martes, 3 de marzo de 2015

El cerdito sin cola

El cerdito sin cola

Ayer, invitamos a nuestros fans en Facebook a escribir un cuento. Nosotros iniciamos con “Esta era una vez un cerdito recién nacido…” y el resto de nuestros fans se encargó de completar la historia. Fue un poco difícil al final darle coherencia a las aportaciones de todos, pero creo que el resultado es un cuento muy divertido. ¡Muchas gracias a todos los que participaron y son co-autores de este cuento ! =)
Esta era una vez un cerdito recién nacido, el cual se sentía feliz de tener a su lado a toda su familia.Aunque este cerdito era el más pequeño de toda su familia y sus hermanos no lo dejaban tomar leche, sin embargo su mamá le dijo -“Tranquilo, yo te guardaré la leche antes de que tus hermanitos vengan a tomar”. Este cerdito era el más rosadito y tenía una característica peculiar… ¡No tenía colita! eso lo hacía diferente pero a la vez especial entre los demás cerditos.
Pero un día, inesperadamente fueron visitados por el Lobo Feroz, aunque de repente llegó un pato extraterrestre que salió de una nave acuática de las profundidades del mar. El cerdito estaba tan confundido que entendía nada. -“Mámá, tengo mucho miedo”- dijo el cerdito, y se fue a recostar a aquella esquina en donde su mamá lo había parido para pensar en el porqué de esas cosas tan extrañas que le sucedían. Pensaba que el ser diferente algún propósito tendría. De repente se quedó dormido al lado de su mamá y demás hermanitos.
En su sueño, una luz del cielo lo iluminó y comenzaron a bajar chanchitos angelitos, sin embargo los pasos del Lobo y los zumbidos de la nave lo despertaron, saltó de la cama, pero cuando puso sus pezuñas en el piso, se percató de que había despertado en medio del bosque. Su corazoncito palpitaba más que nunca, no sabía qué iba a pasar, pero entonces tomó mucho valor y a la mañana siguiente, al despertar, vio que a su alrededor todos los animales del bosque lo miraban con asombro; él se sintió raro y dijo -“¿Por qué todos me miran así? ¿Qué tengo? ¿Por qué todos me miran raro?” Entonces el cerdito sufrió un cambio en su persona y pensó “bueno, no soy una persona, soy un cerdito buscando el por qué soy diferente y por qué me pasan estas cosas”. En eso, el Pato extraterrestre, muy sabio, le dice al cerdito que es diferente porque le falta su cola. El cerdito, que no se había dado cuenta de eso hasta ese momento, se puso a llorar desconsoladamente. El pato al ver esto, le pidió que no llorara más, que él le iba a solucionar su problema, y fue hasta su nave y sacó una bolsa  de la que a su vez sacó una colita que le obsequió. Pero en el interior de la bolsa sólo había esa colita y no era de cerdito, por lo que él lechón respodió -“Esa no me sirve”-y el pato le dijo “¿Te aceptas tal como eres o quieres algo que en realidad te haga diferente y cuestionado? BUSCA EN TU INTERIOR”. Pobre cerdito, no sabía que hacer, pensaba que si al ir creciendo le salía otra colita, ¿qué haría con 2 colas? Ahí sí sería muy diferente a los demás y tampoco quería eso. Por eso dijo: -“Gracias patito, pero me quedaré así. Aprenderé a ser feliz =)”.
El cerdito se dio cuenta de que, sin su colita, seguía siendo igual que sus hermanitos; eso le dio valentía e hizo que se le ocurriera una gran idea para enfrentar al feroz lobo. El pato, al ver la reacción del cerdito le dijo -“te felicito por tu decisión, y en recompensa por eso, te haré crecer tu colita” – Entonces el pato sacó una varita mágica y le dio una hermosa colita al cerdito. El cerdito al ver el regalo que le harían se puso feliz, sin embargo no quería aceptarla, por lo que el pato dijo -“¡Oh cerdito! ¡qué animal eres! pero así no quieras te la pondré y punto” a lo que el cerdito respondió -“bueno, está bien, y una vez que me la pongas, yo haré lo posible por terminar con el lobo”. Al ver la colita, el cerdito pensó -“Qué cola más linda voy a tener”, sin embargo seré feliz porque me acabo de dar cuenta que no importa ser diferente a los demás, que lo verdaderamente importante en la vida no es ser ni pensar como los demás, es tener amigos valiosos, como el pato que sin conocerme me quiso mucho y me ayudó a sentirme bien conmigo mismo, a quererme y a aceptarme tal cual soy. -El cerdito le dijo a su amigo pato.-“Ahora seré el cerdito más feliz gracias a ti”. -Le dijo que algún día le gustaría visitar su planeta para conocer a los papás de un ser tan especial.
Cuando regresó a su casa, los papás y hermanos del cerdito lo estaban esperando con mucho amor y ganas de abrazarlo, y el cerdito feliz, ya no se sentía diferente. Después, salieron a pasear y observaron que existían muchos animalitos diferentes, con características que los hacía muy especiales, y que convivían todo el día sin que nadie los interrumpiera.
Llenos de alegría, sus padres y hermanos lo abrazaron, sin embargo… desde un recóndito lugar, el lobo estaba observando los pasos del cerdito, ya que como era muy gordito, lucía apetitoso para el paladar del lobo, y por eso sólo esperaba a que se retiraran los visitantes para así pillarlo por sorpresa. El lobo creía que al cerdito nadie lo quería que porque era muy feo, y de hecho el lobo inventó el rumor de que el cerdito había muerto al tercer día de nacido y que su familia se había puesto contenta porque ya no estaba el cerdito “feo”, sin embargo, nada de eso era cierto y él lo estaba comprobando con sus ojos.
Todos los visitantes, conscientes de que la apariencia no es un motivo para despreciar a los demás apoyaron a su familia y estos lograron ser más unidos para así luchar contra el lobo, del cual por cierto escuchaban muy cercana su respiración, y para el que le tenían una sorpresa porque no tenía idea de lo inteligentes que eran.
Como la familia del cerdito ya era muy unida, pelearon con el lobo… ¡y le ganaron! Por lo que el lobo se fue muy lejos para no volver jamás. Pero los cerditos eran también carnivoros y en su huida lo atraparon para hacerlo carnitas en un banquete que organizaron para todos los animales del Bosque, pero lo que no sabían era que el lobo ya era muy viejo, por lo que les provocó a todos una indigestión que les quitó el veterinario que solía visitar a las familias de animalitos con un jarabe amargo.
En el bosque quedaba otro lobo, y por esa razón los cerditos convocaron una reunión para ingeniar un grandioso plan, el cual no era ninguna venganza para el otro lobo, sino para tratar de convencerlo que entre animalitos no se deben de comer, y que en el bosque hay demasiadas frutitas y vegetales, por lo que se les ocurrió crear otro banquete vegetariano para el lobo, sin embargo, éste no quiso y siiguió atacándolos. El pato extraterrestre, que todavía ahí se encontraba, asustado corrió a su nave para pedir refuerzos, los cuales llegaron pronto. El lobo al ver esto, llamó a su banda con aullidos a la luz de la Luna y comenzó una guerra en el bosque.
El cerdito corría asustado gritando “Auxilio” y todos los animalitos asustados pidiéndole al pato que los llevara en su nave. Es más que obvio que los patos espaciales ganaron por su tecnología avanzada, eliminando a los lobos, y dejando al bosque, aunque devastado, en armonía.
El cerdito, aparte de la cola, al crecer fue desarrollando  otra característica que lo hacía muy especial era de color morado y siempre se hacia notar en donde quiera que iba, pero un día en la granja se topó con otro cerdo que era muy grande y feo que lo molestaba mucho, entonces el cerdito se armo de valor, decidio enfrentrarlo así que se puso una capa y un antifaz y le dijo que por ser de otro color tenia un super poder, que tenía amigos que lo ayudaban sin importar cual fuera la situación. Y de repente… aparecieron otros cerditos en el corral. Y así con la ayuda de sus amigos venció al cerdo feo y nunca más lo volvió a molestar y tiempo más tarde se murió, al menos en su sueño, otro mal sueño pues había despertado del coma de las mordidonas que le habían dado los lobitos.
Entonces los patitos se quedaron en la granja para ayudar a reparar los daños, algunas patitas pusieron huevitos y quisieron q alguien se hiciera cargo de ellos, por lo que los cerditos y los patitos unieron sus fuerzas y cuidaron ellos mismos los huevitos. Y fue así como lentamente volvió la paz al bosque y a la granja.
Pero no todo era felicidad… el cerdito sabía que aún faltaba mas, y no sería esta vez el pato quien lo ayudaría. Ni tampoco su enemigo sería el lobo. Esta vez sería algo diferente. Se tenía que enfrentar a dos cosas: a sí mismo, para luego, superar al hombre, entonces el cerdito se dio cuenta de que le faltaba mucho por recorrer en la gran aventura que era su vida. Y además, todavía tenía que encontrar una novia… descubrir el amor y muchas más cosas.

