COLABORACION DESDE USA:ROGER MORI TUESTA
AUTOR: ARTURO MORI HIDALGO
En
las postrimerías del siglo pasado, los pobladores del pueblo de
Leimebamba fueron testigos de un insólito suceso que de ocurrir en
tiempos de la colonia, sus protagonistas hubiesen sido quemados vivos en
las hogueras de la Santa Inquisición, por su falta de respeto a los
sacramentos de la Iglesia y al Sagrado respeto que se merecen los
muertos.
En
las punas de Yerbabuena, a cuatros leguas de la población, vivía don
Eliseo Tucto y su conviviente doña Mica Bazán; la pareja no llegó a
disfrutar del encanto y de la alegría que origina los niños en el hogar.
En
radical contradicción al carácter del jefe del hogar, hombre honrado,
sencillo, modesto, amable, bondadoso y pacifico, doña Mica fue mujer de
pocas pulgas, de temperamento fuerte, enérgico y agresivo. Por
personificar el primero la mansedumbre y la segunda un machismo, en
muchos grado superior al de los hombres, la gente del pueblo decía que
la Virgen del Carmen había hecho el milagro de unir con lazos de amor,
al manso cordero con la leona de los andes.
Por
demostrar en las faenas agrícolas y arrieriles un valor mayor al de los
hombres, por su coraje y destreza en la doma de toros y potros
salvajes, y sobre todo por poner en las fiestas, a puño limpio, fuera de
combate a cuanto borracho que osaba faltar de palabra y de obra, el
respeto de su compañero, doña Mica no faltaba a las crónicas que
diariamente editaba la chismografía del pueblo.
En
la realidad del hogar, la pareja vivía feliz con su suerte, viendo año
tras año multiplicarse sus rebaños y con la casa llena de los productos
de la agricultura y la ganadería.
Días
van y días vienen, una noche don Eliseo pasó a mejor vida. Doña Mica,
en medio de su dolor y de una soledad más inmensa que la puna, lejos de
sumergirse en mares de llantos, como lo hacen todas las mujeres en
situaciones iguales, muy pronto se sobrepuso a la desgracia. No siendo
posible solicitar auxilio de los parientes que vivían en vaquerías
cercanas, por el temor de abandonar el cadáver decidió llevarlo al
pueblo para darle cristiana sepultura.
Amortajo
al cadáver con pantalón de montar de fina tela, camisa de céfiro, saco
de casimir inglés, zapatos y polainas de cuero importado, y otras
prendas que la muerte no le dejó entrenar.
Entre
los caballos del corral escogió al más viejo y flaco, porque los demás
eras briosos y podían desbarrancarse viendo a reojo la silueta del
jinete.
Al
despuntar el día, ensilló el caballo. Levantó en vilo el cadáver y lo
hizo sentar en el cajón de la montura. Sujetó el cuerpo en dos soportes
del basto posterior y anterior de la montura y las piernas a las cinchas
del caballo. Con poncho enjebado cubrió su cuerpo y la cabeza con
sombrero de paja. Puso las riendas en las manos yertas del jinete y
salió de su casa con rumbo al pueblo.
Durante
dos horas los pequeños altibajos del camino facilitaban el lento andar
del fúnebre cortejo. El jinete iba sentado en la montura, con la cabeza
un tanto inclinada, dando la impresión de estar vivo.
Al
entrar el camino a unos precipicios, la señora recién recordó que ese
lugar era algo así como un tramo del mismo infierno. El jinete se
volteaba por los cuatro puntos, obligando a la señora a pasar de un lado
a otro del caballo para sostenerlo con los hombros y los brazos. Como
la cuesta era larga, los padecimientos de la señora se multiplicaron
hasta los extremos de perder los papeles y comenzar a insultar al jinete
con palabras de grueso calibre: ¡agárrate carajo que te vas romper la
crisma!, ¡agárrate jijuna o te sacudo los lomos a varazos!; el Dante, al
pasar por el infierno observó que las almas de los pecadores sufrían
tormentos, pero no eran vejadas moralmente.
