dijo Taiwán con calma-. Abajo hay una guerra.
Yo empecé a preguntarme si el cerdo era tan listo como me había parecido.
-¿Quieres decir que podrían herirnos?
Taiwán no contestó porque justo en ese momento nos cubrieron los blancos pliegues de un inmenso paracaídas. Y el hombre que colgaba de él, vestido con un chaquetón de piel de oveja y gafas, aterrizó en la espalda del cerdo.
-¡Hola! -dijo el piloto-. He saltado. Me han derribado.
En aquel momento el aeroplano que había pilotado pasó junto a nosotros y se zambulló allá abajo, en el mar.
-Espero que no os importará si os pido que me sujetéis.
Taiwán gruñó una o dos veces, pero no parecía que le importase demasiado.
-¿Por qué vamos hacia atrás, amigo? -preguntó el piloto a Taiwán y éste se lo explicó.
El piloto se mostró encantado de saber que volábamos hacia la real fábrica de la moneda.
-Realmente estoy un poco bajo de fondos -dijo-.
Me dejé el billetero en el avión. Después avistamos un explorador encaramado en la cesta de un enorme globo. "Debo de estar a cientos de días antes que ayer", pensé, mirando sus extrañas ropas y su sombrero de cazador.
-¿Podríais llevarme con vosotros? -preguntó cuando pasamos por su lado-. El viento sopla en dirección contraria y así nunca llegaré a donde voy.
-Si vienes con nosotros -le respondí- sólo llegarás hasta la real fábrica de la moneda.
A él pareció gustarle la idea y se subió encima del cerdo, delante del piloto y detrás de mí.
Debíamos haber volado ya otros cientos de años en el pasado cuando Taiwán tropezó en medio del aire. Casi nos caímos.
-Qué lugar más tonto para dejar una cuerda -dijo de mal humor.
Y con los pies enredados en la cuerda, prosiguió su vuelo.
-Por favor, soltad la cometa -dijo una vocecita debajo de nosotros.
Miramos hacia abajo y allí, a muchos metros del suelo, estaba un chino colgado del extremo de la cuerda. Sobre nosotros, su cometa culebreaba, como un brillante pájaro de papel. Taiwán había sido cazado por una antigua cometa china.
-¿Porl qué celdito no milal pol dónde va? -preguntó el chino, mientras subía por la cuerda y se montaba en el lomo del cerdo.
Le expliqué que volábamos hacia atrás a través del tiempo. Todos admiramos la cometa y comentamos qué inteligentes habían sido los chinos al inventar las cometas antes que nadie. Había que ver cómo se animó nuestro nuevo pasajero con aquel cumplido.
-Los chinos también inventalon billetes -dijo el hombrecito cuando le contamos que íbamos a buscar dinero. Taiwán se estremeció:
-Yo nunca he comido dinero de papel -se quejó.
Seguimos volando, justo hasta el principio del tiempo, torcimos a la izquierda y el palacio del príncipe de la fortuna apareció en el horizonte.
La real fábrica de la moneda despuntaba, verde y fragante, por detrás del real muro trasero del palacio. Estaba protegida por un enorme y principesco gato con el lomo arqueado, pero, desde luego, no era rival para un cerdo volador, un piloto de guerra, un explorador, un chino, ni, por supuesto, para mí.
Mientras ellos se dispersaban y trepaban por las reales plantas del palacio, yo me introduje a la chitacallando en la real fábrica y recogí las monedas de plata y cobre que colgaban de los árboles y llené a rebosar mis bolsillos con ellas. Cuando Taiwán pasó trotando, metí unas monedas por la ranura y todos subimos encima para el viaje de vuelta.
Volamos a través del tiempo, hacia adelante, con las orejas del cerdo vibrando con el viento. Pero con cuatro pasajeros encima y el viento en contra, Taiwán se cansó pronto y se sintió hambriendo de nuevo.
-¡Más dinero, más dinero! -gruñía, y yo tuve que colarle un puñado de monedas por la ranura.
-Lo siento -dijo él bruscamente-, pero alguno de vosotros se tendrá que bajar. Pesáis demasiado para mí.
-Está bien -dijo el explorador Mi globo de aire caliente acaba de aparecer. Mirad, ahí está. Yo me quedo en él.
El piloto decidió unirse al explorador en su viaje alrededor del mundo. Y el chino volvió a la tierra sujeto al extremo de la cuerda de su cometa. Así que me quedé sola, montada en el cerdo volador. Pero antes de que llegáramos a casa, tuve que darle de comer todas las monedas que me quedaban de la real fábrica, metiéndolas por la ranura. De otra forma hubiera caído.
-¡Aún estoy hambriento! -protestaba él, y su estómago vacío hacía ruido entre mis rodillas.
Cerré los ojos y enganché mis dedos en la ranura para no caerme.
Cuando volví a darme cuenta de lo que ocurría, vi que habíamos entrado por la ventana de mi habitación y el cerdo estaba tumbado en el suelo, pequeño y rígido; vaya, con su tamaño normal.
Lo levanté y lo agité. Ni un céntimo. Miré por la ranura. Ni una miserable moneda. Corrí a la cocina, gritándole a mi madre:
El palacio del Principe Suerte
-¡No hay dinero en el cerdito!
-Sí, querida, y lo siento -dijo ella-. Tuve que tomarlo prestado para pagar al lechero. Déjame ver... ¿Cuánto había? Aquí lo tienes.
Me dio dos billetes nuevecitos y los arrugué en mi mano, recordando que Taiwán no comía billetes.
-¿Crees que si ahorro mi paga de cada semana...?
-¡Uy, hija mía, si lo consigues los cerdos podrán volar!
-¡Bien! ¡Entonces lo haré!

Pinocho

Pinocho

Hace mucho tiempo, un carpintero llamado Gepeto, como se sentía muy solo, cogió de su taller un trozo de madera y construyó un muñeco llamado Pinocho.
–¡Qué bien me ha quedado! –exclamó–. Lástima que no tenga vida. Cómo me gustaría que mi Pinocho fuese un niño de verdad. Tanto lo deseaba que un hada fue hasta allí y con su varita dio vida al muñeco.

–¡Hola, padre! –saludó Pinocho.
–¡Eh! ¿Quién habla? –gritó Gepeto mirando a todas partes.
–Soy yo, Pinocho. ¿Es que ya no me conoces?
–¡Parece que estoy soñando! ¡Por fin tengo un hijo!
Gepeto pensó que aunque su hijo era de madera tenía que ir al colegio. Pero no tenía dinero, así que decidió vender su abrigo para comprar los libros.

Salía Pinocho con los libros en la mano para ir al colegio y pensaba:
–Ya sé, estudiaré mucho para tener un buen trabajo y ganar dinero, y con ese dinero compraré un buen abrigo a Gepeto.
De camino, pasó por la plaza del pueblo y oyó:

–¡Entren, señores y señoras! ¡Vean nuestro teatro de títeres!
Era un teatro de muñecos como él y se puso tan contento que bailó con ellos. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que no tenían vida y bailaban movidos por unos hilos que llevaban atados a las manos y los pies.

–¡Bravo, bravo! –gritaba la gente al ver a Pinocho bailar sin hilos.
–¿Quieres formar parte de nuestro teatro? –le dijo el dueño del teatro al acabar la función.
–No porque tengo que ir al colegio.
–Pues entonces, toma estas monedas por lo bien que has bailado –le dijo un señor.
Pinocho siguió muy contento hacia el cole, cuando de pronto:

–¡Vaya, vaya! ¿Dónde vas tan deprisa, jovencito? –dijo un gato muy mentiroso que se encontró en el camino.
–Voy a comprar un abrigo a mi padre con este dinero.
–¡Oh, vamos! –exclamó el zorro que iba con el gato–. Eso es poco dinero para un buen abrigo. ¿No te gustaría tener más?
–Sí, pero ¿cómo? –contestó Pinocho.
–Es fácil –dijo el gato–. Si entierras tus monedas en el Campo de los Milagros crecerá una planta que te dará dinero.
–¿Y dónde está ese campo?
–Nosotros te llevaremos –dijo el zorro.

Así, con mentiras, los bandidos llevaron a Pinocho a un lugar lejos de la ciudad, le robaron las monedas y le ataron a un árbol.

Gritó y gritó pero nadie le oyó, tan sólo el Hada Azul.

–¿Dónde perdiste las monedas?
–Al cruzar el río –dijo Pinocho mientras le crecía la nariz.

Se dio cuenta de que había mentido y, al ver su nariz, se puso a llorar.

–Esta vez tu nariz volverá a ser como antes, pero te crecerá si vuelves a mentir –dijo el Hada Azul.

Así, Pinocho se fue a la ciudad y se encontró con unos niños que reían y saltaban muy contentos.

–¿Qué es lo que pasa? –preguntó.

–Nos vamos de viaje a la Isla de la Diversión, donde todos los días son fiesta y no hay colegios ni profesores. ¿Te quieres venir?

–¡Venga, vamos!

Entonces, apareció el Hada Azul.

–¿No me prometiste ir al colegio? –preguntó.

–Sí –mintió Pinocho–, ya he estado allí.

Y, de repente, empezaron a crecerle unas orejas de burro. Pinocho se dio cuenta de que le habían crecido por mentir y se arrepintió de verdad. Se fue al colegio y luego a casa, pero Gepeto había ido a buscarle a la playa con tan mala suerte que, al meterse en el agua, se lo había tragado una ballena.

–¡Iré a salvarle! –exclamó Pinocho.

Se fue a la playa y esperó a que se lo tragara la ballena. Dentro vio a Gepeto, que le abrazó muy fuerte.

–Tendremos que salir de aquí, así que encenderemos un fuego para que la ballena abra la boca.

Así lo hicieron y salieron nadando muy deprisa hacia la orilla. El papá del muñeco no paraba de abrazarle. De repente, apareció el Hada Azul, que convirtió el sueño de Gepeto en realidad, ya que tocó a Pinocho y lo convirtió en un niño de verdad.

