domingo, 31 de marzo de 2013

LA DEMANDA DE LAS LAGRIMAS DE LA REINA (por Lord Dunsany)

Sylvia, reina de los bosques, reunió a la corte en su palacio y se burló de sus pretendientes. Les cantaría, dijo, les ofrecería banquetes, les narraría cuentos de los tiempos legendarios; sus juglares harían cabriolas ante ellos, sus ejércitos les saludarían, sus bufones bromearían con ellos y tendrían extravagantes ocurrencias; sólo que no podía quererles.


Ésa no era forma, dijeron ellos, de tratar a príncipes en todo su esplendor y a misteriosos trovadores que ocultaban nombres regios; no está de acuerdo con la fábula; no hay precedente de ello en la mitología. La reina podía haber arrojado su guante, dijeron ellos, en la guarida de un león, podía haber pedido una veintena de cabezas de serpientes venenosas de Licantara, o de haber exigido la muerte de cualquier dragón notable, o enviarles a todos ellos tras alguna demanda fatal, mas que no pudiera quererles... ¡eso nunca se había oído!... no tenía parangón en los anales del romance.

Y entonces ella les dijo que, si tenían necesidad de una demanda, ofrecería su mano al primero que la hiciera llorar; y la demanda sería llamada, para referirse a ella en las historias o canciones, la Demanda de las Lágrimas de la Reina, y el que las consiguiera se casaría con ella, aunque sólo fuera un insignificante duque de algún país desconocido en los romances.

Y muchos de ellos estallaron en cólera, pues esperaban alguna demanda sangrienta. Mas el anciano chambelán de los lores dijo, mientras murmuraban entre ellos en un lejano rincón de la cámara, que la demanda aunque ardua era sensata, porque si ella podía llorar alguna vez, también podía amar. Ellos habían conocido toda su niñez: ella nunca había suspirado. Muchos hombres había visto ella, tanto pretendientes como cortesanos, mas jamás había vuelto la cabeza cuando alguno de ellos pasó cerca. Su belleza era como los apacibles ocasos de esas tardes amargas en que todo el mundo está congelado: producía asombro y escalofríos. Era como una montaña soleada que se alzara en solitario, embellecida por el hielo, como un desolado y solitario resplandor, avanzada la tarde, lejos del mundo confortable y sin apenas acompañamiento de estrellas: la perdición de los montañeros.

Si ella pudiera llorar, dijeron ellos, podría amar.
Y ella sonrió agradablemente a aquellos ardientes príncipes, y a aquellos trovadores que ocultaban nombres regios.
Luego, uno a uno, cada príncipe pretendiente contó la historia de su amor, con los brazos extendidos y puesto de rodillas. Y fueron tan tristes y lastimosos los relatos, que con frecuencia lloró en los balcones alguna doncella de palacio. Mas la reina asintió muy cortésmente con la cabeza como una indiferente magnolia cuya radiante floración fuera sacudida inútilmente en plena noche por todos los vientos.
Y cuando los príncipes contaron sus desesperados amores y se fueron sin otro botín que el de sus propias lágrimas, llegaron los desconocidos trovadores y relataron sus historias en forma de canción, ocultando sus graciosos nombres.
Y hubo uno, Ackronnion, cubierto de harapos en los que se había depositado el polvo de los caminos, bajo los cuales llevaba una armadura abollada por los golpes, que, cuando tocó el arpa y cantó, hizo llorar a las doncellas en todos los balcones, e incluso gimotear al anciano chambelán de los lores, quien más tarde rióse con los ojos arrasados en lágrimas y dijo:
-"Es fácil conseguir que los ancianos lloren, o arrancar frívolas lágrimas a las chicas perezosas; mas no logrará que la Reina de los Bosques prorrumpa en llantos".

Y ella asintió cortésmente con la cabeza. Y ese hombre fue el último en intervenir. Y aquellos duques y príncipes, y trovadores disfrazados, se marcharon desolados. Sin embargo, Ackronnion meditó mientras se iba.

Él era rey de Afarmah, Lool y Haf, señor de Zeroora y la accidentada Chang, y duque de Molóng y Mlash, lugares todos ellos familiarizados con el romance o no ignorados en la gestación de los mitos. Meditó mientras se ponía su ligero disfraz.
Todos aquellos que no recuerden su niñez, por tener otras cosas que hacer, deben saber que debajo del País de las Hadas, que está, como todos saben, en los confines del mundo, mora la Bestia Alegre. Un sinónimo de la alegría.

Es sabido que la alondra en su apogeo, los niños jugando al aire libre, las brujas buenas y los ancianos padres joviales, todos han sido comparados -¡y cuán apropiadamente!- con la mismísima Bestia Alegre. Sólo tiene una "pega" (si se me permite utilizar momentáneamente el argot para explicarme con mayor claridad), sólo un inconveniente, y es que a causa de la alegría de su corazón echa a perder las coles del Anciano que Cuida el País de las Hadas... y, por supuesto, es devoradora de hombres.

Debe sobreentenderse además que quienquiera que logre obtener las lágrimas de la Bestia Alegre en un cuenco y se embriague con ellas, es capaz de hacer derramar lágrimas de alegría a cualquiera, con tal que la posesión le mantenga inspirado para cantar o componer música.
Inmediatamente Ackronnion reflexionó de esta guisa: si él pudiera obtener las lágrimas de la Bestia Alegre por medio de su arte, absteniéndose de la violencia gracias al hechizo de la música, y si algún amigo suyo matara a la Bestia antes de que dejara de llorar -pues el llanto debe tocar a su fin, incluso entre los hombres-, él podría marcharse sano y salvo con las lágrimas, y bebérselas delante de la Reina de los Bosques, arrancando a ésta lágrimas de alegría.

Por consiguiente buscó a un humilde caballero a quien no le importaba la belleza de Sylvia, Reina de los Bosques, y que en una ocasión, un verano de hace mucho tiempo, había encontrado por sí mismo a una doncella selvática. El hombre se llamaba Arrath y era un caballero armado de la guardia de lanceros, súbdito de Ackronnion. Y juntos se pusieron en camino a través de parajes de fábula hasta llegar al País de las Hadas, un reino expuesto al sol (como todos saben) en muchas leguas a lo largo de los confines del mundo. Y por un extraño sendero contiguo llegaron a la tierra que buscaban, en medio de un viento procedente del espacio que soplaba con una especie de sabor metálico a estrellas errantes. Aun así llegaron a la casa de paja expuesta al viento, en donde mora el Anciano que Cuida el País de las Hadas, sentado junto a las ventanas del salón que mira más allá del mundo. Les dio la bienvenida en su salón orientado hacia las estrellas, contándoles cuentos del espacio, y, cuando ellos mencionaron su peligrosa demanda, dijo que sería caritativo matar a la Bestia Alegre; pues con toda evidencia él era de esos a los que no les gustaban los modales alegres de aquélla. Y luego les condujo afuera por la puerta de atrás, pues la de delante no tenía acera ni siquiera escalones -por ella vaciaba el anciano su agua sucia sobre la Cruz del Sur-, y de esa manera llegaron al huerto donde crecían sus coles y esas flores que sólo brotan en el País de las Hadas, volviendo siempre sus rostros hacia el cometa; y él les señaló el camino hacia un lugar que llamó el Fondo, donde la Bestia Alegre tenía su guarida.

Entonces se pusieron todos manos a la obra. Ackronnion tenía que ir por las escaleras con su arpa y un cuenco de ágata, mientras Arrath daría un rodeo por el otro lado. Luego, el Anciano que Cuida del País de las Hadas regresó a su casa expuesta al viento, murmurando airadamente según pasaba junto a sus coles, pues no le gustaban los modales de la Bestia Alegre y los dos amigos partieron por caminos separados.
Nadie les descubrió salvo aquel ominoso cuervo, ya saciado de carne humana por demasiado tiempo.
Soplaba un viento frío procedente de las estrellas.
Al principio la escalada fue peligrosa; luego, Ackronnion llegó a los amplios y lisos peldaños que partían del borde de la guarida, y en aquel momento oyó en lo alto de las escaleras las continuas risitas de la Bestia Alegre.
Temió entonces que la alegría de la Bestia fuera insuperable, que no pudiera entristecerla ni la más doliente canción. No obstante, no se volvió atrás, sino que ascendió las escaleras silenciosamente y, depositando el cuenco de ágata en un peldaño, empezó a cantar una canción titulada Dolorosa. Ésta mencionaba desolados y lamentables sucesos que acontecieron hace mucho en los albores del mundo. Contaba cómo los dioses, las bestias y los hombres hace mucho tiempo habían sido muy aficionados a las bellas compañías, aunque infructuosamente. Mencionaba una dorada multitud de alegres esperanzas, mas no su realización. Contaba cómo el Amor menospreciaba a la Muerte, mas también hablaba de las risas de ésta. De pronto cesaron las risas contenidas de la Bestia Alegre dentro de su guarida. Ésta se levantó y tembló. Estaba bastante triste. Ackronnion siguió cantando la canción titulada Dolorosa. La Bestia Alegre se acercó a él lúgubremente. A causa de su pánico, Ackronnion no se detuvo, sino que siguió cantando. Cantó sobre la malignidad del tiempo. Dos lágrimas brotaron de los ojos de la Bestia Alegre. Ackronnion movió el cuenco con el pie hasta colocarlo convenientemente. Cantó sobre el otoño y sobre el paso del tiempo. Entonces la Bestia lloró, como lloran las heladas colinas durante el deshielo, y las lágrimas cayeron a raudales en el cuenco de ágata. Ackronnion siguió cantando desesperadamente; mencionaba las cosas agradables que pasan desapercibidas a los hombres, la luz del sol que apenas se advierte en los rostros ahora marchitos. El cuenco estaba lleno. Ackronnion se desesperó: la Bestia estaba tan cerca. Por un momento pensó que su boca estaba llorosa..., mas lo único que ocurría era que las lágrimas de la Bestia corrían por sus labios. ¡Se sentía como si fuera a ser devorado! ¡La Bestia estaba dejando de llorar! Cantó sobre mundos que han defraudado a los dioses. Y de pronto se oyó un estallido y la fiel lanza de Arrath dio en el blanco por detrás del hombro, y las lágrimas y los jubilosos modales de la Bestia Alegre se terminaron para siempre.
Y se llevaron con cuidado el cuenco de las lágrimas, dejando el cuerpo de la Bestia Alegre como una alternativa de alimentación para el ominoso cuervo; y, al pasar cerca de la casa de paja expuesta a los vientos, se despidieron del Anciano que Cuida el País de las Hadas, el cual, al escuchar la hazaña, se frotó sus grandes manos y masculló una y otra vez: "Y además algo estupendo: ¡mis coles!, ¡mis coles!".

Y poco después, Ackronnion volvió a cantar en el palacio selvático de la Reina de los Bosques, no sin antes haberse bebido las lágrimas de su cuenco de ágata. Y fue una noche de fiesta, y toda la corte se congregó allí, y los embajadores del país del mito y la leyenda, e incluso algunos procedentes de Terra Cognita.

