viernes, 15 de noviembre de 2013

La pequeña Tortuga

La pequeña Tortuga


Erase una vez una tortuga, que no comprendía por que era tan lenta.

Su mamá cada vez que ella le preguntaba le decía: "Los últimos serán los primeros", y ella por mucho que su mamá le dijese no lo comprendía.

Pasado un tiempo la pequeña tortuga salió a pasear por el bosque, y paseando paseando se encontró con un hada, y sorprendida le dijo: " por favor hada me podrías conceder un deseo".

El hada sonrió y dijo: "claro que sí pequeña para eso he venido".

Entonces aquella pequeña tortuga pidió ser muchos más rápida que todos los animales del bosque. El hada le dijo que su deseo se cumpliria pero que había una pequeña condición, la tortuga le dijo: " cuál es esa condición", y el hada respondió: " pues la condición es que cada vez que te enamores de alguien esa persona a la que amarás morirá".

La tortuga no se lo pensó dos veces y dijo: "acepto", entonces el hada le concedió ese deseo.

Pasados 3 años y aquella tortuga se enamoró, y aquella pobre tortuga murió.

Entonces aquella pequeña tortuga comprendió que da igual como seas, porque no importa nada si tienes "Amor" y si eres feliz, entonces aquella pequeña tortuga dijo: " si no hemos podido estar juntos aquí por mi egoísmo de querer ser la mejor pues lo estaremos donde quiera que tu estés" .

Y aquella pequeña tortuga murió para poder ser feliz y aver comprendido que no importa como seas o como te vean los demás, tienes que estar bien contigo misma y saber que nadie es perfecto y que siempre tenemos cosas que otros no tienen sean mejores o peores....

FIN...

La hormiga trabajadora

La hormiga trabajadora





Érase una hormiga que lo único que hacía todo el día era trabajar y trabajar.
Un día la hormiga se perdió y no sabía regresar. Se sentó con un grupo de grillos que estaban tumbados cantando; esos grillos sólo cantaban y cantaban, la hormiga les preguntó que si no recogían comida para el invierno. Los grillos le dijeron que no, que pasaban; entonces la hormiga hizo un trato con los grillos.
El trato era: si ustedes me cobijáis en vuestra casa todo el invierno yo os cogeré comida para todo el invierno.
Llegando el invierno la hormiga les hacía de comer todo el día. Estuvieron todo el invierno pasándoselo bien y la hormiga comprendió que, aparte de trabajar, también era necesario divertirse y los grillos aprendieron que era necesario recoger comida durante todo el verano.

domingo, 10 de noviembre de 2013

PLUMA

PLUMA

Cuento inédito de Vicente Gerbasi
Canoabo es una aldea situada en un valle rodeado de altas montañas. Su calle principal apenas tiene unas cuatro cuadras de pequeñas casas azules, rojas, amarillas, blancas, con ventanas de balaustres de madera, a los que se asoman de cuando en cuando bellas muchachas de cabellos negros. Al fondo, una plaza de grandes almendrones y más allá la iglesia y su torre donde anidan las palomas. Detrás de la iglesia, la colina del Calvario, con tres cruces, de los cuales, la del centro es la más grande. Allá arriba, vuelan en circulo los gavilanes, lentamente, como en el aire de los siglos.

En Canoabo nacen los días y la noches de la música. Por sus calles pasan los arreos de burros con sus pequeñas campanas, y pasan las vacas y las cabras sin rumbo, y al salir el sol y al medio día y al atardecer la torre de la iglesia hacía oír sus campanas, mientras las palomas se echan a volar por sobre las casas y por sobre los árboles, como si fueran a dar un largo paseo a la redonda, para luego volver en un apretujado aletear a los oscuros y misteriosos rincones de la torre.

Detrás de la iglesia, en las estribaciones de la alta colina del Calvario, hay unos largos ranchos de paja donde vive la gente más pobre del pueblo. En uno de de estos ranchos nació Pluma, mi viejo y querido amigo, muerto ya hace algunos años y cuya extraña y dolorosa historia voy a recordar.

Pluma, cuando tenía ocho años y había aprendido ya a leer y a escribir, no se llamaba propiamente así. Su nombre era Jorge Cardozo. Su padre le había puesto este nombre porque, como siempre decía le gustaba el Santo que había matado al dragón. No solamente lo decía, sino que lo cantaba, porque era hombre de guitarra y coplas.

Cuando en las noches de luna se iba con su botella de aguardiente por entre los destellos de las rocas y los cactos de aquella colina del Calvario o bajaba a la plaza, se le oía cantar esta copla:

Me gusta el santo varón
San Jorge, el santo valiente,
tan valiente, que una noche
pudo matar al dragón.

El apellido de Jorge Cardozo no era el de su padre. El llevaba el apellido de su madre porque era hijo natural. El padre de Jorge, de nombre Felipe, era un joven indio, de fino bigote caído, labios gruesos, nariz un tanto aplastada, ojos achinados y cabellos negros muy lacios. Con buen humor se iba muy de mañana a trabajar en las haciendas vecinas, para regresar por la noche a tocar la guitarra. a cantar ya tomarse alguna copa de aguardiente.

