martes, 4 de agosto de 2009

El sapo, la sopa y el cómo le supo

El sapo, la sopa y el cómo le supo

Cuento de Aldo Tulián

Este era el caso del sapo más tragón de la laguna. Estaba orgulloso de su larguísima, rapidísima y pegajosísima lengua, con la que podía llenarse la panza de bichos en un santiamén. Antes de que la garza empezara a comer, el sapo ya estaba rechoncho como una pelota. La garza y el caracol lo admiraban mucho por esa habilidad. La tortuga no. La tortuga lo miraba comer por el rabillo del ojo y meneaba la cabeza; suspiraba y seguía su camino.
Un día el sapo se cansó de comer bichos. Le parecía demasiado lento y decidió cambiar.
—Debe haber algo más rápido de comer que los bichos. ¡Yo soy un sapo moderno! ¡No puedo perder tanto tiempo comiendo!
A la mañana siguiente el sapo se levantó con una idea.
—¡Sopa! —gritó, y todos los habitantes de la laguna dieron vuelta la cabeza asombrados.
—¿Quién ha visto a un sapo tomando sopa? —preguntó medio dormido el caracol a la garza.
—Es más rápido que comer bichos —imaginó el sapo, quien ya iba saltando, saltando, camino del restaurante. Por fin llegó, se sentó, llamó al mozo y le pidió sopa.
—¿De qué la quiere? —le preguntó un carpincho grandote y bigotudo que era el dueño y también atendía a los clientes. El sapo se rascó la cabeza. Nunca había tomado sopa, de manera que no sabía de qué la podía querer.
—¿Y de qué tiene? —dijo por fin.
—De arroz, zapallo, avena, crema de espárragos y cabellos de ángel.
—De cabellos de ángel —dijo el sapo, pensando que una sopa nada menos que de cabellos de ángel tendría que ser riquísima. El carpincho se la trajo y... ahí estuvo el problema. Porque en la sopa había caído una mosca, y cuando vio el plato, el sapo no supo qué hacer. Mejor dicho, no supo qué comerse primero.
—Mejor me como la mosca y la sopa al mismo tiempo. Será más rápido —se dijo, y sin pensarlo más sacó la lengua y se tragó la mosca y la sopa. Pero con ellas vino también el plato y se le quedó trancado en la mitad de la boca, medio adentro, medio afuera.
—“¡Jáquenme esne blato!” —gritó el sapo, que ahora tenía la enorme bocaza estirada como cuando uno se mete los meñiques en cada comisura y tira para atrás.
—Ya sabía yo que servir a este sapo en mi restaurante me iba a traer problemas —se quejó el carpincho pasándose el pañuelo por la frente.
—Déjese de lloriqueos y ayúdeme a sacarle el plato de la boca, ¡pobre sapo! —dijo una comadreja que estaba tomándose un helado de frutilla en la mesa de al lado. Y empezaron a tirar del plato. El sapo se agarró de la silla con todas sus fuerzas y el carpincho y la comadreja tiraron tanto y con tanta fuerza que levantaron al sapo con silla y todo. Cansados de sacudirlo entre las mesas del restaurante, al fin se dieron por vencidos. El sapo regresó triste a la laguna.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó la garza. Y el sapo le contó.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó el caracol, pero el sapo, por señas, le pidió a la garza que le contara porque le costaba mucho hablar con el plato metido en la boca.
—Ya me imagino lo que te ha pasado —dijo la tortuga, que venía llegando, al ver que al sapo se le caían las lágrimas de pena y rodaban por el plato.
La tortuga era muy inteligente y sabía que no era momento para hacerle reproches al pobre sapo, ni para darle consejos y mucho menos para explicarle lo que quiere decir glotonería. Había que actuar rápido y sacarle el plato de la boca. Buscó en un bolsillito de su caparazón, sacó una bolsita de color canela y se la dio a la garza.
—Volcá un poco de esa pimienta en la nariz del sapo —ordenó. Del tremendo estornudo el sapo se estrelló de espaldas contra las raíces de un sauce y el plato salió dando rebotes sobre la superficie de la laguna, hasta que se hundió entre unos camalotes.
Pasó el tiempo y el caso se fue olvidando. En la laguna ya nadie hablaba de aquel día en el que, por glotón, el sapo casi se traga un plato. Un día la tortuga invitó a su amigo a comer. El sapo llegó contento y con hambre. La tortuga le sirvió un plato de sopa. El sapo se quedó mirando el plato con cara de desconfianza hasta que por fin se decidió y, poquito a poco, se tomó toda la sopa sin dejar ni una gota.
—¿Te gustó? —preguntó la tortuga con una chispita de picardía en la mirada.
—Ajá —dijo el sapo, y se limpió la boca con la servilleta.
—Ahora te traigo el postre —y le trajo una mosca sobre una hojita de madreselva.
El sapo miró la mosca, sonrió a la tortuga con cara de haber entendido, desplegó su lengua y se tragó la mosca.
—La comida se agradece... y se aprecia lo demás —dijo el sapo a la hora de despedirse.
—Por nada —dijo la tortuga.
—Por nada no. Que usted sabe enseñar sin castigo, y sin librito.
Y el sapo se fue saltando, saltando, hacia la laguna.

No hay comentarios: