jueves, 14 de febrero de 2013

LA NIÑA DEL BOTIJO - CUENTO


LA NIÑA DEL BOTIJO

(CUENTO)



La tata me puso el lazo rojo recogiendo un tirabuzón de cada lado sujetos en la nuca con un bigudí y así terminó mi peinado. Yo estaba inquieta, tenía prisa. Casi eran las doce de la mañana, la hora en que la niña del botijo venía a coger agua de uno de los caños de la fuente redonda que estaba en la Plaza de San Miguel donde yo vivía desde hacía sólo unos meses. Me habían puesto el vestido de cuadritos rojos y blancos y encima el babi rojo que se adornaba con un volante todo alrededor. Mamá no me dejó ponerme otros zapatos que no fueran los negros de charol y los calcetines finos blancos porque hacía bastante calor.
En cuanto me dejaron sola en la habitación, abrí las persianas de madera y vigilé la plazoleta detrás de los visillos a la espera de la niña. Como era un día de mucho calor no pasaba nadie por la Plaza en la que daba el sol desde buena mañana y, en la que afortunadamente, la fachada de nuestra casa, poco a poco, a medida que avanzaba el día, quedaba en la sombra.
Yo la veía llegar todos los días a la misma hora, algo más tarde de que el reloj del Ayuntamiento marcara las doce con sus campanadas. Aquellas campanadas que en verano se oían más; la tata decía que era porque los balcones estaban abiertos pero a mí me parecía que era porque les gustaban los días de verano. Esos días que huelen a fresco y a calor, según los huelas por la mañana al mediodía o a la noche. Esos días que se apagaban muy lentamente cuando ya todo se cansaba de vivir y necesitaba el sueño, cuando de pronto, veías una estrella pequeñita...pequeñita en el cielo y cuando volvías a mirar ya estaba todo cubierto de ellas y el cielo se había vuelto de color azul marino. No sé... es posible que la tata tuviera razón pero lo que sí era verdad era la hora en que la niña del botijo llegaba a la fuente.
Venía por la calleja andando despacio, bamboleando un botijo blanco demasiado grande para ella que, luego, cuando lo llenaba de agua, se veía que no podía con él y tenía que hacer un gran esfuerzo para llevarlo colgado de la mano. Entonces yo veía como se inclinaba hacia un lado su cuerpo flaco guardando el equilibro con el brazo separado del cuerpo a modo de palanca y regresaba por el mismo camino igual de despacio... lentamente.
Aquel día estaba ansiosa, había trazado un plan que quería llevar a cabo pero debía andar con cuidado porque no tenía permiso ni de mamá, ni de la tata, para hacer lo que había pensado. En cuanto la viera en la Plaza, bajaría para hablar con ella y le preguntaría como se llamaba.
A la niña la vi desde el primer día que nos mudamos a la casa en el mes de Enero después de las Navidades con el traslado de papá. Estaba yo en aquella misma habitación probando mi cama con saltos y brincos mientras mamá y la tata se ocupaban de desembalar las cosas y atender a mis hermanos pequeños. Observaba la plazoleta que se veía desde mi balcón; una Plaza pequeña, adoquinada, bastante redonda, rodeada de casas muy limpias que a mi me parecieron de dibujo de cuento y en el centro, una fuente de siete caños, redonda con unas rejas por donde se escapaba el agua que caía y que yo me preguntaba a dónde iba a parar. Entonces la vi por primera vez.
Flacucha, muy blanquita. Con unos pelitos rubios muy alborotados aunque se peinaba con trenzas, siempre llevaba puestos unos vestidos demasiado cortos, no como los míos que me tapaban las rodillas hasta casi media pierna, y jamás la vi con zapatos de charol. Bueno he dicho vestidos pero era sólo uno porque siempre la veía con el mismo, aunque limpio, eso sí. Era blanco con florecitas verdes y el cuerpo tenía un adorno con una cinta muy estrecha de color verde que formaba un lazo en el centro del pecho. En los meses de frío tampoco la vi nunca con abrigo, encima de aquel vestido blanco y verde, se ponía una chaqueta de lana de color marrón claro que tenía unos dibujos de colores rojos, blancos y azules y que comprobé como se le iba quedando pequeña poco a poco. Las mangas no le llegaban a la muñeca y cuando hacía mucho frío y se la abrochaba, le quedaba una abertura entre botón y botón. Me hacía gracia verla mientras llenaba el botijo de agua porque se le notaban las manos rojas por el frío y juntaba las rodilla huesudas una con otra, debía de ser para darse calor. Yo no lo sabía porque nosotros cerrábamos el balcón, se encendía la calefacción en una caldera que había en la cocina y calentaba toda la casa.
Un día, de pronto, aquel vestido de florecitas verdes se volvió negro; supuse que se lo habían teñido de ese color porque las florecitas se traslucían en un tono negro diferente, más opaco. Eso me hizo suponer también que vestía de luto porque se le había muerto alguien y me dio mucha pena. Yo no quería vestirme nunca de negro ni aunque se muriera alguien porque los vestidos quedaban muy feos teñidos. También le habían teñido aquellos zapatos que eran los de siempre, unos con cordones pero que, antes, se veían marrones. Lo único que llevaba blanco eran los calcetines y nunca los llevaba de lana ni hasta la rodilla, eran cortos y finos. Siempre pensé que debía pasar mucho frío aunque a ella parecía que le daba igual. Cuando yo salía a la calle en invierno, la tata me ponía el abrigo con esclavina, la capotita en la cabeza y las manos las escondía en el manguito para tenerlas siempre calientes.
No se por qué pero aquella niña me gustaba, me parecía simpática. Se paraba a mirar el cielo, a observar los árboles y algunas veces, dejaba el botijo junto a la fuente y buscaba insectos, orugas o pequeños bichitos que arrimaba al árbol como si quisiera protegerlos.
Aquel día estaba llegando un poco tarde, hacía ya mucho rato que sonaron las campanadas del reloj del ayuntamiento y todavía no había aparecido. Intranquila, salí al balcón y fue cuando la vi venir por la calleja. El botijo en una mano y en la otra un animalito del que no apartaba la vista. Al llegar a la plazuela dejó el botijo junto a la fuente y vi como buscaba algo con la mirada que no encontraba. Lo que llevaba en la mano parecía un pájaro que, supuse estaba enfermo porque no se escapaba de su mano. Fue entonces cuando miró hacia mi balcón y me vio.

