Un deseo "genial" (un relato de 3.238 palabras)
Las voces destempladas de un español despechado son reconocibles en
cualquier parte del mundo, incluso en medio del bullicio de un
mercadillo árabe que se desmantela rápidamente.
—¿Cómo que no tengo trabajo?—Gritó Antonio mirando el auricular con
incredulidad—. ¿Me puedes decir, entonces, qué coño hago en Alejandría?
Sujetaba uno de esos teléfonos que se pueden ver en las películas de los
años ochenta, pero no estaba en una cabina, aunque el espacio que
delimitaba un rótulo con caracteres musulmanes afirmara lo contrario.
Eso sí, en el cartel acompañaba un logotipo muy sencillo de un teléfono
moderno.
—Te doy una pista —añadió Antonio más tranquilo—, tiene que ver con
subirse a una escalera para colgar cortinas, muchas cortinas.
—Siempre tienes una respuesta oportuna, ¿verdad? —Replicó Isabel—. Pero
yo hace mucho que he dejado de creer en tus genialidades… Puede que
estés allí, como dices, pero eso no cambia nada: trabajas un día,
descansas veinte. Yo necesito sentir que tengo un hombre que se preocupa
por mí y por mis hijos… todos los días.
—Y me preocupo.
—No, tú sólo te preocupas por ti mismo, por tus proyectos…
—No podemos sacrificar nuestros sueños, Isabel. No deberíamos envejecer
sintiendo que no hemos hecho nada, que no queda más que el recuerdo
desaborido de muchas tardes frente al televisor.
—Nadie te ha apoyado tanto como yo… para que pudieras realizarte… Pero
estoy harta de estar sola, harta de no poder comprarme unos zapatos…
¡Harta de pedir dinero prestado a mis padres!
Una grabación, primero en árabe y después en inglés, advertía sólo a
Antonio que, de no introducir más monedas, la comunicación se
suspendería en unos pocos segundos.
—¡No será necesario! No digo que vuelva rico, pero sí con un montón de
pasta —dijo Antonio rebuscando una moneda en el bolsillo—. Y te compraré
no un par, sino dos pares de zapatos… ¡Tres si quieres!
La moneda pareció encasquillarse entre los tacos y tornillos que solía llevar en los bolsillos del pantalón.
—No quiero sobornos para que todo siga igual…
—No te estoy comprando, sólo te estoy diciendo que te quiero.
La mano derecha de Antonio estaba blanca por la presión que las
estrecheces de un pantalón ajustado provocaban, pero tras forcejear con
insistencia la sacó con una moneda entre los dedos.
—Entonces me quieres muy poco, Antonio…
El teléfono emitió unos pitidos intermitentes, que Isabel no oyó a pesar
del silencio que guardó deliberadamente. Pretendía dar profundidad a
sus palabras, y, al mismo tiempo, ofrecer una oportunidad, tal vez la
última, de una réplica que nunca llegó. La moneda no encajó bien en la
ranura y salió rebotada hacia la acera, hacia el interior de una
alcantarilla.
— ¡Nooo! —gritó Antonio.
La moneda cayó hacia un fondo oscuro, entre los barrotes de la boca del
sumidero, girando sobre sí misma, reflejando los rayos de una luna llena
inmensa en un cielo oscuro y estrellado.
A miles de kilómetros de esa calle del centro de Alejandría, ignorante
de lo que se desarrollaba en el delta del Nilo, Isabel suspiró; terminó
por colgar el auricular que parecía quemarle en las manos. Casi al mismo
tiempo, Antonio dejó el teléfono en su lugar. El “click” que escuchó
resultaba un sonido demasiado insignificante en comparación a lo que el
maldito teléfono había sentenciado.
Sintió un escozor en los ojos… que poco tenía que ver con la arenisca
que los vientos del sur traían del desierto; y una presión en la
laringe, como si los músculos internos del cuello decidieran
estrangular, por su cuenta y riesgo, todo deseo de vivir. Se olvidó de
respirar, y, consciente de que las rodillas no le sostendría por más
tiempo, se dejó caer hacia el suelo, apoyado contra la pared, para que
el rozamiento frenara la brusquedad de la caída.
Una paradoja atormentaba el cerebro torturado de Antonio: regresaría a
España con dinero, con el suficiente para superar los problemas que
atravesaba su matrimonio, pero no retuvo ni una moneda en la mano que le
permitiera abrir el corazón de su esposa.
—Maldita moneda… —protestó, como si creyera que unos pocos gramos de metal eran los responsables del fracaso de su matrimonio.
