domingo, 2 de septiembre de 2012

Gino el pingüino

Cuentos sobre la obediencia: Gino el pingüino


En las heladas regiones del Polo Sur vivía Gino. Gino era un pingüino muy alegre y travieso. Gustaba mucho de jugar con sus amigos saltando al mar azul desde las altas cornisas de hielo que se elevaban cerca de sus orillas.
Miles de pingüinos cubrían por completo el lugar donde vivían, algo lejos del mar. Para los papás era muy difícil encontrar a sus hijos entre tanta multitud, por lo que usaban sus agudos gritos para llamarlos.
Para la mamá de Gino era aun más difícil ubicarlo, porque su pequeño hijo nunca le decía donde iba, ni respondía sus llamados a la hora que se ponía el Sol.
Cierto día Gino y sus amigos estaban jugando la orilla cuando a lo lejos se escucharon varios gritos de las mamás pingüinos, entre ellas la de Gino, llamando a sus hijos a comer. Todos se sacudieron bien las plumas y regresaron, menos Gino.
-Gino, hijo! -le llamo su mamá, que había tenido que caminar desde la colonia de pingüinos para buscar a su pequeño- apresúrate que ya es hora de la cena!
Gino estaba muy arriba, a medio camino de la cornisa de hielo para darse otro chapuzón. Mamá logró verlo desde abajo, pero en vez de regresarse Gino prefirió seguir. Nunca creyó que un lugar tan hermoso pudiera ser peligroso, como le había alertado mamá.
-Hijo, por favor. A esta hora el mar es peligroso. Baja!
-Un salto más mamá! Sólo uno más y bajo!
Gino tomo aire y saltó. El chapuzón fue perfecto. Ahí abajo, en las profundas aguas cristalinas y azules. Gino se sentía el rey. Iba y venía con gran rapidez entre los grandes hielos celestes, dejando un hermoso rastro de burbujas. Mientras tanto, desde lo más profundo, una mancha muy oscura se acercaba.
Gino no la vió. Siguió disfrutando en perseguir pececitos y poniendo tentáculos arriba a una que otra medusa. De su mamá hacía tiempo que se había olvidado.

De pronto, sin saber por qué, Gino se volvió. La gran mancha oscura de las profundidades iba directamente hacia él y sus formas se le hicieron terriblemente conocidas: era una orca! Una ballena asesina!
Gino salió disparado en dirección contraria a aquel monstruo blanco y negro. Zigzageó entre los témpanos sumergidos, pero la orca seguía tras él, destrozándolo todo a su paso. Gino quiso acercarse más a la orilla, pero la temible bestia no iba a dejar ir así nomás a su comida favorita; a punta de coletazos lo mantenía alejado de su libertad.
Gino ya estaba un mareado por tanto coletazo pero sabía que debía seguir nadando con todas sus fuerzas. Había perdido su orientación y ya no sabía donde estaba la orilla. La orca estaba a punto de alcanzarlo y hasta podía oler las aletas de Gino.
Gino notó una zona más clara en el azul intenso del agua y se dirigió hacia allá. Estaba perdiendo sus fuerzas, lo sabía. Pero los dientes de una gran boca abierta ya le hacían cosquillas en sus patas. Así que, con un último esfuerzo, Gino dió un impulso casi tan rápido como una bala y emergió de un gran salto hacia el azul de cielo. Al caer, el resbalón no paró hasta llegar a unas patas bastante conocidas para él. Agitado, levanto la vista muy despacito hasta llegar a un rostro agobiado por la preocupación.
-Gino, hijito, estás bien? -le dijo mamá, mientras lo comía a besos y abrazos.
En ese momento, el poco sol que quedaba se oscureció; una sombra inmensa lo tapaba. Era la orca, que también había saltado! Cayó con gran estruendo, haciendo temblar todo el lugar y muy cerca de los asustados pingüinos, paralizados por el miedo. Pero el hielo cedió al tremendo peso y se partió, tragándose a la inmensa ballena. Madre e hijo respiraron aliviados.
-Mamá, mamita, perdóname! Debí regresar apenas me llamaste.
-Gino, hijito. Te das cuenta de lo que te pudo haber pasado?
-Si mamá. Tú tenías razón.
-Bueno, chiquitín. Te has llevado un gran susto. Vamos a casa que te espera un rico puré de pescado.

Y así fue como Gino el pingüino nunca volvió a tardarse nadando en el mar y siempre siguió la guía y los consejos que con mucho amor y cariño le daba mamá.

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