Pinocho y sus amigos

Pinocho y sus amigos
Junto con sus dos sospechosos acompañantes, el zorro y el gato, Pinocho seguía su marcha cuando se puso el sol. Sus nuevos amigos le habían contado que existe un lugar donde podían hacerse ricos muy fácilmente, se llamaba el Campo de los Milagros( aunque su padre le dijo que fuera con cuidado con sus nuevos amigos y no confiara en ellos, hasta que le demostraran su amistad.)
Pinocho y sus amigos
—¡Miren! —dijo el zorro de repente—. Ahí está la posada del cangrejo rojo. Podemos comer algo y continuar a medianoche para llegar al campo de los milagros mañana al amanecer.
El gato engulló treinta y cinco raciones de pescado y cuatro de tripa, mientras que el zorro daba cuenta de una docena de perdices, seis conejos y unas liebres. Pinocho, en cambio, no probó bocado, pues no hacía más que pensar en la gran jornada que se avecinaba.
Después de la colación, el zorro pidió habitaciones para los tres, y fueron a acostarse, dejando dicho que les despertaran a medianoche. Cuando a la hora señalada el posadero despertó a Pinocho, tenía para él extrañas noticias.
—El zorro y el gato han tenido que salir temprano. Se reunirán contigo en el campo de los milagros, si es que sabes llegar allí tú solo. A propósito, ¿te importaría pagar la cuenta de los tres?
Pinocho le entregó una de sus cinco preciosas monedas de oro e inmediatamente se puso en camino. Unas nubes oscuras tapaban las estrellas, y él comenzó a silbar para no desanimarse. ¡Qué lúgubre parecía todo! Más adelante, donde la carretera atravesaba un tupido bosque, Pinocho oyó un susurro de hojas a sus espaldas. Allí, envueltas en la oscuridad, había dos figuras encapuchadas, ¡y le estaban persiguiendo!
Pinocho y los ladrones
Los ladrones estaban cada vez más cerca, así que Pinocho se metió cuatro monedas de oro en la boca y se encaramó a un árbol. ¡Allí estaría seguro! Pero al mirar abajo vio que los ladrones prendían fuego al árbol y las llamas cada vez se acercaban más a él.
Pinocho saltó al suelo con un gran brinco y salió corriendo. Atravesó una zanja y, al volverse, vio a los ladrones que caían en ella. Pero no tardaron en salir y emprender de nuevo su persecución. Entonces, cuando ya Pinocho sentía que le flaqueaban las fuerzas, vio una casita y se acercó a ella. La mala suerte le acompañaba, porque, antes de que pudiera alcanzar la puerta, unas vigorosas manos le agarraron por el pescuezo, al tiempo que una voz cavernosa exclamaba:—¡La bolsa o la vida! Pinocho sacudió la cabeza. —¡Vamos, vamos, nada de tonterías! dónde está el dinero? ¡O nos lo entregas o te matamos!

—¡No, no! —exclamó el pobre Pinocho, haciendo sonar las monedas en la boca.
—Con que pretendías engañarnos, ¿eh? Tienes el dinero debajo de la lengua. ¡Ya sabremos nosotros cómo sacártelo!
Con un ruido horrible, como el gruñido de un zorro, el más alto de los dos ladrones sacó una soga de debajo de su capa y la puso alrededor del cuello de Pinocho. Segundos después, el pobrecillo pendía del árbol más cercano.
Los dos ladrones se alejaron, diciendo:
—Volveremos mañana, cuando estés muerto, con la lengua colgando.
Mientras el flaco cuernecito de Pinocho se balanceaba en el viento de la noche, pensó en todas las advertencias que le habían hecho, hasta que le falló la respiración y se quedó tieso.
Pinocho y el hada
Resultó que la propietaria de la casita cercana era una hermosa hada, que llevaba más de mil años viviendo en el bosque. Ella lo había observado todo desde una ventana. Así que, cuando hubieron desaparecido los ladrones, el hada envió su mejor carruaje, conducido por un perro de lanas y tirado por cien parejas de ratones blancos, a que trasladaran el cuerpo de Pinocho hasta la casita.
Al poco, junto a su cama se reunieron tres médicos —un buho, un cuervo y un grillo— que dispusieron un tratamiento para salvar al paciente, Lo primero que oyó Pinocho al despertarse fue la voz del grillo:
—Yo he visto antes a este muñeco. Es un bribón, un hijo díscolo que matará a su papá a disgustos.
Pinocho rompió a llorar. Su llanto alegró a los médicos, pues significaba que su paciente estaba vivo.
—Cuando un muerto llora, es señal de que se recupera —dijo el buho— Creo que ya podemos irnos, caballeros.
Entonces, el hada tocó la frente de Pinocho. Todavía tenía mucha fiebre y se encontraba muy malito, así que le preparó una medicina. Pero como ésta era amarga, el muñeco se negó a tomarla. El hada le dio azúcar para endulzar el gusto, pero ni por ésas, Pinocho se tragó el azúcar y dejó la medicina.
En esto se abrió la puerta y entraron cuatro conejos, portando un ataúd para Pinocho.
—Hemos venido para llevarte con nosotros —dijo el conejo jefe.
—¿Para llevarme? —protestó Pinocho—. ¡Pero si no estoy muerto! ¡Hada! ¡Oh, hada! ¡Dame la medicina, por favor!
¡Amigos! ¡Pinocho se tomó el amargo líquido de un solo trago!
—Qué forma de perder el tiempo —se quejaron los conejos— Otro viaje en balde.
Unos minutos más tarde. Pinocho se sintió restablecido por completo. Los muñecos de madera nunca permanecen enfermos mucho tiempo.
Le contó al hada toda la historia y se jactó de lo listo que había sido al ocurrírsele esconder el oro en la boca.
—¿Pero dónde está ahora el oro? —preguntó el hada.
—Pues... ¡lo he perdido! —dijo Pinocho.
En el acto le empezó a crecer la nariz.
—¿Y dónde lo has perdido?
—Pues... en el bosque. No, ya me acuerdo. No lo perdí. Me lo he tragado.
Con esta enorme mentira, su nariz se hizo tan larga que no podía ni volverse. Cuando se giraba hacia la derecha, su nariz chocaba con la cama. Y si se giraba a la izquierda, chocaba con el cristal de la ventana.
—Estás mintiendo, Pinocho —dijo el hada sonriendo—. Cada vez que dices una mentira tu nariz se alarga.
El pobre Pinocho estaba desolado y el hada tuvo que reprimir la risa. Así que llamó a una bandada de pájaros carpinteros para que le recortaran la nariz y se la dejaran a su tamaño natural.
—Qué amable eres, hada —dijo Pinocho— Te quiero mucho.
Pinocho y la larga nariz
—Yo también te quiero, Pinocho, y siempre te protegeré. Pero ahora debes olvidarte del campo de los milagros y volver a casa con tu papá, Geppetto. Está muy preocupado por ti.
Pinocho se despidió del hada con un beso y atravesó apresuradamente el bosque. Pero al pasar junto al árbol del que le habían colgado los ladrones, se topó con el zorro y el gato.
—Pero si es nuestro querido Pinocho —exclamó el zorro, abrazándole con fuerza—. ¿Qué haces aquí?
—Sí, ¿qué haces aquí? —insistió el gato.
Pinocho volvió a relatar su historia, mientras los dos taimados animales simulaban asombro. ¡Que cariacontecidos se mostraron al oír su relato! ¡Y cómo se ofrecieron a ayudarle!
Podéis adivinar lo que sucedió. En seguida Pinocho se olvidó de Geppetto y se puso en camino hacia el campo de los milagros con el zorro y el gato.
Tras una larga caminata, que les llevó medio día, llegaron a una población llamada Trampa de los Bobos, donde las calles se hallaban atestadas de pobres mendigos. Tras cruzar la ciudad llegaron a un campo desierto.
—Por fin hemos llegado —dijo jadeando el zorro—. Ahora arrodíllate y cava un agujerito. Eso es; ahora mete dentro las monedas. Echa sobre ellas este pellizco de sal y vuelve a llenar el hoyo.
—¿Esto es todo lo que tengo que hacer?
—Bueno, echa un poco de agua por encima, hombre. Perfecto. Ahora nos vamos, pero si regresas dentro de un par de horas hallarás un arbusto asomando por la tierra, ¡con sus ramas cargadas de monedas de oro!
Pinocho no sabía cómo darles las gracias a sus amigos. Quería que se quedaran y se llevaran por lo menos mil monedas nuevas como recompensa por su ayuda. Pero el gato se negó en redondo.
—No necesitamos ninguna recompensa. Nos basta con verte tan próspero y satisfecho.
Con esto, los tres se estrecharon la mano y se despidieron amistosamente.
Pinocho regresó caminando a Trampa de los Bobos y miró la hora en el reloj de la iglesia. Transcurridas casi las dos horas, corrió a recoger su oro. Tenía la cabeza llena de proyectos acerca de cómo lo gastaría. También ayudaría a Geppetto, por supuesto. Mas al llegar al campo, no vio nada. Absolutamente nada.
Con una terrible sensación de aesaliento, Pinocho se apresuró a volver al lugar donde había enterrado las monedas. El hoyo había sido excavado de nuevo ¡y estaba totalmente vacío! Pinocho cayó de rodillas completamente desesperado y oyó una risotada que provenía del árbol que había tras el. Se volvió y vio a un loro enorme, limpiando y componiendo sus plumas.
—Pero mira que eres tonto, casi me muero de risa al verte plantar el oro. El zorro y el gato, los muy astutos, regresaron nada más irte tú, cogieron las monedas y huyeron.
Pinocho y la carcel
Con las risotadas del loro resonando en sus oídos, Pinocho regresó a Trampa de los Bobos y se personó en el Tribunal del pueblo para reclamar justicia. Una vez en presencia del presidente del tribunal, un viejo y sabio gorila, acusó al gato y al zorro de fraude y robo. Cuando el juez hubo escuchado las pruebas, golpeó la mesa con su mazo y dictó sentencia:
—Eres un bobo, Pinocho, y los bobos merecen ser engañados. Puesto que has perdido cuatro monedas de oro, irás a la cárcel y permanecerás allí cuatro meses.
Total, que con un ruido sordo, las puertas de la cárcel se cerraron tras Pinocho, el muñeco que no sabía elegir a sus amigos.

Pinocho y la gran busqueda

Pinocho y la gran busqueda
Aquella mañana Pinocho se levantó con ganas de aventuras....
En primer lugar haría una visita al hada, y luego se iría a casa con su padre, Geppetto.
Aunque el sendero estaba enfangado tras varios días de lluvia, Pinocho caminaba alegremente, saltando y brincando, hasta que, al doblar un recodo, se encontró con el camino cortado. Una enorme serpiente de ojos amenazadores, que despedía humo por la cola, yacía atravesada en el sendero.
Pinocho estaba demasiado asustado para intentar pasar, así que aguardó a una distancia prudencial a que la serpiente se moviera. Mas ésta permaneció donde estaba, observándole con su mirada profunda. Al fin, armándose de valor, Pinocho se acercó a la serpiente y le pidió amablemente que le dejara pasar.
Ante su asombro, la serpiente se tumbó y cerró los ojos. Hasta dejó de salirle humo de la cola. "Debe de estar muerta", pensó Pinocho, y trató de saltar sobre su cuerpo. Pero no bien hubo dado el primer paso, cuando la serpiente se alzó furiosa y Pinocho salió despedido hacia atrás y fue a caer de cabeza en medio del barro.

