martes, 4 de enero de 2011

El año que Mamá Noel repartió los regalos de Navidad

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Escrito por Jaime Carrero Fdez-Baillo

Podría decir de este cuento que así fue, porque así me lo contaron, pero… a los hechos me remito. Como sabéis en Laponia, donde vive Papá Noel, hace un frío terrible, te castañetean los dientes, algunos días se te pegan las pestañas; de los techos de las casas cuelgan unas incisivas y larguísimas estalactitas. En fin… Cabe imaginar que en lugar tan maravilloso como inhóspito, las ardillas usan guantes; los lobos, lustrosas botas de cuero; y los renos, unos graciosos gorros rojos con orlas blancas, que acaban en su punta con un gracioso pompón. ¡Pero qué os voy a contar que no sepáis! O… ¿no sois vosotros de los primeros en salir hacia los mercadillos navideños de las plazas de vuestros pueblos y ciudades, y allí miráis encantados las figuras del Belén, las zambombas, las bolsas de confeti, la nieve artificial… hasta que…, lo inevitable, volvéis al hogar con uno de esos maravillosos gorros rojos y blancos sobre vuestras cabezas?

Pues… lo que iba a contaros: a punto estaba de llegar a Laponia como a todo el mundo el día de Navidad y Papá Noel amaneció con tos y fiebre.

—Es gripe —decía con los ojos llorosos. Y muy preocupado añadía…— ¡Qué va a ser de mis niñitas y niñitos! ¿Quién repartirá las ilusiones y esperanzas, tantos regalos como ellos esperan!

—Yo —gritó una vocecita pequeña y delgada como un airecillo primaveral que llegaba de la cocina.
Papá Noel, pensó en un ratoncito. Lo había visto hacía tiempo protegiéndose del frío del invierno junto a la cocina de leña.

—Yo —repitió la vocecita… que acercándose a Papá Noel, le trajo un gran vaso de leche con miel y un pastelillo—. Yo lo haré.

Papá Noel escuchó sin decir nada. Y Mamá Noel, repitió:

—Yo lo haré…

Bueno, la verdad es que a Papá Noel ese cambio no le agradó mucho; él, se llevaba los honores; él recibía las cartas de millones de niñas y niños; de él se hablaba en todos los telediarios y periódicos del mundo…

—Está bien —refunfuñó—, está bien. Los tiempos han cambiado. Lo reconozco. He de reconocerlo. Me parece… justo.

Entonces Mamá Noel, consolándole, dijo:

—No te preocupes, Papá. No lo notarán. Llevaré tu traje, me pondré un almohadón para imitar tu barriga, y… ¡Hasta una barba postiza!

Fuera, el trineo estaba preparado. Sonaban los cascabelillos de los arneses y los renos se movían ansiosos y expectantes. Nevaba y de los pinos caían espontáneos puñados de nieve.

—No, no es justo —reflexionó Papá Noel—.No puedo permitirlo. Tú eres tú.

Entonces Mamá Noel, dijo:

—Bien, bien… Veo que los dos estábamos preparados para este cambio…

—¡Atchiss! —contestó Papá Noel.

Mamá Noel comenzó a vestir su propio traje. No se ajustó barba, ni tripa, ni cargó un saco gigante lleno de juguetes sobre su espalda como para demostrar cuán fuerte era para su edad. Se miró al espejo… No estaba mal. Era mayor, pero su rostro reflejaba serenidad. Entonces, mirando a Papá Noel, se despidió:

—Es hora de marchar.

—Sí —dijo él.

—Volveré pronto —susurró ella— dándole un cariñoso beso en la mejilla.

—Te estaré esperando.

Así fue como Mamá Noel, repartió los regalos de Navidad, pero… ¡Siempre hay un pero! Sólo algunas personas, las que esperaban el maravilloso acontecimiento de ver aparecer algún día a Mamá Noel, la vieron, y fueron muy dichosos. Llamaron a las agencias de noticias y, al día siguiente, la noticia que podía oírse y leerse en los noticiarios y en los periódicos, era: «Mamá Noel repartió los juguetes de este año». «Mamá Noel hizo las delicias de los niños». «El nuevo siglo nos ha traído a Mamá Noel».

Pero Mamá Noel no pensaba sólo en esto, aunque la hacía muy feliz, sino en cómo estaría Papá Noel recuperándose de su gripe.

