Cosas de Ñandú
Había
una vez, en el campo, un ñandú que siempre, siempre, siempre tenía
hambre. No se conformaba con algún pastito tierno o con las frutas que
se les caían a los árboles distraídos o con los granos de maíz que le
regalaba una gallina vecina. Era tan goloso que se tragaba cuanto
cachivache encontraba en su camino. Lo que más le gustaba eran las
piedritas de colores y los papeles brillantes, pero si no conseguía nada
de eso, iba de aquí para allá buscando alguna otra cosa para comer.
Y así andaba un día, con el buche lleno de piolines, botones, cables y tornillos, cuando, de pronto, encontró una caja plateada debajo de un ombú.
Nunca había visto nada igual porque no se parecía a la caja de remedios que se había comido una tarde, ni a la caja de lápices que se tragó con lápices y todo. Ésta era más grande y tenía varias palancas, perillas y tuercas y brillaba casi, casi como el sol.
-¡Qué manjar!- se dijo el ñandú.
Y aunque ese día ya se había comido tres corchos, una llave y medio metro de alambre, no pudo resistir la tentación y ¡GLUP! se tragó la caja de un solo bocado.
-¡Hmmm! ¡Qué deliciosa!- se relamía el ñandú pensando en la suerte que había tenido al encontrar una caja tan sabrosa. Y como estaba muy contento, se fue corriendo. Pero, en cuanto dio dos saltos con la pata derecha, sintió un cosquilleo en la panza y escuchó una música desconocida.
Y así andaba un día, con el buche lleno de piolines, botones, cables y tornillos, cuando, de pronto, encontró una caja plateada debajo de un ombú.
Nunca había visto nada igual porque no se parecía a la caja de remedios que se había comido una tarde, ni a la caja de lápices que se tragó con lápices y todo. Ésta era más grande y tenía varias palancas, perillas y tuercas y brillaba casi, casi como el sol.
-¡Qué manjar!- se dijo el ñandú.
Y aunque ese día ya se había comido tres corchos, una llave y medio metro de alambre, no pudo resistir la tentación y ¡GLUP! se tragó la caja de un solo bocado.
-¡Hmmm! ¡Qué deliciosa!- se relamía el ñandú pensando en la suerte que había tenido al encontrar una caja tan sabrosa. Y como estaba muy contento, se fue corriendo. Pero, en cuanto dio dos saltos con la pata derecha, sintió un cosquilleo en la panza y escuchó una música desconocida.
El ñandú se
detuvo y miró para todos lados. No había nadie con él ni estaba cerca de
ningún pueblo. Entonces, ¿de dónde venía esa música? Pues nada menos
que de su panza.
Justo en ese momento, pasó por allí una liebre charlatana que sabía mucho de música porque tenía las orejas largas.
-Es una zamba- le explicó al ñandú apoyando la oreja izquierda sobre la panza.
-¿Y eso es malo? -le preguntó asustado el ñandú.
-No, es un baile. Así, ¿ves?- le contestó la liebre revoleando un pañuelo y dando vueltas.
-Pero yo no me comí ninguna zamba- dijo el ñandú haciendo memoria mientras la liebre zapateaba.
-¿Y entonces cómo llegó hasta tu panza?- quiso saber la liebre cuando terminó de bailar.
-No sé- respondió el ñandú escondiendo la cabeza en la tierra avergonzado.
-Lo mejor es que consultes con la doctora lechuza- le recomendó la liebre-. Ella puede ayudarte.
La doctora lechuza tenía su consultorio en el hueco de un eucalipto, pero sólo atendía a sus pacientes a la noche.
Así que el ñandú tuvo que esperar hasta que se puso oscuro junto a la liebre que seguía bailando con la música de la panza. El ñandú estaba tan nervioso que se comió una moneda, dos fósforos y el pañuelo de la liebre. Por fin, después de un zorro con dolor de muelas, de una perdiz resfriada y de un zorzal afónico, le tocó el turno al ñandú.
La doctora lechuza tenía su consultorio en el hueco de un eucalipto, pero sólo atendía a sus pacientes a la noche.
Así que el ñandú tuvo que esperar hasta que se puso oscuro junto a la liebre que seguía bailando con la música de la panza. El ñandú estaba tan nervioso que se comió una moneda, dos fósforos y el pañuelo de la liebre. Por fin, después de un zorro con dolor de muelas, de una perdiz resfriada y de un zorzal afónico, le tocó el turno al ñandú.
-¿Qué le pasa?- preguntó la doctora lechuza poniéndose los anteojos.
-Le sale música de la panza- le explicó la liebre bailando una chacarera.
-Ajá- dijo la
lechuza con cara seria tomándole la temperatura y escuchando los latidos
del corazón del ñandú con un estetoscopio. Bueno, en realidad, no pudo
escuchar los latidos, sino la música de un carnavalito.
La lechuza decidió revisarle la garganta con una lupa enorme, pero en cuanto el ñandú abrió la boca le dieron unas ganas terribles de comer algo y se tragó la lupa, el termómetro, el estetoscopio y los anteojos de la lechuza.
-Perdón- se disculpó el ñandú avergonzado poniéndose a llorar-. Es que siempre tengo hambre.
La lechuza decidió revisarle la garganta con una lupa enorme, pero en cuanto el ñandú abrió la boca le dieron unas ganas terribles de comer algo y se tragó la lupa, el termómetro, el estetoscopio y los anteojos de la lechuza.
-Perdón- se disculpó el ñandú avergonzado poniéndose a llorar-. Es que siempre tengo hambre.
-No se preocupe-
lo consoló la lechuza acomodándose las plumas que se le habían
despeinado-. Lo suyo no es grave. Es que se comió una radio. Cuando se
le acaben las pilas, dejará de escucharse la música. Pero, por un
tiempo, va a tener que hacer una dieta estricta. Sólo puede tomar té de
hojas de trébol y sopa de arroz. Y nada de andar comiendo golosinas.
La lechuza
escribió todo en una receta con letra grande y redonda y se despidió de
la liebre y del ñandú que casi, casi se come el lápiz.
Y tal como dijera la doctora lechuza, después de varios días, en los
que la liebre bailó como loca, la música comenzó a escucharse más y más
suave, como si la radio se estuviera quedando dormida, hasta que se
calló del todo.
El ñandú, contentísimo, prometió que nunca más iba a comer lo que no debía.
Pero, ¿quieren que les cuente la verdad? En cuanto se le fue la música de la panza, empezó otra vez a tener hambre y se dio un atracón con una hebilla dorada, un tenedor y medio kilo de clavos. Y lo peor fue que de postre se tragó un reloj despertador que encontró bajo un ombú. Desde ese día despierta a todos en el campo exactamente a las cinco y cuarto de la mañana, que es la hora en que la panza empieza a sonar.
Pero, ¿quieren que les cuente la verdad? En cuanto se le fue la música de la panza, empezó otra vez a tener hambre y se dio un atracón con una hebilla dorada, un tenedor y medio kilo de clavos. Y lo peor fue que de postre se tragó un reloj despertador que encontró bajo un ombú. Desde ese día despierta a todos en el campo exactamente a las cinco y cuarto de la mañana, que es la hora en que la panza empieza a sonar.
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