¿Sabéis?
Todo el mundo cree que en el portal de Belén habia solo dos animales,
el buey y la mula que daban calorcito al Niño Jesús. Lo
que no cuenta la historia es que tambien había un pequeño
ratoncito del que os voy a contar la increible aventura que le sucedió.
Nuestro
ratoncito en cuestión era gris, de orejas grandes, ojitos saltones
y con un rabo largo y fino como una antenita. Era travieso y juguetón
y vivía cómodamente en un gran palacio de un importante
rey de Oriente. Su mamá ratón le decía siempre:
—
No salgas a buscar comida hasta que no sea de noche y los humanos se hayan
dormido.
Pero
un día vio desde su agujero madriguera un cofre lleno de queso
de color amarillo brillante. Su curiosidad y glotonería pudieron
más que los consejos de su madre y se atrevió a acercarse
rápidamente al cofre para poder saborear un trozo de aquel sabroso
queso. Cuando estaba cerca del cofre se abrió la puerta y allí
entraron unos criados del rey. El ratoncito rápidamente saltó
dentro del cofre para que no le vieran.
—
El amo ha mandado que carguemos todas las ofrendas en los camellos porque
partimos rápidamente - dijo uno de los criados.
—
Sí, cerraré los cofres con llave - contestó otro
criado.
El
ratoncito muy asustado quedó atrapado en el cofre.
El
viaje fue muy largo y como tenía un hambre terrible intentó
comer un trozo de aquel queso, pero no pudo ¡Aquello no era queso!
¡estaba durísimo! Al morderlo se le cayó un diente.
El
ratoncito recordó lo que su mamá le había dicho:
—
Los ratones tenemos que cuidar mucho nuestro dientes porque son muy delicados.
El
ratoncito apretó con fuerza el diente dentro de su mano para
no perderlo y pensó:
—
Cuando vuelva a casa seguro que mamá sabrá arreglarlo.
Como
el viaje nunca terminaba, el hambre y la sed eran cada vez mayores y
el ratoncito se puso a llorar.
—
¿Quién está llorando? - preguntó el camello
de voz ronca.
—
Soy yo, un ratoncito que se ha quedado atrapado dentro del cofre. Tengo
mucha hambre y no sé que hacer, ¿tú quién
eres?, ¿puedes ayudarme?.
—
Yo soy el camello Melquiades. No tengo las llaves del cofre pero te
daré dátiles por la cerradura para que puedas comer hasta
que lleguemos a nuestro destino.
Gracias
a Melquiades el viaje se hizo más ameno para nuestro ratoncito.
De
repente, un día el ratoncito notó que el cofre ya no se
movía.
—
¿Qué ocurre Melquiades?
Pero
Melquiades no contestó. El ratoncito se asustó mucho al
ver que una llave se introducía por la cerradura. Al instante el
cofre se abrió. El ratoncito esperaba ver el salón de un
lujoso palacio, sin embargo, se encontraba en un pobre establo para ganado.
Frente a él había un niño recién nacido dormido
dentro de un pesebre. A su lado estaba un hombre de larga barba y cara
bonachona y una mujer de grandes ojos, mirada sonriente y una cara tan
resplandeciente que al ratoncito le recordó a su madre. También
había un buey y una mula que descansaban cerca del Niño
y le daban calor con su aliento y muchos pastorcillos y gente humilde
que traían regalos al Niño. El rey de Oriente también
ofreció el cofre al Niño. El Niño al ver al pequeño
ratoncito sonrió:
—
¡Mira como le gusta el oro! - dijo un pastorcillo.
—
No, no es el oro lo que le hace sonreir, es ese pequeño amiguito.
Dijo aquella señora cogiendo al pequeño ratoncito entre
sus manos y enseñándoselo al Niño. El ratoncito al
ver que todos le hacían regalos al Niño y que él
no tenía ningún presente, abrió su manita y le ofreció
el diente que con tanto cuidado había guardado durante el viaje.
El
Niño sonrió de nuevo. La madre del Niño miró
al ratoncito y le dijo:
—
Eres un animal pequeñito pero tienes un gran corazón. A
partir de ahora serán todos los niños del mundo los que
te regalen sus dientes a tí y a cambio tú les llevarás
un pequeño regalito. Ahora vuelve a tu casa con tu mamá
y sé feliz.
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