Cuando llegó a su casa de Laponia, y no os cuento ¡cuán cansados estaban los renos y Mamá Noel!, se encontró a Papá Noel cantando y amasando pastelillos en la cocina.

—Hola cielo —dijo ella.

—Hola, mi amor —contestó él.

Era la primera vez que Papá Noel cocinaba. Además, había lavado la ropa y ordenado la casa.
Juntos leyeron las noticias de los periódicos, y de todas ellas, la que más les gustó, fue una que decía: «El año que viene, las niñas y niños del mundo, podrán escribir —indistintamente— a Mamá y a Papá Noel».
¡Lo habían conseguido entre todos! Los cambios en las personas y en las vidas, son así… Primero un deseo, un sueño, una posibilidad; luego, una realidad, y cuando esto sucede… ¡Qué maravilloso el aire de fraternidad que respiran las personas, y qué maravillosa la luz que parece irradiar el mundo!

Autor: Pilar Alberdi

Vía: Educación 2.0

Cuento de Navidad: “La Estrella de la Esperanza”


Escrito por Silvia Martínez Casares

cuento

Existían millones de estrellas en el cielo. Estrellas de todos los colores: blancas, plateadas, verdes, doradas, rojas y azules.

Un día inquietas, ellas se acercaron a Dios y le dijeron:
- Señor Dios, nos gustaría vivir en la Tierra, entre los hombres.
- Así será hecho, respondió el Señor. Las conservaré a todas ustedes pequeñitas, como son vistas, para que puedan bajar para la Tierra.

Se cuenta que en aquella noche, hubo una linda lluvia de estrellas.
Algunas se acurrucaron en las torres de las iglesias, otras fueron a jugar y a correr junto con las luciérnagas por los campos, otras se mezclaron con los juguetes de los niños, y la Tierra quedó maravillosamente iluminada.

Pero con el pasar del tiempo, las estrellas resolvieron abandonar a los hombres y volver al cielo, dejando la tierra oscura y triste.

- ¿Porqué volvieron? preguntó Dios, a medida que ellas iban llegando al cielo.
- Señor, no nos fue posible permanecer en la Tierra. Allá existe mucha miseria y violencia, mucha maldad, mucha injusticia.

Y el Señor les dijo:
- ¡Claro! El lugar de ustedes es aquí en el cielo. La Tierra es el lugar de lo transitorio, de aquello que pasa, de aquel que cae, de aquel que yerra, de aquel que muere, nada es perfecto. El cielo es el lugar de la perfección, de lo inmutable, de lo eterno, donde nada perece.

Después que llegaron todas las estrellas y verificando su número, Dios habló de nuevo: – Nos está faltando una estrella. ¿Será que se perdió en el camino?

Un ángel que estaba cerca replicó:
- No Señor, una estrella resolvió quedarse entre los hombres. Ella descubrió que su lugar es exactamente donde existe la imperfección, donde hay límite, donde las cosas no van bien, donde hay lucha y dolor.

- ¿Qué estrella es esa? Volvió a preguntar Dios.
- Es la Esperanza Señor. La estrella verde. La única estrella de ese color.

Cuento de Navidad: La visión de los Reyes Magos


la vision de los Reyes Magos

Los Reyes Magos regresan a su patria por distinto camino del que vinieron, a fin de burlar al sanguinario Herodes. Es de noche: la estrella no los guía ya; pero la luna, brillando con intensa y argentada luz, alumbra espléndidamente la planicie del desierto. La sombra de los dromedarios se agiganta sobre el suelo blanco y liso, y a lo lejos resuena el cavernoso rugir de un león.

