martes, 25 de octubre de 2011

El astrólogo y la hechicera

El astrólogo y la hechicera

Autor: Washington Irving.

El astrólogo y la hechicera

En tiempos ya remotos hubo en Granada un rey moro que se llamaba Aben Habuz. Era muy famoso y también había sido muy temido por todos los soberanos de los reinos vecinos. Siendo joven, llevó una vida de constantes pillajes y carreras, realizando continuas incursiones en los países que rodeaban el suyo, consiguiendo así aumentar sus territorios y acumular innumerables riquezas y tesoros. Pero llegado ya a la ancianidad, sólo deseaba vivir tranquilamente, gozando en paz de lo que sus anteriores pillajes le habían proporcionado, y administrando apaciblemente las posesiones usurpadas a sus vecinos. Sin embargo, no podía realizar tranquilamente sus deseos.

Los jóvenes príncipes de los reinos vecinos, hijos de los reyes a los que en años anteriores robara y usurpara tierras y tesoros, se mostraban dispuestos a pedirle cuentas de aquellas fechorías y por eso sus fronteras estaban constantemente amenazadas.

También algunas provincias, las más alejadas de la capital y que no había recibido en herencia de sus padres, sino que las había conquistado y dominado por la fuerza de las armas, estaban siempre dispuestas a rebelarse contra su dominio y obtener de nuevo su propia independencia.

Por todo eso era continua la zozobra y el miedo del anciano rey. Además, como que Granada se halla rodeada por todas partes por agrestes y escarpadas montañas, era imposible advertir la llegada del enemigo, y así Aben Habuz vivía constantemente alarmado y desvelado, y una sola pregunta torturaba día y noche su cerebro:

- ¿Por qué lado llegará el enemigo?

Construyó atalayas en los montes más altos y apostó guardias y vigías por todos los pasos y senderos, con la orden de señalar por medio de hogueras por la noche y columnas de humo durante el día, la proximidad del enemigo.

Pero nada conseguía vencer la audacia y la astucia de sus enemigos. Estos se burlaban de todas aquellas precauciones, surgiendo de improviso por un desfiladero en el que nadie había pensado, o cruzando un monte en el que no existía sendero alguno. Y antes de que el rey tuviera conocimiento de ello y pudiera enviar a su ejército, los enemigos ya habían asolado los campos y regresado de nuevo a las montañas, llevándose consigo un rico botín y también muchos prisioneros por los que después pedirían fuerte rescate.

Aben Habuz estaba cada día más preocupado. Hasta que un día, estando como de costumbre con la vista fija en el horizonte, esperando ver surgir alguna columna de humo que le avisara de un nuevo peligro, le anunciaron la llegada a la corte de un viejo médico árabe, que venía precedido de mucha fama. Se llamaba Ibrahim Eben Abú Ajib y se decía que era hijo del famoso Abú Ajib, el que fue compañero de Mahoma. De niño había marchado a Egipto y allí permaneció largos años completamente dedicado al estudio de las ciencias y las artes, habiendo aprendido también la magia de los astrólogos egipcios.

- Ha descubierto el secreto de prolongar la vida -aseguraban las gentes.

Y añadían que su propia persona era la prueba de esa realidad, asegurando que tenía más de doscientos años. Sin embargo, habiendo descubierto ese secreto cuando ya era anciano, sólo pudo perpetuar canas y arrugas.

Cuando el rey le vio, quedó muy impresionado. Su larga y blanca barba le daba un aspecto majestuoso que infundía respeto, a pesar de los harapos que cubrían su cuerpo, todavía erguido y fuerte. Le ofreció su hospitalidad, rogándole que se quedase a vivir en el palacio. Pero el astrólogo no se encontraba a gusto en aquel palacio, en el que siempre reinaba mucho bullicio, y prefirió ir a vivir a una cueva, situada en la ladera de la colina que se alza como cima de la ciudad de Granada, la misma en la que más tarde se edificó la Alhambra. Bajo sus órdenes, los albañiles reales ensancharon la cueva, hasta conseguir un salón amplio y alto, con un agujero redondo en el techo a través del cual podía contemplar el firmamento y seguir estudiando los movimientos de las estrellas.

Las paredes de la cueva las adornó con extraños jeroglíficos y signos egipcios, y también con papiros y documentos de gran antigüedad. Y por doquier colocó extraños objetos, cuyas ocultas propiedades sólo él conocía, algunos de los cuales hizo construir por los mismos artífices de Granada, pero como que jamás explicó a nadie para qué servían, todos le admiraban y respetaban profundamente.

Muy pronto el sabio astrólogo Ibrahim se convirtió en el consejero del rey que, a todas horas quería conocer sus opiniones sobre cuanto le sucedía, por lo que casi a diario se trasladaba desde su palacio a la cueva del astrólogo.

Una tarde en la que, como ya era costumbre en él, se quejaba de las continuas incursiones que los príncipes de los reinos vecinos efectuaban en sus tierras, incursiones que ni una constante vigilancia podía evitar, el sabio guardó silencio durante unos minutos y, al fin, dijo:

- Cuando yo vivía en Egipto, ¡oh, rey!, tuve ocasión de ver, admirar y estudiar un prodigioso invento ideado por una sacerdotisa de la antigüedad. Se halla colocado en una montaña que domina el gran valle del Nilo, sobre la ciudad de Borsa, y está formado por dos figuras de bronce: un carnero y un gallo, fabricadas en bronce fundido y girando sobre un mismo eje. Y cuando un peligro amenazaba la ciudad, el carnero giraba en la dirección en que el enemigo venía, mientras el gallo lanzaba su canto. De esa forma prevenían los habitantes de la ciudad de cualquier sorpresa desagradable.

- ¡Maravilloso! -exclamó el rey-. ¡Qué no daría yo para tener un carnero semejante que vigilase mis dominios y un gallo que lanzara su canto al menor peligro! Si ese tesoro fuese mío, recuperaría al fin la tranquilidad. ¡Cómo deseo poseer uno semejante!

Cuando el rey se calmó por fin, el astrólogo prosiguió:

- Ya sabéis, ¡oh, rey!, que viví muchos años en Egipto, junto a los sacerdotes que me enseñaron todos los ritos y ceremonias de su religión y también algunas de sus artes ocultas. Un día, encontrándome sentado junto al más anciano de mis maestros, éste me dijo, señalándome las pirámides que se levantan en el desierto, desafiando el paso de los siglos: »-Todo cuanto nosotros podamos enseñarte, es sólo polvo comparado con los conocimientos del gran "Libro de la Sabiduría" que se halla enterrado junto al gran sacerdote cuyo consejo ayudó a levantar la Pirámide principal. Este libro le fue entregado a Adán al ser expulsado del Paraíso y fue pasando de generación en generación, hasta llegar a las manos de Salomón, el cual, gracias a los conocimientos que él aprendió, Pudo construir el gran templo de Jerusalén. Y más tarde, llegó a poder de ese gran sacerdote egipcio del que te hablo.

Tras una pausa, Ibrahim prosiguió:

- Al conocer la existencia de tal libro, mi corazón deseó llegar a poseerlo. Pedí la ayuda de algunos soldados compatriotas y con ellos y un crecido número de obreros egipcios, puse manos a la obra. Les ordené que cavaran en la pared de la mayor de las pirámides, hasta que, tras muchos esfuerzos, descubrimos un pasadizo interior. Penetré en él y a través de un laberinto de pasillos misteriosos pude llegar hasta la cámara mortuoria del gran sacerdote. ¡Y allí encontré por fin el maravilloso «Libro de la Sabiduría»!

- Eres un gran astrólogo y un hombre sabio, mi buen Ibrahim. Pero, dime, ¿de qué me sirve a mí que pudieras llegar a poseer ese libro del que con tanto entusiasmo hablas? - exclamó el rey.

- Sed paciente, mi gran señor. Y sabed que, gracias a ese, «Libro de la Sabiduría», entre otros grandes misterios, pude conocer también el de la estatua que se levanta sobre la ciudad de Borsa y así ahora puedo, si lo deseáis, mandaros construir una semejante y aún mejor - explicó el astrólogo, acariciándose su larga barba.

- ¡Qué gran sabio eres, hijo de Abú Ajib! -gritó Aben Habuz, entusiasmado-. - ¡Si tal estatua llegas a construir, todos mis tesoros estarán a tu disposición, de ahora en adelante! Ponte a trabajar al instante, te lo ruego. Todos mis hombres quedan a tus órdenes.

Y así, a los pocos días, se inició aquella importante construcción. En la parte más alta del palacio, se elevó una torre muy alta, sobre la cual el sabio astrólogo fijó un eje y en él, en lugar del gallo y el carnero del que había hablado, apareció un soldado moro a caballo, con el escudo al brazo y la lanza apuntando hacia el cielo.

Debajo mismo de la figura se abría una sala circular, con cuatro amplias ventanas orientadas a los cuatro puntos cardinales, y ante cada una de ellas dispuso el astrólogo una mesa sobre la cual, como sobre un tablero de ajedrez, colocó una serie de figuras a pie y a caballo. Formaban como un minúsculo ejército, entre las cuales destacaba una que tenía la cara del rey Aben-Habuz.

Junto a las figuras puso también el gran sabio una minúscula lanza, en cuyo mango podían verse unos extraños signos cabalísticos. Todo eso lo preparó Ibrahim con sumo cuidado y murmurando extrañas frases. Cuando terminó, mandó colocar una fuerte puerta de bronce y acero, cuya llave entregó al rey.

En cuanto el anciano rey recibió esa llave y el sabio le dijo que ya estaba todo terminado, comenzó a sentir impaciencia, por comprobar las virtudes de aquella construcción. Pero sus enemigos se mostraban pacíficos y tranquilos.

- Antes me molestaban casi a diario -se lamentaba-. Ahora, en cambio, hace semanas que nadie habla de ellos.

- Paciencia, gran señor. No tardarán -decía una y otra vez el sabio, tratando de calmar al rey.

Un día, por fin, llegó el momento. Al amanecer, el guardia de la torre corrió al encuentro del rey para decirle que la figura del moro había girado sobre su eje, en dirección a Sierra Elvira, y que su lanza dejaba de apuntar al cielo, para señalar hacia el llamado Paso de Lope.

- ¡Que todas las trompetas llamen a nuestros hombres a las armas! El grueso de mi ejército debe estar preparado antes de media hora -gritó el anciano rey.

Pero el astrólogo salió a su encuentro:

- Deteneos, ¡oh, rey! No necesitáis ejército alguno para vencer a ese enemigo que se acerca. Acompañadme a la sala circular que mandé construir en la torre, debajo de la figura del moro.

Una vez en la sala, el rey, con gran asombro, advirtió que todas las ventanas estaban cerradas, excepto la que miraba hacia el Paso de Lope, que estaba abierta de par en par.

- Ahora, fijaos en lo que ocurre encima de esa mesa -dijo el sabio astrólogo.

El asombro del rey aumentó aún más al ver que las figurillas de madera, que estaban colocadas sobre la mesa frente a aquella ventana, se movían. Los caballos hacían cabriolas y los jinetes, al igual que los guerreros que iban a pie, blandían sus armas y al mismo tiempo se oía un débil ruido de trompetas, entrechocar de armas, gritos y relinchos.

- Esto demuestra que vuestros enemigos siguen avanzando, -¡oh, rey! Pero no temáis -afirmó el sabio-. Si queréis que se retiren, tocad las figuras con el mango de esta pequeña lanza. Pero si deseáis destrozar sus ejércitos, tocadlas con la punta.

El rey reflexionó unos instantes. Pero al fin, resentido como estaba por los daños que sus enemigos le habían causado, tomó la lanza y con su punta tocó algunas de las figuras, que al punto cayeron en tierra como heridas por un rayo, y a otras las tocó con el mango, con lo cual hizo que se volvieran las unas contra las otras.

- ¡Es necesario que escarmienten! - dijo el rey, entusiasmado.

Y si el sabio astrólogo no hubiera intervenido, quizá habría seguido con aquel juego, hasta destruir por completo todas las figuritas. Por fin consiguió hacerle abandonar la torre, indicándole la conveniencia de enviar algunos soldados hacia el Paso de Lope, para que informasen de lo sucedido en el campo.

Cuando los soldados regresaron dijeron que un poderoso ejército había llegado hasta cerca de Granada, pero que, de pronto, había surgido una discusión entre dos jefes rivales, discusión que terminó con la muerte de uno de ellos. Iniciada entonces una lucha entre los guerreros, tuvieron que retirarse de nuevo a sus propios reinos, con muchas bajas.

- ¡Al fin podré vivir tranquilo! -exclamó Aben Habuz, entusiasmado-. Pídeme, ¡oh, sabio Ibrahim!, la recompensa que prefieras.

- Los sabios apenas tenemos necesidades. Sólo deseo que me facilites los medios para mejorar en algo mi humilde vivienda.

El rey pensó que era muy poco lo que el sabio le pedía y se apresuró a dar órdenes a su tesorero, para que le facilitara todo cuanto pidiese.