La serpiente sólo había estado jugando, y al ver al muñeco agitándose y revolviéndose de bruces en el barro soltó una enorme risotada. Rió tanto, que de pronto estalló... ¡y se derrumbó!
Esta vez la serpiente sí estaba muerta, así que Pinocho se levantó, pasó por encima de ella y echó a correr. Después de tantos sobresaltos sintió mucha hambre, y al ver unas jugosas uvas en un campo, trepo a la verja para coger un racimo. Aquello fue un gran error, pues nada más alargar " la mano sonó un fuerte "crac", y las mandíbulas de una horrible trampa de hierro se cerraron en torno a sus piernas.
El pobre Pinocho estuvo gritando horas, pero no acudió nadie. Al fin, apareció un granjero en medio de la oscuridad.
—¡Vaya, vaya, qué tenemos aquí! ¡Con que has sido tú el que ha estado robando mis pollos! ¡Y yo que creía que eran las comadrejas!
—¡No he sido yo, de veras! ¡Sólo quería coger unas uvas!

—¡Quien quiera que sea capaz de robar uvas es capaz de robar pollos! Vendrás conmigo al corral. Esta mañana ha muerto mi perro guardián, y tú puedes ocupar su sitio.
¡Y, pese al espanto de Pinocho, el granjero le puso un grueso collar y le encadenó a la perrera!
—¡Si ves a esas comadrejas ladronas, te pones a ladrar! ¿Entendido?
El granjero fue a acostarse dejando junto al muñeco un cuenco con agua y un hueso.

Pinocho se acostó sobre la paja. ¡Qué desgraciado se sentía! Al fin, agotado de tanto llorar, se quedó dormido, mas no tardaron en despertarle unos extraños ruidos. En el corral había cuatro grandes comadrejas. Una de ellas se acercó a la perrera de puntillas y dijo:
—Buenas noches, Melampo.
—Yo no soy Melampo. Ha muerto. Yo soy un muñeco y estoy aquí como castigo.
—No importa, no importa. Haremos contigo el mismo trato que con Melampo. Si te quedas calladito y nos dejas llevarnos ocho pollos cada semana, tú recibirás un pollo bien gordito, ¿de acuerdo?
—Pues, pues... yo...
Antes de que Pinocho pudiera añadir nada más, las comadrejas abrieron la puerta del gallinero y se colaron dentro.
Rápido como el rayo, Pinocho cerró tras ellas la puerta, arrimó a ésta una piedra enorme, y se puso a ladrar con toda sus fuerzas. ¡Guau, guau, guau, guau! Las comadrejas aporrearon la puerta, mas fue inútil. El granjero vino corriendo con su escopeta, atrapó a las cuatro comadrejas y las metió en un saco. ¡Ya os tengo! ¡Iréis de cabeza al puchero, ladronas, más que ladronas! ¡Qué magnífico perro guardián! El granjero estaba tan satisfecho con Pinocho que lo dejó libre, y se despidió de él dándole las más efusivas gracias. El muñeco se alejó de allí tan aprisa como le llevaban sus piernas, y no paró de correr hasta llegar al bosque donde había vivido el hada. Sí, donde había vivido el hada, pues el pobre Pinocho no halló ni rastro de la casita de ésta. Sólo pudo leer una lápida de mármol con la siguiente inscripción:
"Aquí yace el hada que murió de pena cuando la abandonó Pinocho."

¡Era una lápida sepulcral! Y cuando Pinocho leyó la inscripción, creyó que se le partía el corazón. Se arrojó al suelo, rompió a llorar y así permaneció toda la noche, sollozando amargamente.
—Pobre hada —gemía— ¿Por qué has tenido que morirte? Yo tengo la culpa. Debí hacerte caso a ti y no al malvado zorro. Y mi pobre padre, ¿qué habrá sido de él? Quiero quedarme con él para siempre y no me marcharé nunca más de casa. ¡Oh, hada! Te suplico que vuelvas a la vida. No me dejes solo aquí.
Pinocho deseaba morirse también. Entonces, en la tenue luz del amanecer, apareció una gran paloma revoloteando sobre la lápida y le dijo al muñeco:
—¿Eres tú, Pinocho? Te he estado buscando por todos lados.
Cuando Pinocho asintió con tristeza, el enorme pájaro se posó en el suelo a sus espaldas y le dijo:

—¡Debes venir en seguida! Tu padre, Geppetto, está a punto de partir. Hace tanto que no sabe de ti, que pensó que te habrías ido a otras tierras. Se ha construido un barco para cruzar el océano en tu busca.
Pinocho saltó a lomos de la paloma y se alejaron volando, por encima de las nubes. Tenía tanto miedo de caerse, que se agarró fuertemente con ambas manos. El viaje fue muy largo, tanto que volaron todo el día y toda la noche. A primeras horas de la mañana siguiente, la paloma dejó a Pinocho sobre una playa pedregosa.
Había allí una muchedumbre vociferando y señalando el mar.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Pinocho— Les suplico que me lo digan

—Un padre que ha salido en una pequeña embarcación en busca de su hijo perdido —explicó una vieja—.JPero ha estallado la tormenta y se va a ahogar.
Pinocho se encaramó a una elevad roca y dirigió la vista al mar. Efectivamente, allí a lo lejos estaba Geppetto, haciendo señas a la gente de orilla.
—¡Ya voy, papá! —gritó Pinocho—. ¡Yo te salvaré!
Pero en aquel momento una inmensa ola se abatió sobre el barco, y éste desapareció.
Pinocho se tiró de cabeza a las turbulentas aguas y nadó a través del temporal. Flotaba fácilmente porque era de madera, pero el viento pronto le hizo perder el rumbo. La lluvia caía a torrentes sobre el agua, tronaba y relampagueaba. Durante varias horas la tempestad zarandeó al muñeco como a un manojo de palitos, cuando de pronto una ola gigantesca lo sacó del agua y lo arrojó sobre una playa arenosa.
Agotado, Pinocho se quedó tendido en la playa mientras, poco a poco, el cielo se despejaba y el mar se calmaba. Puso sus ropas a secar al sol, y clavó la vista en el horizonte por si veía el barquito de Geppetto. Mas no vio nada. De repente, apareció un enorme pez nadando en la bahía, junto a la orilla. Pinocho le dijo: —Disculpe, señor Pez. —Tú dirás, joven —contestó el pez, que era un delfín, muy simpático por cierto.
—¿Ha visto una pequeña embarcación con mi padre a bordo?
—Vaya por Dios —dijo el delfín—, ¿con que ése era tu padre? Durante la tormenta una ballena se los tragó a él y a su barco. Pobre chico, me temo que no volverás a verle.

Tras esta breve conversación el delfín se alejó muy triste.
¡Pobre Pinocho! Primero pierde al hada y ahora a su padre, Geppetto. Se vistió y con el corazón abrumado por el dolor echó a andar por el camino que arrancaba de la playa. Al cabo de una hora llegó a un lugar llamado Pueblo de la Abeja Industriosa, donde las calles estaban atestadas de gente afanándose en su trabajo. No había nadie desocupado.
Esto no es para mí pensó Pinocho, yo detesto trabajar, como estaba muy sediento, le preguntó a una joven, que acarreaba dos cubos de agua, si podía tomar un trago.
-No faltaba más. Ten, bebe cuanto quieras.

Pinocho bebió con tal ansia, que se diría que era la primera vez que bebía agua.
—Si me ayudas a transportar estos cubos, te daré también un poco de pan y estofado.
—Pero yo odio trabajar. ¡No soy un burro de carga!
—¡Te daré un pedazo de budín de almíbar! —replicó la joven.
Pinocho tenía tanta hambre que no pudo resistirse.
—De acuerdo. Llevaré el cubo más pequeño hasta tu casa.
Subieron por el camino cargados con los pesados cubos, y tan pronto como entraron en la casa, la joven dio a Pinocho un pedazo de pan, estofado y budín de almíbar. El muñeco lo devoró todo como si jamás hubiera probado bocado.
Cuando hubo terminado, levantó la vista y miró a la joven... ¡Allí, ante él, vio el mismo rostro, con el mismo cabello y los mismos ojos, que había creído que nunca más volvería a ver!
—¡Oh, hada, si eres tú! ¡Estás viva! Pensé que te había perdido para siempre, como a mi papá. No sabes cuán desgraciado me sentía. No vuelvas a hacerme llorar, por favor.
Y con esto se tiró al suelo y se abrazó a sus rodillas.
El hada sonrió y le acarició la cabeza, luego le tomó en brazos y lo besó.

—Yo también me alegro de verte, Pinocho. ¿Te quedarás ahora conmigo como un buen chico? —¡Sí, lo prometo!
Continuará...................