Y Ackronnion cantó como nunca lo había hecho antes y ya no volverá a hacerlo. ¡Oh, cuán espinosas son las sendas de los humanos, cuán crueles sus contados días y su aflicción final, cuán vano su empeño! Y de la mujer... ¿qué diremos?... su perdición ha sido escrita junto a la del hombre por dioses apáticos, negligentes, con sus rostros vueltos a otras esferas.
Comenzó más o menos así y luego la inspiración le embargó. No me es posible poner por escrito la conflictiva belleza de su canción: había en ella mucha alegría, mezclada con dolor; era como las vidas de los humanos; como nuestro destino.
La canción provocó sollozos, los suspiros volvían en forma de ecos: los senescales y los soldados sollozaban y las doncellas gritaban; las lágrimas caían como lluvia de balcón en balcón.
Alrededor de la Reina de los Bosques había un frenesí de sollozos y pesares.
Mas no, ella no lloró.


viernes, 29 de marzo de 2013

La Grulla Agradecida

La Grulla Agradecida
Erase una vez había un joven que vivía solo en una casita al lado del
bosque. De regreso a casa durante un día de invierno bastante nevoso, oyó
un ruido extraño. Se puso a caminar hacia un campo lejano de donde
venía el sonido, y allí descubrió una grulla tumbada sobre la nieve llorando
de dolor. Una flecha incada en la ala tenía, pero el joven, muy cariñoso, se
la quitó con mucho cuidado. El pájaro, ya libre, voló hacia el cielo y
desapareció.
El hombre volvió a casa. Su vida era muy pobre. Nadie le visitaba, pero esa
noche a la puerta sonó un frap

. "¿Quién será, a esta hora y en tanta nieve?" pensó él. ¡Qué sorpresa al abrir la puerta y ver a una mujer joven y bonita! Ella le dijo que no podía encontrar su camino por la nieve, y le pidió dejarla descansar en su casa, para lo cual él fue muy dispuesto.
Se quedó hasta el amanecer, y también el día siguiente.
Tan dulce y humilde era la mujer que el joven se enamoró y le pidió ser su
esposa. Se casaron, y a pesar de su pobreza, se sentían alegres. Hasta los
vecinos se alegraban de verlos tan contentos. Pero el tiempo vuela y pronto
llegó otro invierno. Se quedaron sin dinero y comida, tan pobres como
siempre.
Un día, para poder ayudar un poco, la mujer joven decidió hacer un tejido
y su marido le construyó un telar detrás de la casa. Antes de empezar su
trabajo ella pi dió a su marido prometerla nunca entrar al cuarto. El lo
prometió. Tres días y tres noches trabajó ella sin parar y sin salir del
cuarto. Casi muerta parecía cuando la mujer joven por fin salió, pero a su
marido le presentó un tejido hermoso. El lo vendió y consiguió un buen
precio.
El dinero les duró bastante tiempo pero cuando se acabo todavía seguía el
invierno. Ya que, otra vez se puso a tejer la mujer joven, y otra vez su
marido le prometió no entrar al cuarto. Fueron no tres sino cuatro días
cuando ella, viéndose peor que la vez siguiente, salió del cuarto y le dio a
su marido un tejido de tan gran maravilla que, al venderlo en el pueblo,
consiguieron dinero suficiente para dos inviernos duros.
Mas seguros para el futuro que nunca, desafortunadamente el hombre se
hizo avaro. Tormentazo, tanto por el deseo de ser rico como por los vecinos
siempre preguntándole que cómo se podía tejer sin comprar hilo, el joven
le pidió a su señora hacer otro tejido. Ella pensaba que tenían bastante
dinero y que no había necesidad, pero el avaricioso no dejaba de insistir.
Puesto que, después de recordarle a su marido la promesa, la mujer se
metió en el cuarto a trabajar.
Esta vez la curiosidad no le dejaba al hombre en paz. Ignorando su
promesa, fue al cuarto donde su señora trabajaba y abrió un poquito la
puerta. La sorpresa de lo que vio le hizo escapar un grito. Manejando el
telar estaba no su señora sino un pájaro hermoso, cual de las plumas que
se iba arrancando de su propio cuerpo hacia un tejido igualmente
hermoso. Cuando el pájaro, al oírle gritar, se dio cuenta de que alguien la
miraba dejó de trabajar y de repente su forma se convirtió a la de la mujer
joven.
Entonces, ella le explicó su historia, que ella era esa grulla cual él ayudó y
que, agradecida, se convirtió a mujer, y que empezó a tejer para ayudarle
no ser pobre, esto a pesar del sacrificio que tejer con las plumas de su
propio cuerpo le costaba. Pero, ahora que él sabía su secreto, tendrían que
dejar de ser juntos. Al oír esto, el prometió que la quería más que todo el
dinero del mundo, pero ya no había remedio. Cuando acabó su historia,
ella se convirtió a grulla y voló hacia el cielo.
La Grulla Agradecida
Erase una vez había un joven que vivía solo en una casita al lado del
bosque. De regreso a casa durante un día de invierno bastante nevoso, oyó
un ruido extraño. Se puso a caminar hacia un campo lejano de donde
venía el sonido, y allí descubrió una grulla tumbada sobre la nieve llorando
de dolor. Una flecha incada en la ala tenía, pero el joven, muy cariñoso, se
la quitó con mucho cuidado. El pájaro, ya libre, voló hacia el cielo y
desapareció.
El hombre volvió a casa. Su vida era muy pobre. Nadie le visitaba, pero esa
noche a la puerta sonó un frap

. "¿Quién será, a esta hora y en tanta nieve?" pensó él. ¡Qué sorpresa al abrir la puerta y ver a una mujer joven y bonita! Ella le dijo que no podía encontrar su camino por la nieve, y le pidió dejarla descansar en su casa, para lo cual él fue muy dispuesto.
Se quedó hasta el amanecer, y también el día siguiente.
Tan dulce y humilde era la mujer que el joven se enamoró y le pidió ser su
esposa. Se casaron, y a pesar de su pobreza, se sentían alegres. Hasta los
vecinos se alegraban de verlos tan contentos. Pero el tiempo vuela y pronto
llegó otro invierno. Se quedaron sin dinero y comida, tan pobres como
siempre.
Un día, para poder ayudar un poco, la mujer joven decidió hacer un tejido
y su marido le construyó un telar detrás de la casa. Antes de empezar su
trabajo ella pi dió a su marido prometerla nunca entrar al cuarto. El lo
prometió. Tres días y tres noches trabajó ella sin parar y sin salir del
cuarto. Casi muerta parecía cuando la mujer joven por fin salió, pero a su
marido le presentó un tejido hermoso. El lo vendió y consiguió un buen
precio.
El dinero les duró bastante tiempo pero cuando se acabo todavía seguía el
invierno. Ya que, otra vez se puso a tejer la mujer joven, y otra vez su
marido le prometió no entrar al cuarto. Fueron no tres sino cuatro días
cuando ella, viéndose peor que la vez siguiente, salió del cuarto y le dio a
su marido un tejido de tan gran maravilla que, al venderlo en el pueblo,
consiguieron dinero suficiente para dos inviernos duros.
Mas seguros para el futuro que nunca, desafortunadamente el hombre se
hizo avaro. Tormentazo, tanto por el deseo de ser rico como por los vecinos
siempre preguntándole que cómo se podía tejer sin comprar hilo, el joven
le pidió a su señora hacer otro tejido. Ella pensaba que tenían bastante
dinero y que no había necesidad, pero el avaricioso no dejaba de insistir.
Puesto que, después de recordarle a su marido la promesa, la mujer se
metió en el cuarto a trabajar.
Esta vez la curiosidad no le dejaba al hombre en paz. Ignorando su
promesa, fue al cuarto donde su señora trabajaba y abrió un poquito la
puerta. La sorpresa de lo que vio le hizo escapar un grito. Manejando el
telar estaba no su señora sino un pájaro hermoso, cual de las plumas que
se iba arrancando de su propio cuerpo hacia un tejido igualmente
hermoso. Cuando el pájaro, al oírle gritar, se dio cuenta de que alguien la
miraba dejó de trabajar y de repente su forma se convirtió a la de la mujer
joven.
Entonces, ella le explicó su historia, que ella era esa grulla cual él ayudó y
que, agradecida, se convirtió a mujer, y que empezó a tejer para ayudarle
no ser pobre, esto a pesar del sacrificio que tejer con las plumas de su
propio cuerpo le costaba. Pero, ahora que él sabía su secreto, tendrían que
dejar de ser juntos. Al oír esto, el prometió que la quería más que todo el
dinero del mundo, pero ya no había remedio. Cuando acabó su historia,
ella se convirtió a grulla y voló hacia el cielo.

jueves, 28 de marzo de 2013

La cigüeña negra, un ave rara y en peligro que empieza a recuperarse



La cigüeña negra es un ave considerada "rara" y catalogada por algunas organizaciones científicas como "en peligro", aunque durante los últimos años se ha detectado una recuperación del número de parejas reproductoras que anidan en España, hasta alcanzar las 322.
La localización de varias parejas de esta especie y de otras también muy vulnerables como el águila imperial en la localidad abulense de las Navas del Marqués ha movilizado a organizaciones ecologistas que se oponen a la construcción en la zona de un complejo turístico.
El paraje, conocido popularmente como Los Pinares del Bajo Alberche, se encuentra dentro de los límites de una Zona de Especial Protección para las Aves (ZEPA) y está propuesto para formar parte de la lista de Lugares de Interés Comunitario por su riqueza natural.
Además de ese reconocimiento oficial, la zona está incluida en la lista de Areas Importantes para las Aves (IBAs en sus siglas en inglés) que elabora la sociedad científica internacional Birdlife, a la que está adscrita la Sociedad Española de Ornitología.
Esta organización internacional incluye en esa lista aquellas áreas que a su juicio deben ser preservadas para que sobrevivan las aves más amenazadas y representativas que habitan en ellos, según la SEO, que ha precisado que su selección obedece a criterios científicos y que en España existen 391 de ellas.
La cigüeña negra es menor que la blanca, aunque puede alcanzar un altura de 100 centímetros y una envergadura con las alas abiertas de 160 centímetros. Es un ave solitaria y muy huidiza del hombre, y permanece en la península entre los meses de febrero o marzo y septiembre u octubre.
Su carácter solitario y huidizo es el que motiva que sea una especie especialmente vulnerable al desarrollo de nuevas infraestructuras o a la presencia masiva de excursionistas.
La Comunidad de Castilla y León, donde anidan regularmente unas 60 parejas reproductoras, es una de las pioneras en España en la elaboración de un plan de recuperación de la especie, que se concentra sobre todo en la provincia de Avila.
Además de la cigüeña negra y el águila imperial, en la zona donde está proyectado el complejo turístico abundan rapaces como milanos, buitres, halcones o búhos.