La ratita presumida

La ratita presumida

En un bonito pueblo había una casita que tenía fama por ser la más limpia y reluciente. En ella, vivía una simpática ratita que era muy, pero que muy presumida.
Un día, mientras barría la puerta de su casa, la Ratita vio algo en el suelo:

-¡Qué suerte, si es una moneda de oro! Me compraré una cinta de seda para hacerme un lazo. Entonces se fue a la mercería del pueblo y se compró el lazo más bonito.

-Tra, lará, larita, limpio mi casita, tra, lará, larita, limpio mi casita! cantaba la Ratita, mientras salía a la puerta para que todos la vieran.

- Buenos días, Ratita dijo el señor Burro. Todos los días paso por aquí, pero nunca me había fijado en lo guapa que eres.

- Gracias, señor Burro dijo la Ratita poniendo voz muy coqueta.

- Dime, Ratita, ¿te quieres casar conmigo?

- Tal vez – respondió la ratita -. Pero ¿cómo harás por las noches?

-¡Hiooo, hiooo! bufó el burro soltando su mejor rebuzno.

Y la Ratita contestó:

-¡Contigo no me puedo casar, porque con ese ruido me despertarás!

Se fue el Burro bastante disgustado, cuando, al pasar, dijo el señor Perro:

-¿Cómo es que hasta hoy no me había dado cuenta de que eres tan requetebonita?. Dime, Ratita ¿te quieres casar conmigo?

- Tal vez, pero antes dime: ¿cómo harás por las noches?

-¡Guauuu, guauuu.

-¡Contigo no me puedo casar, porque con ese ruido me despertarás!

Mientras, un Ratoncito que vivía cerca de su casa y que estaba enamorado de ella veía lo que pasaba. Se acercó y dijo:

-¡Buenos días, vecina!

-¡Ah!, eres tú! dijo sin hacerle caso.

-Todos los días estás preciosa, Pero hoy más.

-Muy amable, pero no puedo hablar contigo porque estoy muy ocupada.

Después de un rato pasó el señor Gato y dijo:

-Buenos días, Ratita, ¿sabes que eres la joven más bonita? ¿Te quieres casar conmigo?

-Tal vez dijo la Ratita-, pero ¿cómo harás por las noches?

-¡Miauuu, miauuu! contestó con un dulce maullido.

-¡Contigo me quiero casar, pues con ese maullido me acariciarás!

El día antes de la boda, el señor Gato invitó a la Ratita a comer unas cuantas golosinas al campo, pero mientras preparaba el fuego la Ratita miró en la cesta para sacar la comida, y…

-¡Qué raro!, sólo hay un tenedor, un cuchillo y una servilleta; pero ¿dónde está la comida?

- ¡La comida eres tú! dijo el Gato, y enseñó sus colmillos.

Cuando iba a comerse a la Ratita, apareció el Ratoncito, que, como no se fiaba del Gato, los había seguido hasta allí. Entonces, cogió un palo de la fogata y se lo puso en la cola para que saliera corriendo.

-Ratita, Ratita, eres la más bonita – le dijo el Ratoncito muy nervioso. ¿Te quieres casar conmigo?

- Tal vez, pero ¿cómo harás por las noches?

- Por las noches dijo él-, dormir y callar.

- Entonces, contigo me quiero casar.

Poco después se casaron y fueron muy felices.

FIN

sábado, 28 de febrero de 2015

El zorro glotón

El zorro glotón
Un buen día, un zorro encontró una cesta de comida que unos granjeros habían dejado en el hueco de un árbol. Haciéndose tan pequeño como pudo, pasó por el estrecho agujero para que los demás animales no le vieran zampándose aquel rico banquete.
El zorro glotón
El zorro comió, comió, comió... y comió todavía un poco más. ¡No había comido tanto en toda su vida! Pero cuando terminó todo y quiso salir del árbol, no pudo moverse ni un centímetro. ¡Se había vuelto demasiado gordo para salir por el hueco! Pero el zorro glotón no cayó en la cuenta de que había comido demasiado y pensó que el árbol se había hecho más pequeño. Asomó la cabeza por el agujero y gritó:
-ISocorrooo! iSocorrooo! Sacadme de esta horrible trampa.
En ese mismo momento, una comadreja pasó por allí y, al verla, el zorro exclamó:
-Oye, comadreja, ayúdame a salir. El árbol está encogiendo y me está aplastando.
-A mí no me lo parece -rió la pequeña comadreja- El árbol es igual de grande que cuando lo he visto esta mañana. Quizá tú hayas engordado.
-¡No digas tonterías y sácame de aquí! -le chilló el zorro— Me muero, en serio.
A esto la comadreja replicó: -Lo tienes bien merecido por comer demasiado. Lo malo es que tienes los ojos más grandes que el estómago. Tendrás que quedarte ahí hasta que adelgaces... y entonces podrás salir. Así aprenderás a no ser tan glotón.
El pobre zorro tuvo que quedarse dos días y dos noches en su triste encierro. ¡Nunca jamás volvería a comer tanto!

El acertijo

El acertijo
Érase una vez el hijo de un rey, a quien entraron deseos de correr mundo, y se partió sin más compañía que la de un fiel criado. Llegó un día a un extenso bosque, y al anochecer, no encontrando ningún albergue, no sabía dónde pasar la noche. Vio entonces a una muchacha que se dirigía a una casita, y, al acercarse, se dio cuenta de que era joven y hermosa. Dirigióse a ella y le dijo:
- Mi buena niña, ¿no nos acogerías por una noche en la casita, a mí y al criado?
- De buen grado lo haría -respondió la muchacha con voz triste-; pero no os lo aconsejo. Mejor es que os busquéis otro alojamiento.
- ¿Por qué? -preguntó el príncipe.
- Mi madrastra tiene malas tretas y odia a los forasteros ­contestó la niña suspirando.

