lunes, 7 de enero de 2013

Navegamos rumbo... Japón - Las sandalias mágicas



Texto por Rebeca Amado   
Ilustración por Raquel Blázquez

Por fin había llegado la primavera, y Saori esperaba impaciente la llegada de su tía Misae. Todos los años al llegar el mes de abril Misae pasaba unos días en su casa para poder celebrar todos juntos la fiesta del Hanami. Siempre traía consigo dulces de Ninin Shizuka y las mejores historias provenientes de lejanos bosques…
 

 “Las sandalias mágicas”


Esta es la historia de un joven que habitó hace muchos años en una pequeña aldea llamada Magome. El joven Haku vivía felizmente con su madre hasta que después de un invierno gélido ésta cayó enferma, y Haku se vio obligado a pedir dinero prestado al hombre más rico del pueblo. Gracias a este dinero la madre de Haku mejoró, pero el joven aún no había saldado su deuda anterior cuando la madre volvió a caer enferma. Haku no paraba de trabajar y trabajar para conseguir más dinero y aún así no tenía suficiente. Desesperado, acudió de nuevo al hombre rico para pedirle otro préstamo:


- ¿Cómo te atreves a pedirme más dinero? - gritó el rico enfadado.

- ¡No vuelvas por aquí hasta que no saldes tu primera deuda! - sentenció. Y acto seguido echó a Haku de su casa.

El joven Haku no sabía que más hacer. Estaba tan avergonzado por no haber encontrado una solución que no se atrevió a volver a casa, así que decidió vagar por el bosque. De pronto, apareció un misterioso anciano en mitad del camino.

- Buenos días - dijo alegremente el anciano dirigiéndose al joven.

- Oh, discúlpeme. No le había visto - respondió Haku quien, como andaba cabizbajo, ni siquiera le había visto venir.

El anciano se acercó más y comenzó a caminar junto a él. Después de un rato en silencio el misterioso anciano comenzó a hablar.

- Tú no me conoces muchacho, pero yo a ti sí. Sé que pasas por un momento difícil, y que a pesar de todos tus esfuerzos la suerte no te sonríe. Sin embargo, esta tarde me he acercado a ti para darte la solución a tus problemas. - Al terminar estas palabras sacó de las mangas de su Yukata unas sandalias de madera.

- ¿Unas sandalias viejas van a solucionar mis problemas?- preguntó algo irritado el joven Haku.

- Estas sandalias no son lo que parecen, son sandalias mágicas - explicó el anciano.

- Debes calzarte las sandalias y tropezar con ellas, y así hallarás la solución a tus problemas - añadió.

Haku se calzó las sandalias y tropezó con ellas, y cuál sería su sorpresa al comprobar cómo brotaba de la nada un montón de dinero. El joven saltaba de alegría.
  
- ¡Qué alivio! Se acabaron mis preocupaciones - pensó.

El anciano sonreía satisfecho, pero justo antes de marcharse recordó que debía advertir al joven de algo importante.

- Podrás repetir esto varias veces, pero si tropiezas demasiado, empezarás a encoger. Ten mucho cuidado. - Y acto seguido desapareció.

Haku volvió a casa, se calzó las sandalias, y tropezó con ellas varias veces hasta que logró reunir dinero suficiente para curar a su madre y devolver el dinero que debía. Cuando obtuvo lo que realmente necesitaba siguió el consejo del anciano y dejó de utilizar las sandalias mágicas.

Unos días más tarde Haku fue a ver al rico señor para devolverle el préstamo, y éste quiso saber cómo había conseguido reunir tanto dinero en tan poco tiempo. Tal fue la insistencia del señor rico que Haku se vio obligado a desvelarle la historia de las sandalias mágicas. Por supuesto, aquel hombre avaricioso quiso ver con sus propios ojos el truco de las sandalias y ordenó a Haku que se las prestara. Cuando el señor cogió las sandalias se dirigió a otra habitación contigua mientras Haku esperaba en la sala principal. Desde allí el joven escuchó como el hombre rico tropezaba una y otra vez pataplam pataplam y segundos después se oía el clin clin de nuevas monedas. Al cabo de un rato Haku ya solo era capaz de escuchar el ruido de las monedas.

El joven extrañado se asomó para ver qué sucedía y encontró una gran montaña de monedas con un bebe en la cima. El niño no era otro que el señor rico que había recibido su castigo porque, guiado por la avaricia, había tropezado demasiadas veces.

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