El tesorero, sin embargo, se escandalizó cuando Ibrahim pidió que se abriesen varias salas más, encargando para su adorno ricos tapices de Arabia y lujosos divanes y otomanas, así como preciosas alfombras traídas de Persia.

- A mis años los huesos se resienten, si duermen sobre las duras piedras y el cuerpo siente la humedad de las paredes desnudas y de los suelos sin alfombras -decía el sabio.

También, en una de las salas, se hizo construir un lujoso baño de mármol, en el que una serie de fuentecillas vertían sales aromáticas, perfumes de Arabia, aceites balsámicos...

- El baño también es necesario a mis años, para devolver a los músculos su agilidad, perdida en horas de estudio y meditación.

Después ordenó también que por todas partes colocaran lámparas de oro y cristal fino, que llenó con un aceite especial cuya composición había aprendido en él maravilloso «Libro de la Sabiduría», según dijo, y que proporcionaba una luz blanca y delicada,

- Apenas entra luz en esa cueva -afirmaba-. Y necesito una claridad, si deseo seguir estudiando y aprendiendo.

Por fin, el tesorero, cada vez más escandalizado, habló con el soberano, informándole de tales derroches.

- Ya nadie podría llamar cueva a la morada del sabio astrólogo -afirmó-. La ha convertido en un verdadero palacio subterráneo, capaz de competir con el más lujoso entre los más lujosos de todo el reino de Granada.

- Ten paciencia -contestó el rey-. Es un anciano y los ancianos son caprichosos como niños. Algún día terminará de arreglarla y dejará de pedirte dinero. Entretanto, no puedo olvidar que gracias a él tengo completa tranquilidad.

Tal y como el rey decía, un día el astrólogo dio por terminado el arreglo de lo que él seguía llamando «humilde» morada. Y durante una semana permaneció encerrado en ella, dedicado por completo al estudio de sus libros.

Pero cuando ya el tesorero respiraba tranquilo, el sabio volvió a visitarle.

- Necesito otra cosa más -le dijo-. Algo que me distraiga de las muchas horas que dedico al trabajo y al estudio.

- El rey me ha ordenado proporcionarte todo cuanto pidas. Dime, ¿qué deseas ahora?

- Quisiera algunas danzarinas, que también supieran cantar.

- ¿Danzarinas, dices ... ? -se sorprendió el tesorero.

- Sí. El estudio de los libros y de las estrellas es algo muy duro. Las danzas y los cantos, podrán distraerme de vez en cuando, haciéndome más agradable mis últimos días.

El tesorero cumplió también ese deseo del sabio, y ya, por fin, pudo respirar tranquilo, porque nunca más volvió a pedirle nada. Encerrado en su maravilloso palacio subterráneo continuó entregándose al estudio y, de vez en cuando, se oían desde lejos los melodiosos cantos de las danzarinas que le distraían y alegraban.

El rey, por su parte, se entretenía provocando a sus adversarios. Estaba tan seguro de que cuando le atacasen, podría destruirles con la mayor facilidad, que incluso llegó a provocar motines y a escarnecer e insultar a sus vecinos. Y, en efecto, cuando algún ejército penetraba en su reino, al punto se lo anunciaba el guerrero moro y a él le bastaba con encerrarse en la sala circular, para hacerle retroceder o destruirle, a su antojo.

Así pronto ganó fama de invencible y cada día fueron menos frecuentes los ataques de sus enemigos, hasta que, al fin, cesaron por completo. Por espacio de largos meses, el rey esperó que el jinete moro cambiara de posición, pero esperó inútilmente. Y eso le tenía malhumorado y aburrido.

- Llamaré al sabio astrólogo y le pediré que me busque alguna distracción -se dijo una noche.

Pero no llegó a hacerlo. El guardia de la torre irrumpió en sus aposentos, para anunciarle que el jinete moro habla girado y agitaba su lanza en dirección a Guadix.

Aben Habuz, muy contento, corrió hacia la torre, pero, con gran asombro, descubrió que la mesa mágica que se encontraba debajo de la ventana que miraba hacia las montañas de Guadix permanecía completamente en paz. Ni un solo jinete se movía. Ni un solo guerrero blandía su lanza. El rey, perplejo, sin saber a qué atribuir tan extraño fenómeno, mandó que un destacamento de su ejército saliera en aquella dirección y explorara aquellos montes. Durante tres días estuvo esperando impaciente el regreso de los soldados. Por fin le anunciaron su regreso y mandó que el jefe acudiera inmediatamente a su presencia para informarle.

- Podéis estar tranquilo, señor -le dijo-. Hemos registrado todos los pasos y senderos de las montañas, sin haber encontrado el menor rastro de guerreros. Sólo hemos hallado a una muchacha de extraordinaria belleza, tranquilamente dormida junto a una fuente cristalina.

- ¡Sólo una joven de extraordinaria belleza! ¡Qué raro! -exclamó el rey-. ¿La habéis traído con vosotros... ?

- Naturalmente, señor.

- ¡Traedla inmediatamente a mi presencia!

La orden del rey fue cumplida y a los pocos instantes tuvo ante sí a una joven bellísima. No sólo el soberano, sino también todos sus cortesanos, quedaron maravillados al verla. Poseía el andar más grácil que jamás habían contemplado y su cabellera, negrísima y adornada con perlas, al estilo de las princesas cristianas, encuadraba un rostro perfecto, en el que brillaban unos ojos grandes, sombreados de largas y espesas pestañas. Sus dientes eran más blancos que las más bellas perlas del Oriente y sus mejillas parecían dos rosas. Aben Habuz la admiró durante unos instantes. Por fin, habló:

- Dime, bellísima joven, ¿cómo has llegado hasta mi reino?

La voz de la doncella, dulce y melodiosa, aumentó la admiración del rey. ¡Jamás voz tan armoniosa se había escuchado entre aquellas paredes y sólo podía compararse con el canto de los pájaros, cuando llega la primaveral

- He llegado a vuestro reino, ¡oh, poderoso señor!, huyendo de los enemigos de mi padre, un príncipe cristiano cuyos ejércitos han sido destruidos...

-Tened cuidado, señor -susurró a su oído el sabio Ibrahim Eben Abú Ajib-. Esa muchacha es, a no dudar, el enemigo que anunciaba el jinete moro. Y sus ojos tienen un brillo maléfico. ¡Bien pudiera ser alguna hechicera, transformada en doncella para vencernos!

Pero el rey se burló de sus palabras, sin querer prestarle la menor atención.

- Eres un gran sabio, Ibrahim, pero, sin duda, comienzas a hacerte viejo. ¿Cómo, si no, podrías confundir a tan hermosa joven con una hechicera peligrosa?

- Os he ayudado a vencer a vuestros enemigos, señor, y podéis estar seguro de mi lealtad -insistió el sabio-. Permitidme que ahora os pida una merced. Cededme a esa joven. Advierto que lleva consigo un laúd de plata y adivino que sabe tocarlo con singular maestría; distraerá algunas de mis horas y al mismo tiempo la estudiaré hasta descubrir si es o no una hechicera. Si no me equivoco en mis suposiciones, mi poder terminará venciendo al suyo.

- ¡Estás loco! -exclamó el rey-. Mi tesorero te proporcionará danzarinas y cantantes para distraerle. ¿Para qué quieres más?

- Ninguna sabe tocar un laúd de plata. Además, temo que si se queda en vuestro palacio, atraiga sobre él la desgracia.

- Esa joven es mía y se quedará a vivir en mi palacio. ¡Y seré yo, y no tú, quien se distraiga con la música de su laúd de plata!

El sabio quiso insistir. Pero el soberano le despachó al fin, de mal talante, rogándole que volviera a su palacio subterráneo y que le dejara en paz. Ibrahim se marchó muy disgustado.

En el palacio se empezaron a celebrar fiestas maravillosas en honor de la hermosa cautiva. Y no pasaba día sin que el rey le regalase las más fantásticas joyas y le hiciera traer de Asia y Africa, las más preciadas sedas y los más exóticos perfumes. La princesa, sin embargo, jamás parecía conmovida, ni siquiera agradecida.

Regalos y fiestas, adulaciones y agasajos, todo parecía serle completamente indiferente. Nunca se enojaba con el anciano rey, claro está, pero tampoco le sonreía ni le miraba con benevolencia. Y cuando él le pedía que consintiera en ser su esposa, cogía su laúd de plata y, al instante, el soberano comenzaba a cabecear, hasta caer en un sueño profundo, del que sólo despertaba varias horas más tarde y habiendo olvidado por completo su deseo de casarse con la princesa.

Cualquier observador hubiera podido afirmar que la princesa se estaba burlando del anciano rey y que sus continuos caprichos, no tenían otro objeto que arruinarle, pues en cuanto tenía la seda, la joya o el perfume que le habla pedido, al punto lo olvidaba junto a los que ya poseía, sin hacerle el menor caso. ¡Y esos caprichos se multiplicaban día a día, y tenían en constante estado de alarma al tesorero! Pero el rey parecía no advertir nada. Y, pendiente de la princesa, llegó a descuidar todos sus deberes como soberano.

El malestar comenzó a cundir entre el pueblo y al fin, un día, un grupo de exaltados intentó asaltar el palacio, para matar a la princesa, a la que achacaban y con razón, la culpa de cuanto sucedía. La creciente pobreza en la que el rey sumía a su pueblo, a fin de satisfacer tantos y tan costosos caprichos, desesperaba a las gentes.

La guardia real sofocó rápidamente aquella sublevación. Pero el soberano no se quedó tranquilo y mandó llamar al sabio astrólogo, que permanecía en su morada, sin olvidar las ofensas que había recibido.

- Tú me vaticinaste muchos peligros, si guardaba a la princesa en mi palacio -le dijo Aben Habuz en tono conciliador, en cuanto le tuvo en su presencia-. ¡Cuánta razón tenías! Dame ahora, te lo ruego, algún consejo para librarme de futuros peligros.

- Alejad de vuestro lado a esa joven -respondió Ibrahim. - ¡Oh, no! Eso no, jamás -replicó el rey-. Prefiero perder mi reino a perderla a ella.

- Quizá perdáis ambas cosas -le respondió el sabio, filosóficamente.

- No, no puedo apartarla de mi lado. Ayúdame, por favor a encontrar algún retiro oculto en el que poder refugiarme, lejos de las intrigas de la corte. Quiero un retiro tranquilo, en el que poder vivir en paz...

El sabio astrólogo meditó unos momentos y al fin preguntó: -¿Qué me darás, si consigo proporcionarte ese retiro que deseas?

- Tú mismo señalarás la recompensa. ¡Te doy mi palabra de rey!

- Bien. ¿Habéis oído hablar del jardín del Irán, uno de los maravillosos prodigios de la Arabia Feliz?

- Sé lo que de él dice el Corán. Y también los peregrinos, que vienen de la Meca, me han hablado de él, pero siempre pensé que era pura, fantasía...

- ¡No seáis incrédulo, señor! - le interrumpió el sabio-. El jardín maravilloso existe. Yo pude verle con mis propios ojos. Escuchad:

»En una ocasión, siendo yo joven, cuando era sólo un muchacho que cuidaba de los camellos de mi padre, atravesaba un día el desierto de Aden cuando uno de ellos se extravió por las dunas. Fui en su búsqueda, pero no conseguí hallarle y al fin, cansado, me tumbé a dormir bajo una palmera, en un pequeño oasis. Al despertar, me encontré a las puertas de una hermosa ciudad. Entré en ella y pude contemplar magníficos edificios, jardines bellísimos... pero sus calles y sus plazas estaban completamente desiertas. Nadie vivía en ellas. Sentí un gran temor, ante aquella impresionante soledad, y me apresuré a cruzar de nuevo su puerta para volver al desierto. Pero en cuanto de nuevo pisé la arena, al otro lado de las murallas y me volví para contemplarla por última vez.... ¡la ciudad había desaparecido y me encontré de nuevo junto a la palmera del pequeño oasis, en el que la noche antes me había detenido para descansar!»

Creí que se trataba de un sueño y resolví abandonar la búsqueda del camello extraviado y tratar de reunirme de nuevo con el resto de la caravana. Pero, por el camino, tropecé con un anciano sacerdote mahometano, a quien relaté lo que yo creía un sueño. Y el anciano, versado en las tradiciones y las leyendas de sus país, afirmó que aquella ciudad maravillosa no era fruto de mi imaginación ni de mis sueños, sino que era ese Jardín del Irán, tan cantado por los poetas. «Su origen se remonta a los tiempos en que esas tierras eran habitadas por los additas -me explicó-. Les gobernaba el rey Sheddad, bisnieto de Noé, que fue quien mandó construir esa espléndida ciudad, adornándola con vergeles y jardines maravillosos, más hermosos que los mismos que adornan el paraíso del que nos habla el Corán. Y, después, admirado de su propia obra, se mandó construir en el centro un palacio suntuoso, digno de un dios. Pero tanta presunción fue castigada. Alá barrio la ciudad de la superficie de la tierra y con ella todos aquellos jardines de ensueño. Y desde entonces permanece oculta a los ojos de los mortales y sólo en algunas ocasiones se manifiesta, como ejemplo del castigo que espera a los vanidosos.»

