Por Agustín Pallarés Padilla
[AGUAYRO, nov.-dic. de 1995]
La pardela cenicienta –Calonectris diomedea aparte
de otras sinonimias caídas en desuso– es con mucho el ave más abundante
en la islita de Alegranza, pues según opinión de expertos ornitólogos
la población de esta especie debe ascender a un mínimo de 8.000 parejas
nidificantes en sus 10’5 Km2 de superficie.
Su
tamaño es visiblemente inferior al de la gaviota argéntea o común, con
la que un observador poco avezado podría confundirla a primera vista, ya
que no suele sobrepasar los 125 cm. de envergadura en el macho y los
120 en la hembra, alcanzando un peso máximo de unos 700 y 600 gramos
respectivamente en cada sexo. Sus formas son además, en líneas
generales, más gráciles que las de la gaviota, y su color sensiblemente
más oscuro.
También,
como ella, tiene las patas palmeadas, poseyendo un pico más largo y,
sobre todo, más ganchudo en la punta. Un carácter que ayuda a facilitar
su identificación entre todas las proceláridas que nos visitan es el
color manifiestamente amarillento del pico en la mayor parte de su
superficie.
En
cuanto al plumaje se refiere, los colores predominantes son un pardo
fuliginoso más o menos desvaído en las partes superiores del cuerpo –de
donde evidentemente debe venirle el nombre común– y un blanco inmaculado
en las regiones inferiores, fundiéndose gradualmente ambos colores en
las zonas laterales de transición.
La
voz de la pardela es muy característica. En la hembra, que es con mucho
la más locuaz, consta de una serie de graznidos guturales de entonación
entre plañidera y quejumbrosa que podría representarse
onomatopeyicamente con un sonoro ‘¡uaña, uaña, uaña uaa!’ que va
atenuándose al final en un sosegado ‘aua, aua, aua aaa’, repetido
incesantemente en los momentos de mayor excitación. En las noches
oscuras, cuando se congregan en los grandes criaderos comunitarios,
especialmente en los instalados en espaciosas cavernas volcánicas en que
anidan conjuntamente numerosas parejas, el vocerío de las aves sube de
tono gritando todas a porfía como si estuvieran enzarzadas en un
descomunal altercado callejero de comadres de barrio. La voz del macho,
por su parte, destaca de vez en cuando como intentando poner orden en la
chillona algarada de las desbocadas féminas, grave y ronca como el
gruñido de un cerdo, pero emitida también con una cierta periodicidad
rítmica como en el caso de la hembra. En la época del apareamiento no es
raro oír a las parejas en lo profundo de sus cubículos intercambiándose
rendidas protestas de amor que suelen acabar en un jadeo sofocado
El
hueco o recinto donde instalan el nido pasa, en cuanto a forma y
espaciosidad se refiere, por todos los grados de diversificación que
nuestra accidentada topografía es capaz de ofrecer. Puede encontrarse
casi al descubierto, apenas encajado entre un par de pedruscos, bajo un
montón de rocas sueltas, en cualquier grieta o covacha de dimensiones
adecuadas o en los más recónditos vericuetos de profundas cavernas
volcánicas. Cuando no encuentra un hueco que satisfaga sus deseos se
contenta con instalarse bajo las ramas de un tupido matorral o arbusto
suficientemente grande, llegando incluso, en último extremo, a
construirse ellas mismas el nido excavando con ayuda del pico y de las
patas una galería subterránea a modo de madriguera de algunos metros de
longitud, más o menos tortuosa, en cualquier terraplén de arenisca o
pequeña llanada terrosa, madriguera que en Lanzarote recibe el nombre
vulgar de ‘tefío’, uno de los escasos guanchismos que aún perviven
incrustados en el habla popular de la isla como preciadas gemas
lingüísticas de nuestro pasado prehispánico.
En
contra de lo que pudieran hacer pensar por sus hábitos de vida
eminentemente pelágica, la zona de nidificación de la pardela no queda
restringida a la franja de tierra estrictamente costera como pudiera
parecer lo lógico dada su contigüidad al medio marino en que desarrolla
sus actividades de subsistencia. Este imperativo del proceso reproductor
está determinado más que nada por las características geológicas del
terreno en la medida en que éste pueda ofrecerles más facilmente las
necesarias oquedades en que instalar el nido, llegando en Alegranza en
este sentido a cubrir todo el suelo de la isla incluyendo las cotas más
elevadas, que corresponden al borde superior del cráter del imponente
volcán de La Caldera, que rebasa los 280 m sobre el nivel del mar.
En
cuanto al nido propiamente dicho apenas si existe como tal estructura,
ya que está constituido todo lo más, por una acumulación de piedras
menudas que el ave va reuniendo pacientemente en torno suyo año tras
año, con el complemento, si acaso, de algún que otro palito o trocito de
leña u otros objetos parecidos.