BALTASAR.- (Acariciándose la nevada y luenga barba y moviendo la anciana cabeza a estilo del que vaticina.) No sé lo que me sucede desde que me puse de rodillas en el establo de Belén y saludé al hijo de la Doncella, que me agita un espíritu profético, y siento descorrerse el velo que cubre los tiempos futuros. Este tributo de oro que ofrecía al Niño para reconocerle Rey, ¡cuántas y cuántas generaciones se lo han de rendir! Tributos percibirá, no como nosotros, días, meses y años, sino siglos, decenas de siglos, generación tras generación, y los percibirá de todo el Universo, de toda raza y lengua, de nuevas tierras que se descubrirán para aclamar su nombre. El oro que le he presentado era poco: apenas llenaba el cofre de cedro en que lo traje; y ahora se me figura que se ha convertido en un mar de oro, y veo que al Niño se le erigen templos de oro, altares de oro labrado y cincelado, tronos de oro, en torno de los cuales oscilan blancos flabelos de plumas con mangos de oro, y que ciñe su cabeza una triple corona de oro macizo, también, incrustada de diamantes y gemas preciosas. Olas de oro, fluyendo de los veneros de la tierra corren a los pies del Niño; y lo más extraño es que el Niño los contempla con entristecida cara, y al fin esconde el rostro en el seno de su Madre. ¿Habré obrado mal, ¡oh sabios!, en presentarle oro? ¿No le agradará a la criatura celeste el símbolo de la autoridad real? Temo que mis dones no hayan sido aceptos y mi obsequio pareciese sacrílego.

GASPAR.- (Enderezándose sobre su montura, requiriendo la espada, frunciendo las cejas y echando chispas por los ojos.) Patriarca de los Magos, bien te lo pronostiqué. El nacido Rey de los judíos no es el vil mercader que quiere atesorar riquezas sin cuento en los subterráneos de su morada. La codicia rebaja el alma y la hace pegajosa y grosera como la arcilla que, despreciándola, pisamos. Mi don es el único que pudo complacer al Primogénito de la Virgen. Tú le trajiste oro, por monarca; yo, mirra, por hombre. Hombre ha querido nacer, y el llamarse hombre será su mejor título. La mirra amarga como el vivir, y como el vivir, sana y fortificante; he ahí lo que conviene a quien ha de realizar obra viril, obra de vigor y salud. ¿Creéis que se puede ser grande, noble y fuerte sin gustar el cáliz amargo? Aquí me tenéis a mí, ¡oh sabios!: he combatido, he sufrido, he vencido monstruos, he lidiado con tentaciones horribles, me he visto mil veces en mano de mis enemigos, y el soplo del martirio ha rozado mi sien. Pues sólo un día he llorado, y una gota de mi llanto, cayendo en el ánfora de la mirra, le prestó su tónica y sabrosa amargura y quizá su balsámico perfume. Yo también veo al Niño, Baltasar; pero le veo combatiendo, arrollando, venciendo, aplastando dragones, sometiendo a su yugo a la Humanidad, sufriendo y regando con sangre una palma. Bien hice en traerle mirra.

MELCHOR.- (Tímidamente, con humildad profunda.) Yo no sé si habré acertado y, sin embargo, por la alegría que me inunda presumo que el Niño no rechaza mi don. Tú, venerable y doctísimo Baltasar, le obsequiaste con oro considerándole Rey. Tú, indomable y valeroso Gaspar, le trajiste mirra, teniéndole por hombre. Yo, el último de vosotros, el más ignorante, el etíope de negra tez, le ofrecí unos granos de incienso, pues mi corazón le presentía Dios.

BALTASAR y GASPAR.- (Atónitos.) ¡Dios!

MELCHOR.- (Con fe y persuasión ardiente.) Sí, Dios. Ahora mismo, en medio de esta serena noche, sobre el limpio azul del cielo, he visto resplandecer su divinidad. Ahí están las naciones postradas a sus pies y redimidas por Él, y por Él igualados todos los hombres. Mi progenie, la oscura raza de Cam, ya no se diferencia de los blancos hijos de Jafet. Las antiguas maldiciones las ha borrado el sacro dedo del Niño. No le reconocéis así al pronto, porque es un Dios diferente de los dioses que van a morir: no condena, ni odia, ni extermina; ama, reconcilia, perdona y sólo con acercarme a Él noto en mi corazón una frescura inexplicable y en mi espíritu una paz que glorifica. Así que llegue a mi reino abriré las prisiones, licenciaré los ejércitos, condenaré los tributos, daré libertad a mis concubinas y me pondré desarmado en medio de la plaza pública a confesar mis yerros y a que mis enemigos, si lo desean, tomen venganza de mí.

BALTASAR.- Me dejas confuso, Melchor. Tu creencia se asemeja a la locura.

GASPAR.- No te entiendo bien, Melchor. Tu creencia me parece afeminada, impropia de un rey.

MELCHOR.- No sé defenderla con razones. Hago lo que siento.

BALTASAR.- Mi dádiva era preciosa.

GASPAR.- La mía era digna y noble.

