domingo, 2 de agosto de 2009

Casa abandonada.

Casa abandonada. Escritor de Buenos Aires, Argentina.

Conocí a mis amigos del barrio una tarde aburrida y calurosa de diciembre. Me acuerdo que doblé la esquina y los vi apoyados contra el paredón de la casa de los dobermann. Días después me enteré que molestar a la pareja de perros era la alternativa cuando el aburrimiento acosaba. Pero esa tarde los dueños habían dejado a los perros en el patio de atrás. Mis amigos estaban a punto de irse a sus casas a ver televisión, entonces llegué yo, me detuve y hablamos pero la cosa no cambió mucho. Los ánimos estaban por el piso, con el calor y la humedad no daban ganas de hacer nada. Me preguntaron si tenía juguetes nuevos, les dije que no pero que conocía un juego que había jugado en mi barrio anterior: encontrar una casa abandonada y explorarla.
—En este barrio no hay casas abandonadas —dijo Sebastián.
Le contesté que en todos los barrios hay casas abandonadas, que si todas las casas estuviesen habitadas entonces no habría gente viviendo en las calles, como los cirujas o los pordioseros.
—Los cirujas viven en los caños —me respondió.
Gustavo acotó que su papá decía que los cirujas son tipos peleados con la vida.
—Entonces —continuó— es muy probable que las casas abandonadas sean las antiguas moradas de los crotos, que decidieron irse a vivir a los caños o a las plazas.
Aclarado el asunto resolvimos caminar y no parar hasta dar con una casa abandonada. El destino quiso que fuera yo quien la encontrase, escondida entre tantas otras.
—No tiene pinta de abandonada —decretó Sebastián.
—¿Y vos qué sabés? —lo enfrenté—, ¿alguna vez viste una? Seguro que sólo en las películas. Esta es una casa abandonada de verdad, no tiene murciélagos ni gatos, ni pastos crecidos llenos de bichos, pero está abandonada de verdad, estoy seguro.
—Hay casas —Gustavo dio la nota otra vez— que fueron abandonadas hace mucho tiempo por cirujas que seguro ya están muertos. Ésas tienen enredaderas y arbolitos que les crecen en los techos y están llenas de arañas y de ratas, como los castillos antiguos. Pero también hay casas que se abandonaron hace poco y que están como nuevas. Capaz que ésta era de un ciruja que hace poco que se peleó con la vida.
—Yo vi uno en la placita España, antes de ayer —cedió Sebastián.
—Debe ser ése.
Ya no había dudas. Esa casa estaba abandonada y la había descubierto yo, el día en que conocí a mis amigos. Encontramos una ventana entreabierta y logramos entrar a lo que los tres confirmamos como el living comedor. Había muy pocos muebles, apenas una mesa con dos sillas y un aparador con platos y vasos, sin adornos ni nada que indicara que el lugar estuviese habitado. Todo estaba lleno de polvo, igual que en las películas de casas abandonadas, aunque faltaban las telarañas y los muebles cubiertos de sábanas.
Nos dispersamos como un grupo de peritos policiales, cada uno se metió en un cuarto distinto a explorar. Gustavo descubrió la habitación de un niño. Había una cama pequeña y en el piso unos soldaditos desparramados.
—¡Están todos rotos! —se quejó Sebastián. Los agarró y comenzó a hacer puntería contra la bombita de luz.
Me dieron pena, pero no dije nada. Si al final era verdad, los soldaditos estaban todos rotos, como si alguien se hubiese ensañado con ellos. No servían más que para hacer puntería contra la bombita de luz. Seguí explorando, me metí en la habitación matrimonial. Mientras revolvía un cajón escuché que en la cocina Sebastián quería abrir la heladera pero Gustavo le advirtió contra los peligros de encontrar un muerto congelado. Llamé a los gritos a los dos con un collar de perlas en la mano. Apenas evaluaron mi hallazgo, Sebastián descubrió en un rincón un baúl con objetos personales. Me dolió, porque me hubiese gustado ser yo el que lo descubriese. Mientras él abría la tapa y echaba un vistazo me apuré a revolver lo que había adentro. Entre ropas apolilladas, tarjetas y souvenirs, encontré unos cuadernos antiguos atados con una piola. Era el diario íntimo de una mujer. Gustavo y Sebastián me miraron entusiasmados, ahí supe que les daba gusto haberme conocido, que la tarde calurosa y pesada de diciembre no había sido en vano para ninguno de los tres. Cortamos la piola y empezamos a leer cada uno un cuaderno. De a ratos comentábamos algún párrafo que nos parecía interesante, a veces con cierta vergüenza. Cuando oscureció decidimos dejar la casa.
—Bueno, nos llevamos el diario de la mujer —dijo Sebastián.
—No, el diario es de la casa, no se puede sacar —me apuré.
—Las cosas sin dueño son del que se las encuentra. Yo no creo que el linyera las extrañe, sino se las hubiera llevado.
—Capaz que sí las extraña, pero no se las llevó porque le ocupan mucho lugar en el morral.
—Si está peleado con la vida quiere decir que no las extraña para nada —insistió Sebastián.
—Lleváte los soldaditos si querés—cedí.
—Están todos rotos esos soldados.
Ambos miramos a Gustavo buscando una opinión.
—Los objetos de un lugar deben permanecer allí —dictaminó—. No te olvides Sebas, de lo que pasó con la momia de Tutankamon, que la sacaron de la cripta y después los arqueólogos contrajeron enfermedades mortales y otras maldiciones extrañas.
—¿Quiere decir que si nos llevamos los diarios la mujer que los escribió va a volver de la muerte para vengarse? —se burló Sebastián.
—No —lo cortó Gustavo—. Quiere decir que no nos vamos a animar a volver a entrar.
Y los tres queríamos volver, porque habíamos descubierto un refugio para las tardes calurosas y aburridas, y eso a nuestra edad era impagable.
Sebastián abandonó la idea de llevarse los diarios. Más tarde, cuando con el tiempo comenzamos a invitar amigos, amigos de amigos y primas de amigos, él sería el primer defensor de las cosas de la casa, interponiéndose ante cualquiera que quisiese llevarse algo.
Anochecía. Salimos a la calle mientras que de a poco se prendían los faroles del alumbrado público. Caminamos unas cuadras, despedimos a Gustavo que se metió en su casa y luego yo acompañé a Sebastián a la suya. Nos saludamos como amigos de toda la vida, como ésos que mañana se van a encontrar otra vez para salir a jugar. Antes de cerrar la puerta me miró compasivo y confesó:
—Yo sé porqué no querías que nos llevemos los cuadernos.
—Bueno —le dije—, pero no se lo digas a Gustavo.
—Está bien.
Caminé unas cuadras y al rato ya estaba en mi casa de nuevo. Prendí las luces, recogí los soldaditos rotos y por primera vez les pedí perdón por tantas guerras. Después agarré el collar de perlas que había dejado sobre la mesada de la cocina y me metí en la pieza de mamá para asegurarme que sus cuadernos quedaran bien guardados. Papá llegó a las diez. Cené con él unas empanadas que compró en una roticería cercana al trabajo. A la mañana siguiente no lo vi porque se fue muy temprano, pero me dejó unas tostadas en la mesa, un jarrito con leche y un saquito para hacerme un té. Después me fui a la escuela y entonces la casa quedó abandonada otra vez, pero sólo por unas horas, hasta que volvieron mis amigos.

Fin

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