Vencida
la cuesta doña Mica tuvo un ligero respiro. Un cuarto de hora más
tarde, el camino se encaramaba en una inmensa mole erguida sobre el
abismo del río. La señora al darse cuenta que en esa cuesta, caballo y
jinete rodarían por los profundos abismos, al instante desató las
amarras del jinete y lo colocó de bruces sobre la montura.
Cuando
la señora escalaba la cuesta pensando que sus dificultades habían
terminado, de pronto, un corte cerrado del camino amenazaba destrozar la
cabeza y los pies del jinete. La señora no tuvo otra alternativa que la
de cargar en sus espaldas al difunto y salvar el precipicio arreando al
caballo. Al cabo de media hora llegó exhausta a un lugar desde el cual
el camino era llano. La esperanza de llegar al pueblo, con su difunto
esposo a caballo y luciendo los vestidos que la muerte no le dejó
entrenar, le hizo compañía.
Cubriendo
el rostro del difunto con un pañuelo, con pausado trote siguió
adelante. En esta parte del camino comenzó a cruzarse con las personas
que viajaban a la puna. Todas pasaban saludando al jinete y al no
encontrar respuestas preguntaban a la señora:
¿Qué le pasa a su compañero?
Está enfermo y ha perdido el habla, contestaba la mujer y seguía su camino.
Faltando
media legua para llegar al pueblo el cortejo fue alcanzado por dos
conocidos jóvenes, los hermanos Genaro y Anunciación Hidalgo, quienes al
observar el extraño aspecto del jinete se acercaron y preguntaron:
¿Algo grave le sucede a su compañero?
Si está muerto y tengo la satisfacción de conducirlo cabalgando al cementerio – contestó doña Mica.
Ante
la inesperada respuesta, los jóvenes se acercaron al jinete y al
constatar en su rostro la macabra mueca de la muerte, quedaron ambos un
rato paralizado por el asombro. Recobrando el aplomo expresaron a la
doliente el hondo pesar que sentía por el deceso de su compañero, pero
ocultando con disimulo su condena por el teatro que había montado. Se
sumaron al cortejo, obligados moralmente a cooperar en la conducción del
cadáver.
Llegando
a un lugar llamado Ciogue se encontraron con don Exequias Farje y la
señora corrió a llorar su desgracia en los brazos de su compadre. Este,
repuesto de la tremenda sorpresa increpó a la comadre la forma tan
irrespetuosa como conducía los restos mortales de su compañero ,y se
opuso tercamente a seguir conduciéndolo de tal modo al pueblo. Desmontó
al cadáver y dijo: somos cuatro y podemos llevarlo en una camilla, y de
inmediato se puso a cortar delgados maderos.
Los
hermanos Hidalgo, conociendo que el señor Farje era el hombre que
alegraba las reuniones imitando al señor cura celebrando misa y a otros
personajes locales, se pusieron de acuerdo con él para castigar a doña
Mica con una broma de mal gusto que no olvide el resto de su vida.
Acercándose a ella, don Genaro le dijo:
Nos preocupa el destino del alma de su compañero que por no ser casado de hecho ira al infierno.
Al
infierno no, y ustedes me hacen casar, aunque el cura y los santos me
condenen, yo cargaré con las culpas mías y de mi compañero.
En
trances como el que estamos pasando, cualquier persona que haya
recibido el bautismo puede administrar el sacramento del matrimonio,
dijo con tono de seguridad don Anunciación.
En
eso llegó don Exequias con un manojo de hojas de árbol parecidas a los
folios de un libro. Los hermanos Hidalgo levantaron el cadáver, y lo
sostuvieron de pie abrazando a doña Mica.
Don
Exequias, cubierto con el poncho enjebado a modo de sotana, deshojaba
las hojas del libro, y oraba en latín imitando al señor cura del pueblo y
termino declarándolos casados.
Acabado
el acto, colocaron al recién casado en la camilla y lo condujeron en
hombros al pueblo, donde alguien que había visto la macabra ceremonia se
adelanto a esparcir la noticia.
De este modo el suceso y sus protagonistas viven en la tradición del pueblo.
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