MELCHOR.- La mía expresa mi pequeñez, y sólo significa adoración.

BALTASAR.- Reuniendo las tres en una, quizá obtendríamos algo que hiciese sonreír al prodigioso Niño.

GASPAR.- No puede ser. ¿Dónde habrá un don que convenga al Rey, al Hombre y al Dios juntamente?

(La luna brilla con claridad más suave, más misteriosamente dulce y soñadora. El desierto parece un lago de plata. Sobre el horizonte se destaca una figura de mujer bizarramente engalanada y ricamente vestida, hermosa, llorosa, con larga cabellera rubia que baja hasta la orla del traje. Lleva en las manos un vaso mirrino lleno de ungüento de nardo, cuya fragancia se esparce e impregna la ropa de los Magos, y sube hasta su cerebro en delicados y penetrantes efluvios. Y los tres Reyes, apeándose y prosternados sobre el polvo del desierto, envidian, con envidia santa, el don de la pecadora Magdalena.)

Autor: Emilia Pardo Bazán

Una navidad en el bosque

una navidad en el bosque

Érase una vez un bonito pueblo en medio de un frondoso y colorido bosque habitado por unos alegres animales. Cada año, con la caída de las primeras nieves y la llegada de las estrellas de luz, se reunían en torno al Gran Árbol para preparar la Navidad y conocer una de las noticias más esperadas de la temporada.

Todas las actividades que realizaban en aquella época tenían como objetivo la convivencia, el fomento de la amistad y la diversión. El concurso de cocina navideña, organizado por la Señora Ardilla, hacía las delicias de los más comilones, pues los platos presentados eran degustados al finalizar la competición. Los más pequeños participaban en la tradicional Carrera de Hielo, que tenía lugar en el lago helado y acudían cada tarde a los ensayos de la Señorita Ciervo, encargada del coro que alegraba con sus villancicos todos los rincones del bosque. Y, por supuesto, estaba lo mejor noche de todas: la Nochebuena, en la que se representaba una obra de teatro que tenía como tema central la amistad.

El Señor Búho, como director de la escuela de teatro, seleccionaba una pieza de entre todas las que enviaban los animales aspirantes a ser los elegidos para llenar de paz los corazones de los habitantes del bosque, pero ese año:
- Bienvenidos todos a la reunión preparatoria de la Navidad, dijo el Señor Búho posado en la rama más robusta del Gran Árbol. Este año, la elección de la obra ha estado muy reñida porque todas las propuestas eran de gran calidad, pero había que elegir un ganador. Así que sin más demora demos un aplauso al Sr. Conejo, autor de la obra ganadora ‘Salvemos el bosque’.
- Gracias, gracias, es un honor para mí, exclamaba Conejo entre aplausos.
- Bien, pues ya sabéis que mañana a las diez daremos comienzo a las pruebas de selección. Rogamos puntualidad a los interesados, concluyó el Sr. Búho.

Al día siguiente, a la hora convenida, comenzó la selección. Al ser un musical, las pruebas se centraron en las habilidades de canto y baile, pues eran requisitos imprescindibles. La obra contaba la trama de un guardabosque que debía salvar la flora de un malvado leñador, obsesionado con cortar un Árbol milenario y arrasar todo lo que se pusiera en su camino. En su lucha por preservar el entorno natural, el guardabosque contaba la inestimable ayuda de un girasol y de un lirio que ponían su astucia al servicio de la noble causa.

Tras varias horas, los papeles quedaron repartidos de la siguiente manera: el Sr. Oso haría de guardabosques, Castor sería el vil leñador, la Sra. Pata representaría al girasol, y la Sra. Lince, al lirio.

Al principio todo marchaba estupendamente, los actores estaban contentos con sus papeles y trabajaban duro para perfeccionar sus actuaciones, hasta que hizo su aparición el peor de los fantasmas: la envidia.
- Sr. Conejo, creo que Castor tendría que tener un poco más de protagonismo. El leñador está lleno de matices y podríamos crear unos espectaculares efectos especiales que dejarían al público boquiabierto, dijo el Sr. Búho en uno de los ensayos.
-Sí, puede que tengas razón y deba retocar el texto para darle más peso a Castor. Podemos hacer un juego de luces y sombras cada vez que aparezca y realzar su papel.