Su rancho no era de bahareque. sino de palmas entrelazadas en cañas y bambúes. Una parte era la cocina. por donde se entraba. Y el resto eran dos largos cuartos divididos también con cañas, bambúes y palmas. La cocina. o mejor dicho. el fogón. era de adobes. sobre los cuales había tres piedras ennegrecidas sobre los que Petrica colocaba el budare para hacer las arepas o la olla para hervir los frijoles. Toda la cocina relucía por el hollín, y por las noches, cuando la leña estaba encendida. Las llamas le daban a las paredes de palma un rojo y tembloroso color infernal.

Felipe, al regresar del trabajo, se sentaba junto a su mujer en unos cajones frente al rancho. Su preocupación fundamental era la educación de Jorge.

- ¿Pero cómo hacerlo. si somos tan pobres? Apenas gano tres reales al día y sin ninguna esperanza -, le decía a su mujer.

Una tarde, mientras miraban las cumbres de las montañas doradas por el último sol, ese sol maravilloso que la gente de mi tierra llama el sol de los venados, su mujer le dijo:

- ¿y por qué no nos vamos a la ciudad?

- Mira, nunca lo había pensado. Siempre he creído que uno debe vivir donde nace, especialmente si se nace en el campo. ¿Qué podemos hacer nosotros en la ciudad? Yo no tengo oficio. Además, la ciudad es como un mar bravo en el que uno bracea y bucea hasta que se lo traga. Aquí por lo menos uno va llevando la vida. Además, creo que algún día podré conseguir un pedazo de tierra.

- No creas, hay muchos pulpos en este mundo - le contestó la mujer.

- Déjame buscar la guitarra y déjame pensar.

Esa noche Felipe salió a cantar ya tomar aguardiente. Regresó a eso de las once de la noche. Se acostó pero no pudo dormir. La idea que le había dado su mujer le daba vueltas. Pensó que realmente allá podría procurarle mejor educación a su hijo. Estiró el brazo y acarició el rostro de su mujer.

- ¿Qué?, preguntó ella.

- Mañana voy a comenzar a arreglar mis cosas para irnos a la ciudad.

Ella se incorporó en la cama y encendió una vela que tenía a su lado, en el piso de tierra. En el cuarto no había muebles, sino cajones y en una de las paredes de palma una cruz de palo revestida con papel de seda a colores.

- De la alegría te voy a hacer un café.

Felipe volvió a tomar la guitarra y se fue a tocarla bajo las estrellas.

Un viento tibio se arremolinaba en los árboles, trayendo el lúgubre ladrido de los perros que, al decir de los campesinos, andan viendo fantasmas por las horas de la madrugada. El viento, el viento de oscuridad estrellada, que puebla de voces nuestros campos tropicales y se aleja ondulante entre palmeras y crines de caballos hacia los grandes' ríos del Sur.

Felipe posó sus manos sobre las cuerdas de su guitarra y se detuvo a oír el envolvente canto de los gallos, a pensar en su viaje. Petrica vino con el café. Se sentó a su lado y allí estuvieron ambos en silencio hasta que unas pequeñas nubes largas comenzaron a colorearse en las cumbres de las montañas.

Ese día Felipe no fue al trabajo y se dedicó a visitar a algunos amigos a quienes les habló de su idea de marcharse a la ciudad.

Casi todas las opiniones coincidieron en esta pregunta:

- ¿Y qué vas a hacer tú en la ciudad?

Alguien le dijo:

- Lo que andas buscando es que te recluten.

Pero su compadre, Juan Marchena, el padrino de Jorge, al saber que Felipe quería salirse del pueblo para encaminar la educación del ahijado, le prometió ayuda. El tenía una pulpería, y mal que bien, tiraba adelante con lento pero seguro éxito. Era un hombre sedentario y sumamente económico. Era hijo de canarios. Pequeño, gordo, de rostro redondo. Lo ojos pequeños se le perdían debajo de sus pobladas cejas rojizas.

-Como no, compadre -le dijo-. Yo te ayudaré. Sobre todo porque se trata de la educación del ahijado.

-No es mucho lo que te voy a pedir prestado -le dijo Felipe-. Creo que con doscientos bolívares me las podré arreglar.

- Muy bien, aquí los tienes -y Juan Marchena, con paso lento, se fue al centro del mostrador, sacó de una gaveta el dinero y se lo entregó.

Felipe colocó el dedo pulgar sobre el índice en forma de cruz y besándolos dijo:

- Compadre, gracias. Por esta Santa Cruz quedo ahora más que nunca obligado contigo.

Brindaron con un buen coñac español .

Cuando Felipe regresó a su rancho, le dijo a su hijo:

- Mira Jorge, nos vamos a ir a la ciudad para que puedas aprender en un buen colegio y después pasar a la Universidad. Yo y tu mamá queremos que tú seas un buen hombre. Ya tu padrino me prestó el dinero para el viaje y poder pasar allá los primeros días mientras consigo trabajo.