Bien se dio cuenta el príncipe de que aquella era la casa de una bruja; pero como no era posible seguir andando en la noche cerrada, y, por otra parte, no era miedoso, entró. La vieja, que estaba sentada en un sillón junto al fuego, miró a los viajeros con sus ojos rojizos:
- ¡Buenas noches! -dijo con voz gangosa, que quería ser amable-. Sentaos a descansar-. Y sopló los carbones, en los que se cocía algo en un puchero.
La hija advirtió a los dos hombres que no comiesen ni bebiesen nada, pues la vieja estaba confeccionando brebajes nocivos. Ellos durmieron apaciblemente hasta la madrugada, y cuando se dispusieron a reemprender la ruta, estando ya el príncipe montado en su caballo, dijo la vieja:
- Aguarda un momento, que tomarás un trago, como despedida.

Mientras entraba a buscar la bebida, el príncipe se alejó a toda prisa, y cuando volvió a salir la bruja con la bebida, sólo halló al criado, que se había entretenido arreglando la silla.
- ¡Lleva esto a tu señor! -le dijo. Pero en el mismo momento se rompió la vasija, y el veneno salpicó al caballo; tan virulento era, que el animal se desplomó muerto, como herido por un rayo. El criado echó a correr para dar cuenta a su amo de lo sucedido, pero, no queriendo perder la silla, volvió a buscarla. Al llegar junto al cadáver del caballo, encontró que un cuervo lo estaba devorando.
«¿Quién sabe si cazaré hoy algo mejor?», se dijo el criado; mató, pues, el cuervo y se lo metió en el zurrón.
Durante toda la jornada estuvieron errando por el bosque, sin encontrar la salida. Al anochecer dieron con una hospedería y entraron en ella. El criado dio el cuervo al posadero, a fin de que se lo guisara para cenar. Pero resultó que había ido a parar a una guarida de ladrones, y ya entrada la noche presentáronse doce bandidos, que concibieron el propósito de asesinar y robar a los forasteros. Sin embargo, antes de llevarlo a la práctica se sentaron a la mesa, junto con el posadero y la bruja, y se comieron una sopa hecha con la carne del cuervo. Pero apenas hubieron tomado un par de cucharadas, cayeron todos muertos, pues el cuervo estaba contaminado con el veneno del caballo.

Ya no quedó en la casa sino la hija del posadero, que era una buena muchacha, inocente por completo de los crímenes de aquellos hombres. Abrió a los forasteros todas las puertas y les mostró los tesoros acumulados. Pero el príncipe le dijo que podía quedarse con todo, pues él nada quería de aquello, y siguió su camino con su criado.
Después de vagar mucho tiempo sin rumbo fijo, llegaron a una ciudad donde residía una orgullosa princesa, hija del Rey, que había mandado pregonar su decisión de casarse con el hombre que fuera capaz de plantearle un acertijo que ella no supiera descifrar, con la condición de que, si lo adivinaba, el pretendiente sería decapitado. Tenía tres días de tiempo para resolverlo; pero eran tan inteligente, que siempre lo había resuelto antes de aquel plazo. Eran ya nueve los pretendientes que habían sucumbido de aquel modo, cuando llegó el príncipe y, deslumbrado por su belleza, quiso poner en juego su vida. Se presentó a la doncella y le planteó su enigma:
- ¿Qué es -le dijo- una cosa que no mató a ninguno y, sin embargo, mató a doce?

En vano la princesa daba mil y mil vueltas a la cabeza, no acertaba a resolver el acertijo. Consultó su libro de enigmas, pero no encontró nada; había terminado sus recursos. No sabiendo ya qué hacer, mandó a su doncella que se introdujese de escondidas en el dormitorio del príncipe y se pusiera al acecho, pensando que tal vez hablaría en sueños y revelaría la respuesta del enigma. Pero el criado, que era muy listo, se metió en la cama en vez de su señor, y cuando se acercó la doncella, arrebatándole de un tirón el manto en que venía envuelta, la echó del aposento a palos. A la segunda noche, la princesa envió a su camarera a ver si tenía mejor suerte. Pero el criado le quitó también el manto y la echó a palos.

Creyó entonces el príncipe que la tercera noche estaría seguro, y se acostó en el lecho. Pero fue la propia princesa la que acudió, envuelta en una capa de color gris, y se sentó a su lado. Cuando creyó que dormía y soñaba, púsose a hablarle en voz queda, con la esperanza de que respondería en sueños, como muchos hacen. Pero él estaba despierto y lo oía todo perfectamente.

Preguntó ella:
- Uno mató a ninguno, ¿qué es esto?
Respondió él:
- Un cuervo que comió de un caballo envenenado y murió a su vez.
Siguió ella preguntando:
- Y mató, sin embargo, a doce, ¿qué es esto?
- Son doce bandidos, que se comieron el cuervo y murieron envenenados.

Sabiendo ya lo que quería, la princesa trató de escabullirse, pero el príncipe la sujetó por la capa, que ella hubo de abandonar. A la mañana, la hija del Rey anunció que había descifrado el enigma y, mandando venir a los doce jueces, dio la solución ante ellos. Pero el joven solicitó ser escuchado y dijo:
- Durante la noche, la princesa se deslizó hasta mi lecho y me lo preguntó; sin esto, nunca habría acertado.
Dijeron los jueces:
- Danos una prueba.
Entonces el criado entró con los tres mantos, y cuando los jueces vieron el gris que solía llevar la princesa, fallaron la sentencia siguiente:
- Que este manto se borde en oro y plata; será el de vuestra boda.


La Jirafa Presumida

Hubo un tiempo en que el lenguaje animal era hablado por doquier en el bosque. La jirafa, debido a su largo cuello, era la reina de todos los animales.
Era mucho más alta que todos los demás, caminaba con la cabeza muy erguida y sostenía largas charlas consigo misma.
Eso enojaba mucho a los otros animales, pues perturbaba su paz y tranquilidad a la hora de la siesta.
Un día se reunieron para hallar el medio de hacerla callar.
El leopardo incluso llegó a decir:
—No eres tan maravillosa como crees, reina jirafa.

Hay muchas cosas que tú no puedes hacer y nosotros sí podemos.
—¡A ver, dime una! —contestó la jirafa.
—Pues correr tan velozmente como yo —dijo el leopardo.


—¡Pronto lo veremos, gato impertinente! ¡Haremos una carrera para comprobarlo!
Los otros animales, convencidos de que ganaría el leopardo, les acompañaron en calidad de espectadores. El leopardo y la jirafa comenzaron igualados, pero la jirafa no tardó en sacarle a su contrincante un cuello de ventaja.
Luego el leopardo fue ganando terreno, y adelantó a la jirafa, pero de pronto, el leopardo chocó con un árbol, se hirió en la cabeza y cayó al suelo.
Después de haber ganado la carrera, la jirafa se volvió todavía más vanidosa. Se paseaba con aires de suficiencia y se jactaba sin cesar de lo muy superior que era al resto de los animales.
Unos días más tarde, los animales volvieron a reunirse para tomar una decisión con respecto a la jirafa. Entonces el mono podió la palabra y explicó al resto de los animales que había concebido un plan, todos estuvieron de acuerdo y ayudaron al mono:
Recogió goma del árbol del caucho y se subió con ella a los árboles, extendiéndola sobre todas las hojas. Al poco rato apareció jirafa y se puso a comerse las hojas de los árboles.