La pastora y el deshollinador

La pastora y el deshollinador
Había una vez...
... En una sala con recuerdos de antepasados, un aparador con la madera ennegrecida por el paso de los años, y totalmente tallado de flores, hojas y cargados ornamentos. Entre las rosas y los tulipanes ridículamente socavados en la madera, asomaban unas cabecitas de ciervos con grandes astas, y en el mismo centro se presentaba la figura de un hombre de expresión burlona, con patas de chivo y cuernos en la frente. Se lo representaba con larga barba y los niños de la casa lo habían apodado:                                              "General-Mandamás-en-Vanguardia-y Retaguardia-Guillermitopatasdechivo".
 Era un nombre de muy difícil pronunciación, y no son muchos los que alcanzan un grado tan alto en el ejército. Tenía que haber sido un personaje muy importante, pues si no ¿quién se hubiera tomado tanto trabajo en tallarlo? En fin, de todos modos, allí estaba; y todo el tiempo le era poco para mirar hacia la mesa que había debajo del espejo, por la sencilla razón de que allí se ubicaba una linda pastorcita de porcelana.
La pastorcita llevaba zapatos dorados, el vestido delicadamente sujeto con una rosa roja, un sombrero de oro y un cayado también de oro: era sencillamente encantadora. Muy cerca de ella estaba colocado un pequeño deshollinador de chimeneas, negro como el carbón, aunque también estaba hecho de porcelana. Realmente era tan limpio y pulcro como el que más, pues, como ven, no dejaba de ser un deshollinador de adorno. El artesano que lo hizo, de habérselo propuesto, habría podido convertirlo fácilmente en un príncipe, pues sostenía su escalera de la manera más graciosa y sus mejillas eran tan rosadas y blancas como las de una muchacha. Esto acaso fuera un defecto, ya que no le habrían venido mal algunas manchas de tizne.
Lo habían ubicado muy cerca de la pastora, y como era de esperarse, se enamoraron enseguida. Sin duda que estaban hechos el uno para el otro, pues ambos venían de la misma porcelana y eran igualmente jóvenes y frágiles.
Cerca de ellos, casi tres veces más grande, había otra figura: un chino viejo que podía menear la cabeza. También estaba hecho de porcelana y afirmaba, aunque no podía probarlo, que era el abuelo de la pastorcita. Fuese o no verdad, pasaba por guardián suyo, así que cuando el General-Mandamás-en-Vanguardia-y-Retaguardia-Guillermitopatasdechivo pidió la mano de la pastora, el chino viejo se la concedió con un movimiento de la cabeza.
—Ése es el esposo que te conviene —le dijo—; apostaría a que está hecho de caoba. Serás la señora del General-Mandamás-en-Vanguardia-y-Retaguardia-Guillermitopatasdechivo.
Ese aparador suyo está lleno de plata, y ¡vaya usted a saber la de cosas que tendrá guardadas en las gavetas!
—Me niego a entrar en ese oscuro aparador —respondió la pastorcita—. Me han dicho que ya tiene encerradas dentro a once esposas de porcelana.
—Entonces tú completarás la docena —dijo el chino—. Esta noche, tan pronto el viejo aparador empiece a crujir, te casas con él o yo no soy un chino.
Y luego de cabecear otra vez, se quedó dormido.
Pero la pastorcita estaba deshecha en llanto y miró a su idolatrado novio, el deshollinador de chimeneas.
—Por favor —le dijo ella—: vayámonos por el ancho mundo; aquí no podemos quedarnos.
—Haré lo que tú quieras —respondió el deshollinador—. Vámosnos ahora mismo. Estoy seguro de que con mi trabajo lograré ganar lo suficiente para los dos.
—¡Ojalá estuviésemos ya a salvo en el suelo! —dijo ella—. No me sentiré tranquila hasta que no estemos allá afuera, en el ancho y vasto mundo.
El deshollinador hizo lo que pudo para consolarla. Le enseñó cómo poner sus piececitos en los bordes tallados de la mesa, y luego en las molduras doradas que descendían alrededor de las patas, y así, y con la ayuda de la escalera, se encontraron por fin en el suelo. Pero cuando volvieron la vista al viejo aparador, ¡qué sorpresa se llevaron! Allí todo era agitación: por todas partes los ciervos asomaban sus cabezas y estiraban sus astas y retorcían sus cuellos. El General-Mandamás-en-Vanguardia-y-Retaguardia-Guillermitopatasdechivo no hacía más que dar brincos mientras le gritaba al chino viejo:
—¡Mira que se escapan! ¡Mira que se escapan!
Aquello acabó por asustarlos, y, de un salto, se metieron en la gaveta que había bajo el asiento de la ventana. Allí encontraron tres o cuatro barajas —ninguna de ellas completa— y un pequeño teatro de muñecos que ya estaba armado de la mejor forma posible. Se hallaban representando una comedia, y todas las reinas —de copas y oros, de espadas y bastos— ocupaban la primera fila y se abanicaban con sus tulipanes, mientras las sotas permanecían de pie tras ellas dejando ver bien claro que tenían dos cabezas, una arriba y otra abajo, tal como sucede en la baraja. La comedia trataba de dos novios a quienes no permitían casarse, y esto hizo llorar a la pastorcita por lo mucho que se parecía su propia historia.
—No puedo soportarlo más —dijo—. Tengo que salir de esta gaveta.
Pero en cuanto llegaron al suelo, vieron que allá sobre la mesa el chino viejo se había despertado y se estaba meciendo con todo el cuerpo atrás y adelante, pues quiero que sepan que por abajo era de una sola pieza.
—¡Ahí viene el chino viejo! —gritó la pastorcita, y se asustó tanto, que cayó sobre sus rodillas de porcelana.
—Se me ocurre una idea —dijo el deshollinador—. Si nos deslizáramos dentro de esa gran jarra de flores que está en el rincón, podríamos escondernos entre las rosas y la lavanda, y echarle sal en los ojos cuando se acercase.
—No ganaríamos nada con ello —dijo la pastorcita—. Sé que la jarra y el chino viejo fueron novios en un tiempo; y cuando dos personas se han querido, siempre les queda un resto de afecto. No, no hay más remedio que irnos por el ancho mundo.
—¿Y de veras serás tan valiente como para arriesgarte a tanto, como para salir conmigo por el ancho mundo? —preguntó el deshollinador—. ¿Te das bien cuenta de lo grande que es y de que nunca más podremos volver aquí?
—Sí —respondió ella.
Entonces el deshollinador la miró fijamente y le dijo:
—Mi camino pasa a través de la chimenea. ¿Eres de verdad tan valiente que te atrevas a entrar conmigo en la estufa y a trepar luego por el caño arriba hasta meternos en la chimenea? Una vez allí, sé muy bien lo que tengo que hacer. Subiremos tan alto, que no podrán alcanzarnos, y en el extremo superior de la chimenea hallaremos la abertura que desemboca en el ancho mundo.
Y la condujo hasta la puerta de la estufa.
—¡Qué oscura es! —dijo la pastorcita. Pero lo siguió a pesar de todo a través de la estufa, hasta meterse por el caño, donde era noche cerrada.
—Ahora ya estamos en la chimenea —dijo él—. ¡Mira, mira cómo brilla esa estrella allá en lo alto!
Sí, era en realidad una estrella que desde el cielo les enviaba su luz, como si quisiera enseñarles el camino. Y se arrastraron y treparon —la subida era horrible—, siempre arriba y más arriba. Y en todo el tiempo el deshollinador no dejaba de ayudar a la pastorcita, alzándola y sujetándola, y enseñándole los mejores sitios donde poner sus piececitos de porcelana. Hasta que, por fin, alcanzaron el remate mismo de la chimenea y se sentaron en el borde, pues se hallaban muertos de cansancio, y no es para maravillarse.
Allá sobre sus cabezas se abría la noche con todas sus estrellas, y abajo yacía la ciudad con todos sus tejados. Alrededor de ellos y tan lejos como alcanzaba la vista, extendíase el ancho mundo. La pobre pastora no había imaginado jamás nada semejante, y reclinando su cabecita sobre el hombro del deshollinador se echó a llorar y a llorar, hasta que comenzó a desteñirse el oro de la banda que llevaba a la cintura.
—¡Eso es demasiado! —dijo—. No puedo soportarlo; el mundo es demasiado grande. ¡Quién pudiera estar otra vez en aquella mesita bajo el espejo! No volveré a ser feliz hasta que no regrese. Te he seguido hasta el ancho mundo: ahora, si algo me amas, tendrás que llevarme otra vez a casa.
El deshollinador trató de convencerla con todos los razonamientos imaginables. Le recordó al chino viejo y al General-Mandamás-en-Vanguardia-y-Retaguardia-Guillermitopatasdechivo pero ella lloraba tan amargamente y daba tantos besos a su pequeño deshollinador de chimeneas, que éste hubo de ceder al fin, aunque le pareció que aquello era lo peor que podían hacer.
Con grandes dificultades arrastráronse de nuevo por la chimenea abajo; se deslizaron por el estrecho y desagradable caño y otra vez se encontraron dentro de la oscura estufa, desde cuya puerta se pusieron a atisbar lo que ocurría en la estancia.
No se escuchaba ni el más pequeño ruido. Se asomaron un poco y… ¡Santo cielo! ¡Allí, en medio del piso, yacía deshecho el chino viejo! Al tratar de perseguirlos, se había caído de la mesa, y allí estaba roto en tres pedazos. Toda la espalda se le había desprendido en bloque, y la cabeza había rodado a un rincón. El General-Mandamás-en-Vanguardia-y-Retaguardia-Guillermitopatasdechivo estaba donde siempre, absorto en profundos pensamientos.
—¡Qué horror! —exclamó la pastorcita—. El abuelo está roto y todo por culpa nuestra. No me consolaré jamás.
Y se retorcía sus manos delicadas.
—Todavía hay tiempo de repararlo —dijo el deshollinador—. Puede quedar muy bien. Vaya, no hay por qué angustiarse tanto. En cuanto le arreglen la espalda y le pongan un bonito remache en el cuello, quedará otra vez como nuevo y podrá decirnos aún muchas cosas desagradables.
—¿De veras que lo crees así? —dijo ella. Y enseguida treparon a la mesa donde habían estado antes.
—Bien, ya estamos otra vez en el punto de partida —dijo el deshollinador—. Podíamos habernos ahorrado todo el trabajo.
—¡Cómo me gustaría que el abuelo estuviese ya a salvo con su remache! —dijo la pastorcita—. ¿Crees que costará mucho?
¡Vaya si lo repararon bien! La familia hizo que le pegaran la espalda, y que le pusieran en el cuello un bonito remache. Estaba como nuevo; sólo que no podía mover la cabeza.
—Te has vuelto muy orgulloso y estirado desde que te caíste —dijo el General-Mandamás-en-Vanguardia-y-Retaguardia-Guillermitopatasdechivo—, aunque no encuentro en ello ningún motivo de orgullo. Y a fin de cuentas, ¿Vas a entregármela o no?
Nos hubiese conmovido ver las miradas suplicantes que dirigían al chino viejo el deshollinador y la pastorcita: ¡Tenían tanto miedo de que dijera que sí con la cabeza! Pero le era imposible hacerlo, y además detestaba confesarle a un extraño que llevaba para siempre un remache en el cuello. Así que ya no se separó nunca la pareja de porcelana, y vivieron siempre agradecidos al remache del abuelo, y continuaron amándose hasta que, por fin, también ellos se rompieron un día.

La bruja Piraña

La bruja Piraña
Érase que se era en un lugar muy lejano (hace algún tiempo que esto pasó ya), vivía una niña muy dulce y hermosa, un poco traviesa y muy caprichosa que a su madre la reina, no obedecía, de todos se burlaba, a los guardias del castillo la lengua sacaba y por si fuera poco no quería comer y su pobre madre no sabía qué hacer.

Como de ninguna forma ella consiguió que la niña obedeciese y comiese mejor, al guarda del castillo se la entregó, con voz temblorosa y muy apenada dejarla en el bosque al hombre mandó.
Partió el buen hombre montado a caballo, llevando a la niña con mucho cuidado. En medio del bosque la abandonó y la niña enfadada la lengua le sacó.
Pensando muy chula en poder encontrar alguna golosina por ese lugar; andando y andando, andando sin parar, no encontraba nada y de noche era ya. Cuando de pronto una luz vio y acercándose a la casa a la puerta llamó.

Salió una anciana con gran nariz, sombrero de pico y le dijo así:

- ¿Qué buscas a estas horas, que haces aquí?

Y la niña le dijo:

- En el bosque me perdí.
- ¡Pasa, pasa, pasa, entra ya y cierra la puerta que abierta está!

La niña confiada en la casa entró y allí en el fondo una olla vio.

Teniendo ya hambre, a la anciana preguntó:
- ¿Qué tienes en la olla que da tan buen olor?

Y la anciana respondió:
- Esa es la olla de pan y cebolla donde guisa a los niños la Bruja Piraña que a todo el que abre siempre le engaña, ¡a ti te he engañado y te voy a guisar!

Y agarrándola fuerte a la olla la fue a echar. Llorando la niña se quiere escapar pero no encuentra forma de poder saltar.