Jorge no le dio demasiada importancia a lo que dijo su padre y siguió enrollando su trompo. Sin embargo, pensó vagamente en lo que podría hacer en la ciudad.

- ¿Qué puede haber distinto allá de lo que hay aquí?, se preguntó. El nunca había salido de Canoabo. Una vez se fue con unos compañeros hasta la sabana, donde hay una casa de dos pisos, propiedad del hacendado más rico del pueblo. Aquel lugar le pareció de otro mundo. La casa con balcones y techos rojos, solitaria entre copudos árboles dispersos, le pareció algo irreal. Jorge pensaba que detrás de las montañas de su pueblo, el mundo se extendía en selvas, ríos y más aldeas como la suya, con burritos, cabras y pavos reales.



La vela encendida resbaló en el piso de tierra y su llama se recostó suavemente en las palmas entrelazadas. Afuera soplaba el viento silbante de la noche. Lenta, la llama tomó cuerpo en una hoja de palma y luego saltó a otra como una lagartija de una palma a otra ya otra, hasta que se convirtió en un gran dragón rojo que se retorcía mordiendo el tejido de hojas secas entre cañas y bambúes. Soplaba el gran viento de la noche y el dragón rojo de largas patas y uñas y lengua ardientes siguió saltando de un sitio a otro de las paredes, hasta que fue a contorsionarse en el techo donde el gran viento de la noche hacía volar sus escamas como piedras de un volcán en erupción.

Los padres de Jorge sintieron las uñas del fuego en los cabellos, en las piernas, en los ojos. Apenas vieron la puerta del infierno, círculos de fuego, las patas y las uñas del dragón. Luego, por un instante, mientras oían el llanto del hijo, una honda oscuridad rojiza invadió sus ojos.

COMETAS

COMETAS

Por: Vicente Gerbasi

Publicado 1971 en Nuevas Páginas para Imaginar, Caracas, Ediciones Fundación del Niño


Cuatro cuadras de casas bajas, pintadas de azul, amarillo, verde, rojo, o simplemente encaladas, forman la calle principal de Canoabo. Comienza a orillas del río, donde vuela el martín pescador, y termina en una plaza arbolada y una iglesia blanca, al pie
de la colina del Calvario, donde duermen los mendigos.

Hay otras callecitas, como la de "Los Sapos", la de "Machado" y "Boquerón". Esta última es un túnel de árboles suavemente empinado hacia la montana, donde zigzaguea el camino rojo que va a Aguirre, a Bejuma, a Montalbán, pueblos éstos que se encuentran en una altiplanicie de frescos sembradíos y pastizales.

Las calles de mi pueblo eran de arena y en sus aceras de piedra o de ladrillos crecían hierbas tenaces.

Por aquel tiempo volábamos cometas en el azul límpido de la tarde. El cielo se poblaba de colores, como de aves que hubieran abandonado otro mundo.

Yo miraba las montañas que rodean la aldea. Los niños que vivían allá arriba no volaban cometas. Pero sí venían al pueblo en pequeños asnos negros. Los niños
labriegos miraban nuestras cometas allá en el cielo, hacia donde una nube blanca se adelgaba sobre las cumbres. En aquellas montañas florecen los cafetales a la sombra de inmensos árboles húmedos. Las flores del cafeto son como pequeñas estrellas blancas y su perfume tiene una como suavidad sideral.

Hacia esos altos lugares de flores y de fieras se alejaban nuestras cometas. Don Arturo Sifuentes se reunía con nosotros para volar su gran barrilete de seda con
una larga cola en forma de flores multicolores.

Don Arturo era un viejo alto, muy delgado, siempre vestido pulcramente blanco. Cuando nosotros comenzabamos a reunirnos con nuestras cometas de papel de seda, él abandonaba su negocio de telas, donde, en verdad, había más botones que telas, y se reunía con nosotros sin hablar.

Cuando uno de nosotros llevaba una cometa nueva, él la tomaba en sus manos, la observaba cuidadosamente, y si la encontraba de su gusto, se limitaba a hacer con la cabeza además de aprobación.

Como su barrilete era tan grande y pesado, debía ser elevado con cordel. En el cielo se mantenía sereno, como un extraño invento, en medio de nuestras pequeñas cometas.


De cuando en cuando, entre una y otra, pasaban lentos los zamuros en su vuelo circular.

Si la brisa era fuerte, Don Arturo ataba el cordel al balaústre de una de las pequeñas ventanas, se iba al negocio y regresaba con otro rollo que empataba para ver a su barrilete alejarse de nuestras cometas hasta casi desaparecer como un punto en el espacio.

A esa hora solar se abrían los pavos reales sobre la arena.

En cierta ocasión nos pusimos de acuerdo para ponerles nombre a nuestras cometas. Rafael Linares, quien vivía frente a la plaza en una casa con dos árboles de guayabitas del Perú, llamó a la suya, Hoja Morada, porque siempre hacía sus cometas con papel de ese color.