Pero a cada bocado que daba, las pegajosas hojas se le enganchaban en la larga garganta. Y por más que tragaba, las hojas no se despegaban. La jirafa sacudió su cuello naranja y negro y se bebió todo el agua del lago. Más no había forma de desprenderse de las pegajosas hojas. Y al abrir la boca para afirmar lo maravillosa que era, descubrió que no podía articular palabra. ¡Estaba muda!
Todos los animales dieron las gracias al mono por haber conseguido silenciar a la presuntuosa jirafa. Y a partir de ese día durmieron todas las tardes, mientras la jirafa corría por el bosque a medio galope pronunciando palabras silenciosas entre las copas más altas de los árboles.
Después de varios días en silencio, la jirafa reconoció que habia sido demasiado vanidosa y presumida, y pidió perdón a todos lo animales, entonces entre todos el ayudaron a quitarse las hojas pegadas de su garganta, y a partir de ese momento la jirafa respetó a todos los animales de la selva y ellos la respetaron a ella.


Piel de asno

Piel de asno
Érase una vez un rey tan famoso, tan amado por su pueblo, tan respetado por todos sus vecinos, que de él podía decirse que era el más feliz de los monarcas. Su dicha se confirmaba aún más por la elección que hiciera de una princesa tan bella como virtuosa; y estos felices esposos vivían en la más perfecta unión. De su casto himeneo había nacido una hija dotada de encantos y virtudes tales que no se lamentaban de tan corta descendencia.
La magnificencia, el buen gusto y la abundancia reinaban en su palacio. Los ministros eran hábiles y prudentes; los cortesanos virtuosos y leales, los servidores fieles y laboriosos. Sus caballerizas eran grandes y llenas de los más hermosos caballos del mundo, ricamente enjaezados. Pero lo que asombraba a los visitantes que acudían a admirar estas hermosas cuadras, era que en el sitio más destacado un señor asno exhibía sus grandes y largas orejas. Y no era por capricho sino con razón que el rey le había reservado un lugar especial y destacado. Las virtudes de este extraño animal merecían semejante distinción, pues la naturaleza lo había formado de modo tan extraordinario que su pesebre, en vez de suciedades, se cubría cada mañana con hermosos escudos y luises de todos tamaños, que eran recogidos a su despertar.
Pues bien, como las vicisitudes de la vida alcanzan tanto a los reyes como a los súbditos, y como siempre los bienes están mezclados con algunos males el cielo permitió que la reina fuese aquejada repentinamente de una penosa enfermedad para la cual, pese a la ciencia y a la habilidad de los médicos, no se pudo encontrar remedio.
La desolación fue general. El rey, sensible y enamorado, a pesar del famoso proverbio que dice que el matrimonio es la tumba del amor, sufría sin alivio, hacia encendidos votos a todos los templos de su reino, ofrecía su vida a cambio de la de su esposa tan querida; pero dioses y hadas eran invocados en vano.
La reina, sintiendo que se acercaba su última hora, dijo a su esposo que estaba deshecho en llanto:
—Permitidme, antes de morir, que os exija una cosa; si quisierais volver a casaros…
A estas palabras el rey, con quejas lastimosas, tomó las manos de su mujer, las baño de lágrimas, y asegurándole que estaba de más hablarle de un segundo matrimonio:
—No, no, dijo por fin, mi amada reina, habladme más bien de seguiros.
—El Estado, repuso la reina con una firmeza que aumentaba las lamentaciones de este príncipe, el Estado que exige sucesores ya que sólo os he dado una hija, debe apremiaros para que tengáis hijos que se os parezcan; mas os ruego, por todo el amor que me habéis tenido, no ceder a los apremios de vuestros súbditos sino hasta que encontréis una princesa más bella y mejor que yo. Quiero vuestra promesa, y entonces moriré contenta.
Es de presumir que la reina, que no carecía de amor propio, había exigido esta promesa convencida que nadie en el mundo podía igualarla, y se aseguraba de este modo que el rey jamás volviera a casarse. Finalmente, ella murió. Nunca un marido hizo tanto alarde: llorar, sollozar día y noche, menudo derecho que otorga la viudez, fue su única ocupación.
Los grandes dolores son efímeros. Además, los consejeros del Estado se reunieron y en conjunto fueron a pedirle al rey que volviera a casarse.
Esta proposición le pareció dura y le hizo derramar nuevas lágrimas. Invocó la promesa hecha a la reina, y los desafió a todos a encontrar una princesa más hermosa y más perfecta que su difunta esposa, pensando que aquello era imposible.
Pero el consejo consideró tal promesa como una bagatela, y opinó que poco importaba la belleza, con tal que una reina fuese virtuosa y nada estéril; que el Estado exigía príncipes para su tranquilidad y paz; que, a decir verdad, la infante tenía todas las cualidades para hacer de ella una buena reina, pero era preciso elegirle a un extranjero por esposo; y que entonces, o el extranjero se la llevaba con él o bien, si reinaba con ella, sus hijos no serían considerados del mismo linaje y además, no habiendo príncipe de su dinastía, los pueblos vecinos podían provocar guerras que acarrearían la ruina del reino. El rey, movido por estas consideraciones, prometió que lo pensaría.
Efectivamente, buscó entre las princesas casaderas cuál podría convenirle. A diario le llevaban retratos atractivos; pero ninguno exhibía los encantos de la difunta reina. De este modo, no tomaba decisión alguna.
Por desgracia, empezó a encontrar que la infanta, su hija, era no solamente hermosa y bien formada, sino que sobrepasaba largamente a la reina su madre en inteligencia y agrado. Su juventud, la atrayente frescura de su hermosa piel, inflamó al rey de un modo tan violento que no pudo ocultárselo a la infanta, diciéndole que había resuelto casarse con ella pues era la única que podía desligarlo de su promesa.
La joven princesa, llena de virtud y pudor, creyó desfallecer ante esta horrible proposición. Se echó a los pies del rey su padre, y le suplicó con toda la fuerza de su alma, que no la obligara a cometer un crimen semejante.
El rey, que estaba empecinado con este descabellado proyecto, había consultado a un anciano druida, para tranquilizar la conciencia de la joven princesa. Este druida, más ambicioso que religioso, sacrificó la causa de la inocencia y la virtud al honor de ser confidente de un poderoso rey. Se insinuó con tal destreza en el espíritu del rey, le suavizó de tal manera el crimen que iba a cometer, que hasta lo persuadió de estar haciendo una obra pía al casarse con su hija.
El rey, halagado por el discurso de aquel malvado, lo abrazó y salió más empecinado que nunca con su proyecto: hizo dar órdenes a la infanta para que se preparara a obedecerle.
