domingo, 30 de septiembre de 2012

:::El color en las palabras:::

:::El color en las palabras:::

Pintaderas pintadas de diferentes colores
Aunque en primera instancia pueda pensarse otra cosa, la percepción humana de los colores no depende sólo ni exclusivamente de una realidad física. Sin necesidad de mediar ninguna patología, como el daltonismo, que dificulta una visión correcta de ciertos registros cromáticos, a menudo la cultura condiciona esta experiencia sensitiva. Un esquimal, por ejemplo, maneja muchas más gamas de blanco que nosotros, porque necesita conocer con la mayor precisión todas las variedades de hielo y nieve que configuran su hábitat. Cada comunidad, en función de sus intereses materiales y elaboraciones culturales, elige los criterios y valores que considera más útiles para relacionarse con su entorno. Por eso, esta concentración en lo más relevante tiende al mismo tiempo a simplicar la apreciación de aquellas tonalidades y matices que carecen de una significación especial, aunque esas prioridades puedan cambiar a lo largo de la historia.
Estas razones pueden dar una idea de lo difícil que resulta a veces llegar a comprender, y no digamos traducir, las diversas concepciones del color que cultivamos los seres humanos. Porque hemos planteado el asunto básicamente desde el punto de vista de la subsistencia, pero la cuestión se complica aún más si añadimos contenidos religiosos o ideológicos en general. En Japón, pongamos por caso, el blanco constituye el color del luto, mientras que para un místico musulmán simboliza la consciencia. Y, a medida que las sociedades se han ido haciendo más complejas, la dispersión y la variabilidad de contextos y composiciones también se han incrementado.
Como no podía ser de otro modo, el mundo amazighe exhibe muchas especificidades. Una comunidad milenaria, que ocupa un territorio tan vasto y diverso, ha dispuesto de tiempo y situaciones para desarrollar no pocas nociones propias. Sólo por lo que respecta a la categorización lingüística, la comparación interdialectal muestra la coexistencia de un fondo léxico panamazighe, sin duda muy antiguo, con variedades exclusivamente locales. Pero tan importante o más resulta la ductilidad de sentidos y la carga simbólica que ha generado para obtener pronósticos, protección sobrenatural, identificaciones sociales, etc.
Por regla general, el estatuto gramatical de los términos relativos al color se adscribe en la lengua amazighe a lo que se conoce como verbos de estado, aquellos que indican en el sujeto una condición más o menos permanente (forma, dimensión, etc.). De aquí derivan adjetivos y participios que actúan como:
(a) epítetos o adjetivos atributivos: p. ej. amušš umlil, ‘el gato blanco’;
(b) predicativos: p. ej. amušš iga umlil, ‘el gato es blanco’.
Con los estudios disponibles, presumimos que las voces aplicadas a los colores ‘blanco’ [M•L•(L)], ‘amarillo’ [W•R•Gh = R•W•Gh], ‘rojo’ [Z•W•Gh] y ‘azul verdoso’ [Z•G•Z•W] presentan el mayor grado de uniformidad y antigüedad panamazighe. Todos estos lexemas o raíces se pueden constatar también en el Archipiélago:
- mulán (‘manteca’) < mull-an, ‘blanqueado’;
- Terure o Teror (nombre de lugar en Canaria) < terûgh, ‘amarillo’, ‘dorado’;
- zuaja (‘nombre de planta’) < zuwagh, ‘rojo (vivo)’;
- Tazaguisa (nombre de persona) < ta-zagzaw-t, ‘verde’, ‘inmadura’.
Así mismo, la riqueza y complejidad morfosemántica de los términos implicados en la designación de los colores brinda abundantes curiosidades. Por ejemplo, situémonos al tiempo de producirse la conquista europea de La Palma. El bando de Ahenguareme, donde figura el nombre de la ‘ruda’, warem, que remite al ‘amarillo pálido’, tenía por uno de sus jefes a Azuquahe (Azuwwagh), esto es, traducido de forma literal sería ‘el Rojo’, pero la cultura amazighe recurre a este color para señalar a una persona ‘morena’. Un hecho que debe estar en relación con la escasa inclinación que han sentido siempre estos pueblos a pronunciar el nombre del color ‘negro’, cuya dicción se tuerce o se evita para eludir los efectos nocivos que se le atribuyen. Una constelación de representaciones, en suma, que acompañaba a las personas desde el nacimiento hasta la muerte.

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