- Esta es la historia, ¡oh, rey! Pero he de añadir que aquellos palacios suntuosos, y principalmente aquellos jardines y vergeles de ensueño, permanecieron grabados en mi imaginación, sin que ya nunca más llegara a olvidarlos. Por eso, cuando años más tarde conseguí apoderarme del «Libro de la Sabiduría», marché a aquel mismo lugar y allí, gracias a los conocimientos que ahora poseía, conseguí que de nuevo apareciesen a mi vista aquellas maravillas. Y los genios que las habitan, obedeciendo también a mi mágico poder, me revelaron todos los secretos de aquellos jardines. Por eso, si lo deseáis, puedo construir para vos, un palacio y un jardín superiores incluso en belleza a esos de los que os hablo. E igualmente invisibles a los ojos de los mortales.

- ¡Qué gran sabio eres, hijo de Abú Ajib! exclamó el rey, que había escuchado atentamente todo cuanto el sabio astrólogo le había explicado-. Si me construyes un palacio y unos jardines como esos, te recompensaré regalándote la mitad de mi reino.

- ¿Para qué necesito riquezas, si poseo el «Libro de la Sabiduría?» -contestó el astrólogo despectivo-. Sólo te pido que, como recompensa por mi obra, me regales el primer animal, con su carga, que pase por la puerta mágica del palacio.

«¡Qué tontos e ingenuos son todos los sabios!», pensó el rey, apresurándose a aceptar aquella humilde petición.

Aquel mismo día se inició la obra. En la cumbre de la colina, encima de su propia vivienda subterránea, hizo construir el sabio un patio rodeado de gruesos muros y, en el centro, una torre con una puerta muy fuerte, encima de la cual grabó una mano gigantesca y a uno de los lados, una llave de enormes proporciones. Esos signos los esculpió él personalmente y, mientras hacía ese trabajo, murmuraba frases en lengua desconocida.

Después se encerró en sus aposentos durante dos días y dos noches, entregado a sus secretos encantamientos. El tercer día volvió a la cumbre de la colina, donde permaneció, completamente solo, por espacio de varias horas hasta que, cuando era ya noche cerrada, se presentó ante Aben Habuz.

- Mi obra ya está terminada, ¡oh, rey! -le dijo-. Sobre la cumbre de la colina se levanta el más suntuoso palacio, que jamás ojos humanos han contemplado. Sus jardines son los más bellos que imaginación alguna pueda soñar. En el palacio encontraréis salones, baños, cámaras, galerías suntuosas..., en el jardín, los mejores árboles frutales, las flores más exóticas y raras. Y, al igual que el mágico jardín del Irán, está protegido por un encanto que lo hace invisible a los ojos de los mortales, excepto, claro está de los que poseen el secreto de tales encantos.

- ¡Maravilloso! -exclamó el rey, entusiasmado-. Mañana mismo, en cuanto el sol apunte en el horizonte, me instalaré en ese palacio.

¡Qué nerviosismo el del rey durante toda la noche! Le parecía que las horas transcurrían con mayor lentitud que nunca, en su impaciencia por verse ya instalado en el mágico palacio. Se levantó por el alba y antes de una hora ya estaba dispuesto para la partida, montado en su brioso corcel árabe. A su lado, más hermosa y también más misteriosa que nunca, la princesa cabalgaba un caballo completamente blanco, y los rayos del sol se reflejaban en las esmeraldas y los brillantes que adornaban su traje de seda fina, y el laúd de plata, que jamás abandonaba.

Al otro lado del rey se colocó el sabio astrólogo Ibrahim, pero a pie, porque no le gustaba cabalgar y apoyándose en su bastón, inició la marcha hacia la cumbre de la colina.

Ya casi habían llegado y Aben Habuz aún no conseguía ver el maravilloso palacio que su astrólogo le había prometido.

- Paciencia, señor -dijo Ibrahim-. Ya os expliqué que se trata de un palacio mágico. Nadie puede verlo, mientras no haya traspuesto los muros que lo rodean. Esa es precisamente su salvaguarda.

Por fin llegaron a la puerta.

- Fijaos en esa llave gigantesca y en la mano, no menos gigantesca, labradas encima y a uno de los lados de la puerta ­dijo el sabio, dirigiéndose al rey-. En tanto esa mano no llegue a apoderarse de la llave, nadie en el mundo podrá atentar contra vuestra seguridad.

El rey contempló con asombro aquellos signos y tan embebido estaba en esa contemplación, que no advirtió cómo el caballo blanco de la princesa se adelantaba y pasaba por la puerta, hasta llegar al centro del patio. El grito alborozado del sabio astrólogo, le hizo volver a la realidad.

- ¡Esa es la recompensa que me prometisteis, ¡oh, poderoso señor, soberano de Granada! -exclamó Ibrahim-. El caballo blanco de la princesa ha sido el primer animal que ha pasado por la puerta. Mío es, con su carga.

Al principio Aben Habuz creyó que se trataba de una broma del sabio. Pero cuando advirtió que no era así, se enojó terriblemente:

- ¡No te consiento esa impertinencia! -le dijo-. Prometí regalarte el primer animal con su carga, que atravesara esa puerta. Toma pues la más robusta de mis mulas o el mejor de mis caballos árabes, cárgalo con cuantas joyas o tesoros desees, y hazlo pasar por esa puerta. Y tuyo será. Pero no pretendas, ni aún en broma quedarte con la que es la luz de mi corazón.

- ¡Bah! ¿Para qué quiero tesoros, si mi «Libro de la Sabiduría» puede proporcionarme todas las riquezas de la tierra? ­contestó Ibrahim-. Entregadme a la princesa, poderoso señor. Me pertenece por derecho.

La princesa, inmóvil encima de su blanca cabalgadura, escuchaba aquella discusión que mantenían los dos ancianos, erguida y orgullosa.

Por fin Aben Habuz ya no pudo contener por más tiempo su indignación y sin medir sus palabras, gritó:

- ¡Eres un miserable, hijo del desierto! No niego tu gran saber, pero debes reconocerme como a tu señor, y respetarme como a tu rey soberano. ¡De lo contrario te castigaré!

- ¡Mi señor...! ¡Mi rey...! ¿De verdad pretendéis castigarme si no os respeto? -replicó con burla el sabio astrólogo-. ¡Sois muy imprudente, señor! ¿Olvidáis acaso que vuestro reino es sólo una pobre madriguera, comparada con los palacios que yo puedo poseer en cuanto lo desee? ¡Adiós, Aben Habuz! Seguid gobernando vuestras pobres tierras y gozad del halago de vuestros cortesanos. Yo me retiro para siempre a mi morada, desde donde me divertiré viendo las desdichas que, por vuestra imprudencia y vuestro orgullo, desencadenáis sobre vuestra propia cabeza.

Y dichas esas palabras, el sabio Ibrahim tomó con su mano las riendas del caballo blanco de la princesa y dio tres golpes en el suelo, con su bastón. Y, al punto, la tierra se abrió bajo sus pies, tragándoselo a él y también a la princesa, sin que quedase ni una huella suya en la superficie.

El rey se quedó mudo de asombro durante unos instantes. Pero no tardó en reaccionar, ordenando a sus hombres que cavasen la tierra, por donde el astrólogo había desaparecido. Pero aun cuando cavaron y cavaron durante horas, sólo encontraron tierra que de nuevo volvía a caer en el hoyo, tapándolo. Cuando el rey se convenció de la inutilidad de estos esfuerzos, mandó buscar la entrada que, en la ladera, conducía a los aposentos que ocupaba el sabio astrólogo. Pero incluso la entrada había desaparecido y tampoco pudieron encontrarla, porque por aquellos parajes la piedra era tan fuerte, que todas las herramientas se rompían, antes de conseguir horadarla.

El pesar del rey no conoció limites. No sólo había perdido a la princesa, sino que en cuanto Ibrahim hubo desaparecido, el jinete moro perdió todo su poder mágico y permaneció inmóvil, para siempre, apuntando con su lanza el lugar por donde se habla hundido el sabio astrólogo.

Y su tortura era aún mayor porque, de vez en cuando, oía en la lejanía el dulce y armonioso sonar del laúd de plata de la princesa y a pesar de oírse muy débil, le impedía por completo conciliar el sueño.

Por fin, un día, un pobre pastor pidió ser conducido a su presencia y cuando lo consiguió le dijo que la noche antes había encontrado una grieta en la montaña. Penetró por ella y llegó a ver un gran salón subterráneo, decorado y adornado con tal suntuosidad y riqueza, como jamás viera otro igual en su vida. Y, tendido en uno de los divanes, se hallaba el anciano sabio Ibrahim, dormitando al son del laúd de plata, que la princesa tocaba con singular maestría.

El rey mandó buscar la grieta de la que hablaba el pastor. Pero también ese último intento fue inútil. Como el propio Ibrahim le dijera al rey, el hechizo de la llave y la mano, era demasiado grande y poderoso para que ningún humano pudiera vencerlo. Por eso la cumbre de la montaña siguió estando siempre desnuda a los ojos de los mortales, por lo que los habitantes de Granada terminaron llamándole «La locura del Rey» o «El Paraíso del loco».

En cuanto al desdichado Aben Habuz, ya nunca más pudo gozar de un sólo día de paz y tranquilidad. Vivía atormentado, no sólo pensando en la princesa que el sabio astrólogo mantenía cautiva en el interior de la montaña, sino también por las continuas incursiones de sus enemigos, que, al ver que ya no le protegía ningún poder mágico, pronto comenzaron a asolar de nuevo sus tierras, robándole riquezas y hombres.

Hasta que al fin murió.

Desde entonces han transcurrido muchos siglos. Y sobre aquella montaña se ha construido La Alhambra, una maravilla comparable sin duda al magnífico jardín del Irán, del que el sabio astrólogo habló al rey.

Pero las sencillas gentes, que tan fácilmente creen en leyendas, aún hoy aseguran oír, en ocasiones, lejano y dulce, el melodioso sonido del laúd de plata, con el cual la bella princesa hechicera mantiene preso al astrólogo árabe Ibrahim Eben Abú Ajib, cuya magia la encerró en el interior de aquella montaña.

Cuando vayáis a Granada preguntad por él. A lo mejor también vosotros conseguís escuchar las maravillosas notas del laúd encantado.

Fin.



El Águila, el León y el Murciélago

El Águila, el León y el Murciélago (Tradición Popular)

Cuentan los muy ancianos que en tiempos remotos el águila y el león se repartían el gobierno de los animales. Reinaba el león sobre osos, lobos y demás cuadrúpedos que poblaban el planeta. El águila, por su parte, dictaba prudentes reglamentos que regían la vida y costumbres de las aves. Un día se reunieron ambos soberanos.

- ¡ Has de saber que el murciélago me ocasiona problemas ! - dijo el águila -. ¡Cuando le beneficia dice que es un pájaro y se mezcla con ellos, alegando que como ellos, vuela ! ¡ Pero cuando su interés reside en librarse de mis leyes, dice que es un mamífero y, por lo tanto, una bestía de tu juridicción y vasallo de tu imperio !

- ¡ Vaya con el avechucho ! - respondió el león enfadado -. ¡ Cuando intento someterle a las reglas con que gobierno a los cuadrúpedos, se niega a obedecerlas, alegando que, como vuela es un ave de las tuyas !

-¡ Pues yo no le quiero en mi reino ! - exclamó el águila.

- ¡ Ni yo en el mío decidió el león ! , convencidos ambos de que el murciélago era un pícaro, sólo dispuesto a desobedecer.

Moraleja

Quien tome dos partidos saldrá perjudicado:

será, con desconfianza, por ambos despreciado.


Anaconda

Anaconda

Anaconda

Autor : Horacio Quiroga.

Anaconda

I

Eran las diez de la noche y hacía un calor sofocante. El tiempo cargado pesaba sobre la selva, sin un soplo de viento. El cielo de carbón se entreabría de vez en cuando en sordos relámpagos de un extremo a otro del horizonte; pero el chubasco silbante del sur estaba aún lejos.

Por un sendero de vacas en pleno espartillo blanco, avanzaba Lanceolada, con la lentitud genérica de las víboras. Era una hermosísima yarará de un metro cincuenta, con los negros ángulos de su flanco bien cortados en sierra, escama por escama. Avanzaba tanteando la seguridad del terreno con la lengua, que en los ofidios reemplaza pertectamente a los dedos.

Iba de caza. AI llegar a un cruce de senderos se detuvo, se arrolló prolijamente sobre sí misma removióse aún un momento acomodándose y después de bajar la cabeza al nivel de sus anillos, asentó la mandíbula inferior y esperó inmóvil. Minuto tras minuto esperó cinco horas. AI cabo de este tiempo continuaba en igual inmovilidad. ¡Mala noche! Comenzaba a romper el día e iba a retirarse, cuando cambió de idea. Sobre el cielo lívido del este se recortaba una inmensa sombra.