A mi vecino Ramón le gustaba hacerlas mitad blancas y mitad negras, y no sé por qué causa rara le puso a la suya el nombre de Vaca del Aire. Pedrito Gómez, un muchacho gordo como un tonel, de cabeza pequeña y ojos negros, grandes, hundidos bajo las cejas, prefería los colores anaranjados y llamaba a su cometa Velero Volador. Francisco Ruiz le ponía a la suya anchas colas azules y la llamaba Aguila de Canoabo. Rosendo, el hijo del maestro de escuela, tal vez ayudado por su padre, la llamó Saturno. Por aquel entonces ya comenzábamos a saber lo que era un planeta y, desde ese momento, supimos que en este caso se trataba de un planeta
con anillos.

Había otros nombres que no recuerdo. ¡Ah!...Yo le puse a mi cometa el nombre de Gallina Verde.

Pero lo más gracioso fue el nombre que don Arturo le puso a su barrilete: Gigante del Aire.

Desde ese momento, cuando todas nuestras cometas estaban en el cielo rodeando a su barrilete, él nos veía las caras, nos picaba el ojo y nos decía moviendo la cabeza de arriba abajo: "el Gigante, el Gigante".

Muchas veces nos sorprendía la noche con densos tintes rojos más allá de las cumbres. Nosotros bajábamos nuestras cometas. Pero como el barrilete de Don Arturo se había ido tan lejos, se demoraba largo rato en el aire, donde comenzaban a encenderse las luciérnagas, y se le veía bajar en las sombras, lentamente, como un astro opaco de cuatro colores.

martes, 5 de noviembre de 2013

LAS CIGÜEÑAS Y EL MOLINERO

  LAS CIGÜEÑAS Y EL MOLINERO

PRESENTACIÓN
- Abuela, ¿por qué se dice: “En San Blas la cigüeña verás y si no la vieres año de nieves”

- Porque es un refrán popular que quiere decir que las cigüeñas cuando vuelven a hacer sus nidos es que llega el buen tiempo y ya no va a nevar.

- Pero, ¿lo de San Blas?

- Porque, pasado el día de San Blas, las cigüeñas comienzan a llegar.
- Y, ¿cuándo es el día de San Blas?

- El día 3 de Febrero es la fiesta San Blas.

- Entonces ahora, abuela, ¿todavía podría nevar?

- Claro que podría nevar. Porque no ha llegado Febrero, ni la fiesta de San Blas. Ni han llegado las cigüeñas a la torre a anidar.

- Y, ¿por qué se ha elegido a San Blas?

- Porque dice una leyenda que San Blas vivía en una cueva y solamente salía de ella, más o menos en Febrero, cuando, a lo lejos, en la copa de unos árboles grandes, veía que las cigüeñas comenzaban a hacer su nido.
Un día le preguntaron al santo, por qué hacía eso y él contestó: “las cigüeñas traen el buen tiempo cuando comienzan a anidar”.

- Y tú, ¿por qué sabes tanto de San Blas?

- Porque lo he leído en un libro. Y sé muchas cosas más.

Pero ahora escucha primero el cuento que te quiero contar.

- ¿Es de San Blas o de las cigüeñas lo que me quieres contar?

- ¡Caliente!, !caliente!, pero escucha y verás.


“Había una vez, comenzó el cuento la abuela, una pareja de cigüeñas que, un día, comenzaron hacer su nido encima del muro del molino.
Viaje tras viaje fueron trayendo unos palos, unas hojas y el barro de la charca, hasta que formaron un nido grande y fuerte.
El molinero estaba muy satisfecho.
De todos los alrededores habían elegido su molino.
Cada día, pasaba junto al muro y se quedaba mirando fijamente.
Admiraba el esfuerzo de aquella pareja de cigüeñas fabricando su nido y la habilidad con la que iban colocando los materiales.
Una de las tardes que se acercó para ver aquella gran obra, se dio cuenta que algo se movía dentro del nido.
Eran sus crías, envueltas en un plumón blanco. Miró a su alrededor y vio que una de las parejas se acercaba volando.
A distancia pudo observar, el picoteo de la madre y el bullicio que las crías hacían con la comida.
Poco a poco las crías fueron creciendo y comenzaron a revolotear sobre el nido.
Pronto darían su primer vuelo y, con él, dejarían el nido para formar, como sus padres, una nueva pareja.
El molinero sabía, muy bien que emigrarían a tierras más cálidas. Pero ahora era muy feliz con su compañía y disfrutaba mucho con su presencia. Desde su ventana, se entretenía observando el rojo de sus patas, el revoloteo de sus alas y el traqueteo de su pico.
Por las mañanas, cuando salía a trabajar, procuraba saludarlas, agitando su gorra, como si ellas pudieran entenderle.