La
pardela llega a nuestras islas de vuelta de su éxodo migratorio (unos
cuatro meses) hacia finales de febrero y comienzos de marzo, no tardando
mucho en visitar sus criaderos, aunque no efectuará la puesta hasta
pasados unos tres meses. Durante dicho periodo de tiempo las aves se
dedican, aprovechando las horas nocturnas, a ‘limpiar’ el nido, según
expresión que empleaban los pardeleros o cazadores profesionales en su
argot particular.
Mientras,
por el día, puede vérselas en alta mar evolucionando a ras de las olas
con su característico vuelo ladeado mostrando ora el albo color del
vientre, ora el oscuro del dorso entre series de rápidos aleteos
alternados con momentos, largos a veces, de raudo planeo en afanosa
búsqueda del diario sustento, el cual consiste, sobre todo, en calamares
y peces pequeños.
El
modo que la pardela tiene de tomar tierra cuando viene del mar, cosa
que suele hacer al crepúsculo o primeras horas de la noche, es muy
curioso. Suele sobrevolar el lugar del nido a muy escasa altura
describiendo amplios círculos a su alrededor como si estuviera llevando a
cabo un auténtico vuelo de reconocimiento, hasta que luego de repetir
la operación un número prudencial de veces se decide a posarse
efectuando un aterrizaje más bien brusco en las inmediaciones de la boca
del nido o de la gruta en cuyo interior se haya ubicado, llegando
posteriormente hasta el mismo más bien arrastrándose que caminando, ya
que sus patas no tienen la fuerza suficiente para permitirle levantar el
cuerpo y sostenerlo levantado del suelo.
Es
tal la debilidad de sus patas que le es sumamente difícil, al no poder
mantenerse erguida, alzar el vuelo en piso llano, viéndose obligada, por
lo general, para lograr este objetivo, a aprovechar cualquier
prominencia o desnivel del terreno desde el que poder lanzarse al aire.
Los
primeros huevos pueden ya verse en algunos nidos en los últimos días de
mayo. Es único y de considerables dimensiones en proporción a la
corpulencia del ave, ya que normalmente alcanza el tamaño de un huevo de
gallina de dos yemas. Su color es blanco limpio y su forma muy
variable.
No
es cierto, como se ha llegado a decir en alguna publicación
especializada, que si la pardela pierde este primer huevo no puede poner
otro que lo sustituya. Depende del tiempo que haya transcurrido después
de puesto. Si se le retira en los dos o tres primeros días de
incubación vuelve a poner otro.
Nace
el pollo de la pardela tras una incubación que dura unas siete semanas
en la que participan alternadamente ambos progenitores. Es ave nidícola,
lo cual quiere decir que al hallarse la cría incapacitada para valerse
por sí misma ha de permanecer en el nido dependiendo de sus padres hasta
que lo deje y pueda buscar el sustento por sus propios medios.
Durante
las primeras semanas de su existencia continúan los padres prestándole
el calor y amparo que necesita, visitándolo luego sólo para
suministrarle el cotidiano alimento, que se lo ofrecen primero
semidigerido y después las presas enteras, que suelen consistir en
‘lulas’ o calamares de pequeño tamaño, y ‘majuga’ (alevines variados) y
otros pececillos.
A
los pocos días de nacida ya es la más delicada y graciosa criatura que
uno pueda imaginarse. Con su abundante y largo plumón de color gris
impoluto, increiblemente suave y sedoso, parece una auténtica ‘mopa’ o
borla viviente. La extrema fragilidad de su cuerpo y la total
indefensión en que la dejan sus padres inspiran un irrefrenable
sentimiento de ternura y compasión que mueve compulsivamente a
acariciarla y protegerla. Y, ciertamente, el pobre animalito está
necesitado de estos afectos habida cuenta de la implacable caza a que el
hombre lo ha venido sometiendo sistematicamente desde tiempo
inmemorial.
Bajo
los efectos de la copiosa ceba a que sus padres lo someten aumenta de
tamaño a ojos vista, llegando a transformarse al término de unas cuantas
semanas de existencia en una masa informe de grasa recubierta de plumón
entreverado con los cañones de las plumas que comienzan a brotarle,
pudiendo por este tiempo superar en peso a sus propios padres.
En
octubre, más bien en la segunda quincena del mes, ya ha alcanzado
practicamente el desarrollo y las formas de los adultos y comienza a
hacer los primeros ‘pininos’ ejercitando afanosamente las alas durante
la noche a la entrada de la hura individual o caverna comunitaria que le
ha servido de hogar, al tiempo que espera anhelante el alimento que le
han de traer los solícitos padres.