-Quisiera pasar cerca de la Casa -se dijo la yarará-. Hace días que siento ruido, y es menester estar alerta....

Y marchó prudentemente hacia la sombra.

La casa a que hacía referencia Lanceolada era un viejo edificio de tablas rodeado de corredores y todo blanqueado. En torno se levantaban dos o tres galpones. Desde tiempo inmemorial el edificio había estado deshabitado. Ahora se sentían ruidos insólitos, golpes de fierros, relinchos de caballo, conjunto de cosas en que trascendía a la legua la presencia del Hombre. Mal asunto...

Pero era preciso asegurarse, y Lanceolada lo hizo mucho más pronto de lo que hubiera querido.

Un inequívoco ruido de puerta abierta llegó a sus oídos. La víbora irguió la cabeza, y mientras notaba que una rubia claridad en el horizonte anunciaba la aurora, vio una angosta sombra, alta y robusta, que avanzaba hacia ella. Oyó también el ruido de las pisadas -el golpe seguro, pleno, enormemente distanciado que denunciaba también a la legua al enemigo.

-¡El Hombre! -murmuró Lanceolada. Y rápida como el rayo se arrolló en guardia.

La sombra estuvo sobre ella. Un enorme pie cayó a su lado, y la yarará, con toda la violencia de un ataque al que jugaba la vida, lanzó la cabeza contra aquello y la recogió a la posición anterior.

El Hombre se detuvo: había creído sentir un golpe en las botas. Miró el yuyo a su rededor sin mover los pies de su lugar; pero nada vio en la oscuridad apenas rota por el vago día naciente, y siguió adelante.

Pero Lanceolada vio que la Casa comenzaba a vivir, esta vez real y efectivamente con la vida del Hombre. La yarará emprendió la retirada a su cubil llevando consigo la seguridad de que aquel acto nocturno no era sino el prólogo, del gran drama a desarrollarse en breve.

II

AI día siguiente, la primera preocupación de Lanceolada fue el peligro que con la llegada del Hombre se cernía sobre la Familia entera. Hombre y Devastación son sinónimos desde tiempo inmemorial en el Pueblo entero de los Animales. Para las víboras en particular, el desastre se personificaba en dos horrores: el machete escudriñando, revolviendo el vientre mismo de la selva, y el fuego aniquilando el bosque en seguida, y con él los recónditos cubiles.

Tornábase, pues, urgente prevenir aquello. Lanceolada esperó la nueva noche para ponerse en campaña. Sin gran trabajo halló a dos compañeras, que lanzaron la voz de alarma. Ella, por su parte, recorrió hasta las doce los lugares más indicados para un feliz encuentro, con suerte tal que a las dos de la mañana el Congreso se hallaba, si no en pleno, por lo menos con mayoría de especies para decidir qué se haría.

En la base de un murallón de piedra viva, de cinco metros de altura, y en pleno bosque, desde luego, existía una caverna disimulada por los helechos que obstruían casi la entrada. servía de guarida desde mucho tiempo atrás a Terrífica, una serpiente de cascabel, vieja entre las viejas, cuya cola contaba treinta y dos cascabeles. Su largo no pasaba de un metro cuarenta, pero en cambio su grueso alcanzaba al de una botella. Magnífico ejemplar, cruzada de rombos amarillos; vigorosa, tenaz, capaz de quedar siete horas en el mismo lugar frente al enemigo, pronta a enderezar los colmillos con canal interno que son, como se sabe, si no los más grandes, los más admirablemente constituidos de todas las serpientes venenosas.

Fue allí en consecuencia donde, ante la inminencia del peligro y presidido por la víbora de cascabel, se reunió el Congreso de las Víboras. Estaban allí, fuera de Lanceolada y Terrífica, las demás yararás del país: La pequeña Coatiarita, benjamín de la Familia, con La línea rojiza de sus costados bien visible y su cabeza particularmente afilada. Estaba allí, negligentemente tendida como si se tratara de todo menos de hacer admirar las curvas blancas y cafés de su lomo sobre largas bandas color salmón, la esbelta Neuwied, dechado de belleza, y que había guardado para sí el nombre del naturalista que determinó su especie. Estaba Cruzada -que en el sur llaman víbora de La cruz-, potente y audaz rival de Neuwied en punto a belleza de dibujo. Estaba Atroz, de nombre suficientemente fatídico; y por último, Urutú Dorado, la yararacusú, disimulando discretamente en el fondo de La caverna sus ciento setenta centímetros de terciopelo negro cruzado oblicuamente por bandas de oro.

Es de notar que las especies del formidable género Lachesis, o yararás, a que pertenecían todas las congresales menos Terrífica, sostienen una vieja rivalidad por la belleza del dibujo y el color. Pocos seres, en efecto, tan bien dotados como ellos.

Según las leyes de las víboras, ninguna especie poco abundante y sin dominio real en el país puede presidir las asambleas del Imperio. Por esto Urutú Dorado, magnífico animal de muerte, pero cuya especie es más bien rara, no pretendía este honor, cediéndolo de buen grado a la víbora de cascabel, más débil, pero que abunda milagrosamente.

El Congreso estaba, pues, en mayoría, y Terrífica abrió la sesión.

-¡Compañeras! -dijo-. Hemos sido todas enteradas por Lanceolada de la presencia nefasta del Hombre. Creo interpretar el anhelo de todas nosotras, al tratar de salvar nuestro Imperio de la invasión enemiga. Sólo un medio cabe, pues la experiencia nos dice que el abandono del terreno no remedia nada. Este medio, ustedes lo saben bien, es la guerra al Hombre, sin tregua ni cuartel, desde esta noche misma, a la cual cada especie aportará sus virtudes. Me halaga en esta circunstancia olvidar mi especificación humana: no soy ahora una serpiente de cascabel; soy una yarará, como ustedes. Las yararás, que tienen a la Muerte por negro pabellón. ¡Nosotras somos la Muerte, compañeras! Y entre tanto, que alguna de las presentes proponga un plan de campaña.

Nadie ignora, por lo menos en el Imperio de las Víboras, que todo lo que Terrífica tiene de largo en sus colmillos, lo tiene de corto en su inteligencia. Ella lo sabe también, y aunque incapaz por lo tanto de idear plan alguno, posee, a fuerza de vieja reina, el suficiente tacto para callarse.

Entonces Cruzada, desperezándose, dijo:

-Soy de la opinión de Terrífica, y considero que mientras no tengamos un plan, nada podemos ni debemos hacer. Lo que lamento es la falta en este Congreso de nuestra primas sin veneno: las Culebras.

Se hizo un largo silencio. Evidentemente, la proposición no halagaba a las víboras. Cruzada se sonrió de un modo vago y continuó:

-Lamento lo que pasa. Pero quisiera solamente recordar esto: Si entre todas nosotras pretendiéramos vencer a una culebra, no lo conseguiríamos. Nada más quiero decir.

-Si es por su resistencia al veneno -objetó perezosamente Urutú Dorado, desde el fondo del antro-, creo que yo sola me encargaría de desengañarlas.

-No se trata de veneno -replicó desdeñosamente Cruzada-. Yo también me bastaría... -agregó con una mirada de reojo a la yararacusú-. Se trata de su fuerza, de su destreza, de su nerviosidad, como quiera llamársele. Cualidades de lucha que nadie pretenderá negar a nuestras primas. Insisto en que en una campaña como la que queremos emprender, las serpientes nos serán de gran utilidad; más: de imprescindible necesidad.

Pero la proposición desagradaba siempre.

-¿Por qué las culebras? -exclamó Atroz-. Son despreciables.

-Tienen ojos de pescado-agregó la presuntuosa Coatiarita.

-¡Me dan asco! -protestó desdeñosamente Lanceolada.

-Tal vez sea otra cosa la que te dan.... -murmuró Cruzada mirándola de reojo.

-¿A mí? -silbó Lanceolada, irguiéndose-. ¡Te advierto que haces mala figura aquí, defendiendo a esos gusanos corredores!

-Si te oyen las Cazadoras... -murmuró irónicamente Cruzada.

Pero al oír este nombre, Cazadoras, la asamblea entera se agitó.

-¡No hay para qué decir eso! -gritaron-. ¡Ellas son culebras, y nada más!

-¡Ellas se llaman a sí mismas las Cazadoras! -replicó secamente Cruzada-. Y estamos en Congreso.

También desde tiempo inmemorial es fama entre las víboras la rivalidad particular de las dos yararás: Lanceolada, hija del extremo norte, y Cruzada, cuyo hábitat se extiende más al sur. Cuestión de coquetería en punto a belleza, según las culebras.

-¡Vamos, vamos! -intervino Terrífica-. Que Cruzada explique para qué quiere la ayuda de las culebras, siendo así que no representan la Muerte como nosotras.

-¡Para esto! -replicó Cruzada ya en calma-. Es indispensable saber qué hace el Hombre en la casa; y para ello se precisa ir hasta allá, a la casa misma. Ahora bien, la empresa no es fácil, porque si el pabellón de nuestra especie es la Muerte, el pabellón del Hombre es también la Muerte, y bastante más rápida que la nuestra.. Las culebras nos aventajan inmensamente en agilidad. Cualquiera de nosotras iría y vería. Pero ¿volvería? Nadie mejor para esto que la Ñacaniná. Estas exploraciones forman parte de sus hábitos diarios, y podría, trepada al techo, ver, oir y regresar a informarnos antes de que sea de día.

La proposición era tan razonable que esta vez la asamblea entera asintió, aunque con un resto de desagrado.

-¿Quién va a buscarla? -preguntaron varias voces.

Cruzada desprendió la cola de un tronco y se deslizó afuera.

-¡Voy yo! -dijo-. En seguida vuelvo.

-¡Eso es! -le lanzó Lanceolada de atrás-. ¡Tú que eres su protectora la hallarás en seguida!

Cruzada tuvo aún tiempo de volver la cabeza hacia ella, y le sacó la lengua, reto a largo plazo.

III

Cruzada halló a la Ñacaniná cuando ésta trepaba a un árbol.

-¡Eh, Ñacaniná! -llamó con un leve silbido.

La Ñacaniná oyó su nombre; pero se abstuvo prudentemente de contestar hasta nueva llamada.

-¡Ñacaniná! -repitió Cruzada, levantando medio tono su silbido.

-¿Quién me llama? -respondió la culebra.

-¡Soy yo, Cruzada!...

-¡Ah, la prima!.... ¿qué quieres, prima adorada?

-No se trata de bromas, Ñacaniná... ¿Sabes lo que pasa en la Casa?

-Sí, que ha llegado el Hombre... ¿qué más?

-Y, ¿sabes que estamos en Congreso?

-¡Ah, no; esto no lo sabía! -repuso la Ñacaniná deslizándose cabeza abajo contra el árbol, con tanta seguridad como si marchara sobre un plano horizontal-. Algo grave debe pasar para eso... ¿Qué ocurre?

-Por el momento, nada; pero nos hemos reunido en Congreso precisamente para evitar que nos ocurra algo. En dos palabras: se sabe que hay varios hombres en la Casa, y que se van a quedar definitivamente. Es la Muerte para nosotras.

-Yo creía que ustedes eran la Muerte por sí mismas... ¡No se cansan de repetirlo! -murmuró irónicamente la culebra.

-¡Dejemos esto! Necesitamos de tu ayuda, Ñacaniná.

-¿Para qué? ¡Yo no tengo nada que ver aquí!

-¿Quién sabe? Para desgracia tuya, te pareces bastante a nosotras; las Venenosas. Defendiendo nuestros intereses, defiendes los tuyos.

-¡Comprendo! -repuso la Ñacanina después de un momento en el que valoró la suma de contingencias desfavorables para ella por aquella semejanza.

-Bueno; ¿contamos contigo?

-¿Qué debo hacer?

-Muy poco. Ir en seguida a la Casa, y arreglarte allí de modo que veas y oigas lo que pasa.

-¡No es mucho, no! -repuso negligentemente Ñacaniná, restregando la cabeza contra el tronco-. Pero es el caso agregó- que allá arriba tengo la cena segura... Una pava del monte a la que desde anteayer se le ha puesto en el copete anidar allí.

-Tal vez allá encuentres algo que comer -la consoló suavemente Cruzada.

Su prima la miró de reojo.

-Bueno en marcha -reanudó la yarará-. Pasemos primero por el Congreso.

-¡Ah, no! -protestó la Ñacaniná-. ¡Eso no! ¡Les hago a ustedes el favor, y en paz! Iré al Congreso cuando vuelva.... si vuelvo. Pero ver antes de tiempo la cáscara rugosa de Terrífica, los ojos de ratón de Lanceolada y la cara estúpida de Coralina. ¡Eso, no!

-No está Coralina.

-¡No importa! Con el resto tengo bastante.

-¡Bueno, bueno! -repuso Cruzada, que no quería hacer hincapié-. Pero si no disminuyes un poco la marcha, no te sigo.