Ante estas palabras Castor se puso muy contento, pues estaba muy ilusionado con la obra, pero Oso no lo vio con los mismos ojos. Si a Castor le daban más protagonismo, eso significaba que él dejaría de ser el protagonista absoluto, y eso no le gustó nada.

El ensayo del día siguiente fue un caos. En lugar de avanzar, daban pasos hacia atrás. Oso no colaboraba y Castor, que se había dado cuenta de lo que estaba pasando, estuvo muy arisco. Por si fuera poco, el vestuario también había sido fuente de conflictos entre las chicas. La Sra. Pata consideraba que el vestido de la Sra. Lince era más llamativo y que debían haberlo echado a suertes.

La tensión en el escenario se podía cortar y el desastre no se hizo esperar, y durante el ensayo de la escena final, que reunía a todos los actores en el escenario para interpretar el número final comenzaron a empujarse unos a otros con tal brío que parte del decorado se rompió.
- Orden, orden, pero bueno ¿qué pasa? preguntó Conejo encolerizado. Habéis echado a perder el trabajo de varios días y de todos los que han colaborado en la puesta en escena. Quedan sólo dos días para Nochebuena, pero si tuviéramos más tiempo os echaría a todos de la obra. Se acabó el ensayo por hoy. Conejo estaba rabioso, no entendía nada. Pero ¿cómo podían pelearse por una cosa así?

Al día siguiente los habitantes se despertaron siendo testigos de un acontecimiento terrible: la nieve había desaparecido y las estrellas de luz se habían apagado. ¿Cómo era posible? Asustados, los animales se congregaron alrededor del Gran Árbol, en busca del sabio consejo del Sr. Búho.
- Queridos habitantes del bosque, el espíritu de la Navidad se ha ido, sentenció Búho.
- ¿Y cómo podemos hacer que vuelva? preguntó asustada la Sra. Ardilla.
- Nos vamos a quedar sin Navidad, se oyó decir a un lobezno.
- Hoy es un día muy triste. La envidia ha desatado unas reacciones negativas en cadena. La nieve se ha derretido, las estrellas han dejado de lucir y la obra de teatro peligra.

Oso estaba escuchando tras un arbusto y tenía miedo a salir porque sabía que era el desencadenante de la situación, pero había que ser valiente y afrontar las consecuencias de los propios actos, así que se decidió a salir.
- Lo siento mucho. Si hay algún culpable, ése soy yo. Me cegó la envidia. ¿Qué puedo hacer para enmendar mi error?
- No, no tienes por qué cargar con las culpas tú sólo, yo también he contribuido con mi mal comportamiento. Si sirve de algo yo también lo siento, se lamentó Castor.
- Si te hace ilusión, te cambio el vestido, me importa más tu amistad que un trozo de tela, exclamó la Sra. Lince dándole un abrazo a la Sra. Pata.
- Mirad, ¡está nevando! gritó con entusiasmo una voz.
- Sí y parece que en el cielo brillan de nuevo las estrellas. ¡El espíritu de la Navidad ha vuelto!, se oyó.

Ese año, la Navidad se vivió con mucha intensidad en el bosque, al fin y al cabo estuvieron a punto de perderla para siempre. Habían aprendido la lección y ahora sabían que la envidia cegaba y tenía unos efectos muy negativos que no se podían controlar. Así que para que no se les olvidara nunca construyeron una gran placa de madera que colgaron del Gran Árbol. En ella se podía leer la siguiente inscripción:
“El tesoro más valioso que posees es la amistad, cuídalo todos los días y crecerá”.

Autora: Helena López-Casares Pertusa

Cuento: La Navidad de Peludo


navidad de peludo

Catorce años de no interrumpida laboriosidad podía apuntar el Peludo en su hoja de servicios; catorce años en que no hubo día sin ración de palos y sin hambre. ¡El hambre especialmente! ¡Qué martirio!