martes, 26 de marzo de 2013

EL RIO MAGICO

En unas montañas muy lejanas, existía un río mágico, que hacía que todo aquello que se acercara a él, se convirtiera en vida.
Las piedras que rodaban por el valle, cayendo a la orilla del río, se convertían en preciosos árboles que decoraban el paisaje alrededor del río.
Las ramas caídas de árboles y arbustos, rodaban hasta el río, y se convertían en peces que llenaban el río de vida.
En este lugar de montañas siempre sucedía lo mismo, el río le daba vida al valle.
Cuentos infantiles - El rio magico
Cerca de esas montañas, había un poblado de hombres y mujeres que se movían en coche para ir de un sitio a otro del poblado, en vez de ir andando. Los habitantes del pueblo no se daban cuenta de lo que podían provocar si seguían usando el coche para todo.
Un día, apareció una nube muy fea sobre el valle, y empezó a escupir lluvia ácida y contaminación al río, haciendo que todo lo que había a su alrededor fuera perdiendo vida poco a poco..
El río, asustado ante tan mala situación, llamó a todos los animales de la zona para explicarles lo que debían hacer. Cuando todos los animales estaban reunidos alrededor, el río habló: “Animales del valle, necesito vuestra ayuda, sé que sois buenos y me ayudaréis. Una nube negra nos ha invadido, y no hay otra solución que visitar el poblado de hombres y mujeres que está provocándola. Debéis ir allí y explicarles que sus coches están provocando un desastre en el valle“.
Los animales fueron a avisar al poblado de la situación, y todos los hombres y mujeres del poblado se reunieron en una asamblea extraordinaria, para tratar el tema. Después de aquella asamblea, el alcalde resumió las medidas que iban a tomar en el poblado: “Vecinos y vecinas del pueblo, a partir de ahora nos moveremos a pie por el pueblo, y no usaremos el coche nada más que para ir a otras ciudades. Si dejamos morir el valle, nosotros también moriremos“.
Y así fue como, poco a poco, la nube negra contaminante, fue desapareciendo de las montañas, y la vida volvió al valle, gracias a que los habitantes del poblado entendieron que era malo usar el coche para distancias cortas.

FIN

lunes, 25 de marzo de 2013

"POR QUÉ ESCARBA LA GALLINA"

CUENTO "POR QUÉ ESCARBA LA GALLINA"


Érase una vez, en tiempos antiguos, que el milano no robaba los pollitos para comérselos porque era un gran amigo de la gallina.

Pero un día sucedió algo que cambió las cosas para siempre. Como la gallina vio a los hijos del milano bien afeitados, fue a su casa a pedirle prestada la navaja de afeitar para rasurar también ella a sus pollitos.
El milano se la dio diciendo que hacía una excepción con ella por tratarse de una amiga y le recomendó que no la perdiera.

Así fue como la gallina al volver a su casa afeitó a todos sus hijos y luego olvidó en el suelo la navaja. Los pollitos la cogieron para jugar y acabaron perdiéndola.

La olvidadiza e irresponsable gallina buscó y buscó por todas partes pero... ¡la navaja no apareció!

Muy nerviosa fue a ver de nuevo a su amigo el milano y cuando la gallina le explicó, avergonzada, lo que había pasado, éste le dijo que tenía dos días de plazo para encontrarla y si no se llevaría a uno de los pollitos.

Como imaginas la navaja no apareció a pesar de que la gallina llamó a todas sus hermanas para ayudar en la búsqueda. Todo fue en vano y hoy todavía sigue buscando por todas partes.

Por eso la gallina escarba y el milano sigue robando pollitos.
Cuento de Nigeria

CUENTO "EL TORO QUE BRAMABA POEMAS"

CUENTO "EL TORO QUE BRAMABA POEMAS"

¡Hola a tod@s! Estaba esperando que viniera a mí un cuento especial para celebrar con todos vosotr@s el día del libro que, como sabéis, es el día 23 de abril. Como por arte de magia, éste apareció en mi camino y ahora quiero compartirlo con vosotros porque sé que os va a encantar. ¡Feliz lectura!

Hace mucho, mucho tiempo, en España, en una ciudad llamada Pamplona, el 7 de julio día de San Fermín, después del canto de los mozos, que se preparaban para correr el encierro, el toro LUNA VERDE se tumbó en el suelo y se negó a salir.

Por más que los pastores y el mayoral lo instigaban para que lo hiciera, él se negaba y se limitaba a bramar, mirar al cielo y mover la cabeza.

Hasta que, de pronto, se incorporó del suelo, miró alrededor con desafío y orgullo, cogió carrerilla y salió a todo correr por las calles.

Corriendo, corriendo salió de la ciudad, se fue veloz por los campos hacia la ciudad vecina de Corella.

- ¡El toro, el toro!- exclamaban los vecinos al verlo.

La Guardia Civil, la Policia Municipal y las autoridades advertían a la gente que no saliera de sus casas.

Pero el toro, después de haber bebido en un remanso del río Alhama y comer las hierbas del prado se había quedado tumbado al pie de la ermita de Nuestra Señora del Villar.

Se hizo de noche, noche de luna llena. A las doce en punto sonaron las campanas de la iglesia, entonces apareció el gallo Tomás.

El gallo Tomás era políglota, ya sabes uno que habla muchos idiomas.

Kikirikí en español, Cocka-doodle-doo en inglés, Kokekokoo en japonés, Cocorico en francés, Kikerike en alemán, Kúkuriguu en búlgaro...

Como también hablaba el lenguaje de los toros le preguntó a Luna Verde:

- ¿Qué hace?
- Estaba esperándote, le contestó -Es la hora. Monta sobre mi lomo y nos vamos.

El gallo Tomás voló hasta colocarse encima de la res. Luna Verde emprendió el camino guiado por Tomás.

- Por aquí, Kikí. Por acá, Kaká. Por acú, Kukú. Por aqué, Keké. Por acó, Kokó.

Atravesando calles y plazas llegaron ante la casa de unos niños que se despertaron al oír al toro bramar y al gallo cantar. Eran Oscar y Gloria, dos hermanos que sabían muy bien lo que tenían que hacer pues habían soñado por la noche con los dos animales. Cogieron un libro titulado "Poesía encantada", bajaron a la calle y se pusieron delante de LUNA VERDE.

El animal se arrodilló ante ellos mientras éstos comenzaron a recitar un poema:

" No hagas daño a mi torito,
torerito de Alcalá,
que si llora Luna Verde

con él llora el olivar
".

Y ahora piensa que fue la magia, un embrujo o un hechizo, el caso es que el toro Luna Verde se fue haciendo pequeño, pequeñito...

FERMIN Y LOS TOROS DE PAMPLONA

Había una vez un hombre llamado Fermín al que le gustaba mucho correr los encierros de toros en Pamplona.
Fermín era de un pequeño pueblo de España, y todos los años preparaba la maleta para irse a Pamplona y estar el 7 de Julio corriendo el primer encierro.
El primer año que fue a esta fiesta tan popular, que precisamente lleva su nombre, “Sanfermines“, no sabía que los toros del encierro eran muy grandes y corrían mucho.
Cuentos cortos - Fermin y los toros de Pamplona
Fermín vestido de blanco y con el pañuelo rojo atado en el cuello, ya estaba preparado para correr el encierro. Toda la gente que estaba allí, cantaba una típica canción al santo San Fermín para que les protegiera en el encierro…, y a los pocos minutos soltaron a los toros de los toriles.
Cuando Fermín vio a los toros y cabestros acercarse a él, sintió mucho miedo, pues no había visto nunca antes a unos toros tan grandes, así que se quedó paralizado de ver a tanta gente corriendo y a los toros persiguiéndoles.
Fermín se había quedado paralizado en medio de la calle más peligrosa del encierro, la calle Estafeta. Justo cuando los toros estaban a punto de pillarle, un hombre que venía corriendo rapidísimo, lo cogió del brazo para llevarlo corriendo tras la barrera.
Muchas gracias amigo, me has salvado de que me pillaran los toros. No sé que me ha pasado, no podía moverme del sitio, es la primera vez que vengo y me ha dado mucho miedo“, le dijo Fermín al hombre.
De nada”, dijo el hombre, “pero debes saber que es muy peligroso correr este encierro, y sobretodo, debes ser prudente y no poner en peligro tu vida, ni la del resto de corredores.
Así fueron los primeros sanfermines de nuestro protagonista del cuento, que le sirvieron para aprender a ser prudente y a tener en cuenta los riesgos que tienen las cosas. Así, los próximos años vio los encierros, pero detrás de la barrera, y disfrutó mucho viendo correr a otras personas que realmente estaban muy preparadas.

FIN

Un deseo "genial"

Un deseo "genial" (un relato de 3.238 palabras)