Pero
éstos, en las postreras jornadas de la crianza comienzan a restringirle
paulatinamente la ración diaria hasta llevarlo a un ayuno total con la
finalidad de constreñirlo a abandonar el nido. Por fin, acuciado por el
hambre, se decide la pobre ave a vencer la incertidumbre que la embarga y
se lanza, impulsada por un ciego instinto, hacia el inmenso océano que
la aguarda lleno de sorpresas e incógnitas. En él encontrará la escuela
en que desarrollará el duro y largo aprendizaje de la vida, siempre bajo
la experta guía y aleccionamiento de los experimentados mayores.
Pocos
días después, apenas recuperadas las fuerzas y sosegados los ánimos, la
bandada entera, compuesta por jóvenes y adultos entremezclados, se pone
en movimiento con rumbo sur perdiéndose en el horizonte infinito.
La
caza y subsiguiente comercialización de la pardela, en los tiempos en
que estaba permitida, es decir, con anterioridad a la prohibición legal
de su práctica, crearon a su alrededor una serie de normas y usos
sistematizados que suponen un aspecto enriquecedor más del acervo
etnográfico lanzaroteño. Y ha sido en Alegranza, naturalmente, por
hallarse en ella los mayores criaderos, con gran diferencia sobre el
resto de nuestras islas, de estas proceláridas, donde han alcanzado un
más notorio desarrollo y continuismo, a lo que contribuyó también el
tratarse de una propiedad privada que permitía un mejor control de estas
prácticas cinegéticas.
Los
pardeleros, gente ya ducha en el oficio, actuaban bajo el control del
medianero o encargado de la isla como representante del propietario de
la misma. Llegaban a Alegranza a mediados de septiembre, generalmente el
mismo día quince, y empleaban los primeros cinco días en hacer los
preparativos necesarios previos a las faenas de captura, como, por
ejemplo, la recogida de la leña para hervir el agua en que se habrían de
‘escaldar’ los pichones con objeto de desprenderles el plumón, y la sal
de los charcos con que se conservaban, etc.
El
día 20 solía comenzarse la caza propiamente dicha, para lo cual tenían
dividida la isla convencionalmente en una serie de parcelas que llamaban
‘cortes’, o sea, porciones de terreno, de forma más o menos alargada, a
modo de franjas paralelas entre sí, que recorrían a una por día
siguiendo un orden de contigüidad. Como la isla quedaba dividida en
veintiún ‘cortes’ (exceptuando el terreno del faro expropiado para
usufructo del personal del mismo, que quedaba fuera de sus
atribuciones), esta primera mano o pasada la terminaban el 10 u 11 de
octubre.
Las pardelas capturadas se contaban por ‘líos’, constando cada uno de ellos de veinticinco unidades.
Cada
pardelero iba provisto de tres ‘varas’, instrumento de que se valían
para extraer el ave del nido, según fuera la profundidad de la covacha
en que se hallaba instalado, por lo que una era más corta, de
membrillero por ser más ‘amorosa’ o flexible, de poco más de 0’50 m como
máximo de largo; otra de almendrero, más rígida, de 2 m o algo más de
longitud, y la tercera, de tamaño intermedio, de cualquiera de los dos
arbustos citados. Dichas ‘varas’ llevaban un anzuelo en la punta,
firmemente atado por la caña, de los del tipo empleado para la pesca de
la ‘vieja’, que son redondos y tienen unos 3 cm. de abertura, a los que
se les había aplastado la barbilla.
Para
coger el ave introducían la ‘vara’ en la cueva, y luego de engancharla,
generalmente al tiento, tiraban de ella hasta sacarla al exterior. Una
vez fuera la agarraban firmemente por el pescuezo, cerca de la cabeza
con objeto de inmovilizársela e impedir que pudiera dar algún picotazo, y
acto seguido le daban un mordisco en el cráneo para sacrificarla,
sistema este que resultaba más cómodo y expeditivo que utilizar un
instrumento contundente o cortante, ya que el cráneo de estas aves
cuando jóvenes es muy tierno.
Luego
de muertas había que extraerles los alimentos semidigeridos que tenían
en el buche, en especial un aceite fino que queda sobrenadando en los
cacharros en que se vierte el conjunto de la vomitadora, lo que se
conseguía exprimiéndoles el vientre con los dedos pulgares al tiempo que
se las sostenía con ambas manos manteniéndoles la cabeza colgando.
El
aceite así obtenido es límpido y transparente, y gozaba de una gran
estima en los ambientes curanderiles populares como eficaz remedio
contra las almorranas, los dolores reumáticos, las ‘bichocas’ o
forúnculos, golondrinos y demás abscesos, así como para curar los
‘golpes’ o pequeñas heridas en las bestias. Se podía conservar en
botellas durante años, ganando efectividad con el paso del tiempo
“porque cogía más fuerza” según se decía.