En efecto, aun a todo correr, la yarará no podía acompañar el deslizar veloz de la Ñacaniná.

-Quédate, ya estás cerca de las otras -contestó la culebra. Y se lanzó a toda velocidad, dejando en un segundo atrás a su prima Venenosa.

IV

Un cuarto de hora después la Cazadora llegaba a su destino. Velaban todavía en la Casa. Por las puertas, abiertas de par en par, salían chorros de luz, y ya desde lejos la Ñacaniná pudo ver cuatro hombres sentados alrededor de la mesa.

Para llegar con impunidad sólo faltaba evitar el problemático tropiezo con un perro. ¿Los habría? Mucho lo temía Ñacaniná. Por esto deslizóse adelante con gran cautela, sobre todo cuando llegó ante el corredor.

Ya en él, observó con atención. Ni enfrente, ni a la derecha, ni a la izquierda había perro alguno. Sólo allá, en el corredor opuesto y que la culebra podía ver por entre las piernas de los hombres, un perro negro dormía echado de costado.

-La plaza, pues, estaba libre. Como desde el lugar en que se encontraba podía oír, pero no ver el panorama entero de los hombres hablando, la Culebra, tras una ojeada arriba, tuvo lo que deseaba en un momento. Trepó por una escalera recostada a la pared bajo el corredor y se instaló en el espacio libre entre pared y techo, tendida sobre el tirante. Pero por más precauciones que tomara al deslizarse, un viejo clavo cayó al suelo y un hombre levantó los ojos.

-¡Se acabó! -se dijo Ñacaniná, conteniendo la respiración.

Otro hombre miró también arriba.

-¿Qué hay? -preguntó.

-Nada -repuso el primero Me pareció ver algo negro por allá.

-Una rata.

-Se equivocó el Hombre -murmuró para sí la culebra.

-Alguna Ñacaniná.

-Acertó el otro Hombre -murmuró de nuevo la aludida, aprestándose a la lucha.

Pero los hombres bajaron de nuevo la vista, y la Ñacaniná vio y oyó durante media hora.

V

La Casa, motivo de preocupación de la selva, habíase convertido en establecimiento científico de la más grande importancia. Conocida ya desde tiempo atrás la particular riqueza en víboras de aquel rincón del territorio, el Gobierno de la Nación había decidido la creación de un Instituto de Seroterapia Ofídica, donde se prepararían sueros contra el veneno de las víboras. La abundancia de éstas es un punto capital, pues nadie ignora que la carencia de víboras de que extraer el veneno es el principal inconveniente para una vasta y segura preparación del suero.

El nuevo establecimiento podía comenzar casi en seguida, porque contaba con dos animales -un caballo y una mula- ya en vías de completa inmunización. Habíase logrado organizar el laboratorio y el serpentario Este último prometía enriquecerse de un modo asombroso, por más que el Instituto hubiera llevado consigo no pocas serpientes venenosas, las mismas que servían para inmunizar a los animales citados. Pero si se tiene en cuenta que un caballo, en su último grado de inmunización, necesita seis gramos de veneno en cada inyección (cantidad suficiente desde para matar doscientos cincuenta caballos), se comprenderá que deba ser muy grande el número de víboras en disponibilidad que requiere un Instituto del género.

Los días, duros al principio, de una instalación en la selva, mantenían al personal superior del Instituto en vela hasta media noche, entre planes de laboratorio y demás.

-Y los caballos, ¿cómo están hoy? -preguntó uno, de lentes negros, y que parecía ser el jefe del Instituto.

-Muy caídos -repuso otro-. Si no podemos hacer una buena recolección en estos días...

La Ñacaniná, inmóvil sobre el tirante, ojos y oídos alertos, comenzaba a tranquilizarse.

-Me parece -Se dijo- que las primas venenosas se han llevado un susto magnífico. De estos hombres no hay gran cosa que temer....

Y avanzando más la cabeza, a tal punto que su nariz pasaba ya de la línea del tirante, observó con más atención.

Pero un contratiempo evoca otro.

-Hemos tenido hoy un día malo -agregó uno-. Cinco tubos de ensayo se han roto....

La Ñacaniná sentíase cada vez más inclinada a la compasión. -¡Pobre gente! -murmuró-. Se les han roto cinco tubos...

Y se disponía o abandonar su escondite para explorar aquella inocente casa, cuando oyó:

-En cambio, las víboras están magníficas... Parece sentarles el país.

-¿Eh? -dio una sacudida la culebra, jugando velozmente con la lengua-. ¿Qué dice ese pelado de traje blanco?

Pero el hombre proseguía:

Para ellas, sí, el lugar me parece ideal... Y las necesitamos urgentemente, los caballos y nosotros.

-Por suerte, vamos a hacer una famosa cacería de víboras en este país. No hay duda de que es el país de las víboras.

-Hum..., hum..., hum... -murmuró Ñacaniná, arrollándose. en el tirante cuanto le fue posible- Las cosas comienzan a ser un poco distintas... Hay que quedar un poco más con esta buena gente... Se aprenden cosas curiosas.

Tantas cosas curiosas oyó, que cuando, al cabo de media hora, quiso retirarse, el exceso de sabiduría adquirida le hizo hacer un falso movimiento, y la tercera parte de su cuerpo cayó, golpeando la pared de tablas. Como había caído de cabeza, en un instante la tuvo enderezada hacia la mesa, la lengua vibrante.

La Ñacaniná, cuyo largo puede alcanzar a tres metros, es valiente, con seguridad la más valiente de nuestras serpientes. Resiste un ataque serio del hombre, que es inmensamente mayor que ella, y hace frente siempre. Como su propio coraje le hace creer que es muy temida, la nuestra se sorprendió un poco al ver que los hombres, enterados de lo que se trataba, se echaban a reír tranquilos.

-Es una Ñacaniná... Mejor; así nos limpiará la casa de ratas.

-¿Ratas?... -silbó la otra. Y como continuaba provocativa, un hombre se levantó al fin.

-Por útil que sea, no deja de ser un mal bicho... Una de estas noches la voy a encontrar buscando ratones dentro de mi cama...

Y cogiendo un palo próximo, lo lanzó contra la Ñacaniná a todo vuelo. El palo pasó silbando junto a la cabeza de la intrusa y golpeó con terrible estruendo la pared.

Hay ataque y ataque. Fuera de la selva y entre cuatro hombres, la Ñacaniná no se hallaba a gusto. Se retiró a escape, concentrando toda su energía en la cualidad que, conjuntamente con el valor, forman sus dos facultades primas: la velocidad para correr.

Perseguida por los ladridos del perro, y aun rastreada buen trecho por éste -lo que abrió nueva luz respecto a las gentes aquellas-, la culebra llegó a la caverna. Pasó por encima de Lanceolada y Atroz, y se arrolló a descansar, muerta de fatiga.

VI

-¡Por fin! -exclamaron todas, rodeando a la exploradora-. Creíamos que te ibas a quedar con tus amigos los hombres...

-¡Hum!... -murmuró Ñacaniná.

-¿Qué nuevas nos traes? -preguntó Terrífica.

-¿Debemos esperar un ataque, o no tomar en cuenta a los Hombres?

-Tal vez fuera mejor esto... Y pasar al otro lado del río repuso Ñacaniná.

-¿Qué?... ¿Cómo?... -saltaron todas-. ¿Estás loca?

-Oigan, primero. -¡Cuenta, entonces!

Y Ñacaniná contó todo lo que había visto y oído: la instalación del Instituto Seroterápico, sus planes, sus fines y la decisión de los hombres de cazar cuanta víbora hubiera en el país.

-¡Cazarnos! -saltaron Urutú Dorado, Cruzada y Lanceolada, heridas en lo más vivo de su orgullo-. ¡Matarnos, querrás decir!

-¡No! ¡Cazarlas, nada más! Encerrarlas, darles bien de comer y extraerles cada veinte días el veneno. ¿Quieren vida más dulce?

La asamblea quedó estupefacta. Ñacaniná había explicado muy bien el fin de esta recolección de veneno; pero lo que no había explicado eran los medios para llegar a obtener el suero.

¡Un suero antivenenoso! Es decir, la curación asegurada, la inmunización de hombres y animales contra la mordedura; la Familia entera condenada a perecer de hambre en plena selva natal.

-¡Exactamente! -apoyó Ñacaniná-. .No se trata sino de esto.

Para la Ñacaniná, el peligro previsto era mucho menor. ¿Qué le importaba a ella y sus hermanas las cazadoras- a ellas, que cazaban a diente limpio, a fuerza de músculos que los animales estuvieran o no inmunizados? Un solo punto obscuro veía ella, y es el excesivo parecido de una culebra con una víbora, que favorecía confusiones mortales. De ahí el interés de la culebra en suprimir el Instituto.

-Yo me ofrezco a empezar la campaña -dijo Cruzada.

-¿Tienes un plan? -preguntó ansiosa Terrífica, siempre falta de ideas.

-Ninguno. iré sencillamente mañana en la tarde a tropezar con alguien.

-¡Ten cuidado! -le dijo Ñacaniná, con voz persuasiva-. Hay varias jaulas vacías... ¡Ah, me olvidaba! -agregó, dirigiéndose a Cruzada-. Hace un rato, cuando salí de allí... Hay un perro negro muy peludo... Creo que sigue el rastro de una víbora... ¡Ten cuidado!

-¡Allá veremos! Pero pido que se llame a Congreso pleno para mañana en la noche. Si yo no puedo asistir, tanto peor...

Mas la asamblea había caído en nueva sorpresa.

-¿Perro que sigue nuestro rastro?... ¿Estás segura?

-Casi. ¡Ojo con ese perro, porque puede hacemos más daño que todos los hombres juntos!

-Yo me encargo de él -exclamó Terrífica, contenta de (sin mayor esfuerzo mental) poder poner en juego sus glándulas de veneno, que a la menor contracción nerviosa se escurría por el canal de los colmillos.

Pero ya cada víbora se disponía a hacer correr la palabra en su distrito, y a Ñacaniná, gran trepadora, se le encomendó especialmente llevar la voz de alerta a los árboles, reino preferido de las culebras.

A las tres de la mañana la asamblea se disolvió. Las víboras, vueltas a la vida normal, se alejaron en distintas direcciones, desconocidas ya las unas para las otras, silenciosas, sombrías, mientras en el fondo de la caverna la serpiente de cascabel quedaba arrollada e inmóvil fijando sus duros ojos de vidrio en un ensueño de mil perros paralizados.

VII

Era la una de la tarde. Por el campo de fuego, al resguardo de las matas de espartillo, se arrastraba Cruzada hacia la Casa. No llevaba otra idea, ni creía necesaria tener otra, que matar al primer hombre que se pusiera a su encuentro. Llegó al corredor y se arrolló allí, esperando. Pasó así media hora. El calor sofocante que reinaba desde tres días atrás comenzaba a pesar sobre los ojos de la yarará, cuando un temblor sordo avanzó desde la pieza. La puerta estaba abierta, y ante la víbora, a treinta centímetros de su cabeza, apareció el perro, el perro negro y peludo, con los ojos entornados de sueño.

-¡Maldita bestia!... -se dijo Cruzada-. Hubiera preferido un hombre.

En ese instante el perro se detuvo husmeando y volvió la cabeza... ¡Tarde ya! Ahogó un aullido de sorpresa y movió desesperadamente el hocico mordido.

-Ya tiene éste su asunto listo... -murmuró Cruzada, replegándose de nuevo. Pero cuando el perro iba a lanzarse sobre la víbora, sintió los pasos de su amo y se arqueó ladrando a la yarará. El hombre de los lentes ahumados apareció junto a Cruzada.

-¿Qué pasa? -preguntaron desde el otro corredor.

-Una Alternatus... Buen ejemplar -respondió el hombre. Y antes que la víbora hubiera podido defenderse, sintióse estrangulada en una especie de prensa afirmada al extremo de un palo.

La yarará crujió de orgullo al verse así; lanzó su cuerpo a todos lados, trató en vano de recoger el cuerpo y arrollarlo en el palo. Imposible; le faltaba el punto de apoyo en la cola, el famoso punto de apoyo sin el cual una poderosa boa se encuentra reducida a la más vergonzosa impotencia. El hombre la llevó así colgando, y fue arrojada en el Serpentario.

Constituíalo un simple espacio de tierra cercado con chapas de cinc liso, provisto de algunas jaulas, y que albergaba a treinta o cuarenta víboras. Cruzada cayó en tierra y se mantuvo un momento arrollada y congestionada bajo el sol de fuego.

La instalación era evidentemente provisional; grandes y chatos cajones alquitranados servían de bañadera a las víboras, y varias casillas y piedras amontonadas ofrecían reparo a los huéspedes de ese paraíso improvisado.

Un instante después la yarará se veía rodeada y pasada por encima por cinco o seis compañeras que iban a reconocer su especie.