Las voces destempladas de un español despechado son reconocibles en cualquier parte del mundo, incluso en medio del bullicio de un mercadillo árabe que se desmantela rápidamente.
—¿Cómo que no tengo trabajo?—Gritó Antonio mirando el auricular con incredulidad—. ¿Me puedes decir, entonces, qué coño hago en Alejandría?
Sujetaba uno de esos teléfonos que se pueden ver en las películas de los años ochenta, pero no estaba en una cabina, aunque el espacio que delimitaba un rótulo con caracteres musulmanes afirmara lo contrario. Eso sí, en el cartel acompañaba un logotipo muy sencillo de un teléfono moderno.
—Te doy una pista —añadió Antonio más tranquilo—, tiene que ver con subirse a una escalera para colgar cortinas, muchas cortinas.
—Siempre tienes una respuesta oportuna, ¿verdad? —Replicó Isabel—. Pero yo hace mucho que he dejado de creer en tus genialidades… Puede que estés allí, como dices, pero eso no cambia nada: trabajas un día, descansas veinte. Yo necesito sentir que tengo un hombre que se preocupa por mí y por mis hijos… todos los días.
—Y me preocupo.
—No, tú sólo te preocupas por ti mismo, por tus proyectos…
—No podemos sacrificar nuestros sueños, Isabel. No deberíamos envejecer sintiendo que no hemos hecho nada, que no queda más que el recuerdo desaborido de muchas tardes frente al televisor.
—Nadie te ha apoyado tanto como yo… para que pudieras realizarte… Pero estoy harta de estar sola, harta de no poder comprarme unos zapatos… ¡Harta de pedir dinero prestado a mis padres!
Una grabación, primero en árabe y después en inglés, advertía sólo a Antonio que, de no introducir más monedas, la comunicación se suspendería en unos pocos segundos.
—¡No será necesario! No digo que vuelva rico, pero sí con un montón de pasta —dijo Antonio rebuscando una moneda en el bolsillo—. Y te compraré no un par, sino dos pares de zapatos… ¡Tres si quieres!
La moneda pareció encasquillarse entre los tacos y tornillos que solía llevar en los bolsillos del pantalón.
—No quiero sobornos para que todo siga igual…
—No te estoy comprando, sólo te estoy diciendo que te quiero.
La mano derecha de Antonio estaba blanca por la presión que las estrecheces de un pantalón ajustado provocaban, pero tras forcejear con insistencia la sacó con una moneda entre los dedos.
—Entonces me quieres muy poco, Antonio…
El teléfono emitió unos pitidos intermitentes, que Isabel no oyó a pesar del silencio que guardó deliberadamente. Pretendía dar profundidad a sus palabras, y, al mismo tiempo, ofrecer una oportunidad, tal vez la última, de una réplica que nunca llegó. La moneda no encajó bien en la ranura y salió rebotada hacia la acera, hacia el interior de una alcantarilla.
— ¡Nooo! —gritó Antonio.
La moneda cayó hacia un fondo oscuro, entre los barrotes de la boca del sumidero, girando sobre sí misma, reflejando los rayos de una luna llena inmensa en un cielo oscuro y estrellado.
A miles de kilómetros de esa calle del centro de Alejandría, ignorante de lo que se desarrollaba en el delta del Nilo, Isabel suspiró; terminó por colgar el auricular que parecía quemarle en las manos. Casi al mismo tiempo, Antonio dejó el teléfono en su lugar. El “click” que escuchó resultaba un sonido demasiado insignificante en comparación a lo que el maldito teléfono había sentenciado.
Sintió un escozor en los ojos… que poco tenía que ver con la arenisca que los vientos del sur traían del desierto; y una presión en la laringe, como si los músculos internos del cuello decidieran estrangular, por su cuenta y riesgo, todo deseo de vivir. Se olvidó de respirar, y, consciente de que las rodillas no le sostendría por más tiempo, se dejó caer hacia el suelo, apoyado contra la pared, para que el rozamiento frenara la brusquedad de la caída.
Una paradoja atormentaba el cerebro torturado de Antonio: regresaría a España con dinero, con el suficiente para superar los problemas que atravesaba su matrimonio, pero no retuvo ni una moneda en la mano que le permitiera abrir el corazón de su esposa.
—Maldita moneda… —protestó, como si creyera que unos pocos gramos de metal eran los responsables del fracaso de su matrimonio.
Experimentó el deseo de recuperarla, no por lo que pudiera comprar, ni por tratar de realizar algún trabajo de magia negra con ella, que negó con un movimiento brusco de la cabeza; ni siquiera para llevarla a una fragua y fundirla, y así evitar la mala suerte a otros pobres hombres: Antonio quiso rescatar la moneda, porque representaba metafóricamente la llave que abría o cerraba la felicidad con Isabel. Entonces acercó la mano hacia el sumidero.
Paseó la mirada por el interior de la alcantarilla, y contra todo pronóstico, descubrió un fulgor metálico en el fondo. Sólo tenía que superar el obstáculo de la rejilla, para introducir el brazo y recuperar lo que legítimamente le pertenecía… aunque hubiera salido despedido de su mano.
Separó los barrotes de su emplazamiento y hundió la mano en un fango en el que se descomponía papeles de publicidad junto con otros desechos urbanos. Tanteó sin éxito el fondo con la punta de los dedos, sintiendo cosas viscosas que se movían… “¡Buf, aguanta macho!”, se dijo mientras retiraba la mano para reubicar el brillo y acotar la zona de búsqueda.
Tras varias tentativas finalmente los dedos tropezaron con algo duro y pulido. “¡Ya está, que difícil ha sido cogerte!”. Pero enseguida se percató que lo había encontrado en la alcantarilla no podía ser una moneda… era un objeto mucho más grande, y estaba prácticamente enterrado en ese fango. Antonio olvidó la moneda por un momento, necesitaba alimentar la curiosidad para no sentir otras emociones deprimentes.
Extrajo una pequeña lámpara de aceite, era un hecho extraño pero razonable, debido a que ese tipo de lámparas todavía se seguían vendiendo en los mercadillos. La que tenía en las manos podría haberse caído en una de esas desbandadas que se repetía día tras día, cuando los mercaderes recogen el género sin cuidado pero con celeridad; demostrando a los occidentales, y al mundo entero en general, su merecida fama de aparecer y desaparecer de la nada.
La lámpara estaba sucia, y limpiarla resultó un gesto mecánico. “Sólo faltaría que tuviera un genio”, pensó Antonio mientras frotaba el cobre viejo de las superficies redondeadas.
Se dirigió hacia el hotel, para cuando llegó a su habitación la lámpara se presentaba sin mácula. Por más que había frotado, primero en una dirección, luego en otra, en círculos, en intervalos de dos o tres pasadas cortas, largas, mixtas… no consiguió nada extraordinario. No surgieron tormentas eléctricas a su alrededor, ni cortinas de humo que anunciaran la aparición espontánea de un genio.
“Si en esta lámpara hubo una vez un genio, se ha mudado a otra mayor hace mucho tiempo… o con mejores prestaciones”. Antonio se rió ante su ocurrencia.
—Hay un gran desconocimiento sobre los genios… ¡Tal vez sean como los cangrejos ermitaños!
Sólo entonces se le ocurrió mirar en su interior: estaba lleno de tierra, arena prensada con diferentes desechos de origen industrial. “Si se me apareciera el genio, con toda probabilidad me concedería tres deseos”, reflexionó Antonio con los ojos vidriosos, mientras introducía un bolígrafo en la lámpara. “Aunque fuera un genio poco tradicional y sólo me concediera uno ya sería bastante”, consideró mientras removía el bolígrafo para aflojar los sedimentos. Se limpió un ojo, que amenazaba con manchar de tristeza su rostro.
¿Quién no se ha planteado alguna vez esa hipotética situación? A lo largo de la vida de cualquier persona se podría observar una evolución de las respuestas, que todas se asimilan sorprendentemente a unas pocas.
Los niños hubieran respondido según sus necesidades más inmediatas, pero de un modo exagerado: una piscina de caramelos, árboles en los que en lugar de hojas crecieran billetes, tener unas botas mágicas que siempre marcaran gol…
Con los adolescentes la cosa cambia: desean ese atractivo insoportable para el sexo contrario, que con su sola presencia tuviera el poder para desquiciar el pensamiento; o el desarrollo portentoso de algunas capacidades, físicas o mentales, en función de las aptitudes del afortunado en cuestión.
Pero cuando se es adulto las necesidades son otras. Y aunque es muy grato una vida colmada de amor y sexo, con eso no bastaría para pagar la hipoteca, o las pensiones alimenticias de los sucesivos niños que el amor obsequiaría con cada nuevo matrimonio. Un adulto no desea amor eterno o súper poderes como un adolescente, y mucho menos tomar un baño de espaguetis con tomate. Un adulto necesita estabilidad, y el único modo que Antonio conocía para obtenerla era a través del dinero, de inmensas cantidades de dinero.
“Pero incluso pidiendo un millón de euros, o cien, da igual, siempre podrían perderse”.
Es cierto, cuántos casos se han conocido de personas normales, más o menos cultivadas, que tras ser agraciados con un premio extraordinario han visto perder sus vidas, sin saber cómo remediar la soledad y la envidia que tanto dinero provoca. “Y si sólo fuera eso —pensó Antonio—, se pierden valores como los del trabajo y el esfuerzo…”, y descubren, tras muchos desengaños, que no encontrarán la felicidad bajo sábanas de seda, “ni en el fondo de una botella”, concluyó Antonio.
¿Cómo evitar esta situación? ¿Cuál sería la mejor solución? “Genio, mi deseo es que me concedas infinitos deseos”, concluyó Antonio, preparándose por adelantado a una situación que su parte irracional se esforzaba en recrear. Al menos dispondría de un guardaespaldas mágico de por vida, soluciones a la carta las veinticuatro horas del día, siete días a la semana.
“¿De verdad que no pediría una segunda oportunidad con Isabel?”. Pocos serían los que no sucumbirían a la tentación de “retocar” la relación con sus antiguas parejas, para que fueran incapaces de comprender el origen de su repentina e inagotable capacidad para disculpar toda falta, para que no fueran conscientes de su complacencia hacia nuestros deseos, por absurdos que resultaran. Antonio dejó de remover la arena del interior de la lámpara. Suspiró. Contuvo la tentación de encender su ordenador portátil y escribir un correo electrónico a su mujer.
Vació el contenido de la lámpara en una papelera, y con mayor determinación se dedicó a sacarle lustre con una toalla. Antonio acabó dormido en la cama, con la lámpara en una mano y la toalla en otra. En realidad había conseguido su propósito, se había distraído de un gran sufrimiento… Hoy había engañado a la tristeza, mañana sería otro día. Tal vez algo menos doloroso.
—Me has llamado… después de tanto tiempo, alguien me ha llamado —anunció un musulmán de mirada franca, parecía un camarero de habitación que esperaba un encargo con timidez.
Antonio se acomodó en la cama sin abrir los ojos.
—No he llamado a nadie… puedes irte…
Estaba adormecido, esa era la razón por la que aceptaba con naturalidad la presencia extraña de ese árabe en la habitación.
—Mejor así… amo —contestó—. Siempre recordaré este día con alegría.
¿Amo? ¿Es que estaban amenizando el sueño de los turistas con “cuentos de las mil y una noches”? Tal vez el actor no se había dado cuenta de que él también trabajaba en el hotel, de que era un simple obrero que dormía en las habitaciones más sencillas por convenio. Pero incluso en esos dormitorios se podía disfrutar de cualquier servicio de habitaciones, como el regalo de bienvenida que tanto éxito tenía entre los turistas occidentales.
Antonio se despertó, pero mantuvo los ojos cerrados para no romper el encanto del momento.
—No, espera… dime qué puedes hacer por mí.
Ya que el actor se había confundido de habitación, podía disfrutar de su noche mágica sin problemas. Éste que hacía de genio interpretaba realmente bien, suspiró denotando cansancio, reflejando que el premio de una vida eterna condicionada a la servidumbre no compensaba.
—Lo que sea, soy un peón del universo, una mano olvidada de Dios…
—Te comprendo bien, colega. Yo también soy un “currito”,… un “machaca” que viaja por medio mundo por una miseria. Bueno, ¿y cuántos deseos me corresponden?
— ¿Cuántos? —el genio pareció ofendido—. ¿Por qué cuando se os regala algo siempre queréis más? Sois como bestias insaciables… todavía no habéis terminado de masticar el primer bocado cuando buscáis nuevos platos que devorar.
El actor se estaba tomando demasiadas licencias. Suele suceder que los empleados que tienen un mal día se desahogan con los demuestran amabilidad o condescendencia. Ya le bajaría los humos después, ahora debía continuar con el protocolo.
En realidad ya había escogido su deseo, pero ahora dudaba si endurecer el rol que le tocaba y pedir algo atípico y extraordinario, algo para lo que ese mentecato no tuviera una respuesta preparada.
—Tengo problemas de pareja, creo que me ama… pero no lo bastante como para aceptar como soy. ¿Se podría hacer algo al respecto?
—Las mujeres no se enamoran del hombre que ven, sino del hombre que pueden llegar a ser… con su ayuda. Eso no lo puedo cambiar, pero sería fácil hacer que ella viera el hombre que quiere en ti, siendo como eres ahora.
“Vaya con el genio… ¡encima me alecciona!”.
—Tal vez no merezca la pena gastar tu ayuda en ella… ¡Hay tantas mujeres en el mundo!
—Pero sólo una es especial, una que haría que subieras al cielo con un cubo y una bayeta y limpiaras de nubes el firmamento, para que ella pudiera ver las estrellas. Por ella, yo renunciaría hasta mi propia vida…
Antonio estaba cada vez más incómodo.
—Bueno, tal vez no quiera una mujer especial… Tal vez las mujeres especiales me hayan agotado con sus exigencias, y una buena alternativa sea disfrutar de la compañía de miles de mujeres hermosas… ¿Podrías hacerlo?
—Espero que no sean todas al mismo tiempo… ¡Eso sí que podría ser agotador!
Antonio rió con desgana, cada vez estaba más harto del genio y de su presunta magia.
—Si ese es tu deseo, convertirte en un objeto sexual irresistible para las mujeres… Podría potenciar tus feromonas como nadie ha tenido desde el principio de los tiempos. Sería fácil, y para ti muy satisfactorio. Pero… ¿por cuánto tiempo?
El genio mantuvo una media sonrisa en los labios.
¿Es que siempre tenía que cuestionar los deseos, minimizarlos hasta reducir a polvo cualquier expectativa?
—Vale, vale. Me doy cuenta del poder que tienes sobre asuntos amorosos… ¿Y sobre dinero? ¿También tienes que tocarme los cojones para hacerme inmensamente rico?
—No es necesario, puedo hacer que sueñes con los números de una lotería… Y si ese fuera un modo aburrido de ganar una fortuna; podría hacer de ti un rey Midas, que todo lo que toques se convierta en oro…
—No te caigo bien, ¿verdad? —Interrumpió Antonio—. No te importaría que muriera de hambre.
—No me dejaste terminar. Me refería a un rey Midas moderno, que todo negocio que emprendas fuera exitoso, muy exitoso…
— ¿Sería de los que cotizan en bolsa internacional?
—Si quieres, serías de los pocos que deciden las directrices de la economía mundial.
—Comprendo, pero como al rey Midas acabaría muerto, ¿verdad?
—Me caes bien, eres un tipo listo. Piensa que en el Universo todo está perfectamente equilibrado, y que un gran movimiento en una dirección va a provocar una gran fuerza en sentido contrario… es como la resaca del mar. Puede suceder de mil maneras, un atentado a lo Kennedy, un avión que explota, un ataque al corazón…
— ¿Y sobre la salud? ¿Podrías evitar la enfermedad en mi vida?
—Por supuesto, ¿pero estarías dispuesto a pagar el precio de que todas las enfermedades que deberías padecer tú las sufriera alguien cercano a ti, como por ejemplo un hijo?
—Comprendo lo del equilibrio, y que la enfermedad no pueda desaparecer y que esa es la razón por la que otro deba sufrir por mí… ¿pero no podrías hacer que la sufriera alguien que no conozca?
—Es una cuestión de justicia, amigo. Los sentimientos de las personas son los brazos invisibles del pensamiento. Lo que a ti te corresponda se desviará a alguien que asuma la enfermedad, por afecto. Porque si me exigieras que enfermen otros acumularías sobre tus espaldas fuerzas más negativas de las que pretendes librarte.
— ¿Y la vida eterna? ¿Podrías detener el envejecimiento de mi cuerpo?
—Desde luego, pero piensa que la idea de eternidad está asociada a la juventud… ¿querrías vivir eternamente con esos pequeños achaques en la espalda o en la rodilla, con un estómago que ya no puede con todo lo que tú comas?
— ¿Y hacerme joven? ¿Vivir en una eterna juventud?
—Podría, pera sabes que atraería desgracias, y en este caso las vivirías eternamente.
—Eres un genio muy amable, al molestarte en explicarme las implicaciones de cada deseo. Para ti sería más fácil limitarte a cumplir los deseos.
—Durante mucho tiempo así lo hacía, tal vez por envidia de la libertad que gozáis…
— ¿Libertad? Lo que tenemos se puede llamar de muchas maneras, pero créeme… libertad sólo es una palabra que utilizan los poderosos para encubrir la esclavitud a la que nos someten. Somos libres para comprar una casa, pero nos condenan a pagarla de por vida. Somos libres de trabajar en lo que queramos, pero en realidad acabas siendo mano de obra barata en algo que ni te gusta ni te realiza. Somos libres de viajar a donde quieras, pero en el mejor de los casos podrás ir al pueblo, a la casa de tu suegra… Y la lista podría hacerse interminable. Porque para que la sociedad se mantenga, nos provocan miles de deseos para hacernos felices, cosas que muchas veces ni necesitamos. Y así, a través de cualquier medio de comunicación, nos obligan a comprar cosas para ayudarnos a superar la tristeza, el aburrimiento, la soledad o la presión que la propia sociedad nos impone.
—Comprendo —asintió el genio—. Pero dime… ¿Qué puedo hacer por ti?
Antonio suspiró, antes de responder le miró directamente a los ojos.
—Deseo, genio, que me concedas infinitos deseos. Así podré remediar sobre la marcha cada una de esas desgracias de las que me hablabas.
El genio miró abatido al suelo, en las próximas décadas iba a tener mucho trabajo, o al menos parecía ese el motivo de su desánimo. Pero cuando Antonio escuchó una risa, cada vez más gutural y nerviosa, sospechó que había algo que ignoraba.
—Infinitos deseos es lo que tendrás…
Y volvió a reír el genio.
Antonio notó un extraño cosquilleo por todo el cuerpo, una repentina comprensión del Universo y la necesidad imperiosa de obedecer los designios de los hombres libres.
— ¿Qué me está pasando? —gritó Antonio con una voz cavernosa, que provenía de los espacios siderales de la materia a escala molecular.
—Has deseado tener infinitos deseos, te has convertido en genio, amigo mío —aclaró el genio—. Tendrás infinitos deseos, sí… ¡Infinitos deseos que escuchar y cumplir!
—No comprendo nada —mintió Antonio, ya que desde su nueva forma de existencia no había secreto que desconociera, pero todavía se resistía en aceptar su condición—. ¡No podemos ser genios los dos!
—Amigo, gracias a ti vuelvo a ser humano… ¡Ley del equilibrio!
—¡Noooo! —gritó Antonio mientras desaparecía por la pantalla de su ordenador portátil.
Las lámparas de aceite estaban bien para un pasado en que la humanidad vivía en penumbras, pero en plena era de las comunicaciones, un ordenador es mucho más útil: siempre tendría más oportunidades de encontrar a alguien… con muchos deseos que satisfacer.
¡Cuidado con lo que se desea frente al ordenador!



