viernes, 31 de agosto de 2012

Dulce caña de azúcar

Dulce caña de azúcar

    
     Los machetes se afilan en las piedras, los pañuelos húmedos, enrollados en la frente, nunca secan. Aquí el sol es generoso y todos somos mulatos. La piel es dura, seca, y las palmas en las manos llevan el timbre riguroso del machete.
Basilio tiene sed y desentierra la lata de entre la hierba húmeda, con la frente erguida empina la jarra y cierra los ojos. El sudor es ácido y abundante, se escapa de la tela. Abre la boca como una gran compuerta dejando libre la entrada al mar.  El primer chorro lo saborea fresco y pasa directamente por el tubo anillado de su garganta. El néctar resbala ávido y traga húmedo para reponer las fuerzas. El sol le pega de frente. Basilio vuelve a cerrar los ojos y a levantar el brazo para recibir el segundo chorro.  Se abre  nuevamente la compuerta y siente como nadando entra el diablo. El dolor álgido se anticipa con sabor a muerte.
Basilio no puede gritar, su cuello hinchado se endurece y cierra como un diafragma. Mira al suelo con ojos de sapo, llorosos. Encandilado esta vez por el reflejo bien pulido de la hoja de sesenta centímetros que brilla al sol, toma el machete y eleva el brazo. Esta vez sin sed y bien empuñado el sable, de un impacto seco, atraviesa los anillos de su garganta, tal como lo hace a la caña. La hoja la recorre de este a oeste partiendo por el centro al mismísimo diablo. Basilio se desploma. Lo sintió pero no lo vio.  El diablo nunca muere y de la boca seca y abierta que yace tendida en la hierba, asoma su cola jorobada. Sale marcha atrás con sus varios ojos atentos de escorpión.

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