La joven princesa, sobrecogida de dolor, pensó en recurrir a su madrina, el hada de las Lilas. Con este objeto, partió esa misma noche en un lindo cochecito tirado por un cordero que sabía todos los caminos. Llegó a su destino con toda felicidad. El hada, que amaba a la infanta, le dijo que ya estaba enterada de lo que venía a decirle, pero que no se preocupara: nada podía pasarle si ejecutaba fielmente todo lo que le indicaría.
—Porque, mi amada niña, le dijo, sería una falta muy grave casaros con vuestro padre; pero, sin necesidad de contradecirlo, podéis evitarlo: decidle que para satisfacer un capricho que tenéis, es preciso que os regale un vestido color del tiempo. Jamás, con todo su amor y su poder podrá lograrlo.
La princesa le dio las gracias a su madrina, y a la mañana siguiente le dijo al rey su padre lo que el hada le había aconsejado y reiteró que no obtendrían de ella consentimiento alguno hasta tener el vestido color del tiempo.
El rey, encantado con la esperanza que ella le daba, reunió a los más famosos costureros y les encargó el vestido bajo la condición de que si no eran capaces dé realizarlo los haría ahorcar a todos.
No tuvo necesidad de llegar a ese extremo: a los dos días trajeron el tan ansiado traje. El firmamento no es de un azul más bello, cuando lo circundan nubes de oro, que este hermoso vestido al ser desplegado. La infanta se sintió toda acongojada y no sabía cómo salir del paso. El rey apremiaba la decisión. Hubo que recurrir nuevamente a la madrina quien, asombrada porque su secreto no había dado resultado, le dijo que tratara de pedir otro vestido del color de la luna.
El rey, que nada podía negarle a su hija, mandó buscar a los más diestros artesanos, y les encargó en forma tan apremiante un vestido del color de la luna, que entre ordenarlo y traerlo no mediaron ni veinticuatro horas. La infanta, más deslumbrada por este soberbio traje que por la solicitud de su padre, se afligió desmedidamente cuando estuvo con sus damas y su nodriza.
El hada de las Lilas, que todo lo sabía, vino en ayuda de la atribulada princesa y le dijo:
—O me equivoco mucho, o creo que si pedís un vestido color del sol lograremos desalentar al rey vuestro padre, pues jamás podrán llegar a confeccionar un vestido así.
La infanta estuvo de acuerdo y pidió el vestido; y el enamorado rey entregó sin pena todos los diamantes y rubíes de su corona para ayudar a esta obra maravillosa, con la orden de no economizar nada para hacer esta prenda semejante al sol: Fue así que cuando el vestido apareció, todos los que lo vieron desplegado tuvieron que cerrar los ojos, tan deslumbrante era.
¡Cómo se puso la infanta ante esta visión! Jamás se había visto algo tan hermoso y tan artísticamente trabajado. Se sintió confundida; y con el pretexto de que a la vista del traje le habían dolido los ojos, se retiró a su aposento donde el hada la esperaba, de lo más avergonzada. Fue peor aún, pues al ver el vestido color del sol, se puso roja de ira.
—¡Oh!, como último recurso, hija mía, —le dijo a la princesa, vamos a someter al indigno amor de vuestro padre a una terrible prueba. Lo creo muy empecinado con este matrimonio, que él cree tan próximo; pero pienso que quedará un poco aturdido si le hacéis el pedido que os aconsejo: la piel de ese asno que ama tan apasionadamente y que subvenciona tan generosamente todos sus gastos. Id, y no dejéis de decirle que deseáis esa piel.
La princesa, encantada de encontrar una nueva manera de eludir un matrimonio que detestaba, y pensando que su padre jamás se resignaría a sacrificar su asno, fue a verlo y le expuso su deseo de tener la piel de aquel bello animal.
Aunque extrañado por este capricho, el rey no vaciló en satisfacerlo. El pobre asno fue sacrificado y su piel galantemente llevada a la infanta quien, no viendo ya ningún otro modo de esquivar su desgracia, iba a caer en la desesperación cuando su madrina acudió.
—¿Qué hacéis, hija mía?, dijo, viendo a la princesa arrancándose los cabellos y golpeándose sus hermosas mejillas. Este es el momento más hermoso de vuestra vida. Cubríos con esta piel, salid del palacio y partid hasta donde la tierra pueda llevaros: cuando se sacrifica todo a la virtud, los dioses saben recompensarlo. ¡Partid! Yo me encargo de que todo vuestro tocador y vuestro guardarropa os sigan a todas partes; dondequiera que os detengáis, vuestro cofre conteniendo vestidos, alhajas, seguirá vuestros pasos bajo tierra; y he aquí mi varita, que os doy: al golpear con ella el suelo cuando necesitéis vuestro cofre, éste aparecerá ante vuestros ojos. Mas, apresuraos en partid, no tardéis más.
La princesa abrazó mil veces a su madrina, le rogó que no la abandonara, se revistió con la horrible piel luego de haberse refregado con hollín de la chimenea, y salió de aquel suntuoso palacio sin que nadie la reconociera.
La ausencia de la infanta causó gran revuelo. El rey, que había hecho preparar una magnífica fiesta, estaba desesperado e inconsolable. Hizo salir a mas de cien guardias y más de mil mosqueteros en busca de su hija; pero el hada, que la protegía, la hacía invisible a los más hábiles rastreos. De modo que al fin hubo que resignarse.
Mientras tanto, la princesa caminaba. Llegó lejos, muy lejos, todavía más lejos, en todas partes buscaba un trabajo. Pero, aunque por caridad le dieran de comer, la encontraban tan mugrienta qué nadie la tomaba.
Andando y andando, entró a una hermosa ciudad, a cuyas puertas había una granja; la granjera necesitaba una sirvienta para lavar la ropa de cocina, y limpiar los pavos y las pocilgas de los puercos. Esta mujer, viendo a aquella viajera tan sucia; le propuso entrar a servir a su casa, lo que la infanta aceptó con gusto, tan cansada estaba de todo lo que había caminado.
La pusieron en un rincón apartado de la cocina donde, durante los primeros días, fue el blanco de las groseras bromas de la servidumbre, así era la repugnancia que inspiraba su piel de asno.
Al fin se acostumbraron; además ella ponía tanto empeño en cumplir con sus tareas que la granjera la tomó bajo su protección. Estaba encargada de los corderos, los metía al redil cuando era preciso: llevaba a los pavos a pacer, todo con una habilidad como si nunca hubiese hecho otra cosa. Así pues, todo fructificaba bajo sus bellas manos.
Un día estaba sentada junto a una fuente de agua clara, donde deploraba a menudo su triste condición, se le ocurrió mirarse; la horrible piel de asno que constituía su peinado y su ropaje, la espantó. Avergonzada de su apariencia, se refregó hasta que se sacó toda la mugre de la cara y de las manos las que quedaron más blancas que el marfil, y su hermosa tez recuperó su frescura natural.