Fin

Nunca una yunta de bueyes resultó tan dulce (segunda parte)

Nunca una yunta de bueyes resultó tan dulce (segunda parte)


Me había despejado de la borrachera, sentía sed y a la resaca todavía le faltaba algo para llegar. Era el momento ideal de fumarse un porrete, para animarse. “¿Qué hora será? Por favor que sean las cinco o las seis” Miré el reloj de muñeca, un casio de chino.

La esfera se iluminó de un verde fosforescente apagado, la una y treinta y siete.“Mierda” Faltaba muchísimo para el amanecer y ya estaba cansado. “Me congelaré si me siento bajo un árbol a esperar a que se haga de día” Busqué con ansiedad el hachís.

Poco después me lo fumaba mientras “Los héroes del silencio” cantaban “Maldito duende” desde un mp3 que guardaba en un bolsillo. Una canción muy apropiada a ese momento. Y me reí.

Aún permanecía sentado cuando surgieron unas lucecitas que los troncos y ramas de los árboles, volvían intermitentes. Iluminaban muy poco, y de no ser porque guardaban una distancia regular y mantenían la misma trayectoria y dirección, pensaría que se trataba de luciérnagas.

 Podían ser mecheros. “¡Joder! Si llego a saber que tienen tan buen olfato me hago el porro antes. ¡Estoy aquí, capullos!”, grité. Y las lucecitas cambiaron de rumbo, pero no avanzaron más deprisa. “¡Serán cabrones! ¿Es tan raro que me haya podido torcer un tobillo o algo así?”

Y maquiné al instante una broma que los asustara y desquitarme, entre otras cosas, de sus burlas. Me agazapé en una ondulación del terreno, tras unas jaras resinosas: mis amigos no me encontrarían tan fácilmente. El secreto de un buen escondite está en ocultarse varias veces, y preferiblemente dónde te hayan buscado con más ahínco.

No les podía ver pero escuchaba su marcha por el campo, andaban con desgana, arrastrando los pies, y extrañamente en silencio. Era demasiado fácil dirigirlos por el sotobosque de jaras.

—¡Ah, Dios Santo! —grité como si el mismo demonio me llamara con su índice—. Y me escabullí entre los matorrales, teniendo en cuenta dónde había gritado y por dónde me buscaban.

Y ellos, como borregos, se presentaban en pocos momentos. Reconozco que trataban de moverse con mayor rapidez, pero nada comparable a la destreza de un gallego cabreado. Ya me costaba dominar la risa.

—¡Qué horror! —me desgañité a placer, como si un cadáver descompuesto tratara de besarme—. Y desanduve mis pasos, acechando sus pasos para situarme a sus espaldas.

Poco después, desconcertados, se reagrupaban dónde esperaban encontrarme. Siempre sin decir palabra. Así no era tan gracioso jalearlos de un lado a otro. Lo divertido de hacer cosquillas es que se rían, de lo contrario se hace aburrido. Iba a concluir la broma.

—¡La Santa Compaña! —chillé horrorizado—. Sabía que mis amigos no se creerían eso, al fin y al cabo no es más que un mito rural y ellos chicos de ciudad. Además, no eran gallegos.

Pero se presentaron, esta vez inquietos, y obstinadamente silenciosos. Con sigilo me abalancé sobre uno de ellos por la espalda, deseaba que sintiera al menos un escalofrío.

—¡Estos madrileños son la hos…!

Sólo cuando agarré el hombro me di cuenta, sin el estremecimiento de la espina dorsal, que me había confiado: ninguno de mis amigos vestían túnicas con capucha. “Ya comprendo: el cazador cazado. ¡Pretenden darme otro susto!”

La irritación provocó una mayor tensión en los dedos que se cerraban sobre los pliegues del hombro, entonces supe que bajo el sudario no había más que huesos. ¿Qué es lo que estaba pasando? Descubrí la respuesta cuando volvió la cabeza hacia mí y la luna, inmisericorde, arrojó su luz hacia el interior de la capucha. En las cuencas descarnadas, la ausencia de ojos era sustituida por una negrura insondable, parecía un tobogán que invitaba a un viaje al infierno. Y yo sentía marearme en su mirada…

—¡Dios Santo! —grité, esta vez con todo el sentimiento que fingí con el primer grito.

Pero fui incapaz de mover un músculo, estaba petrificado por el horror, fascinado con la esperanza de oír las carcajadas de mis amigos en cualquier momento. El encapuchado me sujetó el brazo y acercó aún más su cara a la mía. Fue imposible no ver su sonrisa de muerto, estática, inexpresiva, formada por una dentadura alargada en unas mandíbulas sin labios ni mejillas.

—¡No, qué horror! —cabeceé aterrado ante la idea de que deseara darme un beso.

Sólo pretendían averiguar quién era ese que molestaba a la Santa Compaña, qué tenía de especial para interrumpir su procesión y sus oraciones. Sentí su curiosidad, después su decepción y por último su ira.

