Cuento inédito de Vicente Gerbasi
Canoabo es una
aldea situada en un valle rodeado de altas montañas. Su calle principal
apenas tiene unas cuatro cuadras de pequeñas casas azules, rojas,
amarillas, blancas, con ventanas de balaustres de madera, a los que se
asoman de cuando en cuando bellas muchachas de cabellos negros. Al
fondo, una plaza de grandes almendrones y más allá la iglesia y su
torre donde anidan las palomas. Detrás de la iglesia, la colina del
Calvario, con tres cruces, de los cuales, la del centro es la más
grande. Allá arriba, vuelan en circulo los gavilanes, lentamente, como
en el aire de los siglos.
En Canoabo nacen los días y la noches de la música. Por sus calles pasan los arreos de burros con sus pequeñas campanas, y pasan las vacas y las cabras sin rumbo, y al salir el sol y al medio día y al atardecer la torre de la iglesia hacía oír sus campanas, mientras las palomas se echan a volar por sobre las casas y por sobre los árboles, como si fueran a dar un largo paseo a la redonda, para luego volver en un apretujado aletear a los oscuros y misteriosos rincones de la torre. Detrás de la iglesia, en las estribaciones de la alta colina del Calvario, hay unos largos ranchos de paja donde vive la gente más pobre del pueblo. En uno de de estos ranchos nació Pluma, mi viejo y querido amigo, muerto ya hace algunos años y cuya extraña y dolorosa historia voy a recordar. Pluma, cuando tenía ocho años y había aprendido ya a leer y a escribir, no se llamaba propiamente así. Su nombre era Jorge Cardozo. Su padre le había puesto este nombre porque, como siempre decía le gustaba el Santo que había matado al dragón. No solamente lo decía, sino que lo cantaba, porque era hombre de guitarra y coplas. Cuando en las noches de luna se iba con su botella de aguardiente por entre los destellos de las rocas y los cactos de aquella colina del Calvario o bajaba a la plaza, se le oía cantar esta copla:
Su rancho no era de bahareque. sino de palmas entrelazadas en cañas y bambúes. Una parte era la cocina. por donde se entraba. Y el resto eran dos largos cuartos divididos también con cañas, bambúes y palmas. La cocina. o mejor dicho. el fogón. era de adobes. sobre los cuales había tres piedras ennegrecidas sobre los que Petrica colocaba el budare para hacer las arepas o la olla para hervir los frijoles. Toda la cocina relucía por el hollín, y por las noches, cuando la leña estaba encendida. Las llamas le daban a las paredes de palma un rojo y tembloroso color infernal. Felipe, al regresar del trabajo, se sentaba junto a su mujer en unos cajones frente al rancho. Su preocupación fundamental era la educación de Jorge. - ¿Pero cómo hacerlo. si somos tan pobres? Apenas gano tres reales al día y sin ninguna esperanza -, le decía a su mujer. Una tarde, mientras miraban las cumbres de las montañas doradas por el último sol, ese sol maravilloso que la gente de mi tierra llama el sol de los venados, su mujer le dijo: - ¿y por qué no nos vamos a la ciudad? - Mira, nunca lo había pensado. Siempre he creído que uno debe vivir donde nace, especialmente si se nace en el campo. ¿Qué podemos hacer nosotros en la ciudad? Yo no tengo oficio. Además, la ciudad es como un mar bravo en el que uno bracea y bucea hasta que se lo traga. Aquí por lo menos uno va llevando la vida. Además, creo que algún día podré conseguir un pedazo de tierra. - No creas, hay muchos pulpos en este mundo - le contestó la mujer. - Déjame buscar la guitarra y déjame pensar. Esa noche Felipe salió a cantar ya tomar aguardiente. Regresó a eso de las once de la noche. Se acostó pero no pudo dormir. La idea que le había dado su mujer le daba vueltas. Pensó que realmente allá podría procurarle mejor educación a su hijo. Estiró el brazo y acarició el rostro de su mujer. - ¿Qué?, preguntó ella. - Mañana voy a comenzar a arreglar mis cosas para irnos a la ciudad. Ella se incorporó en la cama y encendió una vela que tenía a su lado, en el piso de tierra. En el cuarto no había muebles, sino cajones y en una de las paredes de palma una cruz de palo revestida con papel de seda a