Cuando de repente, por arte de magia, aparece volando la mariposa dorada, mariposa linda que un día fuera hada y le dijo así:

- ¡Esto te pasa, te pasa solo a ti!, cuando tu pobre madre el plato te pone, te burlas de ella y no te lo comes, y ahora en castigo vas a saber como la bruja ¡te va a comer! Piraña es muy mala y en este lugar siempre espera encontrar algún niño que desobedece a su buena mamá.
- ¡Por favor mariposa ayúdame a salir de aquí!, ¡que si yo salgo cualquier cosa haré por ti!

- ¡Está bien, yo te saco!, pero óyeme bien, que estando en tu casa todo te lo has de comer y con todo el mundo te portarás bien.
La volvió al castillo la mariposa dorada y durante unos días no desobedeció nada; pero al poco tiempo de todo se olvidó y de a todos desobedeció.
Enfadada la reina en el bosque la dejó, y al dejarla de nuevo Piraña apareció:

- ¡Qué tal querida amiga, que haces por aquí!¡Voy a comer el manjar que un día perdí!
Cogiendo a la niña, a su casa la llevó, mientras ella de rabia llorando va, y casi sin pensar y quitándole el vestido en la olla la ha metido. Prendiéndole fuego a la olla pronto va a hervir y la niña malcriada no podrá salir. Piraña de risa se muere, mientras la pobre niña de llorar no cede.
Piraña salió de la casa un momento a buscar más leña para el fuego y la malcriada niña sin parar de llorar a la mariposa volvió de nuevo a llamar.


- ¡Mariposa bella, Mariposa dorada, Mariposa linda que un día fuiste un hada!
Y la mariposa buena de nuevo aparece y a la niña pregunta que es lo que quiere.
- ¡Por todo lo que hice Mariposa buena perdóname, porque ya nunca lo volveré a hacer! Guisándome en la olla con pan y cebolla Piraña me ha dejado y cuando vuelva seré yo su guiso recién preparado, con sus feos dientes a mí me comerá y mi buena madre ya nunca me verá. ¡Mariposa buena sácame de aquí! Que si vuelve Piraña no podré salir.

Mariposa dorada de la niña se compadeció y de nuevo al palacio corriendo la llevó.
Tremendo el gran susto que la niña ha pasado y a todo el palacio muchos besos ella ha dado.

A su linda madre dice arrepentida:

- A partir de ahora tomaré mi comida y a todos prometo ayudar, ¡veréis qué bien me voy a portar!
Pero Mariposa dorada a la niña dijo así:

- Durante quince días algo harás por mí: comprar carne, también pescado, hacer la comida y servirla a los criados, a tu buena madre y a todo el palacio.
¡Qué días tan duros fueron para ella! Freír y cocer, limpiar y fregar y a todos con su comida tener que agradar.
Cuando el último día la cena sirvió, Mariposa dorada de nuevo apareció:

- ¡Has cumplido muy bien!- A la niña le dijo – pero no debes olvidar la lección recibida o a la Bruja Piraña servirás de comida, que esperando en el bosque con su gran olla está y con pan y cebolla a los niños que no coman guisará.

La oveja y el ciempies

La oveja y el ciempies
En un lugar muy lejano, muy lejano de aquí; donde nunca los humanos han conseguido ir, vivía hace mucho tiempo (tanto que no puedo recordar) una oveja y un ciempiés que eran dueños del lugar.
Cuando la oveja al campo salía, el ciempiés hacia la compra y cuando la oveja regresaba, a pasear el ciempiés se marchaba y en esta dulce armonía su vida consistía. Más fue a suceder que una mañana algo nuevo aconteció y es que a este lugar y desde el cielo llegó un balón que algún niño perdió cuando iba en avión.

Al verlo la oveja pensó:

- ¿Será esto una nueva comida, o será una piedra divertida?
Pero el ciempiés fue a decir:
- ¡Esto es un extraterrestre! ¿Cómo habrá llegado aquí?

Dieronle vueltas y vueltas, vueltas, vueltas sin parar y tantas, tantas vueltas dieron, que dieron un traspiés y acabaron por los suelos la oveja y el ciempiés. Como no sabían qué hacer, decidieron marcharse para hablar con el señor juez, que era un gato muy instruido por su mucho viajar, pues había recorrido muchos sitios sin parar y había aprendido de una forma muy particular.

Al llegar tan preocupados la oveja y el ciempiés y mostrarle el balón casi sin saber qué hacer, Don Gato escondió su risa y dijo con cálida voz:
- ¡Esto que habéis encontrado es el mejor tesoro, codiciado en el mundo entero y buscado sin parar! Habéis tenido gran suerte de poderlo encontrar.
Saliendo de la casa del estimado juez, se miraron a los ojos la oveja y el ciempiés, preguntándose entre dientes quién habría de guardar el maravilloso tesoro de valor sin igual.
- Lo guardaré yo – Dijo la oveja – pues yo soy más grande que tú.
- Eso puede ser, pero lo podrías romper – contestaba el ciempiés – yo por el contrario, soy pequeño y sería sin duda su mejor dueño, pues no podría cambiarle mucho de lugar y así tu muy tranquila podrías estar.

Que si sí, que si no, la discusión comenzó, y se rompió la armonía en que la oveja y el ciempiés vivían. Pasaron muchos días de tristeza sin igual, en que estando peleados no se querían ni hablar; pero una mañana de sol, acertó a pasar por allí la familia de los ratones que se iban a París de vacaciones, y viendo a sus dos amigos, se atrevieron a preguntar qué había sucedido para que se pudiesen enfadar.

La oveja dijo así:
- Me encontré este tesoro y ¡lo quiere para él!
- ¡No es cierto eso que dice! – Replicaba el ciempiés – pues cayendo un día del cielo yo lo fui a recoger, no voy a regalarlo y lo agarro con mis pies.

Se rieron los ratones, se rieron sin parar.
- ¡Pero de que tesoro habláis, si eso es para jugar!
Se miraron sorprendidos la oveja y el ciempiés y quedaron boquiabiertos sin saber qué hacer.

Dijo el ratón chiquitín a uno de sus hermanos:
- ¡Dejad que os demostremos a que juegan los humanos! Y empujando con su hocico al tal codiciado balón, se lo paso a su hermano para que metiese gol.

Dña. Ratona muy altanera, dijo que ella haría de portera y viendo la oveja y el ciempiés lo divertido del juego, comprendieron enseguida la tomadura de pelo que Don Gato muy ladino les había hecho.
Ahora muy amigos ellos habían vuelto a ser, y desde entonces y hasta ahora en este maravilloso lugar, la oveja y el ciempiés no han dejado de jugar. Hay grandes partidos próximos a celebrar con ratones y tortugas, perros y lagartos, gatos y mariposas, lagartos, y también alguna hormiga.

Y la oveja y el ciempiés juegan, juegan sin parar, son los mejores amigos que has podido imaginar.

La princesa de la lluvia

La princesa de la lluvia
En casa de Elisenda se habían juntado hoy nueve niños en total, porque a parte de ella y sus tres hermanos.también habían ido dos vecinas y los hijos de dos parejas de amigos de sus padres. Unos tenían una hija y los otros, un niño y una niña. Se habían reunido porque tenían pensado ¡r a buscar setas, pero el mal tiempo les había fastidiado el plan.
Al principio se disgustaron y estaban desanimados, pero uno de los amigos de los padres de Elisenda dijo de pronto:
-¡Ya sé qué haremos! ¡Como somos muchos, podemos hacer una obra de teatro!
-¿Una obra de teatro? -pregunta el grupo extrañado. -¡Nosotras no somos actrices! -dijo una de las vecinas que se llamaba Anita. -¡Y no tenemos papeles, no sabremos qué tenemos que decir! -Se quejó otra. -¡Veamos! -les interrumpió el amigo de los padres que tuvo la idea.
Vosotras queréis ser estrellas de teatro, ¿sí o no?
-¡Sííí! -gritaron entusiasmadas casi todas.
-¡Entonces eso está hecho! -Vamos a ver quién puede ser cada una... -Yo quiero ser la princesa de la obra -se adelantó Anita. -¡No! Soy yo la princesa -dijo su hermana.
-¿Y por qué yo no? ¡Yo también quiero ser princesa! -reclamó Elisenda.
La princesa de la lluvia Y así una por una, las cinco niñas que había en total, dijeron que querían ser la princesa del cuento. -¿Ah sí? ¿Todas queréis ser princesas? Entonces de acuerdo, ¡todas lo seréis! ¡Haremos una historia con cinco princesas! Las niñas se miraron entre ellas, porque ahora sí que no entendían nada. ¿Cómo podría ser que en una misma obra hubiera cinco princesas?
Antes de que empezaran a pedir explicaciones, el director dijo: -La historia transcurrirá en un pueblo donde hay cinco princesas . que seréis vosotras. Pero no todas podréis hacer de princesas cada día y lo haréis por turnos,según el tiempo que haga.
Una será la princesa de los días soleados, otra la de los días nublados, otra la de los días con niebla, otra la de los días que nieva y otra la de los días de lluvia como hoy. ¿Qué os parece?


Las niñas se miraron, arrugaron la nariz y dijeron casi al mismo tiempo:
-¡Yo quiero ser la princesa de la lluvia!
Los niños rieron a carcajadas. -¡Así no acabaremos nunca! -dijo el hermano mayor de Elisenda. -¡Entonces la princesa de la lluvia se lo tendrá que ganar! -Decidió entoncesel director de la compañía de teatro.
Haremos un concurso donde cada una de vosotras tendrá que demostrarnos que ella es la princesa de la lluvia. Los cuatro niños y yo seremos el jurado y votaremos a quien se lo merezca.
¡Tenéis cinco minutos para pensaros cómo lo haréis!
Las cinco niñas se quedaron dudando sin saber qué decir ni qué hacer, y al cabo de un momento empezaron a quejarse porque aquello les parecía muy difícil y no sabían cómo se podría demostrar eso de ser la princesa de la lluvia...

Todas se quejaban menos Elisenda.que en lugar de protestar decidió ir a preguntarle a la lluvia que podía hacer.
Bajo el porche de su casa contempló la lluvia durante unos minutos. De pronto entró corriendo, toda emocionada y dijo:
-¡Ya sé cómo es la princesa de la lluvia! ¿Puedo empezar yo? Como las otras seguían quejándose, Elisenda cogió una sábana y se subió a una especie de escenario que había hecho el director con unos baúles grandes de madera que había encontrado en la habitación.
Elisenda se arrodilló, se sentó sobre sus pies, se echó hacia delante como si fuera una piedra y se cubrió con la sábana.
Entonces, desde abajo, empezó a hacer el sonido de la lluvia... Primero caía poquita: Elisenda picaba con un dedo de la mano sobre la palma de la otra. Después un poco más fuerte: Elisenda picaba ya con dos dedos y parecía que llovía más. Ahora un poco más: ya eran tres dedos...y así hasta llegar a picar con los cinco dedos a la vez, ¡que sonaba casi como el chaparrón que estaba cayendo en esos momentos!
Entonces se levantó y se envolvió la sábana sobre la cabeza como si fuera un larguísimo velo. Al ver que todos se habían quedado embobados, saludó como si fuera una gran actriz de teatro.
¡Y así consiguió que todos aplaudieran a la nueva princesa de la lluvia que se había inventado!