La alegría de verse tan bella le provocó el deseo de bañarse, lo que hizo; pero tuvo que volver a ponerse la indigna piel para volver a la granja. Felizmente, el día siguiente era de fiesta; así pues, tuvo tiempo para sacar su cofre, arreglar su apariencia, empolvar sus hermosos cabellos y ponerse su precioso traje color del tiempo. Su cuarto era tan pequeño que no se podía extender la cola de aquel magnífico vestido. La linda princesa se miraba y se admiraba a sí misma con razón, de modo que, para no aburrirse, decidió ponerse por turno todas sus hermosas tenidas los días de fiesta y los domingos, lo que hacía puntualmente. Con un arte admirable, adornaba sus cabellos mezclando flores y diamantes; a menudo suspiraba pensando que los únicos testigos de su belleza eran sus corderos y sus pavos que la amaban igual con su horrible piel de asno, que había dado origen al apodo con que la nombraban en la granja.
Un día de fiesta en que Piel de Asno se había puesto su vestido color del sol, el hijo del rey, a quien pertenecía esta granja, hizo allí un alto para descansar al volver de caza. El príncipe era joven, hermoso y apuesto; era el amor de su padre y de la reina su madre, y su pueblo lo adoraba. Ofrecieron a este príncipe una colación campestre, que él aceptó; luego se puso a recorrer los gallineros y todos los rincones.
Yendo así de un lugar a otro entró por un callejón sombrío al fondo del cual vio una puerta cerrada. Llevado por la curiosidad, puso el ojo en la cerradura. ¿pero qué le pasó al divisar a una princesa tan bella y ricamente vestida, que por su aspecto noble y modesto, él tomó por una diosa? El ímpetu del sentimiento que lo embargó en ese momento lo habría llevado a forzar la puerta, a no mediar el respeto que le inspirara esta persona maravillosa.
Tuvo que hacer un esfuerzo para regresar por ese callejón oscuro y sombrío, pero lo hizo para averiguar quién vivía en ese pequeño cuartito. Le dijeron que era una sirvienta que se llamaba Piel de Asno a causa de la piel con que se vestía; y que era tan mugrienta y sucia que nadie la miraba ni le hablaba, y que la habían tomado por lástima para que cuidara los corderos y los pavos.
El príncipe, no satisfecho con estas referencias, se dio cuenta que estas gentes rudas no sabían nada más y que era inútil hacerles más preguntas. Volvió al palacio del rey su padre, indeciblemente enamorado, teniendo constantemente ante sus ojos la imagen de esta diosa que había visto por el ojo de la cerradura. Se lamentó de no haber golpeado a la puerta, y decidió que no dejaría de hacerlo la próxima vez.
Pero la agitación de su sangre, causada por el ardor de su amor, le provocó esa misma noche una fiebre tan terrible que pronto decayó hasta el más grave extremo. La reina su madre, que tenía este único hijo, se desesperaba al ver que todos los remedios eran inútiles. En vano prometía las más suntuosas recompensas a los médicos; éstos empleaban todas sus artes, pero nada mejoraba al príncipe. Finalmente, adivinaron que un sufrimiento mortal era la causa de todo este daño; se lo dijeron a la reina quien, llena de ternura por su hijo, fue a suplicarle que contara la causa de su mal; y aunque se tratara de que le cedieran la corona, el rey su padre bajaría de su trono sin pena para hacerlo subir a él; que si deseaba a alguna princesa, aunque se estuviera en guerra con el rey su padre y hubiese justos motivos de agravio, sacrificarían todo para darle lo que deseaba; pero le suplicaba que no se dejara morir, puesto que de su vida dependía la de sus padres. La reina terminó este conmovedor discurso no sin antes derramar un torrente de lágrimas sobre el rostro de su hijo.
—Señora, le dijo por fin el príncipe, con una voz muy débil, no soy tan desnaturalizado como para desear la corona de mi padre; ¡quiera el cielo que él viva largos años y me acepte durante mucho tiempo como el más respetuoso y fiel de sus súbditos! En cuanto a las princesas que me ofrecéis; aún no he pensado en casarme; y bien sabéis que, sumiso como soy a vuestras voluntades, os obedeceré siempre, a cualquier precio.
—¡Ah!, hijo mío, repuso la reina, ningún precio es muy alto para salvarte la vida; mas, querido hijo, salva la mía y la del rey tu padre, diciéndome lo que deseas, y ten la plena seguridad que te será acordado.
—¡Pues bien!, señora, dijo él, si tengo que descubriros mi pensamiento, os obedeceré. Me sentiría un criminal si pongo en peligro dos cabezas que me son tan queridas. Sí, madre mía, deseo que Piel de Asno me haga una torta y tan pronto como esté hecha, me la traigan.
La reina, sorprendida ante este extraño nombre, preguntó quién era Piel de Asno.
—Es, señora, replicó uno de sus oficiales que por casualidad había visto a esa niña, el bicho más vil después del lobo; una negra, una mugrienta que vive en vuestra granja y que cuida vuestros pavos.
—No importa, dijo la reina, mi hijo, al volver de caza, ha probado tal vez su pastelería; es una fantasía de enfermo. En una palabra, quiero que Piel de Asno, puesto que de Piel de Asno se trata le haga ahora mismo una torta.
Corrieron a la granja y llamaron a Piel de Asno para ordenarle que hiciera con el mayor esmero una torta para el príncipe.
Algunos autores sostienen que Piel de Asno, cuando el príncipe había puesto sus ojos en la cerradura, con los suyos lo había visto; y que en seguida, mirando por su ventanuco, había mirado a aquel príncipe tan joven, tan hermoso y bien plantado que no había podido olvidar su imagen y que a menudo ese recuerdo le arrancaba suspiros.
Como sea, si Piel de Asno lo vio o había oído decir de él muchos elogios, encantada de hallar una forma para darse a conocer, se encerró en su cuartucho, se sacó su fea piel, se lavó manos y rostro, peinó sus rubios cabellos, se puso un corselete de plata brillante, una falda igual, y se puso a hacer la torta tan apetecida: usó la más pura harina, huevos y mantequilla fresca. Mientras trabajaba, ya fuera de adrede o de otra manera, un anillo que llevaba en el dedo cayó dentro de la masa y se mezcló a ella. Cuando la torta estuvo cocida, se colocó su horrible piel y fue a entregar la torta al oficial, a quien le preguntó por el príncipe; pero este hombre, sin dignarse contestar, corrió donde el príncipe a llevarle la torta.
El príncipe la arrebató de manos de aquel hombre, y se la comió con tal avidez que los médicos presentes no dejaron de pensar que este furor no era buen signo. En efecto, el príncipe casi se ahogó con el anillo que encontró en uno de los pedazos, pero se lo sacó diestramente de la boca; y el ardor con que devoraba la torta se calmó, al examinar esta fina esmeralda montada en un junquillo de oro cuyo círculo era tan estrecho que, pensó él, sólo podía caber en el más hermoso dedito del mundo.