Experimentó el deseo de recuperarla, no por lo que pudiera comprar, ni
por tratar de realizar algún trabajo de magia negra con ella, que negó
con un movimiento brusco de la cabeza; ni siquiera para llevarla a una
fragua y fundirla, y así evitar la mala suerte a otros pobres hombres:
Antonio quiso rescatar la moneda, porque representaba metafóricamente la
llave que abría o cerraba la felicidad con Isabel. Entonces acercó la
mano hacia el sumidero.
Paseó la mirada por el interior de la alcantarilla, y contra todo
pronóstico, descubrió un fulgor metálico en el fondo. Sólo tenía que
superar el obstáculo de la rejilla, para introducir el brazo y recuperar
lo que legítimamente le pertenecía… aunque hubiera salido despedido de
su mano.
Separó los barrotes de su emplazamiento y hundió la mano en un fango en
el que se descomponía papeles de publicidad junto con otros desechos
urbanos. Tanteó sin éxito el fondo con la punta de los dedos, sintiendo
cosas viscosas que se movían… “¡Buf, aguanta macho!”, se dijo mientras
retiraba la mano para reubicar el brillo y acotar la zona de búsqueda.
Tras varias tentativas finalmente los dedos tropezaron con algo duro y
pulido. “¡Ya está, que difícil ha sido cogerte!”. Pero enseguida se
percató que lo había encontrado en la alcantarilla no podía ser una
moneda… era un objeto mucho más grande, y estaba prácticamente enterrado
en ese fango. Antonio olvidó la moneda por un momento, necesitaba
alimentar la curiosidad para no sentir otras emociones deprimentes.
Extrajo una pequeña lámpara de aceite, era un hecho extraño pero
razonable, debido a que ese tipo de lámparas todavía se seguían
vendiendo en los mercadillos. La que tenía en las manos podría haberse
caído en una de esas desbandadas que se repetía día tras día, cuando los
mercaderes recogen el género sin cuidado pero con celeridad;
demostrando a los occidentales, y al mundo entero en general, su
merecida fama de aparecer y desaparecer de la nada.
La lámpara estaba sucia, y limpiarla resultó un gesto mecánico. “Sólo
faltaría que tuviera un genio”, pensó Antonio mientras frotaba el cobre
viejo de las superficies redondeadas.
Se dirigió hacia el hotel, para cuando llegó a su habitación la lámpara
se presentaba sin mácula. Por más que había frotado, primero en una
dirección, luego en otra, en círculos, en intervalos de dos o tres
pasadas cortas, largas, mixtas… no consiguió nada extraordinario. No
surgieron tormentas eléctricas a su alrededor, ni cortinas de humo que
anunciaran la aparición espontánea de un genio.
“Si en esta lámpara hubo una vez un genio, se ha mudado a otra mayor
hace mucho tiempo… o con mejores prestaciones”. Antonio se rió ante su
ocurrencia.
—Hay un gran desconocimiento sobre los genios… ¡Tal vez sean como los cangrejos ermitaños!
Sólo entonces se le ocurrió mirar en su interior: estaba lleno de
tierra, arena prensada con diferentes desechos de origen industrial. “Si
se me apareciera el genio, con toda probabilidad me concedería tres
deseos”, reflexionó Antonio con los ojos vidriosos, mientras introducía
un bolígrafo en la lámpara. “Aunque fuera un genio poco tradicional y
sólo me concediera uno ya sería bastante”, consideró mientras removía el
bolígrafo para aflojar los sedimentos. Se limpió un ojo, que amenazaba
con manchar de tristeza su rostro.
¿Quién no se ha planteado alguna vez esa hipotética situación? A lo
largo de la vida de cualquier persona se podría observar una evolución
de las respuestas, que todas se asimilan sorprendentemente a unas pocas.
Los niños hubieran respondido según sus necesidades más inmediatas, pero
de un modo exagerado: una piscina de caramelos, árboles en los que en
lugar de hojas crecieran billetes, tener unas botas mágicas que siempre
marcaran gol…
Con los adolescentes la cosa cambia: desean ese atractivo insoportable
para el sexo contrario, que con su sola presencia tuviera el poder para
desquiciar el pensamiento; o el desarrollo portentoso de algunas
capacidades, físicas o mentales, en función de las aptitudes del
afortunado en cuestión.
Pero cuando se es adulto las necesidades son otras. Y aunque es muy
grato una vida colmada de amor y sexo, con eso no bastaría para pagar la
hipoteca, o las pensiones alimenticias de los sucesivos niños que el
amor obsequiaría con cada nuevo matrimonio. Un adulto no desea amor
eterno o súper poderes como un adolescente, y mucho menos tomar un baño
de espaguetis con tomate. Un adulto necesita estabilidad, y el único
modo que Antonio conocía para obtenerla era a través del dinero, de
inmensas cantidades de dinero.