La gallina de los huevos de oro

La gallina de los huevos de oro
Había una vez un granjero muy pobre llamado Eduardo, que se pasaba todo el día soñando con hacerse muy rico. Una mañana estaba en el establo -soñando que tenía un gran rebaño de vacas- cuando oyó que su mujer lo llamaba.
-¡Eduardo, ven a ver lo que he encontrado! ¡Oh, éste es el día más maravilloso de nuestras vidas!
La gallina de los huevos de oro
Al volverse a mirar a su mujer, Eduardo se frotó los ojos, sin creer lo que veía. Allí estaba su esposa, con una gallina bajo el brazo y un huevo de oro perfecto en la otra mano. La buena mujer reía contenta mientras le decía:
-No, no estás soñando. Es verdad que tenemos una gallina que pone huevos de oro. ¡Piensa en lo ricos que seremos si pone un huevo como éste todos los días! Debemos tratarla muy bien.
Durante las semanas siguientes, cumplieron estos propósitos al pie de la letra. La llevaban todos los días hasta la hierba verde que crecía ¡unto al estanque del pueblo, y todas las noches la acostaban en una cama de paja, en un rincón caliente de la cocina. No pasaba mañana sin que apareciera un huevo de oro.
Eduardo compró más tierras y más vacas. Pero sabía que tenía que esperar mucho tiempo antes de llegar a ser muy rico.
-Es demasiado tiempo -anunció una mañana-,Estoy cansado de esperar. Está claro que nuestra gallina tiene dentro muchos huevos de oro. ¡Creo que tendríamos que sacarlos ahora!
Su mujer estuvo de acuerdo. Ya no se acordaba de lo contenta que se había puesto el día en que había descubierto el primer huevo de oro. Le dio un cuchillo y en pocos segundos Eduardo mató a la gallina y la abrió.
Se frotó otra vez los ojos, sin creer lo que estaba viendo. Pero esta vez, su mujer no se rió, porque la gallina muerta no tenía ni un solo huevo.
La gallina de los huevos de oro
-¡Oh, Eduardo! -gimió- ¿Por qué habremos sido tan avariciosos? Ahora nunca llegaremos a ser ricos, por mucho que esperemos.
Y desde aquel día, Eduardo ya no volvió a soñar con hacerse rico.

La bruja Cataluja

La bruja Cataluja
LA BRUJA CATALUJA

Cataluja era una bruja, una bruja muy muy bruja, que un día se marchó a casa de su prima Maruja, que no se si sabéis que también era bruja.

Maruja le contó que había un gran concurso, el concurso de las brujas, donde iban a elegir a “Miss Brujita del Año”. ¡Era una oportunidad que deseaban desde antaño!

- ¡Qué alegría querida prima! Yo me voy a presentar, tú ya sabes que mi escoba es la mejor para volar!– Dijo Cataluja.

- ¡Estás loca Cataluja! ¿Con esa vieja escoba tú quieres ganar? – Le contestó Maruja.

Cataluja entristecida, pensativa y apenada le dijo a su prima que sin su escoba ¡no era nada! Ella era la mejor de las brujas, pues su escoba era muy eficaz y con ella todos los trucos podía lograr.

Pero Maruja de nuevo le dijo:

- No seas loca Cataluja y cómprate una escoba nueva con la que puedas lucir como una bruja importante y no como una vieja bruja de las de antes.

Cataluja se marchó y fue directa al mercado y allí nada más entrar, una escoba roja se ha comprado. Pagándole a la cajera, a la calle salió y, ¿a que no sabéis lo que pasó?
Cataluja en su escoba se montó, subió hasta el cielo ¡y al suelo se cayó!

Cataluja ¡pobre bruja! el brazo se ha escacharrado y muy muy enfadada entró de nuevo al mercado. Esta vez una escoba azul compró y pagándole a la cajera de nuevo a la calle salió y, ¿sabéis lo que pasó?

Cataluja en su escoba se montó, subió hasta el cielo ¡y de nuevo se cayó! El tobillo se rompió.
Pero haciéndose la fuerte, de nuevo al mercado entró y esta vez la escoba verde compró, pensando esperanzada que sería la mejor. Pagándole a la cajera, a la calle salió y ¿sabéis lo que pasó?


Cataluja en su escoba por tercera vez montó, subió hasta el cielo y de nuevo se cayó ¡un chichón en la cabeza es lo que consiguió! Cataluja, pobre bruja, el brazo se ha escacharrado, el tobillo se rompió y un chichón en la cabeza es cuanto consiguió.

Otra vez muy enfadada al mercado ella entró y mirando las escobas ella dijo: ¡No! y compró pintura rosa y una buena, buena brocha, un gran lazo color blanco y a su casa se marchó.

Cogió su vieja escoba y manos a la obra comenzó. Una mano por aquí, otra mano por allá. Toda la escoba de rosa ha conseguido pintar. Una vez que hubo secado el gran lazo le colocó y montándose en su escoba hasta el cielo subió y, ¿Sabéis lo que pasó? Que volando y volando el cielo recorrió y después del gran paseo a casa de su prima se marchó.
Maruja al verla llegar sorprendida se quedó y la dijo: ¡Que preciosa es tu escoba, será sin duda la mejor! Y al concurso de las brujas se marcharon ellas dos.

En el concurso no hubo ninguna bruja en todo el mundo que pudiese con su escoba conseguir lo que Cataluja consiguió; pues si ella quería volaba, si quería se paraba, y cuando ella quería lo verde azul lo cambiaba, lo rojo marrón lo volvía, de las piedras hacía caramelos, a los niños los bajaba trocitos de cielo. Con las estrellas podía jugar, los pájaros en su vuelo la acompañaban y todo el firmamento entero miraba cuando ella volaba.

El viejo brujo del Norte, el más antiguo de todos, hacía de juez y cuando Cataluja subió al cielo su gran boca abrió ¡quedo sorprendido de lo que Cataluja consiguió! Y el primer premio le dio.
Cataluja muy contenta por todo el cielo bailó en su escoba preferida que su abuela a ella le dio y que ella daría a sus nietos para seguir la tradición, pues la vieja, vieja escoba era sin duda la mejor.

AUTORA: Mª Teresa Sánchez Martín

El tesoro perdido

El tesoro perdido
El sol poniente se hundía de los picos helados de las montañas y éstos se tornaban rojos como ascuas. En las azoteas de las casas de Lhasa, los niños hacían volar cometas de brillantes colores sujetas a hilos espolvoreados con el polvo de vidrio. Los niños corrían y brincaban entrelazándose —con las cometas siguiendo sus movimientos—, mientras reían alborotadamente tratando de cortarse mutuamente los hilos de las cometas. Un niño de unos seis años estaba sentado junto a su tío, un monje vestido con hábitos de color marrón. Observaban a la cometa del niño elevarse cada vez más en el cielo. Sostenida por el viento, estaba tan alta, que parecía que no se movía. Sin dejar de mirar a la cometa, el niño dijo:
—Cuéntame un cuento, tío.
El monje sonrió entre dientes.
—Una historia antigua, pues
“Un padre le dijo a su hijo —empezó el monje—: `Voy a morir pronto, hijo mío. Llévate mi oro a tu casa. Es tuyo. Pero recuerda que no has de fiarte de nadie. Ni siquiera de tu esposa´. El padre confiaba en que su hijo, Sonam, tendría presente su consejo y comprendería cómo se estilan las cosas en el mundo.
“Pero Sonam tenía un gran amigo, de nombre Tamchu. De niños habían ido a la escuela juntos, y por las tardes habían jugado al juego del volante con el pie. Tamchu vivía en la aldea próxima con su mujer y sus dos hijos pequeños.
“Un día Sonam decidió salir de peregrinaje al monasterio santo y pensó: `Cuando mi padre estaba vivo, me dijo que no me fiara de nadie´. Pero cuando pensó en su amigo Tamchu, no podía admitir que estas palabras debieran aplicarse también a éste. No a Tamchu. Así pues, llevó sus dos bolsas de pepitas de oro a casa de su amigo y le dijo: `Tamchu, por favor, guárdame el oro mientras esté fuera. Este es el oro que mi padre me dio al morir´.
Tamchu dijo: `Oh, sí, naturalmente. Guardaré tu oro con mucho cuidado, y cuando vuelvas de tu peregrinaje, aquí lo encontrarás. No tienes por qué preocuparte. Somos buenos amigos´.
“Así —continuó el monje—, pasó un año y Sonam volvió de su peregrinaje. Fue a casa de Tamchu y le pidió a su amigo: `¿Puedes devolverme mi oro, Tamchu?´.
`¡Oh, lo siento muchísimo, Sonam!, ¡Qué desgracia, qué desgracia! ¡El oro se ha convertido en arena!´, contestó Tamchu, mirando a su amigo con cara de estar muy asombrado. Pero Sonam, mientras su amigo le contaba este singular acontecimiento, no pareció sorprendido y, después de unos minutos de silencio, dijo: `Está bien, Tamchu, no te preocupes; hiciste todo lo que pudiste para vigilar mi oro´.
“Los dos hombres comieron juntos y pareció como si la pérdida del oro hubiera sido olvidada por completo. Al atardecer, Sonam dijo a su amigo: `Tamchu, me gustaría cuidar de tus hijos durante unos meses, ya que no tengo familia propia. Me gustaría darles buena comida y buena ropa. Serían muy felices en mi casa´.
`¡Muy buena idea, Sonam!´, dijo Tamchu, quien pensó: `Aunque ha perdido todo su oro a mis manos, quiere cuidar de mis hijos. Ciertamente, es muy buena persona´. Y así, añadió: `Desde luego, Sonam. Llévate a mis hijos todo el tiempo que quieras´.
Sonam se llevó a los niños a su casa y los cuidó muy bien. Pero compró dos monos pequeños y les puso los nombres de los niños. Durante los días que siguieron, adiestró a los monos para que cuando él llamase `¡Tendxin, ven aquí!´, el mono mayor corriera hacia él, y que cuando llamase `¡Thupten, ven aquí!´, el mono más joven fuera hacia él. Los monos comprendieron muy bien y aprendieron muy rápido.
Cuando Tamchu fue a ver a sus hijos, Sonam mostró un triste semblante a su amigo: `¡Oh lo siento muchísimo, Tamchu! —dijo— ¡Qué desgracia!, ¡qué desgracia! ¡Tus hijos se han convertido en monos!´.
Tamchu quedó agobiado y llamó a sus hijos por sus nombres. Al instante, aparecieron los dos monitos y corrieron hacia él. Cogieron de la mano a Tamchu y bailaron a su alrededor como si fuesen chiquillos. Tamchu quedó muy apenado y preguntó a su amigo: `Sonam, ¿qué podemos hacer?¿Cómo podemos hacer que estos monos se conviertan de nuevo en mis hijos?´.
Sonam estuvo pensativo unos instantes y luego le dijo a su amigo:
—Eso es fácil, pero para ello necesitamos mucho oro.
—¿Cuánto oro bastaría? —preguntó Tamchu.
—Unas dos bolsas de pepitas de oro, por lo menos.
—Tan pronto como pueda traeré las bolsas de oro —dijo Tamchu, que salió corriendo hacia su casa.
Más tarde, volvió y le dio el oro a su amigo. Sonam lo cogió y le dijo a Tamchu que esperase mientras él subía al piso de arriba. Al cabo de unos momentos, volvió a bajar.
`Ahí tienes, Tamchu. He transformado de nuevo a los monos en seres humanos, en tus hijos´.
Tamchu estuvo encantado de recobrar a sus hijos, pero miró con empacho a Sonam. Pero enseguida, los dos amigos no pudieron romper a reír”.
Al terminar esta historia, el propio monje rompió a reír al ver cómo el hilo de la cometa de su sobrino había sido cortado mientras éste escuchaba el relato. Ambos contemplaron a la cometa flotar sobre el valle de Lhasa y volar hacia los dorados tejados del Potala.
TEN CUIDADO CON LA MIEL QUE SE TE OFRECE SOBRE UN CUCHILLO AFILADO