Besó mil veces el anillo, lo puso bajo sus almohadas, y lo sacaba cada vez que sentía que nadie lo observaba. Se atormentaba imaginando cómo hacer venir a aquélla a quien este anillo le calzara; no se atrevía a creer, si llamaba a Piel de Asno que había hecho la torta, que le permitieran hacerla venir; no se atrevía tampoco a contar lo que había visto por el ojo de la cerradura temiendo ser objeto de burla y tomado por un visionario; acosado por todos estos pensamientos simultáneos, la fiebre volvió a aparecer con fuerza. Los médicos, no sabiendo ya qué hacer, declararon a la reina que el príncipe estaba enfermo de amor. La reina acudió donde su hijo acompañada del rey que se desesperaba.
—Hijo mío, hijo querido, exclamó el monarca, afligido, nómbranos a la que quieres. Juramos que te la daremos, aunque fuese la más vil de las esclavas.
Abrazándolo, la reina le reiteró la promesa del rey. El príncipe, enternecido por las lágrimas y caricias de los autores de sus días, les dijo:
—Padre y madre míos, no me propongo hacer una alianza que os disguste. Y en prueba de esta verdad, añadió, sacando la esmeralda que escondía bajo la cabecera, me casaré con aquella a quien le venga este anillo; y no parece que la que tenga este precioso dedo sea una campesina ordinaria.
El rey y la reina tomaron el anillo, lo examinaron con curiosidad, y pensaron, al igual que el príncipe, que este anillo no podía quedarle bien sino a una joven de alta alcurnia. Entonces el rey, abrazando a su hijo y rogándole que sanara, salió, hizo tocar los tambores, los pífanos y las trompetas por toda la ciudad, y anunciar por los heraldos que no tenían más que venir al palacio a probarse el anillo; y aquella a quien le cupiera justo se casaría con el heredero del trono.
Las princesas acudieron primero, luego las duquesas, las marquesas y las baronesas; pero por mucho que se hubieran afinado los dedos, ninguna pudo ponerse el anillo. Hubo que pasar a las modistillas que, con ser tan bonitas, tenían los dedos demasiado gruesos. El príncipe, que se sentía mejor, hacía él mismo probar el anillo.
Al fin les tocó el turno a las camareras, que no tuvieron mejor resultado. Ya no quedaba nadie que no hubiese ensayado infructuosamente la joya, cuando el príncipe pidió que vinieran las cocineras, las ayudantes, las cuidadoras de rebaños. Todas acudieron, pero sus dedos regordetes; cortos y enrojecidos no dejaron pasar el anillo más allá de la una.
—¿Hicieron venir a esa Piel de Asno que me hizo una torta en días pasados? dijo el príncipe.
Todos se echaron a reír y le dijeron que no, era demasiado inmunda y repulsiva.
—¡Que la traigan en el acto! dijo el rey. No se dirá que yo haya hecho una excepción.
La princesa; que había escuchado los tambores y los gritos de los heraldos, se imaginó muy bien que su anillo era lo que provocaba este alboroto. Ella amaba al príncipe y como el verdadero amor es timorato y carece de vanidad, continuamente la asaltaba el temor de que alguna dama tuviese el dedo tan menudo como el suyo. Sintió, pues, una gran alegría cuando vinieron a buscarla y golpearon a su puerta.
Desde que supo que buscaban un dedo adecuado a su anillo, no se sabe qué esperanza la había llevado a peinarse cuidadosamente y a ponerse su hermoso corselete de plata con la falda llena de adornos de encaje de plata, salpicados de esmeraldas. Tan pronto como oyó que golpeaban a su puerta y que la llamaban para presentarse ante el príncipe, se cubrió rápidamente con su piel de asno, abrió su puerta y aquellas gentes, burlándose de ella, le dijeron que el rey la llamaba para casarla con su hijo. Luego, en medio de estruendosas risotadas, la condujeron donde el príncipe quien, sorprendido él mismo por el extraño atavío de la joven, no se atrevió a creer que era la misma que había visto tan elegante y bella. Triste y confundido por haberse equivocado, le dijo:
—Sois vos la que habitáis al fondo de ese callejón oscuro, en el tercer gallinero de la granja?
—Sí, su señoría, respondió ella.
—Mostradme vuestra mano, dijo él temblando y dando un hondo suspiro.
¡Señores! ¿quién quedó asombrado? Fueron el rey y la reina, así como todos los chambelanes y los grandes de la corte, cuando de adentro de esa piel negra y sucia, se alzó una mano delicada, blanca y sonrosada, y el anillo entró sin esfuerzo en el dedito más lindo del mundo; y, mediante un leve movimiento que hizo caer la piel, la infanta apareció de una belleza tan deslumbrante que el príncipe, aunque todavía estaba débil, Se puso a sus pies y le estrechó las rodillas con un ardor que a ella la hizo enrojecer. Pero casi no se dieron cuenta pues el rey y la reina fueron a abrazar a la princesa, pidiéndole si quería casarse con su hijo.
La princesa, confundida con tantas caricias y ante el amor que le demostraba el joven príncipe, iba sin embargo a darles las gracias, cuando el techo del salón se abrió, y el hada de las Lilas, bajando en un carro hecho de ramas y de las flores de su nombre, contó, con infinita gracia, la historia de la infanta.
El rey y la reina, encantados al saber que Piel de Asno era una gran princesa, redoblaron sus muestras de afecto; pero el príncipe fue más sensible ante la virtud de la princesa, y su amor creció al saberlo. La impaciencia del príncipe por casarse con la princesa fue tanta, que a duras penas dio tiempo para los preparativos apropiados a este augusto matrimonio.
El rey y la reina, que estaban locos con su nuera, le hacían mil cariños y siempre la tenían abrazada. Ella había declarado que no podía casarse con el príncipe sin el consentimiento del rey su padre. De modo que fue el primero a quien le enviaran una invitación, sin decirle quién era la novia; el hada de las Lilas, que supervigilaba todo, como era natural, lo había exigido a causa de las consecuencias.
Vinieron reyes de todos los países; unos en silla de manos, otros en calesa, unos más distantes montados sobre elefantes, sobre tigres, sobre águilas: pero el más imponente y magnífico de los ilustres personajes fue el padre de la princesa quien, felizmente había olvidado su amor descarriado y había contraído nupcias con una viuda muy hermosa que no le había dado hijos.
La princesa corrió a su encuentro; él la reconoció en el acto y la abrazó con una gran ternura, antes que ella tuviera tiempo de echarse a sus pies. El rey y la reina le presentaron a su hijo, a quien colmó de amistad. Las bodas se celebraron con toda pompa imaginable. Los jóvenes esposos, poco sensibles a estas magnificencias, sólo tenían ojos para ellos mismos.
El rey, padre del príncipe, hizo coronar a su hijo ese mismo día y, besándole la mano, lo puso en el trono, pese a la resistencia de aquel hijo bien nacido; pero había que obedecer.
Las fiestas de esta ilustre boda duraron cerca de tres meses y el amor de los dos esposos todavía duraría si los dos no hubieran muerto cien años después.