Un día, cuando se levantó, el nido estaba vacío
Han emigrado a tierras más cálidas, pensó, pero un día volverán y arreglarán de nuevo su nido, incubarán sus huevos, tendrán crías y para comer, volarán hasta posarse junto al río.
Y yo podré saludarlas.
Cada mañana desde la ventana de su casa miraba el muro vacío.
Pero pensaba en sus amigas que, lejos, eran felices y que pronto volverían al molino donde habían dejado su nido grande y fuerte.
Los días iban pasando.
El molinero había mirado el calendario y, el día de San Blas estaba muy cerca.
“San Blas, la cigüeña verás...”, recitaba el molinero mientras pensaba que pronto volverían sus amigas.
Como todos los años, procuraba que el nido estuviera casi preparado.
Quitaba los palos viejos, reparaba lo que la lluvia y la nieve habían destrozado y metía puñados de paja dentro del nido.
Los huevos, pensaba el molinero, necesitan mullida y las crías, ¡tienen la piel tan fina!...
La alegría del molinero era muy grande cuando los primeros días de Febrero volvía a ver a sus amigas.
Las dos cigüeñas repetían y repetían cada año.
Preparaban su nido.
Cazaban los peces y las ranas que les servía de comida para sus crías y, cuando llegaba la época, se unían al grupo de compañeras y emigraban a tierras más cálidas.
Uno de los años en los que esperaba, como siempre, la vuelta de sus amigas, una gran tormenta arrasó la cerca de su molino y el agua derrumbó el muro.
Vio cómo el agua arrastraba el nido.
Quiso cogerlo, pero no pudo.
La corriente era muy grande.
A distancia fue viendo como se deshacía entre las aguas.

Esa noche, no podía dormir.
Pensaba en sus amigas.
El trabajo y el esfuerzo de tantos años había desaparecido.
Era la época de su llegada y no iban a encontrar nada.
Pero, ¿dónde podré yo construir su nuevo nido?, se preguntaba.
Pensó en una encina que había junto a su casa.
También podría hacerlo en el trozo de muro que se había salvado de la corriente. Pero, no, será mejor hacerlo encima del chaparral.
Y, pensando en el chaparral se quedó dormido.

A la mañana siguiente, se levantó deprisa.
Había que comenzar a fabricar otro nido, antes que volvieran las cigüeñas.
Pero al salir de su casa se llevó una gran sorpresa
Sus amigas de todos los años ya habían llegado y habían sido más madrugadoras que él.
Cuando las vio, se restregó los ojos pensando que era un sueño. Pero no, eran sus dos amigas que habían comenzado hacer su nuevo nido en el tejado de la casa.
Lleno de alegría, el molinero, comenzó a agitar su gorra, mientras las cigüeñas revoloteaban sobre el tejado.
Querían devolverle el saludo, darle las gracias y decirle, que construirían otro nido y seguirían siendo sus amigas.
Y colorín colorado este cuento ha terminado.


- Abuela, cuando me contabas el cuento he tenido un poco de pena.

- Pena ¿de qué?

- Me ha dado pena, cuando la tormenta arrastró el nido y el pobre molinero no sabía que hacer.
- No te debe dar pena porque, peor hubiera podido ser.

- ¿Peor que quedarse sin nido las cigüeñas?

- Imagínate que en vez de estar vacío hubiera tenido dos crías.

- Qué lista eres abuela y qué rápido me has quitado la pena.

- Es que recuerdo una historia que me contó un día mi abuela que es también tu bisabuela

- Cuéntamela abuela aunque no sea como cuento.

Es la historia de dos golondrinas que comenzaron hacer su nido.
Cuando ya estaba terminado, un pájaro carpintero se lo destruyó.
La pareja se sintió muy triste. ¡Habían trabajado tanto!
De nuevo comenzaron a hacer otro nido y... el pájaro carpintero de nuevo se lo destruyó.
Cansadas, decidieron volar hasta otro lugar más alejado.
Cuando ya estaban preparadas... vieron que a su alrededor volaba el pájaro carpintero.
- ¿No te parece suficiente con habernos roto el nido?, dijo una de las golondrinas.
- Me parece suficiente si con esto habéis aprendido, contestó el pájaro carpintero.
Allí donde vosotras queríais hacer el nido, había un nido de avispas que vosotras no habías visto.
¿Qué hubiera pasado si un día, vuestras crías ya nacidas hubieran sido picoteadas y muertas por las avispas?
Las dos golondrinas se quedaron quietas escuchando al “carpintero”.
Sus palabras eran sabias y su intención era buena.
- Muchas gracias “carpintero”, dijeron las dos a la vez, lo que nos parecía malo, salía de un corazón bueno.
- Volad, si queréis a otros lugares y allí podréis hacer vuestro nido, pero no olvidéis este consejo:
“antes de hacer vuestro nido, fijaos bien lo que dejáis dentro”.
Os lo dice vuestro amigo, el pájaro carpintero.

- ¿Qué te parece la historia que un día me contó mi abuela?

- Que ahora, me ha gustado la historia tanto como me gustó el cuento.

LAS DOS GOTAS DE AGUA

LAS DOS GOTAS DE AGUA

PRESENTACIÓN


- Abuela, esta noche he tenido un sueño muy bonito.

- Con qué soñaste para ser un sueño tan bonito.

- Soñé que estábamos en el campo, al lado de un riachuelo.