Palitroque y la caravana mágica

Palitroque y la caravana mágica
En la casa del viejo roble, la abuela Sarmiento se levantó una mañana con un terrible resfriado.
-¡Pali... Pali... tro... Achís! -estornudó.
Palitroque y la caravana mágica
-¿Qué te ocurre? -preguntó Palitroque, entrando en el dormitorio.
-He pescado un horrible resfriado -se lamentó-. Tráeme el pañuelo. Está colgado detrás de la puerta.
-¿Esta cosa? Pensé que era una sábana -se burló Palitroque mientras descolgaba el enorme pañuelo.
-No seas descarado -le riñó la abuela- Hoy irás por mí al mercado. Estoy demasiado enferma. Mira, he escrito la lista de la compra.
-Dámela -dijo Palitroque orgullosísimo, mientras se ponía su sombrero (donde vivía Petronila, la araña mágica).
Cuando ambos se marchaban, la abuela Sarmiento estornudó con su enorme nariz y todos los árboles del bosque embrollado se agitaron.
Palitroque y Petronila llegaron al final del bosque. Y allí, en un claro, estaba el mercado, lleno de gente extraña e interesante.
Palitroque pasó frente al mago de la fortuna, un adivino que hacía trucos con globos, y frente a una anciana que tricotaba vestidos de cuerda. El último carromato pertenecía al Doctor Hierbabuena, un curandero.
-¡Vengan, vengan! -gritaba-. Compren una botella del brebaje Pelón y su pelo crecerá tan recio como la hierba en los pastos. Es la octava maravilla del mundo. ¡Lo vendo barato, a mitad de precio!
-Perdóneme -dijo Palitroque-. Mi abuela ha pescado un resfriado espantoso. ¿Tendría usted algo para curárselo?
-Claro que lo tengo, mozalbete -mintió el Doctor Hierbabuena-. Tengo en mi tienda justo lo que necesitas.
Naturalmente, el Doctor Hierbabuena no tenía tal cosa, sino cientos y cientos de frascos del brebaje Pelón. Despegó una de las etiquetas y escribió una nueva: "CURA RAPIDA PARA RESFRIADOS."
Palitroque y la caravana mágica
-Ahora llévate esto a casa y haz que tu abuela lo huela. Pero en cualquier caso, muchacho, no dejes que lo beba o lo derrame sobre nada.
-De acuerdo. Muchísimas gracias -dijo Palitroque.
Puso el frasco debajo de su sombrero para conservarlo bien y entonces Petronila, que se había echado un rato para dormir en él, se despertó de repente.
"¿Qué es este olor espantoso?" pensó, oliendo la botellita del brebaje Pelón. "Tendré que hacerlo desaparecer con magia o nadie querrá visitarme." Y agitó su varita.
Dubidí, dubidá: como verás este sombrero está ocupado, así que te vas.
Pero el frasco permaneció donde estaba, y, en cambio, Palitroque salió despedido de su propio sombrero.
-¡Oh! Lo siento, Palitroque. Mis encantos siempre salen mal.
Palitroque se levantó y se puso de nuevo el sombrero.
-No importa -dijo- Mira, Petronila, podemos hacer aquí la compra.
Estaban frente a la caravana de las sorpresas del señor Malaspintas.
El interior del carromato era bastante más grande que lo que parecía desde fuera, y sus estanterías estaban repletas de cajas, botellas y cestas. El señor Malaspintas tenía de todo, desde un calcetín de elefante hasta el cepillo de dientes de un ratón. Palitroque paseaba asombrado entre las alfombras de piel de zorro, las alas de mariposa, los huesos de ballena y los barcos metidos en botellas. Había cintas de pelo para buitres, libros de canciones para ciervos, libros de ortografía para duendes y un mapa de senderos del fondo del mar. Había también un aparato de radio sin sonido y un retrato del hombre invisible.
Petronila quedó encantada cuando encontró un departamento sólo para arañas donde podía comprar moscas escabechadas y pijamas de ocho piernas.
Palitroque se asomó por encima del mostrador y allí estaba el señor Malaspintas.
-Pasa, pasa. Tú eres el pequeño nietecito de la señora Sarmiento, ¿no?
-Eso es -respondió Palitroque-. Ella no se encuentra muy bien. Así que hoy he venido yo a hacer la compra.
-Dime en qué puedo servirte.
Palitroque sacó su lista de la compra.
-Quisiera...
Se paró cuando vio que la abuela había olvidado escribir la cantidad que quería de cada cosa. Bueno, quizá él podría adivinar cuánto.
-Mmm, dos cestos de leche y un litro de nabos..., un saco de mantequilla y un pan de tocino.
El señor Malaspintas se rió entre dientes.
-¿En rebanadas? -dijo refiriéndose al tocino.
-Mm, rico y crujiente -dijo Palitroque-. Y media docena de coles y una jarra de pan, por favor.
-¿Blanco o moreno?
-Verde, por favor -dijo Palitroque-. Yo pensaba que todas las coles eran verdes.
-¿Esto es todo? -sonrió el señor Malaspintas, mientras depositaba la última mercancía en el mostrador.
-Sí, sólo me falta la carretilla.
-Una carretilla de guisantes, supongo -dijo con retintín.
-No sea tonto, señor Malaspintas. Una carretilla para llevarlo todo a casa.
Palitroque y Petronila volvieron al bosque embrollado. Los árboles temblaban; seguramente la abuela Sarmiento seguía estornudando.
-He vuelto -gritó Palitroque-. He hecho toda la compra.
La abuela Sarmiento miró la carretilla por encima de su enorme nariz roja y su gran pañuelo blanco.
-¿Algo no está bien, abuela?
-Desde luego -chilló ella-. ¿Qué es todo esto? Una jarra de pan, un saco de mantequilla, dos cestas de leche...
-Yo lo hice lo mejor que pude, ¿verdad, Petronila?
-Desde luego que sí -rechinó la araña, asomándose por la pequeña puerta verde en el sombrero de Palitroque.
-¡Tú no te metas en esto! -estalló la abuela.
Palitroque iba a darle a su abuela el remedio para los resfriados cuando llamaron a la puerta. Dejó el frasco sobre la mesa y fue a abrir.
Como era muy curiosa, la abuela abrió el frasco, hundió su nariz dentro del líquido y se puso a hacer burbujas...
El señor Malaspintas era quien llamaba. Había llevado algunas flores para la abuela, y la cesta de la compra que Palitroque debería haber traído a casa en realidad de acuerdo con la nota de la abuela.
-Sólo era una pequeña broma. Palitroque. No te has ofendido ¿verdad? -sonrió el tendero.
Justo en ese instante, un agudo chillido resonó en la cocina.
-¡Oh, Palitroque, ayúdame! ¡Ven rápido!
Palitroque y el señor Malaspintas entraron corriendo en la cocina... y se echaron a reír cuando vieron a la abuela Sarmiento. ¡Su nariz estaba cubierta de pelusa blanca!
-¡No os quedéis ahí parados! ¡Haced algo! -gritó.
El señor Malaspintas miró el frasco de la cura rápida para resfriados y reconoció al instante el famoso brebaje Pelón del Doctor Hierbabuena.
-No te preocupes. El crecepelo del Doctor Hierbabuena nunca funciona. Se te habrá quitado todo por la mañana.
En aquel momento, la pelusa de la nariz de la abuela era tan espesa que su resfriado se sintió calentito y desapareció.
Palitroque y la caravana magica
-¡Nunca lo hubiera creído! -dijo ella-. ¡Estoy curada! ¡Celebrémoslo con una buena tarta, bien pegajosa!
Así que se sentaron juntos a merendar. Incluso permitió que Petronila se uniera a la fiesta.
-Siempre y cuando -dijo la abuela Sarmiento- se limpie todas sus patas.