-¡Oye, niña!- me dijo. Tan sorprendida me dejó que no supe contestarle. -¿Tienes una caja de cartón?- volvió a decir - He encontrado un gorrión herido pero me da miedo que se me caiga de la mano, si pudieras darme una caja de cartón para meterlo...

Yo no sabía qué responder, tenía prohibido hablar con extraños, pero aquella niña ya era como una amiga para mí. Entré en la habitación y busqué en el armario, allí había cajas con zapatos, saqué unos blancos que ya me quedaban pequeños y con la caja en la mano y en silencio, salí al pasillo abrí la puerta con cuidado de que nadie me oyera y bajé a la calle. Allí estaba ella, junto a la fuente.
Cuando la vi de cerca me dí cuenta de que era una niña muy guapa con unos ojos muy dulces de color caramelos de miel y me enseñó el gorrioncito que tenía una patita herida y las alas embadurnadas de barro. Nos sentamos en uno de los bancos de piedra que había frente a la fuente y pusimos al pájaro dentro de la caja. Ella, hábilmente, se quitó un lazo estrecho y blanco que llevaba en los extremos de las trenzas y le vendó la pata al pequeño gorrión.

-Dentro de unos días se le habrá curado y ya podrá volar, ahora hay que darle de comer granitos, semillas, ponerle un cacharrito con agua y limpiarle las alas con mucho cuidado- me daba todas estas explicaciones con una voz suave y dulce que me encantó.

-¿Lo vas a llevar a tu casa?- le pregunté. Noté que se quedó un poco indecisa, meneó la cabeza, se mordió los labios y me respondió con un hilo de voz:

-Si, pero tendré que esconderlo, si mi padre lo ve, lo tirará a la basura.

Lo primero que pensé fue que el papá de aquella niña era un ogro y eso le dio más fuerza al deseo de amistad.

-Desde que murió mi madre, él está siempre enfadado y tiene muy mal genio- aclaró algo avergonzada. Iba a preguntarle su nombre, cuando apareció en la Plaza un hombretón mal encarado que se dirigió a ella y sin mediar palabra le dio un tremendo bofetón.

-¿Se puede saber por qué tardas tanto en llenar un botijo de agua, eh?- y agarrándola por las trenzas la empujó hacia la fuente.

La niña cogió el botijo y lo puso bajo el chorro para que se llenara mientras en su mejilla blanca surgían unos verdugones con la marca de los dedos de aquel hombre.

-Si no vuelves en cinco minutos a casa, probarás la correa- oí que le decía el hombre que, afortunadamente, se marchó por donde había venido.

-¿Por qué te ha pegado, quién es?- le dije asustada.

-Es mi padre. No te preocupes, ya te he dicho que tiene muy mal genio- Cogió el botijo con las dos manos para bajarlo de la fuente y con lágrimas en los ojos me dijo:

-Oye... ¿tú me cuidarías el pajarito? No puedo llevarlo a casa... ya ves como está de enfadado... - dijo señalando con la cabeza por donde se había ido el hombre, y con el asa del botijo agarrada con las dos manos, esperó mi respuesta.

-Si... No te preocupes, yo lo cuidaré. Vivo ahí mismo, en esa casa- dije señalando el balcón- y cuando vengas a por agua subirás a mi casa y entre las dos lo curaremos hasta que pueda volar.

Se marchó con una sonrisa en su boca y una mirada triste en sus ojos, con su cuerpo flaco inclinado hacia un lado para guardar el equilibrio y el botijo lleno de agua en la otra.
Esa fue la última vez que la vi. Nunca volvió. No pude saber qué sucedió. Con ayuda de mis padres y la tata, curamos al pequeño gorrión hasta que una mañana soleada, lo echamos a volar y vimos como se alzaba en el aire para desaparecer en el cielo.
Nunca supe como se llamaba la niña del botijo.

1 comentario:

Magda R. Martín dijo...

Otro cuento más demi autoría. Denunciable.