- Y ¿qué hacíamos al lado del riachuelo.

- Yo jugaba con el agua y tú mirabas el paisaje. Pero comenzó a llover y lo dos corrimos a escondernos.
- Y ¿dónde nos refugiamos?

- Debajo de un pórtico que había en una casa muy pequeña.

- Y ¿qué tiene que ver esto con el cuento?

- Porque también soñé que me contabas un cuento.

- Y ¿te acuerdas ahora de qué trataba el cuento?

- Claro que me acuerdo, abuela, de todo lo que trataba el cuento.

Y te lo voy a contar ahora.
Y, con éste, es el segundo que por mi parte te cuento.
Y si otro día sueño con otro, también te lo contaré y será el tercero.
Hasta que los cuentos que yo te cuente sean los cuentos del nieto.


- Pues cuéntamelo cuando quieras que yo lo escucharé muy contenta.


Había una vez, comenzó el nieto su cuento del sueño, un río pequeño, que corría por un valle llamado de las Fuentes.
Su corriente, formada de gotas de agua, transcurría silenciosa en medio de la alameda.
Una tarde la lluvia había sido abundante.

Muchas gotas de agua se había aplastado empapando la tierra. Otras habían caído, en el río, mezclándose con el agua de su corriente.
Solamente una gota se había salvado. Llevada por la corriente, había logrado subirse a una hoja del otoño que flotaba en el río.
Durante un rato largo estuvo balanceándose de un lado para otro hasta que el remanso de unos juncos la detuvo. La gota miró extrañada la hoja.

- ¡Uy!, qué susto me he llevado, dijo en voz baja.


Por unos momentos pensó en su destino.
¿Qué podría hacer ella sola en medio de tanta agua?
¿A quién podría pedir ayuda?
Con esta preocupación y en medio de aquel remanso quedó dormida.

Por la mañana, cuando se despertó, vio, junto a ella, otra gota que se movía suavemente.
Las dos se saludaron con una sonrisa.

- ¿Cómo te llamas?, preguntó una de la gotas.

- No tengo nombre.

- Tienes razón. Yo tampoco tengo nombre. Todos nos llaman gotas de agua.

- ¿Por qué no nos ponemos un nombre?

Desde ahora las dos vamos a estar juntas y tenemos que diferenciarnos.

- ¿Te gustaría que te llamara Perla?


- Es muy bonito.

- Y a ti, ¿qué te parece si te llamo Clara?

- Me gusta mucho.

Las dos rieron juntas la idea de ponerse nombre.

Perla era la primera vez que caía de una nube.
Para ella todo era desconocido. Al remanso de los juncos y su nueva vida en el río parecía muy bonito. Después de la lluvia, cansada, se había dormido y, al despertar, se había encontrado con otra gota.
La aparición de Clara era para Perla algo misterioso.

Clara, sin embargo, había estado muchas veces en la tierra.
La última vez que estuvo, una nube la dejó caer en un lago muy grande y allí pasó la primavera, hasta que un rayo de sol la evaporó.

Al el remanso del río, las dos gotas de agua, se divertían flotando de roca en roca.
Perla llamaba a Clara cuando ésta descubría algo nuevo y Clara invitaba a Perla para que hiciera sus movimientos de balanceo, al ritmo de las minúsculas olas de la corriente.
Los días transcurrían felices.
Del remanso de los juncos, se trasladaron a un pequeño charco.
Subidas en sus hojas pasaban los ratos contemplando las cosas nuevas que iban apareciendo.
El croar de las ranas, el revoloteo de las mariposas y el balanceo de los juncos entretenían a las dos amigas.
Clara y Perla estaban alegres en la charca del río.
Un día, que se divertían chapoteando con el roce de las piedras y se balanceaban en las hojas del otoño, Clara preguntó a su amiga:


- ¿Por qué no seguimos la corriente del río?

Perla no contestó. Sólo miró a su amiga con cara extrañada.
¡Era tan feliz en aquel remanso!


- Aquí, insistió Clara, ya llevamos mucho tiempo. Es muy bonito pero ya lo conocemos todo.

Si salimos de aquí, insistió, podremos llegar muy lejos.


- Pero ¿hasta dónde?

- No lo sé, pero seguro que veremos muchas cosas.

- ¡Mira!, tenemos unas hojas muy grandes que flotan en el agua.

Podremos descansar en otros remansos y conocer nuevas tierras más bonitas que éstas.

- ¿Más bonitas que éstas?, preguntó Perla llena de curiosidad.


- ¡Claro!

A la mañana siguiente las dos se prepararon para el viaje.
Una pequeña brisa les ayudó a salir del charco y, poco a poco, siguieron la corriente.
Pasaron llanuras, bordearon acantilados, bajaron pequeñas pendientes y atravesaron puentes.

Un día, llegaron a una presa.
A lo lejos Perla vio una gran balsa de agua.
Sorprendida miró a Clara.


- ¿Qué hacemos ahora?, preguntó.

Su amiga le tranquilizó.

- Es un embalse, le dijo.