Cruzada las conocía a todas; pero no así a una gran víbora que se bañaba en una jaula cerrada con tejido de alambre. ¿Quién era? Era absolutamente desconocida para la yarará. Curiosa a su vez se acercó lentamente.

Se acercó tanto, que la otra se irguió. Cruzada ahogó un silbido de estupor, mientras caía en guardia, arrollada. La gran víbora acababa de hinchar el cuello, pero monstruosamente, como jamás había visto hacerlo a nadie. Quedaba realmente extraordinaria así.

-¿Quién eres? -murmuró Cruzada-. ¿Eres de las nuestras?

Es decir, venenosa. La otra, convencida de que no había habido intención de ataque en la aproximación de la yarará, aplastó sus dos grandes orejas.

-Sí -repuso-. Pero no de aquí; muy lejos... de la India.

-¿Cómo te llamas?

-Hamadrías... o cobra capelo real.

-Yo soy Cruzada.

-Sí, no necesitas decirlo. He visto muchas hermanas tuyas ya... ¿Cuándo te cazaron?

-Hace un rato... No pude matar.

-Mejor hubiera sido para ti que te hubieran muerto...

-Pero maté al perro.

-¿Qué perro? ¿El de aquí? .

-Sí.

La cobra real se echó a reír, a tiempo que Cruzada tenia una nueva sacudida: el perro lanudo que creía haber matado estaba ladrando...

-¿Te sorprende, eh? -agregó Hamadrías-. A muchas les ha pasado lo mismo.

-Pero es que lo mordí en la cabeza... -contestó Cruzada, cada vez más aturdida-. No me queda una gota de veneno concluyó-. Es patrimonio de las yararás vaciar casi en una mordida sus glándulas.

-Para él es lo mismo que te hayas vaciado no...

-¿No puede morir?

-Sí, pero no por cuenta nuestra... Está inmunizado. Pero tú no sabes lo que es esto...

-¡Sé! -repuso vivamente Cruzada-. Ñacaniná nos contó.

La cobra real la consideró entonces atentamente.

-Tú me pareces inteligente...

-¡Tanto como tú..., por lo menos! -replicó Cruzada.

El cuello de la asiática se expandió bruscamente de nuevo, y de nuevo la yarará cayó en guardia.

Ambas víboras se miraron largo rato, y el capuchón de la cobra bajó lentamente.

-Inteligente y valiente -murmuró Hamadrías-. A ti se te puede hablar... ¿Conoces el nombre de mi especie?

-Hamadrías, supongo.

-O ñaja búngaro.. o cobra capelo real. Nosotras somos respecto de la vulgar cobra capelo de la India, lo que tú respecto de una de esas coatiaritas.. Y ¿sabes de qué nos alimentamos?

-No.

-De víboras americanas..., entre otras cosas -concluyó balanceando la cabeza ante la Cruzada.

Esta apreció rápidamente el tamaño de la extranjera ofiófaga.

-¿Dos metros cincuenta?... -preguntó.

-Sesenta... dos sesenta, pequeña Cruzada - repuso la otra, que había seguido su mirada.

-Es un buen tamaño... Más o menos, el largo de Anaconda, una prima mía ¿Sabes de qué se alimenta?: de víboras asiáticas -y miró a su vez a Hamadrías.

-¡Bien contestado -repuso ésta, balanceándose de nuevo. Y después de refrescarse la cabeza en el agua agregó perezosamente-: ¿Prima tuya, dijiste?

-Sí.

-¿Sin veneno, entonces?

-Así es... Y por esto justamente tiene gran debilidad por las extranjeras venenosas.

Pero la asiática no la escuchaba ya, absorta en sus pensamientos.

-iÓyeme! -dijo de pronto-. ¡Estoy harta de hombres, perros, caballos y de todo este infierno de estupidez y crueldad! Tú me puedes entender, porque lo que es ésas... Llevo año y medio encerrada en una jaula como si fuera una rata, maltratada, torturada periódicamente. Y, lo que es peor, despreciada, manejada como un trapo por viles hombres... Y yo, que tengo valor, fuerza y veneno suficientes para concluir con todos ellos, estoy condenada a entregar mi veneno para la preparación de sueros antivenenosos. ¡No te puedes dar cuenta de lo que esto supone para mi orgullo! ¿Me entiendes? -concluyó mirando en los ojos a la yarará.

-Sí -repuso la otra-. ¿qué debo hacer?

-Una sola cosa; un solo medio tenemos de vengarnos. Acércate, que no nos oigan... Tú sabes la necesidad absoluta de un punto de apoyo para poder desplegar nuestra fuerza. Toda nuestra salvación depende de esto. Solamente...

-¿Qué?

La cobra real miró otra vez fijamente a Cruzada.

-Solamente que puedes morir...

-¿Sola?

-¡Oh, no! Ellos, algunos de los hombres también morirán...

-¡Es lo único que deseo! Continúa.

-Pero acércate aún... ¡Más cerca!

El diálogo continuó un rato en voz tan baja, que el cuerpo de la yarará frotaba, descamándose, contra las mallas de alambre. De pronto, la cobra se abalanzó y mordió por tres veces a Cruzada. Las víboras, que habían seguido de lejos el incidente, gritaron:

-¡Ya está! ¡Ya la mató! ¡Es una traicionera!

Cruzada, mordida por tres veces en el cuello, se arrastró pesadamente por el pasto. Muy pronto quedó inmóvil, y fue a ella a quien encontró el empleado del Instituto cuando, tres horas después, entró en el Serpentario. El hombre vio a la yarará, y empujándola con el pie, le hizo dar vuelta como a una soga y miró su vientre blanco.

-Está muerta, bien muerta... -murmuró-. Pero ¿de qué? - Y se agachó a observar a la víbora. No fue largo su examen: en el cuello y en la misma base de la cabeza notó huellas inequívocas de colmillos venenosos.

-¡Hum! -se dijo el hombre-. Esta no puede ser más que la hamadrías... Allí está, arrollada y mirándome como si yo fuera otra Alternatus... Veinte veces le he dicho al director que las mallas del tejido son demasiado grandes. Ahí está la prueba... En fin -concluyó, cogiendo a Cruzada por la cola y lanzándola por encima de la barrera de cinc-, ¡un bicho menos que vigilar!

Fue a ver al director:

-La hamadrías ha mordido a la yarará que introdujimos hace un rato. Vamos a extraerle muy poco veneno.

-Es un fastidio grande -repuso aquél- Pero necesitamos para hoy el veneno... No nos queda más que un solo tubo de suero... ¿Murió la Alternatus?

-Sí: la tiré afuera... ¿Traigo a la hamadrías?

-Ño hay más remedio.. Pero para la segunda recolección, de aquí a dos o tres horas.

VIII

...Se hallaba quebrantada, exhausta de fuerzas. Sentía la boca llena de tierra y sangre. ¿Dónde estaba?

EI velo denso de sus ojos comenzaba a desvanecerse, y Cruzada alcanzó a distinguir el contorno. Vio -reconoció- el muro de cinc, y súbitamente recordó todo: el perro negro, el lazo, la Inmensa serpiente asiática y el plan de batalla de ésta en que ella misma, Cruzada, iba jugando su vida. Recordaba todo, ahora que la parálisis provocada por el veneno comenzaba a abandonarla. Con el recuerdo tuvo conciencia plena de lo que debía hacer. ¿Sería tiempo todavía?

Intentó arrastrarse, mas en vano; su cuerpo ondulaba, pero en el mismo sitio, sin avanzar. Pasó un rato aún y su inquietud crecía.

-¡Y no estoy sino a treinta metros! -murmuraba-. ¡Dos minutos, un solo minuto de vida, y llegó a tiempo!

Y tras nuevo esfuerzo consiguió deslizarse, arrastrarse desesperada hacia el laboratorio.

Atravesó el patio, llegó a la puerta en el momento en que el empleado, con la dos manos, sostenía, colgando en el aire, la Hamadrías, mientras el hombre de los lentes ahumados le introducía el vidrio de reloj en la boca. La mano se dirigía a oprimir las glándulas, y Cruzada estaba aún en el umbral.

-¡No tendré tiempo! -se dijo desesperada. Y arrastrándose en un supremo esfuerzo, tendió adelante los blanquísimos colmiIlos. El peón, al sentir su pie descalzo abrasado por los dientes de la yarará, lanzó un grito y bailó. No mucho; pero lo suficiente para que el cuerpo colgante de la cobra real oscilara y alcanzase a la pata de la mesa, donde se arrolló velozmente. Y con ese punto de apoyo, arrancó su cabeza de entre las manos del peón y fue a clavar hasta la raíz los colmillos en la muñeca izquierda del hombre de lentes negros, justamente en una vena.

¡Ya estaba! Con los primeros gritos, ambas, la cobra asiática y la yarará, huían sin ser perseguidas.

-¡Un punto de apoyo! -murmuraba la cobra volando a escape por el campo-. Nada más que eso me faltaba. ¡Ya lo conseguí, por fin!

-Sí. -Corría la yarará a su lado, muy dolorida aún-. Pero no volvería a repetir el juego...

Allá, de la muñeca del hombre pendían dos negros hilos de sangre pegajosa. La inyección de una hamadrías en una vena es cosa demasiado seria para que un mortal pueda resistirla largo rato con los ojos abiertos, y los del herido se cerraban para siempre a los cuatro minutos.

IX

El Congreso estaba en pleno. Fuera de Terrífica y Ñacaniná, y las yararás Urutú Dorado, Coatiarita, Neuwied, Atroz y Lanceolada, habían acudido Coralina -de cabeza estúpida, según Ñacaniná-, lo que no obsta para que su mordedura sea de las más dolorosas. Además es hermosa, incontestablemente hermosa con sus anillos rojos y negros.

Siendo, como es sabido, muy fuerte la vanidad de las víboras en punto de belleza, Coralina se alegraba bastante de la ausencia de su hermana Frontal, cuyos triples anillos negros y blancos sobre fondo de púrpura colocan a esta víbora de coral en el más alto escalón de la belleza ofídica.

Las Cazadoras estaban representadas esa noche por Drimobia, cuyo destino es ser llamada yararacusú del monte, aunque su aspecto sea bien distinto. Asistían Cipó, de un hermoso verde y gran cazadora de pájaros; Radínea, pequeña y oscura, que no abandona jamás los charcos; Boipeva, cuya característica es achatarse completamente contra el suelo apenas se siente amenazada; Trigémina, culebra de coral, muy fina de cuerpo, como sus compañeras arborícolas; y por último Esculapia, cuya entrada, por razones que se verá en seguida, fue acogida con generales miradas de desconfianza.

Faltaban asimismo varias especies de las venenosas y las cazadoras, ausencia está que requiere una aclaración.

Al decir Congreso pleno, hemos hecho referencia a la gran mayoría de las especies, y sobre todo de las que se podrían llamar reales por su importancia. Desde el primer Congreso de las Víboras se acordó que las especies numerosas, estando en mayoría, podían dar carácter de absoluta fuerza a sus decisiones. De aquí la plenitud del Congreso actual, bien que fuera lamentable la ausencia de la yarará Surucucú, a quien no había sido posible hallar por ninguna parte; hecho tanto más de sentir cuanto que esta víbora, que puede alcanzar a tres metros, es, a la vez que reina en América, viceemperatriz del Imperio Mundial de las Víboras, pues sólo una la aventaja en tamaño y potencia de veneno: la hamadrías asiática.

Alguna faltaba -fuera de Cruzada-; pero las víboras todas afectaban no darse cuenta de su ausencia.

A pesar de todo, se vieron forzadas a volverse al ver asomar por entre los helechos una cabeza de grandes ojos vivos.

-¿Se puede? -decía la visitante alegremente.

Como si una chispa eléctrica hubiera recorrido todos los cuerpos, las víboras irguieron la cabeza al oír aquella voz.

-¿Qué quieres aquí? -gritó Lanceolada con profunda irritación.

-¡Éste no es tu lugar! -exclamó Urutú Dorado, dando por primera vez señales de vivacidad.

-¡Fuera! ¡Fuera! -gritaron varias con intenso desasosiego.

Pero Terrífica, con silbido claro, aunque trémulo, logró hacerse oír.

-¡Compañeras! No olviden que estamos en Congreso, y todas conocemos sus leyes: nadie, mientras dure, puede ejercer acto alguno de violencia. ¡Entra, Anaconda!

-¡Bien dicho! -exclamó Ñacaniná con sorda ironía-. Las nobles palabras de nuestra reina nos aseguran. ¡Entra, Anaconda!

Y la cabeza viva y simpática de Anaconda avanzó, arrastrando tras de sí dos metros cincuenta de cuerpo oscuro y elástico. Pasó ante todas, cruzando una mirada de inteligencia con la Ñacaniná, y fue a arrollarse, con leves silbidos de satisfacción, junto a Terrífica, quien no pudo menos de estremecerse.

-¿Te incomodo? -le preguntó cortésmente Anaconda.

-¡No, de ninguna manera! -contestó Terrífica-. Son las glándulas de veneno que me incomodan de hinchadas...