Gobolino, el gato faldero

Gobolino, el gato faldero
Una noche oscura, Gobolino trotaba por un camino solitario a través de un bosque, cuando vio ante sí a un viejo leñador, caminando con un pesado fardo de leña a sus espaldas. Gobolino se sentía solo y perdido, y se alegró mucho de encontrar a alguien. Silenciosamente siguió al leñador hasta que llegaron a una casita. El viejo dejó caer su carga de madera, se apercibió de la presencia del gatito y le dijo:
-¡Bueno, bueno! ¿De dónde has salido tú? ¿Tienes hambre, quizás?
Seguro que te apetece un platillo de leche. Entra en la casa y te daré de comer. Gobolino se quedó atónito. En la cocina estaba Rosabel, la criada que cuidaba de la dama Alicia en la torre del bosque. ¡Era la nieta del leñador!
-¡Rosabel! ¿Qué estás haciendo ahí? -gritó el anciano-. ¿Por qué no estás con tu señora en la torre?
Gobolino, el gato faldero
Antes de que ella pudiera responder, vio a Gobolino en la puerta.
-¡Sácale de ahí! -gritó-. ¡Sácale de aquí! ¡Es un gato embrujado! El hizo que se derrumbara la torre y despertó al dragón. ¡Echale, abuelo!
Pero el leñador alzó a Gobolino en brazos y le habló con ternura.
-¿Es verdad eso? ¿Eres un gato embrujado?
Por toda respuesta Gobolino dejó oír un maullido largo y tristón.
El anciano no podía creer que un gato tan bonito pudiera hacer algo realmente malo y se negó a echarle. Al principio Rosabel anduvo enfurruñada y no le hablaba; pero después de unos días también a ella empezó a gustarle Gobolino. Cada mañana Gobolino se instalaba cómodamente en una silla mientras Rosabel lavaba los platos y preparaba la comida.
Rosabel, que era muy coqueta, cada noche le pedía a su abuelo dinero para comprar un vestido. Tanto le rogó y le suplicó que por fin el anciano le dio una moneda de plata. A la joven ya sólo le tocaba esperar a que pasara la vieja vendedora de telas de seda y satén.
Pocos días después llegó la vieja.
-Venga, pase junto al fuego y bébase una taza de té mientras me enseña sus telas -le dijo Rosabel.
La anciana lanzó una risotada y ató su burro cerca de la casita. Al escuchar esa risa, Gobolino levantó las orejas, se la quedó mirando fijamente y pensó: "Sólo las brujas se ríen así y tienen esas narices tan largas y tan ganchudas."
Rosabel eligió una tela de color de oro tan brillante que resplandecía bajo el sol.
-¿Cuánto me costaría hacerme un vestido de este hermoso satén dorado? -le preguntó.
-Dos monedas de plata -respondió la bruja.
-¡Pero sólo tengo una!
-¿Y qué? ¿Crees que voy a regalártelo?
Cuando ya recogía las telas apresuradamente, dijo Rosabel;
-¡No, espere! ¿No aceptaría alguna cosa a cambio? -le rogó la niña-. Puede llevarse mi moneda de plata y uno de estos pasteles, o mi colcha de seda, o el reloj de cuco...
-¡Jo, jo, jo, jo! -se rió la bruja- Yo como moras silvestres, duermo en cualquier zanja y para saber la hora miro al sol o la luna. No me ofrezcas pasteles, ni colchas, ni relojes. Hay una sola cosa aquí que aceptaría a cambio. Dame ese hermoso gatito y tu moneda de plata, y puedes quedarte el satén.
-¡Pero Gobolino es de mi abuelo! El nunca me perdonaría que yo le regalara el gato.
-Jummm. Bueno, no importa. Si cambias de parecer, estaré tres días en la choza al final del bosque. Durante los dos días siguientes Rosabel estuvo de muy mal talante. Al tercer día cambió de ánimo. Le sirvió a Gobolino un plato de natillas y le halagó con estas palabras: -Gobolino, bonito, mira esto, es mi mejor bolso de terciopelo. ¿Te gustaría dormir en él?
"Qué buena es", pensó Gobolino. "Me equivoqué al pensar que tenía mal genio." Y se metió en el bolso. Tan pronto como estuvo dentro, Rosabel ató fuertemente las cintas para que no pudiera salir.
-¡Ja, ja! Ahora podré tener mi vestido dorado. Le diré al abuelo que te escapaste.
Y corrió por el bosque con el bolso de terciopelo hasta que llegó a la choza.
La vieja estaba ya empezando a recoger sus cosas para marcharse.
-¡Jo, jo! -se rió-. Ya sabía yo que vendrías.
Le arrebató el bolso y lo ató a la silla del burro. Rosabel se llevó su satén dorado a cambio de Gobolino y la moneda de plata.
Durante semanas y semanas viajó Gobolino a través de una tierra de brujas en la que nunca brillaba el sol. Finalmente la vieja vendedora se detuvo para visitar a una amiga suya que vivía en una cueva en lo alto de una montaña. A la entrada de la cueva un gatito negro con los ojos tan verdes como la hierba recibió a los recién llegados. Era Salima, la hermana gemela de Gobolino.
Los dos gatitos se pusieron muy contentos al encontrarse. .

Cerditos voladores
Compartieron un gran tazón de sopa cocida en el caldero de la bruja, y Salima le enseñó a Gobolino todos los trucos que había aprendido.
Hizo salir extrañas melodías del caldero, acompañadas de cerditos voladores. Hizo invisible a la bruja y, por un instante, volvió roja la piel de Gobolino.
-Enséñame ahora tú lo que sabes hacer, Gobolino -pidió Salima
-No sabe hacer nada -dijo burlona la vieja- Apenas saca unas chispitas y hace travesuras tontas. Pero se niega a hacer algo malo.
-Es verdad. Nunca quise ser un gato de bruja. Los gatos de bruja son malos, malos, malos. ¡Y los hechizos de las brujas son tanto o más crueles!
-¡Gato miserable! -chilló la bruja-¿Cruel has dicho? ¡Esa no es palabra para un gato de bruja!
Lo agarró por la cola y lo arrojó en el caldero. Gobolino se hundía y volvía a sacar la cabeza una y otra vez jadeando... y toda la magia que tenía al nacer se disolvió en el caldo de la bruja.
-Salta detrás de mí, hermanito -le dijo Salima montando en una escoba.
Con muchísimo esfuerzo Gobolino logró escapar del caldero y trepó a la escoba, que inmediatamente se remontó por los aires, más arriba que la Montaña del Huracán.
-Oh, Salima, gracias por salvarme -sollozó Gobolino-. De veras, ¡gracias!
-No hay nada que agradecer -respondió Salima- Después de todo eres mi hermano. Pero eres una desgracia para la familia, y no quiero volver a verte. Te dejaré caer, ya es tiempo de que yo vuelva a casa. Vamos ¡salta!
Salima le dio un empujoncito con la pata y Gobolino cayó dando vueltas por el aire hasta que fue a dar al fondo de un río.
-ÍAy, me ahogo, me ahogo! -gritaba desesperadamente.

Cuando era un gatito embrujado podía nadar como un pez. Pero ahora apenas podía mantenerse a flote. Por suerte había unos niños jugando en la orilla.
-¡Mira, mira! ¡Es un gatito! ¡Rápido! ¡Saquémoslo de ahí!
-Los niños corrieron a por una rama y le pescaron, calado hasta los huesos.
-Pero si es Gobolino, el mismo gatito que rescatamos hace muchísimo tiempo. ¿Aún sabes sacar chispitas por el hocico? ¿Y hacerte invisible?
Gobolino sacudió su cabecita con tristeza. Pero los niños lo arroparon bien y lo llevaron a casa.
-Mira, papá -gritaron desde la puerta-¡Mira lo que encontramos ahogándose en el río! Es otra vez ese gatito de bruja.
-Los gatos de bruja saben nadar, no se ahogan -respondió el padre.
Tomó a Gobolino entre sus manos y lo miró un buen rato.
-Este no es un gato de bruja -afirmó finalmente- Es un gatito faldero común y corriente.
-Entonces ¿nos lo podemos quedar?
-No veo por qué no. Los niños se fueron a dormir, más contentos que nunca. La mujer del granjero le puso a Gobolino un platillo de natillas y más tarde lo dejó dormitar sobre su regazo.
Después de tantas aventuras extrañas, Gobolino era feliz. Tenía un hogar para siempre. Por fin conseguía ser ¡el gato faldero!