Clara conocía muy bien lo que era un pantano. Se lo explicó y, cuando llegaron, las dos bajaron por un lateral.
Flotando en el riachuelo Perla miró hacia arriba.

- ¡Qué maravilla!, dijo.

Un gran bloque de cemento detenía todo el embalse y, en el centro, un enorme chorro de agua caía en cascada.
Perla permaneció en silencio contemplando aquella maravilla.
El viaje merecía la pena.
Clara también estaba orgullosa de la cara de satisfacción que tenía su amiga.
Esa noche la pasaron al lado del pantano y al día siguiente las dos continuaron el viaje.
Clara iba señalando a Perla, el paisaje tan bonito que había en las laderas, las acequias que salían del río y el lento caminar de las aguas próximas a desembocar.
Era la última parte del viaje y quería que su amiga quedara contenta.
Aquella noche. Clara se despidió de Perla.

- Mañana, le dijo, tú seguirás y yo me volveré a la nube.
Perla la escuchó en silencio.

No entendía eso de volver a la nube, pero no quería preguntar. Sólo sabía que con ella había hecho un viaje muy bonito

- Muchas gracias, le dijo, después de un rato de silencio.

Has sido una buena amiga y guardaré un buen recuerdo de este viaje.
Al día siguiente, cuando se despertó, Clara no estaba. Había vuelto a la nube.

Otro día, volvería a caer, para ser el ángel de otra gota.
Perla siguió el cauce del riachuelo.
Desde lo alto, una nube blanca le acompañó en el viaje hasta llegar al final del río.
Allí se confundió con las aguas del mar, mientras la nube siguió su camino en busca de otra gota que necesitara su ayuda.




LAS PALOMAS TIENEN UN PLAN

LAS PALOMAS TIENEN UN PLAN

PRESENTACIÓN

- Abuela, hoy me han contado un cuento que no comenzaba por eso.

- Pero, ¿te ha gustado el cuento, aunque no comenzara por eso?

- Sí que me ha gustado. Pero me siguen gustando los tuyos, porque comienzan por eso.

- Abuela, ¿sabes por qué el cuento que me han contado no comenzaba por eso?

- Porque los cuentos no siempre tienen que comenzar por eso.
- No, abuela.
No comenzaba por eso, porque no me lo han contado como tú me cuentas los cuentos.

- Pues ¿cómo te lo han contado?

- Me lo han contado leyendo.

- ¡Ah...!
Pues hoy, te contaré un cuento que comience dos veces por eso.


Érase una vez que se era, comenzó la abuela el cuento, un boticario, que vivía en un pueblo de Castilla.
Desde pequeño, le habían gustado los animales, pero su afición preferida eran las palomas.
En casa había construido un cobertizo donde podían anidar y revolotear encima del tejado.
Pero había pasado mucho tiempo y el espacio quedaba pequeño.
Eran ya muchas las palomas.
Durante muchos días estuvo buscando soluciones.
Pensó en aumentar el cobertizo.
No le parecía mal que anidaran en el tejado de su casa o regalar algunas de las parejas a sus amigos.
Todas eran posibles soluciones, pero solamente una no se le quitaba de la cabeza.
Construiré un palomar, pensó.
Era la ilusión de su vida.
Esa noche, dibujó el palomar que siempre había deseado y habló con
los albañiles.
Estos escucharon sus explicaciones y pronto se pusieron a trabajar.
El boticario visitaba todos los días las obras, opinaba sobre los materiales y daba pequeñas instrucciones sobre lo que iban haciendo.
Poco a poco fueron subiendo las paredes, se pusieron las últimas tejas y, en unos días, pudo verse, desde el pueblo, “el palomar del boticario”.
Sus paredes, de adobe, estaban pintadas de blanco y, su tejado, de color rojo, parecía, a lo lejos, una carpa de feria.
Pequeños huecos alrededor, eran la entrada y salida de las palomas y un alero de madera serviría de cobijo a los gorriones.
En el interior harían sus nidos, incubarían sus huevos y cada año, dos nuevas crías, volarían para formar parejas.

Era su ilusión y el sueño del boticario se había hecho realidad.

Al principio eran sólo un grupo pequeño de palomas pero fueron pasando los años y se fue llenando el palomar.

Cada mañana grandes bandadas volaban sobre los campos.
En verano, revoloteaban sobre las grandes cosechas, picoteando la espiga y, en otoño, escarbando la tierra, buscaban el grano sembrado en la sementera.

Muy cerca del palomar vivía el guarda de aquellas tierras.
Vigilaba que los pastores, con sus ovejas, respetaran los sembrados, que las personas, en verano, no cazaran atravesando las cosechas y, cuando le necesitaban, ayudaba a los labradores que se lo pedían.

Un día los labradores de aquellas tierras se reunieron.
Querían hablar del palomar.
Hacía mucho que venían observando que las bandadas de palomas perjudicaban sus campos.
- Tendremos que hablar con Jenaro, dijo uno de los labradores.
Él es un buen cazador y podrá dar solución a nuestro problema.