Abdula y el genio

Abdula y el genio
Allí donde las arenas doradas del desierto lindan con el profundo mar azul vivía una vez un pobre pescador llamado Abdula. Pasaba horas y horas en la playa echando su red al agua.
La mayor parte de los días tenía suerte y pescaba algo. Pero un día la suerte le volvió la espalda. La primera vez que lanzó su red recogió un paquete de algas verdes y viscosas. La segunda, un montón de fuentes y platos rotos. Y la tercera, una masa de pegajoso limo negro.
Abdula y el genio
"Un momento", pensó mientras miraba el fango que chorreaba de la red. "También hay una vieja botella. Me pregunto qué contendrá."
Abdula intentó sacar el tapón. Al fin, después de tirar de él durante un rato, lo consiguió y una bocanada de polvo se escapó de la botella. El polvo se convirtió pronto en humo y tomó diversas coloraciones que empezaron a dibujar una forma: primero una cara, después un cuerpo... La figura creció y creció. En pocos segundos un enorme genio se elevó por encima del aterrado pescador.
—¡Al fin libre! -rugió una voz más potente que el trueno-. ¡Libre después de tantos años! ¡Ahora voy a devorarte!
Abdula apretó la cabeza entre sus manos y gritó:
-¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué os he hecho?
-¡Te cortaré en pedacitos! -exclamó el genio, al tiempo que mataba una bandada de pájaros que pasaba volando por encima de su hombro.
-No lo hagáis, Señor Genio -suplicó Abdula. cayendo de rodillas- No quería molestaros. ¡Por favor, no me matéis!
-¡Te haré trocitos y te arrojaré a los peces! -vociferó el genio, que desenfundó una enorme espada curvada con la que rozó la nariz del pescador.
-¡Tened piedad! -lloró Abdula-¿Qué daño os he hecho yo?
-¡Silencio! -tronó el genio. Gritó tan fuerte que el eco de su voz hizo entrar en erupción un volcán cercano-. ¡Cállate y te diré por qué voy a matarte!
Y sin retirar su espada del rostro de Abdula, el genio comenzó su historia...
-El Gran Sultán Soleimán me encerró en esa botella para castigarme por los maleficios que realizaba en su reino. Me comprimió en esa horrible carcel de vidrio como una ballena prensada en un huevo. Luego la arrojó al mar. He permanecido durante siglos en el oscuro fango. Lo único que oía era mi propia respiración. Lo único que sentía eran los latidos de mi corazón. Mi única esperanza era ser pescado y liberado por un pescador.
Durante los primeros mil años grité: ¡Suéltenme! ¡Suéltenme! A quien me haga salir le otorgaré la realización de tres deseos. Pero nadie me oyó y nadie me liberó.
Durante los mil años siguientes grité: ¡Suéltenme! ¡Suéltenme! Quien me haga salir recibirá Arabia entera como recompensa. Pero nadie me oyó y nadie me liberó.
Durante los mil años siguientes quedé quieto y pensé para mis adentros: Si logro salir alguna vez de esta horrible botella, mataré al primer hombre a quien vea. ¡Y después de él a todos los que me encuentre!
-¡Pero el Sultán Soleimán murió hace casi tres mil años! -gritó Abdula.
-¡Exacto! -replicó con brusquedad el genio-. ¿Te sorprende que esté de tan pésimo humor?
Profirió un gran grito y el agua se puso a hervir en torno a sus tobillos. Levantó su gigantesca espada, que centelleó al sol, y cortó una nube en tiras encima de su cabeza. Luego miró hacia abajo para disfrutar por última vez del espectáculo del rostro aterrado del pescador.
Pero Abdula no sólo no estaba asustado sino que permanecía de pie, con los brazos en jarras, la cabeza ladeada y la cara iluminada por una sonrisa.
-Vamos, vamos, genio -dijo tranquilamente- Deja de tomarme el pelo y dime, de verdad, de dónde has salido.
El suelo tembló cuando el genio inspiró profundamente.
-¿Qué? ¡Tú, gusano! ¡Tú, inmundo bicharraco! ¡Prepárate a morir!
-¡Oh, vamos! Tú bromeas. Menudo cuento. Dime la verdad. Yo estaba distraído vaciando esa vieja botella y no te he visto acercarte.
-¿Qué? ¡Tú, hormiga! ¡Tú, tijereta! ¡Yo he salido de esa botella! ¡Y voy a matar a todo el mundo!
-Pero amigo mío, amigo mío -suspiró Abdula- Tu madre nunca te enseñó a decir mentiras, sobre todo gordas. Basta ver el tamaño de esa botella y las dimensiones de tu cuerpo: tú has salido de esa botella tanto como yo.
Entonces, Abdula, con grandes aspavientos, hizo como que intentaba meter el pie por el estrecho cuello de la botella.
-¡Tú, cucaracha! Tú... tú...
El labio inferior del genio empezó a temblar.
-¡Te digo que he salido de esa botella!
-¡Puafl -se burló Abdula- Entonces demuéstramelo.
Los pelos del pecho sucio del genio empezaron a erizarse y levantó el puño hacia el cielo con rabia. Luego, tras quedarse unos instantes pensativo, se fundió como un pedazo de mantequilla, en todos los colores del arco iris. Después los colores se diluyeron y un chaparrón de humo y ceniza se desplomó sobre la botellita y se quedó encerrado dentro.
-¿Lo ves? -dijo una extraña voz cavernosa desde el interior-¿No te lo había dicho?
Rápido como un relámpago, Abdula sacó el tapón de su bolsillo y lo introdujo en el cuello de la botella. Lo enroscó y lo apretó hasta que quedó bien ajustado.
-¡Eh! ¡Tú, gusano, déjame salir! ¡Déjame salir inmediatamente!
genio en la botella
-¡Oh, no!- dijo Abdula con una sonrisa- Ahí te puedes quedar otros mil años si vas a ser tan desagradable.
-¡No! ¡Por favor, no! Te prometo realizar tres de tus deseos si me dejas salir otra vez. ¡Abre esta botella ahora mismo, hormiga!
Abdula tomó impulso y con todas sus fuerzas arrojó la botella al mar tan lejos como pudo.
abdula genio botella
-¡Te regalaré Arabia entera! -chilló el genio mientras la botella volaba por los aires.
Hizo "plop" al caer al agua. No se oyó nada más, salvo el ruido de las olas que llegaban suavemente a la orilla.
Más tarde, aquel mismo día, Abdula regresó a la playa y colocó un letrero que decía: "Cuidado con el genio de la botella. No pescar." Y se fue con su red bajo el brazo a instalarse en otro lugar de la playa.

La bici de Miguel

La bici de Miguel
Es fantástico! -suspiró Miguel, tendido en la cama y contemplando su póster favorito-.
¡Qué bárbaro! ¡El rayo del espacio, la bici espacial! ¡Menudo aparato!
la bici de miguel
Cada noche, antes de dormirse, se quedaba largo rato mirándolo. Luego, soñaba con ella.
Una noche de verano, acababa de cerrar los ojos cuando de repente oyó un ruido extraño.
Se incorporó rápidamente y vio que el póster se agitaba violentamente. De pronto sonó como un silbido y la bici se desprendió de la pared y fue a caer al suelo.
la bici de miguel
Asombrado, Miguel la miró, boquiabierto, y se cayó de la cama. Allí mismo, en su cuarto, estaba la bici en tamaño natural... y la chica del póster en carne y hueso.

—¿Quién eres tú? —preguntó Miguel, hecho un lío.
—Me llamo Tina y soy una ciclista del espacio.
¡Vamos a dar una vuelta!
la bici de miguel
Muy sigilosamente, Miguel ayudó a Tina a transportar la bici escaleras abajo hasta el jardín. '¡Menuda sorpresa tendrían mamá y papá si me vieran ahora!", pensó él.
Cuando salieron al jardín, iluminado por la Luna, Tina saltó sobre el rayo del espacio y salió disparada.
—¡Mírame, Miguel! ¡Qué divertido es pedalear en esta bicicleta espacial!
Miguel estaba impaciente por montar en ella y cuando Tina se bajó, saltó sobre el rayo del espacio y exclamó:
—No ha estado mal, ¡pero fíjate en mí!
Se disponía a partir cuando se detuvo en seco y añadió:
¡¡Pero si no tengo casco espacial!!
Tina señaló su cabeza y dijo:
—¡Pero si lo llevas puesto!
De vez en cuando el casco soltaba como un leve silbido.
—Es el oxígeno -dijo Tina.
Miguel llevaba también un reluciente traje espacial, con grandes bolsillos para las provisiones. Montó de un salto en la bici, listo para lanzarse a pedalear.
Primero avanzó vacilante en una dirección... luego en la otra. ¡Al fin lo consiguió!
Pero qué trabajoso era pedalear en aquella bici. —Ojalá tuviera motor.
—Vaya, si tiene cohetes propulsores...
—Has de apretar ese botón que hay en el manillar. ¡No, no lo toques! ¡NO!
la bici de miguel
Era demasiado tarde...
Al apretar Miguel el botón, se oyó un ruido sordo debajo del sillín y los cohetes se pusieron en marcha.
-¡Has de apretar el interruptor para desconectarlos!
—¿Dónde está?
Pero antes de que Tina pudiera responder, sonó una explosión y de la parte trasera de la bici se escapó una llamarada de color púrpura.
Miguel salió disparado a través del jardín en dirección al auto de su papá... iPang! La rueda delantera chocó con el guardabarros del auto. iCatacloc!, sonaron los cohetes, mientras la bici trepaba por la parte al auto de su papá posterior del auto. Pero no bajó por el otro lado y Tina se quedó observando impotente cómo Miguel, agarrándose con fuerza a la bici, se remontaba con ella hacia la oscuridad del cielo.

Tina vio alejarse la bici espacial con la que Miguel se perdía en la noche.
En un segundo, estuvo a cien metros. En dos segundos, había subido un kilómetro. Y un minuto más tarde seguía subiendo...
Al fin, Miguel encontró el interruptor y la bicicleta se detuvo. Miró hacia abajo por primera vez.
Colgada en la oscuridad divisó una pequeña bola verde y azul. "Qué color más raro para una pelota de tenis", pensó.
Pero no era una pelota. ¡Era la Tierra! Se veían claramente Africa y la India. Cuando Miguel se dio cuenta de lo lejos que estaba de casa, se sintió muy solo y desamparado, y notó cómo el corazón le palpitaba. Tenía algo de miedo.
Al flotar se metió las manos en los bolsillos del traje espacial, pero lo único que encontró fue un envoltorio de una chocolatería de Venus: "Chocovenus".
la bici de miguel
De pronto, le saludaron las luces de una nave espacial. Se sintió mucho mejor. Pero había algo que no marchaba bien. Lo notaba por momentos.
Al acercarse, Miguel vio a un hombre con traje espacial que le hacía señas.frenéticas, colgado de un tubo. Al parecer, estaba gritando, pero Miguel no oía nada.
La máquina se puso en marcha y Miguel se lanzó tras la caja, que se alejaba dando vueltas. La recogió y la metió en su bolsillo espacial y se dirigió a la nave.
Se detuvo junto al gran casco gris. Al subir, la tripulación lo aclamó con grandes vítores y aplausos. Era un héroe.
la bici de miguel
Buen trabajo, chico —dijo el capitán—.
Esa caja es muy importante. Es nuestra brújula espacial. Sin ella, nos habríamos perdido.
Trató de enjugarse la frente, pero aún llevaba el casco puesto.
—Te mereces una recompensa.
—Sólo quiero ir a casa —dijo Miguel.
Estoy muy cansado. Quiero ver a mis padres. Así pues, el capitán puso la nave en supermarcha rumbo a la Tierra, usando la brújula espacial.
La "pelota de tenis" que había visto Miguel se fue haciendo cada vez más grande, hasta que llegó a ocupar toda la ventana. Pronto Miguel comenzó a ver los campos que brillaban bajo la luz de la luna y el río que se curvaba en dirección a su casa.
— ¡Ahí es donde vivo! —gritó—. ¿Podéis dejarme bajar?
El capitán le prendió una medalla espacial en el traje y maniobró la nave hasta que estuvo suspendida sobre la casa de Miguel. —¡Ponte en la plataforma de lanzamiento!
Miguel recogió su casco y se dirigió al tubo, de pronto oyó un ruido extraño y sintio que caía. Miguel intentó agarrarse a algo, y cerró los ojos fuertemente...
Cuando volvió a abrirlos, estaba en su cama y el sol entraba a raudales por la ventana. Se frotó los párpados y miró el cartel de la pared..

— Ahí está la bici espacial... ¡Y Tina! Todo ha sido un sueño trepidante.

Pero no había mirado debajo de la cama, donde le aguardaban más sorpresas.