colores. - De la alegría te voy a hacer un café. Felipe volvió a tomar la guitarra y se fue a tocarla bajo las estrellas. Un viento tibio se arremolinaba en los árboles, trayendo el lúgubre ladrido de los perros que, al decir de los campesinos, andan viendo fantasmas por las horas de la madrugada. El viento, el viento de oscuridad estrellada, que puebla de voces nuestros campos tropicales y se aleja ondulante entre palmeras y crines de caballos hacia los grandes' ríos del Sur. Felipe posó sus manos sobre las cuerdas de su guitarra y se detuvo a oír el envolvente canto de los gallos, a pensar en su viaje. Petrica vino con el café. Se sentó a su lado y allí estuvieron ambos en silencio hasta que unas pequeñas nubes largas comenzaron a colorearse en las cumbres de las montañas. Ese día Felipe no fue al trabajo y se dedicó a visitar a algunos amigos a quienes les habló de su idea de marcharse a la ciudad. Casi todas las opiniones coincidieron en esta pregunta: - ¿Y qué vas a hacer tú en la ciudad? Alguien le dijo: - Lo que andas buscando es que te recluten. Pero su compadre, Juan Marchena, el padrino de Jorge, al saber que Felipe quería salirse del pueblo para encaminar la educación del ahijado, le prometió ayuda. El tenía una pulpería, y mal que bien, tiraba adelante con lento pero seguro éxito. Era un hombre sedentario y sumamente económico. Era hijo de canarios. Pequeño, gordo, de rostro redondo. Lo ojos pequeños se le perdían debajo de sus pobladas cejas rojizas. -Como no, compadre -le dijo-. Yo te ayudaré. Sobre todo porque se trata de la educación del ahijado. -No es mucho lo que te voy a pedir prestado -le dijo Felipe-. Creo que con doscientos bolívares me las podré arreglar. - Muy bien, aquí los tienes -y Juan Marchena, con paso lento, se fue al centro del mostrador, sacó de una gaveta el dinero y se lo entregó. Felipe colocó el dedo pulgar sobre el índice en forma de cruz y besándolos dijo: - Compadre, gracias. Por esta Santa Cruz quedo ahora más que nunca obligado contigo. Brindaron con un buen coñac español . Cuando Felipe regresó a su rancho, le dijo a su hijo: - Mira Jorge, nos vamos a ir a la ciudad para que puedas aprender en un buen colegio y después pasar a la Universidad. Yo y tu mamá queremos que tú seas un buen hombre. Ya tu padrino me prestó el dinero para el viaje y poder pasar allá los primeros días mientras consigo trabajo. Jorge no le dio demasiada importancia a lo que dijo su padre y siguió enrollando su trompo. Sin embargo, pensó vagamente en lo que podría hacer en la ciudad. - ¿Qué puede haber distinto allá de lo que hay aquí?, se preguntó. El nunca había salido de Canoabo. Una vez se fue con unos compañeros hasta la sabana, donde hay una casa de dos pisos, propiedad del hacendado más rico del pueblo. Aquel lugar le pareció de otro mundo. La casa con balcones y techos rojos, solitaria entre copudos árboles dispersos, le pareció algo irreal. Jorge pensaba que detrás de las montañas de su pueblo, el mundo se extendía en selvas, ríos y más aldeas como la suya, con burritos, cabras y pavos reales. La vela encendida resbaló en el piso de tierra y su llama se recostó suavemente en las palmas entrelazadas. Afuera soplaba el viento silbante de la noche. Lenta, la llama tomó cuerpo en una hoja de palma y luego saltó a otra como una lagartija de una palma a otra ya otra, hasta que se convirtió en un gran dragón rojo que se retorcía mordiendo el tejido de hojas secas entre cañas y bambúes. Soplaba el gran viento de la noche y el dragón rojo de largas patas y uñas y lengua ardientes siguió saltando de un sitio a otro de las paredes, hasta que fue a contorsionarse en el techo donde el gran viento de la noche hacía volar sus escamas como piedras de un volcán en erupción. Los padres de Jorge sintieron las uñas del fuego en los cabellos, en las piernas, en los ojos. Apenas vieron la puerta del infierno, círculos de fuego, las patas y las uñas del dragón. Luego, por un instante, mientras oían el llanto del hijo, una honda oscuridad rojiza invadió sus ojos. |
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