Sacar fuerzas de flaqueza para el cochinero trote, obligado por los pinchazos del recio aguijón; aguantar picadas de tábanos y de moscas borriqueras, enconadas, feroces con el sol y el polvo, en las llagas de la reciente matadura; sufrir talonazos y ver cortar la vara de avellano o de taray que, silbadora y flexible, se ha de ceñir a su piel, averdugándola; probar la dentellada de la espuela y el sofrenazo violento del bocado; recibir puñadas en el suave hocico y en los ojos, en los dulces y grandes ojos cuya mirada siempre expresa mansedumbre; doblegarse bajo la excesiva carga; arrastrarse molido y pugnar por no caer al suelo antes de que se termine una caminata tres veces más fatigosa de lo que cabe dentro de los límites del vigor asnal; todo esto, con ser tanto, le parecía miseriuca al Peludo, en cortejo de pasar rozando una pradera verde como la esperanza, mullida y aterciopelada como tapiz de seda, y no poder hartar la panza vacía, redondear los ijares metidos y chupados y la tripa hueca como tubería de órgano. Era tal la impresión que causaba al Peludo la vista de la hierba apetitosa, rociada, velluda, de los dorados pajares y de las mieses en sazón; tal la rabia que sentía al oír el murmurio de la fuente cuando secaba sus fauces el anhelo del trabajo y la polvareda pegajosa del camino real; tal la violencia de su furioso apetito y el ímpetu de su colosal gazuza, que más de una vez, él, el manso, el resignado, el trabajador, el obediente, «pensó» hacer una muy gorda y sonada: soltar un rebuzno de guerra y arremeter a coces y a muerdos contra su despiadado jinete, su espolique, su amo, su tirano… ¡Qué deleite arrojar al suelo el lastre de sacos de harina, que pesan cual plomo, patearlos, reventarlos; que la harina se esparciese por la carretera; meter en ella el hocico, aventarla, hacerla volar en blanquísimas nubes! Y si era mucha el ansia de comer, no menor la de revolcarse. ¡Revolcarse! ¡Cuánto tiempo, desde su tierna infancia, su época de buchecillo retozón y candoroso, que no se revolcaba, con las cuatro patas batiendo el aire y la gris barriga al sol, el Peludo!

Cruzaban estas ráfagas de emancipación por la deprimida mollera del esclavo, pero no adquirían consistencia; eran aleteos pasajeros que abatía al punto la convicción de su eterna servidumbre y de que la había dispuesto la suerte, el fatum que preside a la existencia del jumento. Sí, lo peor del caso es que al Peludo la desgracia le había hecho fatalista; no esperaba nada de la Providencia, ni se atrevía a creer que pudiese lucir para él jamás un instante de relativa dicha. Hiciese lo que hiciese lo mismo tenía que ser… Hambre y palos, palos y hambre… Arriba con la carga; avante por la senda, y nada de protestas ni de quiméricos ensueños…

Razón llevaba el paciente Peludo en desconfiar de la suerte y en prometerse mayores desventuras; su amo, en vez de mostrarle algún apego, una pizca de consideración, a medida que el Peludo perdía fuerzas, agilidad y bríos, iba tratándole con mayor dureza y encomendándole las tareas más rudas y bajas, los transportes más reventadores y las jornadas a palo seco, en todo el rigor de la frase. Por eso, la glacial y lluviosa noche del 24 de diciembre encontró al cuitado Peludo sufriendo la intemperie con cachaza estoica, atado a una argolla de hierro, a la puerta de la más conocida taberna del Pellejón, una de las varias que salpicaban las orillas de la carretera de Marineda a Brigos. Otras veces no faltaba para el Peludo en aquel templo báquico el abrigo de una cuadra o de un estercolero, o siquiera de un cobertizo cerquita del pajar; pero ésta era noche de bulla y parranda, de regodeo y jarros colmados de vino y aguardiente, y cuando el Peludo, al trotecillo desmayado de sus provectas patas, se acercó a la taberna, no quedaba sitio ni techo para él. De dos puntillones, el amo le pegó a la pared, le amarró a la anilla, y allí se quedó el jumento, sin más techo que un emparrado desnudo de follaje, cuyas ramas goteaban hilos de agua llovediza, formando una charca bajo los cascos.