Un olor a cera fundida impregnaba el lugar, las demás ánimas se habían congregado a nuestro alrededor en silencio, algunos portaban campanitas y todos, un cirio encendido en su mano. Excepto uno que no estaba encapuchado. Llevaba un caldero con agua bendita y a modo de estandarte enarbolaba un crucifijo sin Cristo. ¡Ese no estaba muerto!
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Nunca una yunta de bueyes resultó tan dulce (primera parte)

Nunca una yunta de bueyes resultó tan dulce (primera parte)


Nunca una yunta de bueyes resultó tan dulce como ésta que tiraba del carromato. Me hallaba recostado boca arriba, entre la paja, y apreciaba el lento transcurrir de las ramas de los árboles en el cielo. El crujido de las ruedas sobre las piedras del camino me acunaba como una nana… todo parecía tener sentido ahora.

Unas horas antes celebraba mi mayoría de edad con los desarrapados del barrio.”Llévatelo, yo no puedo con él” El acento gallego, cuando el que habla está triste, es más lánguido que el de cualquier otro idioma. Y a mi madre no le faltaban razones para ignorar la melancolía.

“Sí, claro… no es un buen momento para mí, por mi trabajo… pero vale. Llámame para saber dónde y qué hora tengo que recogerlo” Mi padre vive en Madrid, Majadahonda, una zona de pijos. Muy lejos de los barrios obreros de Ourense, donde las malas compañías echaban a perder mi vida entre botellones y canutos.

¡Qué grande estás, Juan!, decía mi padre en la estación de Príncipe Pío. Con estas palabras lo único que manifestaba era lo poco que sabía de mí. De hecho éramos extraños que se conocían por fotografías anticuadas.

“Y tú que viejo y gordo” Pensé, pero la sensatez me cerró la boca. “Ya no eres un niño, Juan. Conmigo tendrás una vida fácil pero tienes que poner de tu parte para que esto funcione. Por mi trabajo no siempre estaré en casa, pero esto no significa que no espero resultados. Con el primer suspenso que me traigas te mando de vuelta con tu madre. Lo puedo hacer, y créeme que lo haré” Se me atragantó la hamburguesa que cenaba, el viejo ya imponía sus condiciones. Me desafiaba.

Sonreí con naturalidad. “Por supuesto” Y en la primera ocasión que se me presentó compré unas litronas para compartirlas en un parque, no hay nada como la cerveza gratis para hacer amigos.

Tío, molas un huevo. ¿Sabes dónde está el palacio del monte del Pilar? Ni idea, tronco. Es una casa en ruinas pasada las vallas del parque, tú pregunta a cualquiera que llegarás. Vale, vale. Pásate a eso de las diez, que nos montaremos una fiestecilla. Vale, tú traes a las chorbas y yo algo de beber. ¡Cojonudo!

A la hora convenida me presenté a mis nuevos colegas madrileños. Habían encendido una fogata a pesar de que estaba prohibido, y las chicas sonreían traviesas. ¡Tenía tema seguro!

Una de ellas me preguntó de dónde era, a qué me dedicaba y esas cosas. Eran de ésas facilonas que debías respetar sus reglas. Me cortó todo el rollo.

—Soy de la tierra de la Santa Compaña —dije para hacerme el interesante.

—¿Y eso qué es?

—Son los espíritus de los muertos, que por las noches salen en procesión para expiar sus pecados. Dicen que si los ves no debes acercarte, porque si uno de ellos te sorprende quedas atrapado, para siempre, hasta que otro pobre infeliz ocupe tu lugar —estábamos muy borrachos, bebíamos convulsivamente, como si tuviéramos la certeza de que el mundo desaparecería con el amanecer; y yo no aguantaría hasta ese momento sin mear—. Me vais a perdonar, pero tengo que hacer algo que vosotras no podéis hacer de pie.

—Ten cuidado con la Santa Compaña —advirtió uno de los chicos—, ¡no te vayan a ver la pirola y vuelvas con algo que no sea tuyo!

Abandoné la protección de la fogata con el sonido de las risas como fondo. Me sentía incómodo, respuesta justificada aún antes de oír un “estos gallegos son la ostia”. Me había retirado lo suficiente para preservar mi intimidad, pero sin perder de vista las llamas de la hoguera. Y oriné, el alivio fue instantáneo.

Sólo unos segundos después percibí un escalofrío en la espalda, síntoma inequívoco de que algo no andaba bien. Inquieto busqué la hoguera, las sombras de la pandilla no se arrojaban en ninguna dirección. Agucé el oído, sólo percibía el ruido pastoso de la meada en la hierba. ¡Mis amigos habían desaparecido!

De pronto seis lucecitas, como de velas tintineantes en la oscuridad, se proyectaron ante mí. ¡Dios me asista, la Santa Compaña! Y caí hacia atrás de culo.

Un coro de risas estallaron entre la sombra de los árboles, me resultaron fastidiosamente familiares.

—Os lo dije… ¡Los gallegos son la ostia!

—¡Estáis locos o que, casi me da un infarto! ¿Cómo habéis hecho lo de las lucecitas?

—Todos fumamos, machote.

—Sí, y algunos tabaco.

Me habían cortado la meada, y ahora sentía un escozor en la uretra. Podía dejarlo pasar. Se habían reído de mí. No tenía importancia. Pero tenía los pantalones meados, cuando regresáramos a la fogata las chicas notarían los chorretones en los vaqueros. Intolerable.

—¡Iros a la mierda! —protesté enfadado, me habían jorobado la noche.

Traté de orientarme para buscar la senda que me llevara fuera del bosque. Sí, traté de mostrar una dignidad que en realidad el alcohol ya me había quitado.

—Venga, tío. No te enfades.

No respondí, eché a correr entre la maleza, lejos de ellos.

Mentalmente corría en semicírculo para no encontrarme con los colegas y regresar a casa; en la práctica, creo que tracé un trapecio excesivamente irregular. No encontré la verja, me perdí. La ventaja de perderse de noche y no haber ni una farola en kilómetros es que los ojos, una vez acostumbrados a la escasa luz de la luna, están hambrientos de luz. Y cualquier chispa, por pequeña que sea, se aprecia con mayor facilidad. “Donde haya luz habrá casas, calles… ¡Civilización! Entonces me será fácil llegar a casa” Pero por más que andaba ninguna luz asomaba ni por encima de la arboleda ni entre la vegetación, me sentía perdido en tierras de nadie, castigado en la inmensidad del cuarto oscuro de un dios que no conozco. En esos momentos, no me hubiera importado encontrarme con los amigos que habían provocado que vagabundeara, durante horas, por este parque; un parque que en la noche se hacía infinito.

(continuará...)

domingo, 17 de marzo de 2013

Yara la Ratita Pintora

Yara era una ratita rosa con una enorme melena castaña, era muy presumida y siempre le gustaba estar guapa y peinarse su precioso cabello con miles de formas, unas veces con trabas, otras con coletas...

Le gustaba pasear por el bosque, recoger flores o sentarse a la orilla del lago a dibujar, su gran pasión, dibujaba a todos los animalitos del bosque que veía.

Un día estaba recogiendo flores y vio algo que brillaba en medio de ellas, lo recogió, era un colgante muy bonito en forma de trébol de cuatro hojas y cada uno de sus pétalos era de un color distinto; Yara pensó:

-¡Qué bonito, además es un trébol, dicen que los de verdad traen suerte!

Y empezó a acariciar cada pétalo, entonces oyó un leve ruido en el árbol que tenía enfrente, la corteza desapareció dejando ver como un túnel. Yara, que era muy curiosa, se adentró en él, estaba lleno de raíces retorcidas y oía como una vocecita que la llamaba:

-Yara ven, ven, ven.

Yara intrigada siguió caminando hasta llegar a un lago de un verde esmeralda precioso, se agachó para poder tocarlo y el colgante trébol se introdujo en él, inmediatamente las aguas se separaron apareciendo ante ella una enorme y ancha escalera de mármol blanco, y de nuevo oyó la vocecita:

-Ven, ven.

Yara bajó por las escaleras que parecían no tener fin, al final de ellas se encontró en un mundo muy extraño, vio coches, caballos... pero todos estaban en blanco y negro, además de ser completamente planos, sin volumen; siguió caminando y vio árboles, un momento... ¿era la Sra. Mofeta, y aquel otro que venía por allí era el Sr. Caracol y familia? ¿Y más allá estaba el Sr. Ardilla y su Sra?

Rápidamente sacó su cuaderno de dibujo del gran bolso que siempre llevaba consigo, lo abrió pero allí no había nada. Todos sus dibujos habían desaparecido. Estaba tratando de comprender lo que pasaba cuando oyó otra vez la vocecita que la llamaba, esta vez salía de una papelería que tenía enfrente, entró en ella y se encontró con la Sra. Mariquita tras el mostrador:

- Hola Yara -le dijo.

-Sra. Mariquita -contestó Yara- ¿qué es lo que pasa, dónde estoy?

-Este es mi mundo, el mundo de Dibu, y necesitamos tu ayuda.

-Mi ayuda, ¿cómo? -preguntó Yara.

- Nosotros existimos porque tú nos dibujas, pero siempre dibujas a lápiz y nos estamos borrando, además, al ser siempre en blanco y negro estamos enfermando de tristeza, necesitamos algo de color en nuestras vidas.

-¡Oh lo siento! -dijo Yara- Yo no lo sabía, ¿qué puedo hacer para remediarlo?

-Bien -dijo Mariquita- aquí no existe el color, pero hay un mundo paralelo que sí lo tiene, así que coloca el trébol que llevas al cuello en esa hoja grande de papel y entrarás en él.

Yara así lo hizo, puso el trébol pegado al papel y al instante se quedó grabado en él una copia que empezó a crecer y crecer hasta quedarse del tamaño de Yara, lo empujó suavemente y se abrió, entró por el camino que había delante y según caminaba el paisaje iba cambiando, de blanco y negro pasó a tener los más hermosos colores que había visto nunca, eran tonos fuertes, vivos, alegres; a lo lejos oyó un rumor, como si de una cascada se tratara, y al llegar a ella se estremeció por la belleza, era una cascada con todos los colores del Arco Iris y al pie de ella crecían flores de iguales tonalidades, haciendo que el conjunto resaltara de forma increíble.

Pero al acercarse más vio que no eran flores lo que crecía a sus pies, sino miles de lápices de colores, se apresuró a arrancarlos y los fue metiendo en su bolso, cuando de repente de la cascada salió el más extraño ser que viera jamás. Era un dragón, pero no un dragón cualquiera, su cuerpo tenía todos los colores inimaginables, un ojo azul otro verde, una oreja rosa otra violeta, la cola amarilla, el cuerpo dividido en varios colores y todas las escamas de la espalda de diferentes tonalidades.

-¡Cómo te atreves! -vociferó, enfadado- ¿Quién te ha dado permiso para coger mis flores?

-¿Sus flores?... -balbuceó Yara- Disculpe, no era mi intención.

-No hay excusas, por tu atrevimiento te comeré.

-No, no por favor, haré lo que me pida -suplicó Yara.

-Bien -dijo el dragón- te diré una adivinanza, si la aciertas te salvarás y dejaré que te lleves un buen puñado de mis flores, pero si no te devoraré.

-De acuerdo -dijo Yara, pues era muy lista y se le daban muy bien las adivinanzas.

