domingo, 10 de noviembre de 2013

COMETAS

COMETAS

Por: Vicente Gerbasi

Publicado 1971 en Nuevas Páginas para Imaginar, Caracas, Ediciones Fundación del Niño


Cuatro cuadras de casas bajas, pintadas de azul, amarillo, verde, rojo, o simplemente encaladas, forman la calle principal de Canoabo. Comienza a orillas del río, donde vuela el martín pescador, y termina en una plaza arbolada y una iglesia blanca, al pie
de la colina del Calvario, donde duermen los mendigos.

Hay otras callecitas, como la de "Los Sapos", la de "Machado" y "Boquerón". Esta última es un túnel de árboles suavemente empinado hacia la montana, donde zigzaguea el camino rojo que va a Aguirre, a Bejuma, a Montalbán, pueblos éstos que se encuentran en una altiplanicie de frescos sembradíos y pastizales.

Las calles de mi pueblo eran de arena y en sus aceras de piedra o de ladrillos crecían hierbas tenaces.

Por aquel tiempo volábamos cometas en el azul límpido de la tarde. El cielo se poblaba de colores, como de aves que hubieran abandonado otro mundo.

Yo miraba las montañas que rodean la aldea. Los niños que vivían allá arriba no volaban cometas. Pero sí venían al pueblo en pequeños asnos negros. Los niños
labriegos miraban nuestras cometas allá en el cielo, hacia donde una nube blanca se adelgaba sobre las cumbres. En aquellas montañas florecen los cafetales a la sombra de inmensos árboles húmedos. Las flores del cafeto son como pequeñas estrellas blancas y su perfume tiene una como suavidad sideral.

Hacia esos altos lugares de flores y de fieras se alejaban nuestras cometas. Don Arturo Sifuentes se reunía con nosotros para volar su gran barrilete de seda con
una larga cola en forma de flores multicolores.

Don Arturo era un viejo alto, muy delgado, siempre vestido pulcramente blanco. Cuando nosotros comenzabamos a reunirnos con nuestras cometas de papel de seda, él abandonaba su negocio de telas, donde, en verdad, había más botones que telas, y se reunía con nosotros sin hablar.

Cuando uno de nosotros llevaba una cometa nueva, él la tomaba en sus manos, la observaba cuidadosamente, y si la encontraba de su gusto, se limitaba a hacer con la cabeza además de aprobación.

Como su barrilete era tan grande y pesado, debía ser elevado con cordel. En el cielo se mantenía sereno, como un extraño invento, en medio de nuestras pequeñas cometas.


De cuando en cuando, entre una y otra, pasaban lentos los zamuros en su vuelo circular.

Si la brisa era fuerte, Don Arturo ataba el cordel al balaústre de una de las pequeñas ventanas, se iba al negocio y regresaba con otro rollo que empataba para ver a su barrilete alejarse de nuestras cometas hasta casi desaparecer como un punto en el espacio.

A esa hora solar se abrían los pavos reales sobre la arena.

En cierta ocasión nos pusimos de acuerdo para ponerles nombre a nuestras cometas. Rafael Linares, quien vivía frente a la plaza en una casa con dos árboles de guayabitas del Perú, llamó a la suya, Hoja Morada, porque siempre hacía sus cometas con papel de ese color.

A mi vecino Ramón le gustaba hacerlas mitad blancas y mitad negras, y no sé por qué causa rara le puso a la suya el nombre de Vaca del Aire. Pedrito Gómez, un muchacho gordo como un tonel, de cabeza pequeña y ojos negros, grandes, hundidos bajo las cejas, prefería los colores anaranjados y llamaba a su cometa Velero Volador. Francisco Ruiz le ponía a la suya anchas colas azules y la llamaba Aguila de Canoabo. Rosendo, el hijo del maestro de escuela, tal vez ayudado por su padre, la llamó Saturno. Por aquel entonces ya comenzábamos a saber lo que era un planeta y, desde ese momento, supimos que en este caso se trataba de un planeta
con anillos.

Había otros nombres que no recuerdo. ¡Ah!...Yo le puse a mi cometa el nombre de Gallina Verde.

Pero lo más gracioso fue el nombre que don Arturo le puso a su barrilete: Gigante del Aire.

Desde ese momento, cuando todas nuestras cometas estaban en el cielo rodeando a su barrilete, él nos veía las caras, nos picaba el ojo y nos decía moviendo la cabeza de arriba abajo: "el Gigante, el Gigante".

Muchas veces nos sorprendía la noche con densos tintes rojos más allá de las cumbres. Nosotros bajábamos nuestras cometas. Pero como el barrilete de Don Arturo se había ido tan lejos, se demoraba largo rato en el aire, donde comenzaban a encenderse las luciérnagas, y se le veía bajar en las sombras, lentamente, como un astro opaco de cuatro colores.

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