Veía el Peludo, al través de los vidrios de la ventana, la sala de la taberna iluminada, alegre, llena de hombres que jugaban a los naipes, disputaban, despachaban guisotes de bacalao y apuraban vasos de caña y tinto. Mientras los racionales celebraban así la Navidad, el asno, transido y empapado hasta los huesos, rendido de cansancio y desfallecido de necesidad, no tenía ánimos ni para exhalar un suplicante y doloroso rebuzno pidiendo sustento y calor. Una nube veló sus pupilas; sus corvas se doblaron. Iba a caer sobre el fango líquido, cuando advirtió una claridad suave, muy diferente de la que derramaban las pestíferas candilejas de la taberna, y divisó a su lado, con profunda sorpresa a otro borrico: un asno plateado, de luciente pelo, vivaracho, cordial. ¡Qué compañía tan grata! «¡Hi-ho!», flauteó dulcemente el caduco y asendereado jumento. Púsose el recién venido a roer con los dientes la cuerda que al Peludo sujetaba, y presto lo dejó libre. Echó a andar el argentado borriquillo, y detrás de él, sin meterse en más averiguaciones, el Peludo, ya regocijado y fuerte. A medida que adelantaban, la noche se hacía transparente, estrellada, tibia; el camino, fácil, seco, llano, lindo. A derecha e izquierda, prados de un tono de felpa verdegay, esmaltados de violetas y ranúnculos, convidaban al Peludo a saciar su apetito; arroyos cristalinos le brindaban con qué apagar su sed. Y el Peludo, entrando a saco, descuidado, libre, se entregó a la hierba jugosa; desde lejos podía oírse el ruido de molino que al mascar producía su vieja dentadura. Bebió a su talante en los manantiales; atracóse de trébol y hierba mollar, y al paso que devoraba, redondeábase su panza como globo que se infla, hasta que de súbito estallaron las cinchas que sujetaban la albarda, y quedóse en pelota, feliz como un rey. ¡Ahora sí que no se sentía fatalista el Peludo! Tan dichosa aventura lo convertía en el mayor providencialista del universo. En lontananza empezaba a despuntar la mañanica dorada y risueña; las violetas del prado olían a gloria; todo incitaba a un revuelco deleitable, y, izas!, el Peludo se dejó caer y se puso a nadar en aquel golfo de verdura, impregnándose de olores floreales, recogiendo en su pelambrera hojas de manzanilla. El asno se sentía victorioso, envuelto en luces de gloria. Y allá en los aires, lejos, alto, voces misteriosas repetían la profética cláusula: «Nos ha nacido un niño, y se llama Emmanuel…» El asno de plata, salvador del Peludo, le miraba entre compasivo y amigable, y le rebuznaba bondadosamente: «¡Hi-ho! ¿No me conoces? Soy el que calentó con su aliento a Jesús en el establo…, y el que llevó a Egipto a María la Nazarena…»

A la puerta de la taberna, el amo del Peludo, al salir de madrugada con los humos de la embriaguez muy densos aún, vio a su montura tendida en la charca, los ojos vidriosos, las patas rígidas.

-Rompióse la cuerda -observó el tabernero-. No le dé patadas -agregó-, que de poco sirve; tiene la oreja fría; está difunto.

Pero el amo, con la terquedad característica de los beodos, seguía descargando puntapiés al animal, jurando, blasfemando y maldiciendo. Al fin, convencido de lo inútil de sus esfuerzos, soltó una opaca risotada.

-Para lo que servía… -gruñó-. Ya ni podía conmigo…

Autor: Emilia Pardo Bazán

El conejito burlón


Escrito por Angel F.

el conejito burlon
El cuento del conejito burlón, enseña a los más pequeños que la amistad es algo muy importante, y que si no quieres estar solo, debes de mantenerla, y tratar a la gente tal y como nos gustaría que nos tratasen a nosotros.

Vivía en el bosque verde un conejito dulce, tierno y esponjoso. Siempre que veía algún animal del bosque, se burlaba de él. Un día estabada sentado a la sombra de un árbol, cuando se le acercó una ardilla.
- Hola señor conejo.

Y el conejo mirando hacia él le sacó la lengua y salió corriendo. Que maleducado, pensó la ardilla. De camino a su madriguera, se encontró con una cervatillo, que también quiso saludarle:
- Buenos días señor conejo; y de nuevo el conejo sacó su lengua al cervatillo y se fue corriendo. Así una y otra vez a todos los animales del bosque que se iba encontrando en su camino.

Un dia todos los animales decidieron darle un buena lección, y se pusieron de acuerdo para que cuando alguno de ellos viera al conejo, no le saludara. Harían como sino le vieran. Y así ocurrió.
En los días siguientes todo el mundo ignoró al conejo. Nadie hablaba con él ni le saludaba. Un dia organizando una fiesta todos los animales del bosque, el conejo pudo escuchar el lugar donde se iba a celebrar y pensó en ir, aunque no le hubiesen invitado.

