En el siglo XV, don Pedro Fernández de
Saavedra, fue nombrado señor de las Islas Afortunadas, de Fuerteventura.
Tan conquistador en el amor como en la guerra, cobró fama por sus
aventuras con las muchachas del lugar. Se casó, al poco tiempo de llegar
allí, con doña Constanza Sarmiento, hija de García de Herrera, y tuvo
catorce hijos, amén de todos los ilegítimos que sembró en sus frívolas
aventuras.
Con el transcurso de los años, uno de los hijos de doña Constanza, don
Luis Fernández de Herrera, se convirtió en un apuesto caballero,
heredando todos los defectos de su padre, pero ninguna de sus virtudes.
Era altanero, petulante y conquistador; pero cobarde para la guerra. Y
le resultaba divertido seducir a las muchachas indígenas, que le miraban
como a un héroe.
En una ocasión, se encaprichó de una bellísima doncella que había sido
bautizada como cristiana con el nombre de Fernanda. A la muchacha no le
disgustaba la presencia de don Luis; pero no se decidió a poner en juego
su reputación accediendo a sus deseos.
Pasaron los meses y el galán siguió acosando a Fernanda, que cada día
se sentía más dispuesta para aquel juego, hasta el extremo de aceptar
una invitación de don Luis para asistir a una cacería organizada por su
padre.
Llegado el día, don Luis se las arregló para estar solo toda la mañana
con la ya enamorada doncella. Comieron plácidamente a la sombra de un
chopo y poco después el joven caballero la invitó a dar un paseo. En
animada conversación llegaron a una espesa arboleda cuando ya la tarde
declinaba. Don Luis, creyendo que ya había llegado el momento de
prescindir de galanteos platónicos, intentó abrazar a Fernanda. Ella
trató de defenderse, pero comprendiendo que le sería imposible hacerlo,
pidió socorro a grandes voces. Los gritos fueron oídos por los
cazadores, y advirtieron la ausencia de la pareja.
Don Pedro montó en su caballo y, en compañía de otros caballeros, picó
espuelas para dirigirse hacia allí. Antes de que llegaran, pudo acudir
un labrador indígena que, al ver la situación de la doncella, trató de
defenderla de don Luis. Éste, ofendido y molesto, desenvainó un
cuchillo, dispuesto a quitar la vida a aquel indígena. Pero no fue
posible porque, tras unos minutos de lucha, el labrador pudo arrebatar
el arma a don Luis. Iba a clavársela como venganza, ciego de ira, cuando
don Pedro, que llegaba a todo galope y había visto la escena, se
precipitó con su caballo sobre el campesino que cayó con violencia al
suelo y murió en el acto.
Entonces apareció de entre los árboles una anciana indígena, madre del
labrador, que, lanzando una mirada dolorida sobre aquel cuadro, se dio
cuenta enseguida de lo ocurrido. Levantó la cabeza para conocer al
causante de aquella muerte, y se encontró con la de don Pedro, el
caballero que la había seducido en su juventud y del que había tenido
aquel hijo que acababa de morir.
La anciana, al reconocerle, ciega de indignación, le hizo saber que
ella era Laurinaga y que aquel cadáver era el de su propio hijo. Luego,
elevando los ojos al cielo, como invocando a los dioses guanches,
maldijo con voz temblorosa y acento grave aquella tierra de
Fuerteventura, por ser señorío de aquel caballero don Pedro Fernández de
Saavedra, causante de todas sus desgracias.
Dicen que a partir de aquel momento empezaron a soplar sobre aquellas
tierras los vientos ardientes del Sahara, que se empezaron a quemar las
flores y toda la isla fue convirtiéndose en un esqueleto agonizante, que
según la maldición de Laurinaga acabará por desaparecer.
Versión popular de las gentes de Fuerteventura.
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