Álvaro Fajardo, último mantenedor de las Fiestas de San Andrés
e investigador de las tradiciones de Icod de los Vinos (Tenerife),
publicaba en la web del Ayuntamiento esta versión de la historia o
leyenda icodense.
Las olas del mar llegaban suaves hasta la playa. Un río de lava
ardiente bajaba desde la montaña. Tocaron los tambores, sonaron las
flautas, danzaron los ancianos, y los niños jugaban enredando sus rabias
cabelleras entre las olas. El horizonte estaba más lejos que nunca, lo
había dibujado una ola caprichosa que no quiso someterse a las leyes del
mar. Bandadas de pardelas volaban por un cielo infinitamente azul, el
sol y la luna afilaban sus luces para clavarlas en la fina arena negra,
donde una doncella guanche dormía eternamente.
Se había tirado desde lo alto al mar, y el rey Pelicar mandó apalear
las aguas que se habían vuelto dulces como la caña. Fue requerida de
amores por un humilde pastor de cabras, que fue repudiado. El pastor
enloqueció de amor, y puso fin a su vida despeñándose por un profundo
barranco, y sólo lo sabía un viejo agorero, que había presentido la
tragedia. Las aguas apacibles del Atlántico se habían teñido de un rojo
intenso. Parecía que el sol de la tarde sesteaba sobre ella. A los cinco
días un cortejo de olas la depositó mansamente en la playa, la palidez
de su rostro se confundía con su rubia cabellera, y sorprendía el que su
cuerpo estuviese más herboso que nunca después de varios días navegando
entre jureles y algas. El tamarco que la cubría estaba intacto y sus
blancas manos cruzadas sobre su pecho le hacían el cadáver más hermoso
jamás visto.
El mar y el Teide se juntaron para disputarse su última morada, estuvo
derramando lava hasta llegar a la orilla del mar a ver si la encontraba,
pero el agua celosa se la llevó mar adentro, por unos días, hasta que
el volcán dejó de vomitar. Entre salmuera, líquenes y emplastos de algas
la conservó en todo su esplendor para devolverla más lozana y radiante.
El mar la poseyó como nadie lo había hecho antes.
Tenía su morada en la agreste montaña sagrada, en una cueva de frío
invierno y ardiente volcán en verano, inaccesible a las miradas de los
pretendientes que llegaban de todas las comarcas. Medio virgen medio
volcán, nadie obtuvo sus favores, también fracasó el ardiente pastor que
la asediaba locamente, que habiendo fracasado en su oráculo pidió
consejo a la estrella más lejana del universo que divisaba por las
noches junto a su rebaño de cabras. La estrella le había presagiado un
fatal destino, pero los destellos de la rubia cabellera de la doncella
eran más poderosos que todos los malos augurios. El encantamiento del
pastor le perdió irremisiblemente, su corazón palpitaba desordenado
cuando merodeaba la cueva de la doncella, que nunca se dejó ver sola.
Los requerimientos iban en aumento al igual que los desdeños. El pastor
había de morir por el amor no correspondido, como le había pronosticado
le estrella lejana a la que no quiso obedecer. Ya el viejo agorero lo
decía: Han pasado hasta príncipes por su cueva, atravesando las
cañadas y ninguno ha obtenido su favor, menos aún un humilde pastor, que
con su rebaño mal alimentado no puede saciar los deseos de la doncella
más hermosa de la comarca de Ycodem.
Amarca, fría como la nieve y altiva como el propio guayota,
desdeñaba a todos los que a su morada se acercaban. Fue un día de enero
frío y tenebroso cuando partió con su rebaño de cabras y machos cabríos
hacia la cumbre de Ycod, atravesando profundos barrancos, para no
regresar jamás. Pasaron los días y sólo su fiel perro bardino se
encontraba junto a su cueva, ensangrentado, presagiando el fatal
destino. El cuerpo exánime del pastor yacía en una profunda cañada junto
a sus cabras que lamían la sangre, aún caliente, de su amo y señor;
ninguna se apartó de él, hasta que fue hallado por pastores avezados,
que habían ido en su busca guiados por el perro lastimero.
Amarca, altiva y dedeñosa estaba asomada al andén, no entendía nada de
lo que en el fondo del barranco ocurría. El cuerpo ensangrentado del
pastor fue portado en angarillas, que al pasar por la cueva de la
esquiva doncella se tornó sereno como el paisaje nevado del Teide.
Los viejos pastores asediaban con su mirada inquisidora la figura
deslumbrante de la doncella, que permanecía impávida en el andén.
La triste noticia corrió de boca en boca, y todas las miradas se
dirigían hacia la Cumbre. El hechizo de la doncella había matado al
pastor. Velando su cuerpo estaba el viejo agorero que advirtió el
desenlace de la tragedia, tan alarmante que el propio Pelicar se
interesó por la suerte que pudiera correr la doncella, la más bella de
su señorío, a decir de todos.
La doncella entristeció y nadie la vio salir más de la cueva. ¿Purgaba
su culpa? De su corazón era dueño el volcán y su cuerpo pertenecía al
mar que desde lo alto divisaba. No podía ser de nadie, estaba
comprometida con la lava y el mar, y nadie, sino ellos, podían poseerla.
Pasó el tiempo y nadie se acordaba ya de la doncella, sólo el viejo
agorero presentía el triste suceso. La vio bajar un día del mes de
septiembre, sola por la cumbre del Cerrogordo hasta el valle de
Ycod, donde libó sabia del drago centenario, testigo mudo y perenne de
los avatares de la Comarca; y con paso seguro y ensimismada bajó hasta
lo más alto de Las Barandas; plegó sus brazos al pecho, y
mirando al lejano horizonte se desplomó hacia el vacío, hacia una mar
sosegada que le recibió dulcemente. Una escolta de olas prístinas,
flanqueadas por un cortejo de fulas, viejas y pejes verdes, la alejaron
de la orilla hundiéndola en la bonanza. El agua se volvió dulce y mitigó
la sed de toda la Comarca, que había sufrido la seca más grande
conocida hasta entonces.
El rey Pelicar ordenó que se velara su cuerpo toda la noche. Entre cánticos, danzas y rezos los hachos de tea iluminaron por última vez el rostro de la doncella. Se derramaron cien foles de vino dorado malvasía del Sanguiñal y el Miradero, que se llenaron con el agua dulce de la mar.
Aún hoy en las noches de septiembre, en el horizonte lejano que dibujó
una ola caprichosamente, se ven los destellos dorados de esta doncella
ycodense, y el viajero solitario que atraviesa las Cañadas del Teide oye
los lamentos desesperados del pastor enamorado. Amarca, Amar… ca, Amar… ca.
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