Otro
producto apreciado del pichón de la pardela era la ‘manteca’, que se
obtenía derritiendo la grasa que recubre su cuerpo en una gruesa capa,
así como la que tiene en la cavidad ventral, denominada ‘sebo’, que era
utilizada para freír.
En
la primera mano o pasada se cogían las pardelas ‘de vara’, que eran las
que no necesitaban de otro recurso que estos artilugios para sacarlas
del nido, modalidad que incluía a la mayor parte de ellas. Una vez
concluidas en todos los ‘cortes’ esta primera pasada se procedía a
efectuar el ‘rebusco’ o segunda mano, en cuya ocasión se cogían las aves
que habían quedado atrás por anidar en cuevas tortuosas o muy profundas
imposibles de prender con las ‘varas’, o bien por haber pasado
inadvertidas o por cualquier otra causa. En esta segunda ocasión o
repaso se servían los pardeleros de perros enseñados que apuntaban la
presa. Eran por lo general pequeños, de esos comunes de raza indefinida
llamados en nuestras islas ‘satos’, cuyo tamaño les permitía a veces
introducirse en las madrigueras y sacar a rastras el ave atenazada entre
los dientes.
Terminado
el ‘rebusco’ se llegaba a la tercera y última de las modalidades de
caza, la del ‘aleteo’, consistente en capturar los juveniles en las
noches oscuras sin luna agarrándolos simplemente con las manos antes de
que pudieran huir cuando salían a la puerta de sus ‘casas’ a esperar a
sus padres, que venían a traerles la comida, al tiempo que ejercitaban
las alas agitándolas frenéticamente con objeto de prepararse para el
vuelo, de donde viene el nombre de ‘aleteo’ que se da a esta modalidad
de caza. Para ello se las deslumbraba con la potente luz del ‘mechón’ o
‘jacho’ (vulgarismo por hacho), especie de antorcha formada por un largo
recipiente metálico cilíndrico provisto de una gran mecha o ‘torcida’
de tela de saco, que se llenaba de petróleo.
Se
solía comenzar a ‘aletiar’ (en dicción popular) hacia el 20 de octubre,
prolongándose esta actividad hasta finales de mes por los pardeleros
profesionales, momento en que daban por concluida la zafra y regresaban a
Lanzarote. Pero en realidad se podía continuar practicando el ‘aleteo’
hasta que las crías abandonaban el nido, cosa que suele ocurrir en los
primeros días de noviembre.
La
preparación a que se sometía el pollo de la pardela para su expedición y
consumo constaba de las siguientes operaciones, llevadas a cabo todas
ellas a la orilla del mar, al pie del El Veril, lugar de residencia del
medianero de la isla, donde se disponía de amplios charcos de fondo liso
en que lavar las aves.
En
primer lugar se procedía al desplume. La pluma obtenida, salvo las
grandes de la cola (hay que decir que las alas les habían sido ya
quitadas en los descansos que hacían durante las faenas de la captura
por su casi nulo valor alimenticio, con lo que al propio tiempo se
aligeraba la carga de un peso superfluo), se guardaba en sacos, ya que
luego se utilizaba para rellenar colchones y almohadas. A continuación
se les quitaba el plumón o pelusa que les quedaba cubriendo el cuerpo,
para lo cual se sumergían unos instantes en el agua que hervía en unos
grandes recipientes confeccionados con medio bidón grande metálico,
sobándoles acto seguido el cuerpo hasta dejarles la piel lisa, operación
que recibía el nombre de ‘limpiada de caldero’. Luego se lavaban en un
charco de suficiente amplitud. Hecho esto se les cercenaba el pico y los
dedos con un machete y se les daba un corte largo y profundo a cada
lado del vientre, junto a los muslos, con objeto de facilitar la
penetración de la sal en estas partes más carnosas, y otro central,
longitudinal también, para abrirlas y extraerles las entrañas, empleando
para ello unos sólidos cuchillos que eran afilados concienzudamente de
vez en cuando en los correspondientes trozos de ‘piedras de amolar’. De
igual forma se les abría la cabeza, si bien en los últimos años se optó
por quitárselas, ya que al no ser comestibles, además de resultar
engorrosas suponían un trabajo inútil.
Llegados
a este punto se las lavaba de nuevo cuidadosamente en otro charco de
aguas limpias y luego de dejarlas escurrir se procedía a salarlas
abundantemente, siendo a continuación colocadas en una habitación,
formando con ellas unos montones de figura cilíndrica a los que daban el
nombre de ‘pillas’, habitación, por cierto, que, como dato curioso,
debo consignar que había sido abierta o labrada en la roca arenisca o
toba (‘tosca’ decimos por aquí) de que se compone toda aquella zona
litoral.
Así quedaban finalmente dispuestas para el embarque con destino a Lanzarote, que se llevaba a cabo en cestas.