Anaconda y Ñacaniná tornaron a cruzar una mirada irónica, y prestaron atención.

La hostilidad bien evidente de la asamblea hacia la recién llegada tenía un cierto fundamento, que no se dejará de apreciar. La Anaconda es la reina de todas las serpientes habidas y por haber, sin exceptuar al pitón malayo. Su fuerza es extraordinaria, y no hay animal de carne y hueso capaz de resistir un abrazo suyo. Cuando comienza a dejar caer del follaje sus diez metros de cuerpo liso con grandes manchas de terciopelo negro, la selva entera se crispa y encoge.- Pero la Anaconda es demasiado fuerte para odiar a sea quien fuere -con una sola excepción-, y esta conciencia de su valor le hace conservar siempre buena amistad con el Hombre. Si a alguien detesta, es, naturalmente, a las serpientes venenosas; y de aquí la conmoción de las víboras ante la cortés Anaconda.

Anaconda no es, sin embargo, hija de la región. Vagabundeando en las aguas espumosas del Paraná había llegado hasta allí con una gran creciente, y continuaba en la región, muy contenta del país, en buena relación con todos, y en particular con la Ñacaniná, con quien había trabado viva amistad. Era, Por lo demás, aquel ejemplar una joven Anaconda que distaba aún mucho de alcanzar a los diez metros de sus felices abuelos. Pero los dos metros cincuenta que media ya valían por el doble, si se considera la fuerza de esta magnífica boa, que por divertirse al crepúsculo atraviesa el Amazonas entero con la mitad del cuerpo erguido fuera del agua.

Pero Atroz acababa de tomar la palabra ante la asamblea, ya distraída.

-Creo que podríamos comenzar ya -dijo-. Ante todo, es menester saber algo de Cruzada. Prometió estar aquí en seguida.

-Lo que prometió -intervino la Ñacaniná- es estar aquí cuando pudiera. Debemos esperarla.

-¿Pará qué? -replicó Lanceolada, sin dignarse volver la cabeza a la culebra.

-¿Cómo para qué? -exclamó ésta, irguiéndose-. Se necesita toda la estupidez de una Lanceolada para decir esto... ¡Estoy cansada ya de oír en este Congreso disparate tras disparate! ¡No parece sino que las Venenosas representan a la Familia entera! Nadie, menos ésa -señaló con la cola a Lanceolada-, ignora que precisamente de las noticias que traiga Cruzada depende nuestro plan...

¿Que para qué esperarla?... ¡Estamos frescas si las inteligencias capaces de preguntar esto dominan en este Congreso!

-No insultes -le reprochó gravemente Coatiarita.

La Ñacaniná se volvió a ella:

-¿Y a ti quién te mete en esto?

-No insultes -repitió la pequeña, dignamente. Ñacaniná consideró al pundonoroso benjamín y cambió de voz.

-Tiene razón la minúscula prima -concluyó tranquila-. Lanceolada, te pido disculpa.

-¡No es nada! -replicó con rabia la yarará.

-¡No importa!; pero vuelvo a pedirte disculpa. Felizmente, Coralina, que acechaba a la entrada de la caverna, entró silbando:

-¡Ahí viene Cruzada!

-¡Por fin! -exclamaron las congresales, alegres. Pero su alegría transformóse en estupefacción cuando, detrás de la yarará, vieron entrar a una inmensa víbora, totalmente desconocida de ellas.

Mientras Cruzada iba a tenderse al lado de Atroz, la intrusa se arrolló lenta y paulatinamente en el centro de la caverna y se mantuvo inmóvil.

-¡Terrífica! -dijo Cruzada-. Dale la bienvenida. Es de las nuestras.

-¡Somos hermanas! -se apresuró la de cascabel, observándola, inquieta.

Todas las víboras, muertas de curiosidad, se arrastraron hacia la recién llegada.

-Parece una prima sin veneno -decía una, con un tanto de desdén.

-Sí -agregó otra-. Tiene ojos redondos.

-Y cola larga.

-Y además...

Pero de pronto quedaron mudas, porque la desconocida acababa de hinchar monstruosamente el cuello. No duró aquello más que un segundo; el capuchón se replegó, mientras la recién llegada se volvía a su amiga, con la voz alterada.

-Cruzada: diles que no se acerquen tanto... No puedo dominarme.

-¡Sí, déjenla tranquila! -exclamó Cruzada-. Tanto más agregó- cuanto que acaba de salvarme la vida, y tal vez la de todas nosotras.

No era menester más. El Congreso quedó un instante pendiente de la narración de Cruzada, que tuvo que contarlo todo: el encuentro con el perro, el lazo del hombre de lentes ahumados, el magnífico plan de Hamadrías con la catástrofe final, y el profundo sueño que acometió luego a la yarará hasta una hora antes de llegar.

-Resultado -concluyó- dos hombres fuera de combate, y de los más peligrosos. Ahora no nos resta más que eliminar a los que quedan.

-¡O a los caballos! -dijo Hamadrías.

-¡O al perro! -agregó la Ñacaniná.

-Yo creo que a los caballos -insistió la cobra real-. Y me fundo en esto: mientras queden vivos los caballos, un solo hombre puede preparar miles de tubos de suero con los cuales se inmunizarán contra nosotras. Raras veces, ustedes lo saben bien, se presenta la ocasión de morder una vena... como ayer. Insisto, pues, en que debemos dirigir todo nuestro ataque contra los caballos. ¡Después veremos! En cuanto al perro -concluyó con una mirada de reojo a la Ñacaniná-, me parece despreciable.

Era evidente que desde el primer momento la serpiente asiática y la Ñacaniná indígena habíanse disgustado mutuamente. Si la una en su carácter de animal venenoso, representaba un tipo inferior para la Cazadora, esta última, a fuer de fuerte y ágil, provocaba el odio y los celos de Hamadrías. De modo que la vieja y tenaz rivalidad entre serpientes venenosas y no venenosas llevaba miras de exasperarse aún más en aquel último Congreso.

-Por mi parte -contestó Ñacaniná-, creo que caballos y hombres son secundarios en esta lucha. Por gran facilidad que podamos tener para eliminar a unos y otros, no es nada esta facilidad comparada con la que puede tener el perro el primer día que se les ocurra dar una batida en forma, y la darán, estén bien seguras, antes de veinticuatro horas. Un perro inmunizado contra cualquier mordedura, aun la de esta señora con sombrero en el cuello -agregó señalando de costado a la cobra real- es el enemigo más temible que podamos tener, y sobre todo si se recuerda que ese enemigo ha sido adiestrado a seguir nuestro rastro. ¿qué opinas, Cruzada?

No se ignora tampoco en el Congreso la amistad singular que unía a la víbora y la culebra; posiblemente más que amistad, era aquello una estimación recíproca de su mutua inteligencia.

-Yo opino como Ñacaniná -repuso-. Si el perro se pone a, trabajar, estamos perdidas.

-¡Pero adelantémonos! -replicó Hamadrías.

-¡No podríamos adelantarnos tanto!... Me inclino decididamente por la prima.

-Estaba segura -dijo ésta tranquilamente.

Era esto más de lo que podía oír la cobra real sin que la ira subiera a inundarle los colmillos de veneno. -

No sé hasta qué punto puede tener valor la opinión de esta señorita conversadora -dijo, devolviendo a Ñacaniná su mirada de reojo-. El peligro real en esta circunstancia es para nosotras, las Venenosas, que tenemos por negro pabellón a la Muerte. Las culebras saben bien que el hombre no las teme, porque son completamente incapaces de hacerse temer.

-¡He aquí una cosa bien dicha! -dijo una voz que no había sonado aún.

Hamadrías se volvió vivamente, porque en el tono tranquilo de la voz había creído notar una vaguísima ironía, y vio dos grandes ojos brillantes que la miraban apaciblemente.

-¿A mí me hablas? -preguntó con desdén.

-Sí, a ti -repuso mansamente la interruptora-. Lo que has dicho está empapado en profunda verdad.

La cobra real volvió a sentir la ironía anterior, y como por un presentimiento, midió a la ligera con la vista el cuerpo de su interlocutora, arrollada en la sombra.

-¡Tú eres Anaconda!

-¡Tú lo has dicho! -repuso aquélla inclinándose. Pero la Ñacaniná quería de una vez por todas aclarar las cosas.

-¡Un instante! -exclamó.

-¡No! -interrumpió Anaconda-. Permíteme, Ñacaniná. Cuando un ser es bien formado, ágil, fuerte y veloz, se apodera de su enemigo con la energía de nervios y músculos que constituye su honor, como el de todos los luchadores de la creación. Así cazan el gavilán, el gato onza, el tigre, nosotras, todos los seres de noble estructura. Pero cuando se es torpe, pesado, poco inteligente e incapaz, por lo tanto, de luchar francamente por la vida, entonces se tiene un par de colmillos para asesinar a traición, como esa dama importada que nos quiere deslumbrar con su gran sombrero.

En efecto, la cobra real, fuera de sí, había dilatado el monstruoso cuello para lanzarse sobre la insolente. Pero también el Congreso entero se había erguido amenazador al ver esto.

-¡Cuidado! -gritaron varias a un tiempo-. ¡El Congreso es inviolable!

-¡Abajo el capuchón! -alzóse Atroz, con los ojos hechos ascua.

Hamadrías se volvió a ella con un silbido de rabia.

-¡Abajo el capuchón! -se adelantaron Urutú Dorado y Lanceolada.

Hamadrías tuvo un instante de loca rebelión, pensando en la facilidad con que hubiera destrozado una tras otra a cada una de sus contrincantes. Pero ante la actitud de combate del Congreso entero, bajó el capuchón lentamente.

-¡Está bien! -silbó- Respeto el Congreso. Pero pido que cuando se concluya... ¡no me provoquen!

-Nadie te provocará -dijo Anaconda.

La cobra se volvió a ella con reconcentrado odio:

-¡Y tú menos que nadie, porque me tienes miedo!

-¡Miedo yo! -contestó Anaconda, avanzando.

-¡Paz, paz! -clamaron todas de nuevo-. ¡Estamos dando un pésimo ejemplo! ¡Decidamos de una vez lo que debemos hacer!

-Sí, ya es tiempo de esto -dijo Terrífica-. Tenemos dos planes a seguir: el propuesto por Ñacaniná, y el de nuestra aliada. ¿Comenzamos el ataque por el perro, o bien lanzamos todas nuestras fuerzas contra los caballos?

Ahora bien, aunque la mayoría se inclinaba acaso a adoptar el plan de la culebra, el aspecto, tamaño e inteligencia demostrada por la serpiente asiática había impresionado favorablemente al Congreso en su favor. Estaba aún viva su magnífica combinación contra el personal del Instituto; y fuera lo que pudiere ser su nuevo plan, es lo cierto que se le debía ya la eliminación de dos hombres. Agréguese que, salvo la Ñacaniná y Cruzada, que habían estado ya en campaña, ninguna se había dado cuenta del terrible enemigo que había en un perro inmunizado y rastreador de víboras. Se comprenderá así que el plan de la cobra real triunfara al fin.

Aunque era ya muy tarde, era también cuestión de vida o muerte llevar el ataque en seguida, y se decidió partir sobre la marcha.

-¡Adelante, pues! -concluyó la de cascabel-. ¿Nadie tiene nada más que decir?

-¡Nada.. .! -gritó la Ñacaniná-, ¡sino que nos arrepentiremos!

Y las víboras y culebras, inmensamente aumentadas por los individuos de las especies cuyos representantes salían de la caverna, lanzáronse hacia el Instituto.

-¡Una palabra! -advirtió aún Terrífica-. ¡Mientras dure la campaña estamos en Congreso y somos inviolables las unas para las otras! ¿Entendido?

-¡Sí, sí, basta de palabras! -silbaron todas.

La cobra real, a cuyo lado pasaba Anaconda, le dijo mirándola sombríamente;

-Después...

-¡Ya lo creo! -la cortó alegremente Anaconda, lanzándose como una flecha a la vanguardia.

X

El personal del Instituto velaba al pie de la cama del peón mordido por la yarará. Pronto debía amanecer. Un empleado se asomó a la ventana por donde entraba la noche caliente y creyó oír ruido en uno de los galpones. Prestó oído un rato y dijo:

-Me parece que es en la caballeriza... Vaya a ver Fragoso.

El aludido encendió el farol de viento y salió, en tanto que los demás quedaban atentos, con el oído alerto.

No había transcurrido medio minuto cuando sentían pasos precipitados en el patio y Fragoso aparecía, pálido de sorpresa.

-¡La caballeriza está llena de víboras! -dijo.

-¿Llena? -preguntó el nuevo jefe-. ¿Qué es eso? ¿Qué pasa?

-No sé...

-Vayamos...

Y se lanzaron afuera.

-¡Daboy! ¡Daboy! -llamó el jefe al perro que gemía soñando bajo la cama del enfermo. Y corriendo todos entraron en la caballeriza.