-Veamos -dijo Dragón:

Una cosita es dura por dentro pero más lo es por fuera y si la sabes utilizar mil cosas distintas te podrá mostrar.

Yara se quedó un buen rato pensativa pues no se le ocurría nada, pero de pronto lo vió todo claro:

-¡Ya sé lo que es! -exclamó- son las flores-lápices, ya que son duras por dentro pero más lo son por fuera y si tienes imaginación puedes hacer miles de dibujos.

Dragón se quedó por un momento mudo del asombro, pero después estalló en una enorme carcajada.

-Bien hecho, eres muy lista; recoge tu premio.

Yara empezó a arrancar miles de flores-lápices y a meterlas en su bolso apresuradamente no fuera a arrepentirse, pero ella veía que cuantos más lápices cogía Dragón se ponía cada vez más triste.

-¿Qué te pasa? -le preguntó Yara.

-Que cuando termines te irás, ¿ verdad?

-Pues sí.

-Estoy tan solo, me gusta contar historias, adivinanzas pero nunca hay nadie que pueda escucharlas y ahora tú también me dejarás.

Yara se sintió muy apenada al verlo así, al instante tuvo una gran idea. Se sentó en el suelo, cogió su cuaderno, arrancó más flores-lápices y dibujó y dibujó cambiando constantemente de colores.

¡Dragón la miraba sorprendido, pero no le decía nada!

Cuando terminó tenía una gran cara de satisfacción pero no ocurrió nada, de pronto oyó como una voz interior, arrancó la hoja y la puso boca abajo encima del agua. La hoja se fue sumergiendo poco a poco, pero no pasó nada. Cuando empezaba a desanimarse, salió de la cascada la más hermosa dragona que Dragón hubiera visto nunca.

-¡Hola Dragón! -le dijo.

-¡Ho... hola! -tartamudeó Dragón.

-Oh, cómo darte las gracias, me has hecho el dragón más feliz que existe -y metiendo su mano dentro de la cascada le dio a Yara una piedra muy especial, llena de colores-, si pones la punta de cualquier lápiz en ella, tendrás el color que desees al momento.

-¡Oh gracias! -dijo Yara-. Y ahora me tengo que ir.

Se despidieron muy contentos.

Yara tras caminar un rato volvió a atravesar la puerta.

La Sra. Mariquita al verla exclamó:

-¿Qué? ¿Cómo ha ido?

-Muy bien, empezaré por ti.

La pintó de un rojo intenso con lunares negrísimos, la dejó guapísima y así siguió y siguió con los demás habitantes pero, mientras esto sucedía, algo extraordinario ocurría en la ciudad. Según Yara iba pintando todas las casas, árboles, coches... iban llenándose de vivos colores.

Cuando terminó la ciudad estaba preciosa, llena de colorido y luminosidad, y todos se lo agradecieron con ¡vivas! y aplausos; ella prometió que nunca más pintaría en blanco y negro.

Así se despidieron, ella subió las escaleras de mármol, atravesó el árbol y se encontró otra vez en su bosque amado. Al salir del árbol este se cerró y por más que tocó el colgante no se abrió más, así que se lo quedaría como un bonito recuerdo de la aventura vivida.

Estaba tan cansada que no podía resistirlo, se tumbó a la orilla del río durmiéndose al instante.

Al despertar le entraron ganas de probar la piedra de colores que le había regalado Dragón y al abrir su cuaderno ¡qué sorpresa!, todos los animalitos de Ciudad Dibu estaban allí dándole las gracias con una gran pancarta, la ciudad aparecía más viva que nunca al fondo, pero no se llamaba Dibu sino Dibu-Color.

Yara se puso muy contenta de poder guardar aquel recuerdo para siempre.

Y pasó la página llena de ilusión ante aquella hoja en blanco que pronto llenaría.

Las Ratoncitas y el Oráculo

"¡Por fin llegó el domingo!", pensó Lua bajando de un salto de la cama y acercándose a su hermana Alis, que todavía dormía plácidamente:

-¡Vamos, dormilona -dijo mientras la zarandeaba- que se nos va a hacer tarde! -Enseguida se puso en pie y las dos bajaron a desayunar.

Su mamá ya les tenía preparado el desayuno, pues sabía lo importante que eran los domingos para sus adoradas pequeñas. Durante toda la semana deseaban que llegara este día, y aunque después se iba volando, sabían que pronto llegaría otro fin de semana.

Ya preparadas su papá las esperaba para acercarlas a casa de sus abuelos, estaba contento de que les gustara tanto y que sintieran el mismo cariño que siempre había sentido él por aquella casa y las tierras de alrededor. Así, todos juntos, se encaminaron a “La Huerta”.

En la puerta, impaciente, esperaba su abuela, con su enorme pamela de paja para protegerse del sol. Hacía rato que tenía todo preparado: los pinceles, los caballetes, las pinturas..., las tres se sentaron en el jardín dejando que su imaginación llenara los lienzos de bellos colores. Las pequeñas habían heredado el amor por la pintura, y a pesar de su corta edad, lo hacían realmente bien. Claro que no era de extrañar, pues su abuela era una pintora genial que había expuesto sus obras en muchísimas ciudades y su fama había trascendido a varios continentes.

Por el rabillo del ojo las veía disfrutar mezclando los colores, dando pinceladas aquí y allá y se sentía muy dichosa y orgullosa de ellas y de que quisieran pasar tantas horas con ellos. Cuando se cansaban de pintar, entraban en casa y allí estaba su abuelo sentado en un confortable sillón, fumando sus cigarrillos de siempre y dispuesto a contarles las más extraordinarias historias.

Al terminar el relato las dos ratoncitas bajaron al desván. En una esquina se encontraba un viejo e inmenso baúl lleno de trajes viejos y sombreros gastados. Algunos pertenecían incluso a su bisabuela, a ellas les gustaba disfrazarse con ellos y hacer representaciones en las que a veces también participaba su abuela. Alis vio un precioso sombrero del que colgaban unas cintas muy largas para poder atárselo al cuello y decidió ponérselo de inmediato. Pero al tirar de él, una de las cintas se había enganchado con algo en el fondo y por más que lo intentaba no lograba sacarlo.

-¡Vamos, déjalo ya! -le dijo Lua algo impaciente- Coge éste otro, también es muy bonito.

Pero Alis quería aquel sombrero. Y a pesar de la mirada disgustada que le lanzaba su hermana vació el baúl rápidamente. Vio que la cinta se había quedado atascada en una rendijita que había en el fondo, tiró de ella pero nada, volvió a tirar con fuerza pero la cinta no se movió ni un centímetro. Lua que no podía aguantar más, la apartó y cogió ella el sombrero tirando con todas sus fuerzas, sin conseguir nada a cambio.

-¡Espera vamos a tirar las dos a la vez! -le dijo Alis.

Y así las dos juntas tiraron y tiraron hasta que por fin se soltó y las dos cayeron al suelo. Sorprendidas estallaron en una sonora carcajada, y no fue hasta que estuvieron nuevamente de pie que dejaron de reír.

-¡Hay que recoger todo esto! -dijo Lua, y se agachó a recoger un buen montón de ropa, el cual iba a echar dentro del baúl cuando su hermana la detuvo.

-¡Espera!

-¿Qué pasa?, esto pesa bastante.

-¡Mira! -dijo Alis, señalando el fondo.

Al mirar, Lua vio que asomaba un delgado librito por una trampilla que había oculta en el fondo del baúl. Con los tirones que habían dado habían logrado abrirla. Alis cogió el librito y en él pudo leer:

- “Otra vez lo he vuelto a ver, siempre a la misma hora, siempre va con prisas, pero mañana estaré preparada. No se me escapará, lo esperaré y lo seguiré hasta saber dónde vive, ¿habrá otros como él?”

No ponía nada más. Aquello era todo lo que había escrito en aquel cuaderno. También aparecía un dibujito de color azul, que parecía un diminuto animal, al lado del arroyo y un número subrayado a su lado.

-¿Eso es todo? -dijeron a coro las hermanas.

-¡Qué emocionante! ¿Por qué no vamos a la orilla del arroyo a ver si lo vemos?, queda un cuarto de hora para las cinco.

-¿Ver, el qué? Pero si no sabemos lo que es, además este cuaderno es muy antiguo. No creo que exista ya lo que quiera que sea eso, pero estoy contigo, por ir no se pierde nada.

Y se pusieron en marcha con el espíritu aventurero corriendo por sus venas. No podían evitarlo, pues sus padres habían sido grandes amantes de la aventura bajando y recorriendo grutas subterráneas, atravesando ríos bravíos, saltando desde altísimos puentes...

Llegaron a orillas del arroyo y se escondieron a esperar. Llevaban un buen rato esperando y bastante decepcionadas se disponían a regresar, pues nada había pasado, cuando de pronto vieron algo azul que se movía muy deprisa. Enseguida se pusieron a perseguirlo, con cuidado de no ser vistas. Entró en una cueva y sigilosamente lo siguieron. Cada vez la cueva se volvía más y más oscura, hasta que no pudieron distinguir nada. Pero como eran bastante previsoras, siempre llevaban una linterna en sus bandoleras, después de encenderlas siguieron caminando. Llevaban un rato andando, pero ya no quedaba rastro alguno de aquella cosita azul; mas de pronto, sintieron unas voces a lo lejos y con enorme curiosidad continuaron caminando. Delante de ellas, la cueva se ensanchaba considerablemente. Estaba formada por varios niveles de altura. Algunos con enormes estalactitas. En el centro de la cueva había un gran Topo, con una túnica roja por vestido, rodeado de numerosos topos que lo escuchaban en silencio.

- Hoy es el gran día -decía- han transcurrido cincuenta y cinco años y otra vez estamos dispuestos a saber lo que nos depararán los años venideros. Todos sabemos que esta vez no será igual que las otras veces, ya que el último superviviente de la noble casta de los “buscadores” no hace honor a su nombre. Pero aún así, es el único que puede conseguirlo, así que sin más demora acércate Prismo y cumple tu destino.

Todos se apartaron, y las hermanas pudieron ver al animalito azul que tembloroso se acercaba al gran Topo, entre los abucheos de los demás allí presentes. Cuando estuvo al lado del gran Topo pudieron apreciar, gracias a la brillante luz que emanaba de la enorme estalactita que se encontraba encima de sus cabezas, que no se trataba más que de otro pequeño topito. Pero a sus ojos parecía el ser más indefenso que jamás hubieran visto, ya que sus temblores hacían que su pequeño cuerpecito se agitara sin parar, no ayudándole en absoluto los gritos de desaprobación que recibía por todas partes. Inmediatamente sintieron una gran ternura hacia él y unas enormes ganas de protegerlo. Entonces volvieron a prestar atención al gran Topo, que en ese momento estaba pidiendo, como algo absolutamente inusual pero muy conveniente dado el riesgo de su misión, un voluntario que quisiera acompañar al topito en su aventura de conseguir el ansiado oráculo. Sin embargo nadie se inmutó, todos seguían en absoluto silencio. El pequeño topito miraba con desesperación a un lado y a otro esperando, quizás, que alguien quisiera acompañarle, mas no hubo respuesta. Entonces, desolado, dejó caer su cabecita. Al poco se oyeron unas voces que gritaban al unísono:

-¡Nosotras, nosotras iremos!