Aquella tarde cuando todos los animales se divertían, apareció el conejo en medio de la fiesta. Todo hicieron como sino le veían. El conejo abrumado ante la falta de atención de sus compañeros decidió marcharse con las orejas bajas. Los animales, dandóles pena del pobre conejo, decidieron irle a buscar a su madriguera e invitarle a la fiesta. No sin antes hacerle prometer que nunca más haría burla a ninguno de los animales del bosque.
El conejo muy contento, prometió no burlarse nunca más de sus amigos del bosque, y todos se divirtieron mucho en la fiesta y vivieron muy felices para siempre.

El cuento de los TRES REYES MAGOS

Érase una vez tres reyes magos que vinieron de oriente siguiendo una estrella. Los tres son viejecitos. El rey Melchor es alto, con una barba blanca y unos ojos azules. El rey Baltasar tiene la piel negra y brillante, es el menos viejecito de todos. El rey Gaspar tiene la barba y el pelo rojo; tiene el porte de un rey, claro, ¡es un rey !, su nariz cae como un gancho sobre la boca y en sus labios se dibuja una sonrisa misteriosa. Yo os digo, amigos míos, que no perdáis de vista a este viejecito…

Los tres reyes van caminando durante la noche por un camino largo; las estrellas brillan, serenas; abajo, en la tierra, tal vez a lo lejos, se ve el resplandor de una lucecita. Esta lucecita indica una ciudad. Los Magos van a recorrer sus calles, se detendrán ante las casas y dejarán en los balcones los regalos esperados. Ya lo habréis oído contar, estos reyes eran muy ricos y les ponían sus regalos a tooodos los niños de tooodas las casas, de tooodas las ciudades; pero ha pasado mucho tiempo y los tesoros de los magos ya no son tan abundantes. Así Melchor, Gaspar y Baltasar cada año sólo pueden dejar sus regalos a unos pocos niños.

Los Magos se han detenido a las puertas de la ciudad. Melchor, el de la barba blanca y los ojos azules, tiene una gran arca. Baltasar, que tienes los ojos color azabache, también, y en ella buscan algo para dejar en el balcón del niño elegido. Gaspar, amigos míos, no tiene arca, no tiene equipaje, ni caballo, ni asno en que llevar lo que ha de regalar a los niños, pero tiene una nariz un poco encorvada, unos ojos de mirada soñadora y una sonrisa misteriosa en sus labios.

Los tres Magos se disponen a entrar en la ciudad. Como van siendo ya pobres, no se paran en todos los balcones, sino que dejan sus regalos en unos y pasan de largo ante otros. Cada rey elige a un niño para dejarle su regalo. Y así de tanto en tanto, Melchor llega a una casa, abre su arcón y deja en la ventana su regalo. Lo que este rey de la barba blanca regala se llama “Inteligencia”. Al cabo de un largo rato, Baltasar se detiene ante otra casa, mete la mano en su tesoro y pone su obsequio en la ventana. Lo que este rey de ojos negros como una noche sin luna regala es la “Bondad”

Y sólo el rey Gaspar, el rey de nariz picuda y labios sonrientes, sólo este rey pasa, y pasa y pasa ante los balcones y sólo se detiene ante uno, o dos, o tres de cada ciudad. Y ¿qué es lo que hace entonces el Rey Gaspar? ¿Qué es lo que regala este rey?. Todo el tesoro de este rey está en una diminuta caja de plata que el lleva en uno de sus bolsillos. Cuando Gaspar se detiene ante un balcón, allá, muy de tarde en tarde, coje su pequeña caja, la abre con cuidado y pone su regalo en el balcón. No es nada lo que ha puesto; parece insignificante: es como humo que se disipa al menor viento; pero este niño favorecido con tal regalo gozará de él durante toda su vida y no se separarán de él ni la felicidad ni la alegría.

El rey Gaspar ha depositado ya su regalo. Sus ojos verdes, no os he dicho antes que eran verdes, brillan fosforescentes; su nariz parece que baja más sobre la boca, y en los labios se dibuja con más profundidad su sonrisa. Acercaos, niños; yo os quiero decir lo que el rey Gaspar lleva en su caja. Sobre la tapa, con letras diminutas, pone: “Ilusiones”.

Escrito por Angel F.

FELICES REYES MAGOS

FELICES REYES MAGOS

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