Allí, a la luz del farol de viento, pudieron ver al caballo y a la mula debatiéndose a patadas contra sesenta u ochenta víboras que inundaban la caballeriza. Los animales relinchaban y hacían volar a coces los pesebres; pero las víboras, como si las dirigiera una inteligencia superior, esquivaban los golpes y mordían con furia.

Los hombres, con el impulso de la llegada, habían caído entre ellas. Ante el brusco golpe de luz, las invasoras se detuvieron un instante, para lanzarse en seguida silbando a un nuevo asalto, que, dada la confusión de caballos y hombres, no se sabía contra quién iba dirigido.

El personal del Instituto se vio así rodeado por todas partes de víboras. Fragoso sintió un golpe de colmillos en el borde de las botas, a medio centímetro de su rodllla, y descargó su vara -vara dura y flexible que nunca falta en una casa de bosque- sobre al atacante. El nuevo director partió en dos a otra, y el otro empleado tuvo tiempo de aplastar la cabeza, sobre el cuello mismo del perro, a una gran víbora que acababa de arrollarse con pasmosa velocidad al pescuezo del animal.

Esto pasó en menos de diez segundos. Las varas caían con furioso vigor sobre las víboras que avanzaban siempre, mordían las botas, pretendían trepar por las piernas. Y en medio del relinchar de los caballos, los gritos de los hombres, los ladridos del perro y el silbido de las víboras, el asalto ejercía cada vez más presión sobre los defensores, cuando Fragoso, al precipitarse sobre una inmensa víbora que creyera reconocer, pisó sobre un cuerpo a toda velocidad, y cayó, mientras el farol, roto en mil pedazos, se apagaba.

-¡Atrás! -gritó el nuevo director-. ¡Daboy, aquí!

Y saltaron atrás, al patio, seguidos por el perro, que felizmente había podido desenredarse de entre la madeja de víboras.

Pálidos y jadeantes, se miraron.

-Parece cosa del diablo... -murmuró el jefe-. Jamás he visto cosa igual... ¿qué tienen las víboras de este país? Ayer, aquella doble mordedura, como matemáticamente combinada... Hoy... Por suerte ignoran que nos han salvado a los caballos con sus mordeduras... Pronto amanecerá, y entonces será otra cosa.

-Me pareció que allí andaba la cobra real -dejó caer Fragoso, mientras se ligaba los músculos doloridos de la muñeca.

-Si -agregó el otro empleado-. Yo la vi bien... Y Daboy, ¿no tiene nada?

-No; muy mordido... Felizmente puede resistir cuanto quieran.

Volvieron los hombres otra vez al enfermo, cuya respiración era mejor. Estaba ahora inundado en copiosa transpiración.

-Comienza a aclarar -dijo el nuevo director, asomándose a la ventana-. Usted, Antonio, podrá quedarse aquí. Fragoso y yo vamos a salir.

-¿Llevamos los lazos? -preguntó Fragoso. -¡Oh, no! -repuso el jefe, sacudiendo cabeza-. Con otras víboras, las hubiéramos cazado a todas en un segundo. Estas son demasiado singulares. Las varas y, a todo evento, el machete.

XI

No singulares, sino víboras, que ante un inmenso peligro sumaban la inteligencia reunida de las especies, era el enemigo que había asaltado el Instituto Seroterápico.

La súbita oscuridad que siguiera al farol roto había advertido a las combatientes el peligro de mayor luz y mayor resistencia. Además, comenzaban a sentir ya en la humedad de la atmósfera la inminencia del día.

-Si nos quedamos un momento más -exclamó Cruzada-, nos cortan la retirada. ¡Atrás!

-¡Atrás, atrás! -gritaron todas. Y atropellándose, pasándose las unas sobre las otras, se lanzaron al campo. Marchaban en tropel , espantadas, derrotadas, viendo con consternación que el día comenzaba a romper a lo lejos.

Llevaban ya veinte minutos de fuga cuando un ladrido claro y agudo, pero distante aún, detuvo a la columna jadeante.

-¡Un instante! -gritó Urutú Dorado-. Veamos cuántas somos, y qué podemos hacer.

A la luz aún incierta de la madrugada examinaron sus fuerzas. Entre las patas de los caballos habían quedado dieciocho serpientes muertas, entre ellas las dos culebras de coral. Atroz había sido partida en dos por Fragoso, y Drimobia yacía allá con el cráneo roto, mientras estrangulaba al perro. Faltaban además Coatiarita, Radínea y Boipeva. En total, veintitrés combatientes aniquilados. Pero las restantes, sin excepción de una sola, estaban todas magulladas, pisadas, pateadas, llenas de polvo y sangre entre las escamas rotas.

-He aquí el éxito de nuestra campaña -dijo amargamente Ñacaniná, deteniéndose un instante a restregar contra una piedra su cabeza-. ¡Te felicito, Hamadrías!

Pero para sí sola se guardaba lo que había oído tras la puerta cerrada de la caballeriza, pues había salido la última. ¡En vez de matar, habían salvado la vida a los caballos, que se extenuaban precisamente por falta de veneno!

Sabido es que para un caballo que se está inmunizando, el veneno le es tan indispensable para su vida diaria como el agua misma, y muere si le llega a faltar.

Un segundo ladrido de perro sobre el rastro sonó tras ellas.

-¡Estamos en inminente peligro! -gritó Terrífica-. ¿Qué hacemos?

-¡A la gruta! -clamaron todas, deslizándose a toda velocidad.

-¡Pero, están locas! -gritó la Ñacaniná, mientras corría-, ¡Las van a aplastar a todas! ¡Van a la muerte! Oíganme: ¡desbandémonos!

Las fugitivas se detuvieron, irresolutas. A pesar de su pánico, algo les decía que el desbande era la única medida salvadora, y miraron alocadas a todas partes. Una sola voz de apoyo, una sola, y se decidían.

Pero la cobra real, humillada, vencida en su segundo esfuerzo de dominación, repleta de odio para un país que en adelante debía serle eminentemente hostil, prefirió hundirse del todo, arrastrando con ella a las demás especies.

-¡Está loca Ñacaniná! -exclamó-. ¡A la caverna!

-¡Sí, a la caverna! -respondió la columna despavorida, huyendo-. ¡A la caverna!

La Ñacaniná vio aquello y comprendió que iban a la muerte. Pero viles, derrotadas, locas de pánico, las víboras iban a sacrificarse, a pesar de todo. Y con una altiva sacudida de lengua, ella, que podía ponerse impunemente a salvo por su velocidad, se dirigió como las otras directamente a la muerte.

Sintió así un cuerpo a su lado, y se alegró al reconocer a Anaconda.

-Ya ves -le dijo con una sonrisa- a lo que nos ha traído la asiática.

-Sí, es un mal bicho... -murmuró Anaconda, mientras corrían una junto a otra.

-¡Y ahora las lleva a hacerse masacrar todas juntas!...

-Ella, por lo menos- advirtió Anaconda con voz sombría-, no va a tener ese gusto...

Y ambas, con un esfuerzo de velocidad, alcanzaron a la columna.

Ya habían llegado.

-¡Un momento! -Se adelantó Anaconda, cuyos ojos brillaban-. Ustedes lo ignoran, pero yo lo sé con certeza, que dentro de diez minutos no va a quedar viva una de nosotras. El Congreso y sus leyes están, pues, ya concluidos. ¿No es eso, Terrífica?

Se hizo un largo silencio.

-Sí -murmuró abrumada Terrífica-. Está concluido...

-Entonces -prosiguió Anaconda volviendo la cabeza a todos lados-, antes de morir quisiera... ¡Ah, mejor así! -concluyó satisfecha al ver a la cobra real que avanzaba lentamente hacia ella.

No era aquél probablemente el momento ideal para un combate. Pero desde que el mundo es mundo, nada ni la presencia del Hombre sobre ellas podrá evitar que una Venenosa y una Cazadora solucionen sus asuntos particulares.

El primer choque fue favorable a la cobra real: sus colmillos se hundieron hasta la encía en el cuello de Anaconda. Esta, con la maravillosa maniobra de las boas de devolver en ataque una cogida casi mortal, lanzó su cuerpo adelante como un látigo y envolvió en él a la Hamadrías, que en un instante se sintió ahogada. La boa, concentrando toda su vida en aquel abrazo, cerraba progresivamente sus anillos de acero; pero la cobra real no soltaba presa. Hubo aún un instante en que Anaconda sintió crujir su cabeza entre los dientes de la Hamadrías. Pero logró hacer un supremo esfuerzo, y este postrer relámpago de voluntad decidió la balanza a su favor. La boca de la cobra, semiasfixiada, se desprendió babeando, mientras la cabeza libre de Anaconda hacia presa en el cuerpo de la Hamadrías.

Poco a poco, segura del terrible abrazo con que inmovilizaba a su rival, su boca fue subiendo a lo largo del cuello, con cortas y bruscas dentelladas, en tanto que la cobra sacudía desesperada la cabeza. Los 96 agudos dientes de Anaconda subían siempre, llegaron al capuchón, treparon, alcanzaron la garganta, subieron aún, hasta que se clavaron por fin en la cabeza de su enemiga, con un sordo y larguísimo crujido de huesos masticados.

Ya estaba concluido. La boa abrió sus anillos, y el macizo cuello de la cobra se escurrió pesadamente a tierra, muerta.

-Por lo menos estoy contenta... -murmuró Anaconda, cayendo a su vez exánime sobre el cuerpo de la asiática.

Fue en ese instante cuando las víboras oyeron a menos de cien metros el ladrido agudo del perro.

Y ellas, que diez minutos antes atropellaban aterradas la entrada de la caverna, sintieron subir a sus ojos la llamarada salvaje de la lucha a muerte por la selva entera.

-¡Entremos! -agregaron, sin embargo, algunas.

-¡No, aquí! ¡Muramos aquí! -ahogaron todas con sus silbidos. Y contra el murallón de piedra que les cortaba toda retirada, el cuello y la cabeza erguidos sobre el cuerpo arrollado, los ojos hechos ascua, esperaron.

No fue larga su espera. En el día aún lívido y contra el fondo negro del monte, vieron surgir ante ellas las dos altas siluetas del nuevo director y de Fragoso, reteniendo en traílla al perro, que, loco de rabia, se abalanzaba adelante.

-¡Se acabó! ¡Y esta vez definitivamente! -murmuró Ñacaniná, despidiéndose- con esas seis palabras de una vida bastante feliz, cuyo sacrificio acababa de decidir. Y con un violento empuje se lanzó al encuentro del perro, que, suelto y con la boca blanca de espuma, llegaba sobre ellas. El animal esquivó el golpe y cayó hirioso sobre Terrifica, que hundió los colmillos en el hocico del perro. Daboy agitó furiosamente la cabeza, sacudiendo en el aire a la de cascabel; pero ésta no soltaba.

Neuwied aprovechó el instante para hundir los colmillos en el viente del animal; mas también en ese momento llegaban los hombres. En un segundo Terrífica y Neuwied cayeron muertas, con los riñones quebrados.

Urutú Dorado fue partida en dos, y lo mismo Cipó. Lanceolada logró hacer presa en la lengua del perro; pero dos segundos después caía tronchada en tres pedazos por el doble golpe de vara, al lado de Esculapia.

El combate, o más bien exterminio, continuaba furioso, entre silbidos y roncos ladridos de Daboy, que estaba en todas partes. Cayeron una tras otra, sin perdón -que tampoco pedían-, con el cráneo triturado entre las mandíbulas del perro o aplastadas por los hombres. Fueron quedando masacradas frente a la caverna de su último Congreso. Y de las últimas cayeron Cruzada y Ñacaniná.

No quedaba una ya. Los hombres se sentaron, mirando aquella total masacre de las especies, triunfantes un día. Daboy, jadeando a sus pies, acusaba algunos síntomas de envenenamiento, a pesar de estar poderosamente inmunizado. Había sido mordido 64 veces.

Cuando los hombres se levantaban para irse, se fijaron por primera vez en Anaconda, que comenzaba a revivir

-¿Qué hace esta boa por aquí? -dijo el nuevo director-, No es éste su país. A lo que parece; ha trabado relación con la cobra real, y nos ha vengado a su manera. Si logramos salvarla haremos una gran cosa, porque parece terriblemente envenenada. Llevémosla. Acaso un día nos salve a nosotros de toda esta chusma venenosa.

Y se fueron, llevando en un palo que cargaban en los hombros, a Anaconda, que, herida y exhausta de fuerzas, iba pensando en Ñacaniná, cuyo destino, con un poco menos de altivez, podía haber sido semejante al suyo.

Anaconda no murió. Vivió un año con los hombres, curioseando y observándolo todo, hasta que una noche se fue. Pero la historia de este viaje remontando por largos meses el Paraná hasta más allá del Guayra, más allá todavía del golfo letal donde el Paraná toma el nombre de río Muerto -la vida extraña que llevó Anaconda y el segundo viaje que emprendió por fin con sus hermanos sobre las aguas sucias de una gran inundación-, toda esta historia de rebelión y asalto de camalotes, pertenece a otro relato.

Fin.