Todos se volvieron a mirar y estupefactos contemplaron cómo dos preciosas ratoncitas se dirigían hacia ellos muy decididas. Se acercaron al gran Topo, haciéndole una reverencia y Lua habló:

-Disculpadnos por esta intromisión, pero nos gustaría muchísimo ser las acompañantes de Prismo, si no le parece mal.

Todavía el gran Topo, un poco sorprendido, respondió:

-¿Quiénes sois y por qué querríais hacer algo así?

-Somos Lua y Alis, dos hermanitas que han venido a pasar otro domingo a casa de sus abuelos, cuando hemos visto a Prismo por el campo y lo hemos seguido hasta aquí. ¿Y por qué queremos ir con él? -Entonces Alis tomó la palabra:

-No lo sabemos en verdad, pero lo que sí sabemos es que no podemos dejarle ir solo, ¡¡con esa carita!!

El gran Topo sonrió para sí. Y después de pensarlo unos segundos dijo en voz alta:

-De acuerdo, así sea.

Fue como si un gran peso presente en la estancia se desvaneciera de pronto permitiendo que los demás topos se relajaran, oyéndose incluso alguna pequeña risita de satisfacción.

Sin más pérdida de tiempo, se pusieron en marcha. Prismo estaba muy contento de no tener que ir solo y, aunque eran unas absolutas desconocidas, le cayeron bien desde el primer momento que las vio.

-Me alegra muchísimo que me hayáis querido acompañar, os estoy muy agradecido -bajó la cabeza y se puso colorado al confesarles que pertenecía a una noble casta de “buscadores" del oráculo, por eso su piel era de aquel color, era su seña de identidad. Y que todos sus antepasados eran seres valerosos. Pero él había roto aquella honrosa tradición y era el ser más cobarde que habitaba en aquellos lugares. Después de un incómodo silencio, las hermanas quisieron saber qué era aquello del oráculo. Prismo les contó toda la historia de su pueblo. Que cada cierto tiempo, uno de los “buscadores” se ponía en marcha para hacer su trabajo, el cual no era otro que encontrar el oráculo que predeciría el futuro de sus gentes, dándoles la sabiduría de cómo tendrían que conducirse en la vida. Era sumamente importante para ellos y era una gran responsabilidad y un gran honor poseer ese don. Pero él se sentía muy mal pues no lo merecía, ya que no estaba a la altura. Su inmensa cobardía lo convertía en el topo más despreciable de la tierra.

-¡Basta ya! No voy a tolerar que vuelvas a hablar así nunca más -dijo de pronto Alis, y lo dijo con tanta vehemencia que después de la sorpresa inicial su hermana sonrió.

-Tiene razón Alis, no deberías ser tan cruel contigo mismo. Ya verás como en el fondo de tu ser se encuentra el valeroso topito que hará honor a su casta. Sólo que todavía no se ha mostrado -y dándole unos golpecitos de ánimo en el hombro cambió de tema.

Llevaban ya unas cuantas horas caminando, cuando Prismo cerró los ojos, se detuvo y poco a poco subió el brazo señalando un lugar a lo lejos. Y como si estuviera en trance se dirigió a aquel lugar, sin detenerse un instante. Las hermanas se dirigieron una mirada de interrogación, pero no hicieron ninguna pregunta, sólo se limitaron a seguirlo a corta distancia. Al llegar al final de aquel tramo, la cueva se ensanchaba considerablemente, mostrando un lugar casi mágico, lleno de preciosas estalactitas y estalagmitas que colgaban del techo o brotaban del suelo. Cada una con destellos de miles de colores haciendo que el lugar brillara de forma espectacular. En medio del lugar había un maravilloso lago subterráneo de cristalinas aguas. Prismo se dirigió a él y al llegar a su orilla abrió los ojos y señaló en el fondo una piedra de color blanco, cuya superficie estaba perfectamente lisa. Acto seguido su diminuta nariz se encendió y se puso roja como un tomate, al momento la piedra se quedó también del mismo color y poco a poco comenzó a abrirse. De su interior surgió un disco dorado que lentamente fue flotando hacia la superficie. Prismo lo cogió y muy satisfecho lo introdujo en sus pantalones.

Mas de pronto algo ocurrió, la cueva tembló unos segundos y sonó un fortísimo rugido proveniente de un enorme agujero excavado en una roca situada detrás del lago. Los tres animalitos se quedaron pegados al suelo por la impresión, mirando con pavor y sin pestañear el agujero, cuando vieron salir de él la más extraña criatura que hubieran visto nunca. Era inmensa. Tenía cabeza de iguana con unos dientes muy afilados, cuerpo de rata con enormes garras y cola de dragón. Se fue acercando a ellos. Entonces las ratoncitas metieron la mano rápidamente en sus bandoleras, sacaron dos sogas y, dándose la vuelta, se echaron a correr hacia un enorme grupo de estalactitas. Ya casi habían llegado, cuando Alis miró hacia atrás y lo que vio hizo que se le congelara la sangre. La criatura estaba a pocos metros de Prismo que, aterrado de pies a cabeza, se había quedado inmóvil en el sitio, temblando y sin poder moverse.

Sin pensarlo dos veces, dio media vuelta y se dirigió a la criatura. Su hermana, comprendiendo de inmediato sus intenciones, salió corriendo hacia el otro lado y, con enormes aspavientos, llamó la atención de la criatura, la cual, al verla, con gran soltura saltó el lago y se dirigió hacia ella. Alis en ese momento llegó donde se encontraba Prismo y, cogiéndolo con fuerza, lo sacó de allí y lo escondió tras unas rocas:

-¡Quédate aquí y no te muevas, tengo que ayudar a Lua! -y, sin decir nada más, salió corriendo hacia donde se encontraba su hermana que, con gran agilidad, trepaba por unas rocas con la criatura a sus pies. Mientras se dirigía al lugar, cogió la cuerda, hizo un nudo corredizo y empezó a agitarla por encima de su cabeza hasta lanzarla contra una estalactita y cerrar el nudo alrededor de ésta. Después, sin dejar de correr, se subió a una estalagmita no muy grande y con un fuerte impulso se columpió hacia la bestia, propinándole una fortísima patada que hizo que la criatura se zarandeara hacia un lado, cayendo al suelo. Lo que le sirvió a Lua para ponerse a salvo sobre la cima del montículo. Debido al impulso cogido por Alis, cayó al lado de su hermana. Al poco la bestia se puso nuevamente en pie y comenzó a trepar por las rocas, con gran asombro por parte de las hermanas, que lanzaron las cuerdas a otras estalactitas. Así estuvieron colgándose de una a otra, esquivando a la bestia, que no sabiendo a dónde ir acabó por marearse hasta detenerse en seco. En el momento en que Lua se descolgaba de una hacia otra, con su cola acabada en punta la bestia dio un salto y partió la estalactita. Esto hizo que Lua fuera a parar al suelo, dándose un buen batacazo. Alis, viendo a su hermana en peligro, cogió unas rocas sueltas y se las lanzó a la criatura que, enfurecida, cargó contra ella. Pero Alis, subiéndose a la estalactita más alta, con un fuerte impulso se dirigió adonde estaba Lua, que seguía inconsciente en el suelo. Aterrizó al lado de ella, pero por más que intentó despertarla, no lo consiguió, y por más que tiraba de ella no lograba moverla más que unos pocos centímetros. Desesperada llamó:

-¡Prismo, Prismo, ayúdame por favor, no puedo yo sola con ella! -Pero no obtuvo respuesta. Miró y vio como la bestia se dirigía hacia ellas implacable.

-¡No te dejaré, te lo prometo! -sollozaba en el suelo, al lado de su hermana, y dándose por vencida, pues ya las fuerzas la habían abandonado. Ya sentía el fétido aliento de la criatura cuando, de pronto, oyó una voz gritar:

-¡Eh tú, cosa fea!, ¿es que no te atreves con los de tu tamaño?

Perpleja, vio a Prismo parado en medio de la cueva, con las manos en la espalda. Para su asombro, su cuerpo no temblaba. No mostró el más mínimo rastro de miedo cuando el enorme monstruo se encaminó a toda velocidad hacia él.

Alis no podía soportar lo que iba a suceder. Se le escapó un angustioso gemido, mas no pudo creer lo que sus ojos le mostraban. Vio cómo Prismo, cuando tuvo a la bestia a un palmo de su cara, con toda la templanza del mundo, sacó las manos de la espalda sosteniendo el trozo de estalactita que se había roto y, con todas sus fuerzas, se la clavó a la inmunda bestia en todo el corazón, cayendo fulminada en el acto.

Después, con gran entereza, partió un trocito de estalactita que seguía clavada en el cuerpo ya sin vida de la criatura. Se acercó a las hermanas y, arrodillándose, se la puso a Lua en los labios. Al poco ésta abrió los ojos.

-¡¿Qué ha pasado?, ¿dónde está el monstruo?!

-No te preocupes -le respondió Prismo- ya ha acabado todo.

Alis entonces tomó la palabra, ya que se había quedado muda por el asombro.

-¡Has estado, has estado fantástico! Eres el ser más valiente que he visto nunca -Y con gran entusiasmo y con todo lujo de detalles, le contó a su hermana lo que había ocurrido.

-No me sorprende en absoluto, era cuestión de tiempo que tu verdadero yo aflorara definitivamente -respondió la ratoncita.

Después de descansar un poco, se pusieron de nuevo en marcha hacia el hogar del topito pero en sus corazones latían nuevos sentimientos de aventura, sacrificio, valor y, sobre todo, de una sólida amistad.

Llegaron y el gran Topo les estaba aguardando. Prismo le tendió el oráculo, aquel lo cogió, se lo acercó a la frente y, con los ojos cerrados, lo posó en ella unos breves segundos. Después se sonrió y con determinación se acercó al centro de la cueva, todos guardaban silencio, y pronunció estas palabras:

-Ahora sé lo equivocados que estábamos, no es valiente el que no teme al miedo, sino el que sabe dominarlo cuando llega el momento.

Dicho esto, por toda la cueva aparecieron las imágenes de la horripilante criatura persiguiendo a las dos ratoncitas y el momento, cuando ya casi las iba a devorar, en que aparecía el miedoso Prismo con la estalactita en las manos para clavársela a la bestia y matarla en el acto. Todos gritaron de júbilo y el gran Topo exclamó:

-Prismo, te pido perdón; no, te pedimos perdón. Has hecho honor a tu noble casta -Y se regocijó al darse cuenta de que dicha casta perviviría por muchas generaciones, pues había un gran número de topitas que se deshacían en gritos de elogio hacia el pequeño Prismo. Éste lo miraba con los ojos llenos de lágrimas por la emoción.

Las dos hermanas se abrazaron, mientras lágrimas de felicidad recorrían sus mejillas. Todos lo felicitaban entre abrazos y vítores.

Aquella noche se celebró una gran fiesta. En la mesa de honor estaban el gran Topo, Prismo y por supuesto sus queridas amigas, Lua y Alis. Sus miradas se cruzaron por unos instantes, y los tres supieron con certeza que su amistad perduraría para siempre