- ¿Hablar con un cazador?
Creo que habrá otras soluciones, intervino Lucio un poco asustado.


- Nadie ha hablado de matar.

- Creo que debemos hablar primero con el boticario, dijo el labrador más joven.
El palomar es de él.


- También podríamos hablar con el guarda.
Vive cerca del palomar y seguro que nos puede echar una mano.

El guarda escuchó a los labradores y esa noche pensó lo que podría hacer.
Por la mañana subió al desván, cogió ropa vieja, la rellenó de paja y formó tres espantapájaros
Al día siguiente madrugó y, antes que las palomas salieran en bandada, colocó los espantapájaros.

Oculto entre pequeños arbustos esperó el resultado. En el tejado, una paloma observó los movimientos y rápidamente avisó a sus compañeras.
- El guarda nos quiere engañar, les dijo.
Os aviso que no son hombres, son espantapájaros.

Las palomas salieron en bandada, revolotearon un poco encima de los muñecos de trapo y bajaron a comer los granos de trigo.


El guarda, asombrado de lo que veía, salió corriendo de su escondite, mientras las palomas levantaban el vuelo hacia el palomar.
- Estas palomas no tienen miedo de nada, pensó.
Mañana, pondré la red y cuando vean que pueden caer en ella, no picotearán las espigas.

Una nueva vigilante observó cómo estiraba la red sobre la tierra y avisó a sus compañeras.
Como siempre, las palomas, salieron en bandada pero ahora en dirección contraria.


El guarda abrió los ojos sin querer creer lo que veía.
- ¿Por qué no vienen a la tierra de todos los días?, se preguntaba.
Yo no puedo hacer nada, pensó desilusionado.
Hablaré con los labradores y ellos verán lo que hacen.

Por la noche, los labradores tuvieron una nueva reunión.
Todos estaban de acuerdo que no debían llamar a Jenaro el cazador. Pero también estaban de acuerdo que el guarda lo había intentado todo.

- Nos queda una solución, dijo el labrador más joven.
Hablaremos con el boticario. Le expondremos nuestro problema y seguro que nos dará una solución.

El boticario, como dueño del palomar, no quería hablar de cazadores pero comprendía que sus palomas eran un problema para aquellos pobres hombres.
- No os preocupéis, les dijo.
Todos los días, las llevaré un saquito de trigo para que puedan alimentarse y llenaré su pequeño estanque de agua.
En los agujeros de salida pondré una red y el problema estará solucionado.

Todos los labradores aplaudieron la decisión del boticario.

Al día siguiente, los albañiles, que habían construido el palomar, se encargaron de poner las redes en los huecos de salida y el boticario, en sus paseos de la tarde, echaba en los comederos del palomar los granos de trigo que llevaba en un saquito.

La tranquilidad había llegado a los labradores. Pero la intranquilidad había entrado en el palomar
- Así no podemos seguir, comentó la más joven de las palomas. Nuestro dueño nos alimenta, pero nosotras necesitamos aire

- A todas nos gusta beber en el agua corriente del arroyo.

- Nuestras alas necesitan movimiento, dijo otra de las palomas, y, así, nuestras crías no pueden aprender a volar.
La paloma más veterana revoloteó hasta lo alto de una de las vigas del palomar, mientras pedía silencio.
- Hay que hablar de una en una, dijo.

- Yo tengo un plan, comentó la más lista de las palomas.

Todas miraron, sorprendidas, hacia uno de los rincones del palomar.
“La intelectual”, como la llamaban todas, había hablado.

- Los labradores, dijo, han recogido casi toda la mies. Pero en sus tierras quedan muchas espigas y granos sueltos. Debemos trabajar como las hormigas.
Todos estaremos contentos y en invierno no nos preocupará ni el frío ni la nieve.

Esa noche salieron, en pequeños grupos, por el único hueco que no había tapado la red.
Tierra por tierra fueron cogiendo las espigas sueltas que habían quedado después de la siega y en vuelo rápido volvían al palomar.
En el interior las iban dejando hasta formar grandes montones.
Una de las tardes en la que el boticario aprovechaba su paseo para visitar el palomar llevó una gran sorpresa.
En las vigas más altas le esperaban las palomas silenciosas, observando la cara de satisfacción que ponía su dueño mientras miraba los montones de espigas.
El boticario quedó quieto en la puerta asombrado con lo que veía.
Miró hacia arriba del palomar y rápidamente se dio cuenta de lo que querían decirle con aquel silencio.

Lleno de alegría salió corriendo a decírselo a los labradores para que vieran lo que habían hecho las palomas.

Todos juntos volvieron al palomar para quitar la red.
Las palomas no volverían a picotear sus espigas ni escarbarían el grano sembrado en la sementera.


Al día siguiente amaneció alegre para todos.Las palomas de nuevo salieron en bandadas a revolotear en el aire, a beber en el agua corriente y a recoger los granos sueltos que habían quedado después de la siega.
Los labradores dejaron de sentir el miedo de todos los años y el boticario volvió a sentirse orgulloso de su palomar.


Y colorín colorado este cuento ha terminado.