“Pero incluso pidiendo un millón de euros, o cien, da igual, siempre podrían perderse”.
Es cierto, cuántos casos se han conocido de personas normales, más o
menos cultivadas, que tras ser agraciados con un premio extraordinario
han visto perder sus vidas, sin saber cómo remediar la soledad y la
envidia que tanto dinero provoca. “Y si sólo fuera eso —pensó Antonio—,
se pierden valores como los del trabajo y el esfuerzo…”, y descubren,
tras muchos desengaños, que no encontrarán la felicidad bajo sábanas de
seda, “ni en el fondo de una botella”, concluyó Antonio.
¿Cómo evitar esta situación? ¿Cuál sería la mejor solución? “Genio, mi
deseo es que me concedas infinitos deseos”, concluyó Antonio,
preparándose por adelantado a una situación que su parte irracional se
esforzaba en recrear. Al menos dispondría de un guardaespaldas mágico de
por vida, soluciones a la carta las veinticuatro horas del día, siete
días a la semana.
“¿De verdad que no pediría una segunda oportunidad con Isabel?”. Pocos
serían los que no sucumbirían a la tentación de “retocar” la relación
con sus antiguas parejas, para que fueran incapaces de comprender el
origen de su repentina e inagotable capacidad para disculpar toda falta,
para que no fueran conscientes de su complacencia hacia nuestros
deseos, por absurdos que resultaran. Antonio dejó de remover la arena
del interior de la lámpara. Suspiró. Contuvo la tentación de encender su
ordenador portátil y escribir un correo electrónico a su mujer.
Vació el contenido de la lámpara en una papelera, y con mayor
determinación se dedicó a sacarle lustre con una toalla. Antonio acabó
dormido en la cama, con la lámpara en una mano y la toalla en otra. En
realidad había conseguido su propósito, se había distraído de un gran
sufrimiento… Hoy había engañado a la tristeza, mañana sería otro día.
Tal vez algo menos doloroso.
—Me has llamado… después de tanto tiempo, alguien me ha llamado —anunció
un musulmán de mirada franca, parecía un camarero de habitación que
esperaba un encargo con timidez.
Antonio se acomodó en la cama sin abrir los ojos.
—No he llamado a nadie… puedes irte…
Estaba adormecido, esa era la razón por la que aceptaba con naturalidad la presencia extraña de ese árabe en la habitación.
—Mejor así… amo —contestó—. Siempre recordaré este día con alegría.
¿Amo? ¿Es que estaban amenizando el sueño de los turistas con “cuentos
de las mil y una noches”? Tal vez el actor no se había dado cuenta de
que él también trabajaba en el hotel, de que era un simple obrero que
dormía en las habitaciones más sencillas por convenio. Pero incluso en
esos dormitorios se podía disfrutar de cualquier servicio de
habitaciones, como el regalo de bienvenida que tanto éxito tenía entre
los turistas occidentales.
Antonio se despertó, pero mantuvo los ojos cerrados para no romper el encanto del momento.
—No, espera… dime qué puedes hacer por mí.
Ya que el actor se había confundido de habitación, podía disfrutar de su
noche mágica sin problemas. Éste que hacía de genio interpretaba
realmente bien, suspiró denotando cansancio, reflejando que el premio de
una vida eterna condicionada a la servidumbre no compensaba.
—Lo que sea, soy un peón del universo, una mano olvidada de Dios…
—Te comprendo bien, colega. Yo también soy un “currito”,… un “machaca”
que viaja por medio mundo por una miseria. Bueno, ¿y cuántos deseos me
corresponden?
— ¿Cuántos? —el genio pareció ofendido—. ¿Por qué cuando se os regala
algo siempre queréis más? Sois como bestias insaciables… todavía no
habéis terminado de masticar el primer bocado cuando buscáis nuevos
platos que devorar.
El actor se estaba tomando demasiadas licencias. Suele suceder que los
empleados que tienen un mal día se desahogan con los demuestran
amabilidad o condescendencia. Ya le bajaría los humos después, ahora
debía continuar con el protocolo.
En realidad ya había escogido su deseo, pero ahora dudaba si endurecer
el rol que le tocaba y pedir algo atípico y extraordinario, algo para lo
que ese mentecato no tuviera una respuesta preparada.
—Tengo problemas de pareja, creo que me ama… pero no lo bastante como para aceptar como soy. ¿Se podría hacer algo al respecto?
—Las mujeres no se enamoran del hombre que ven, sino del hombre que
pueden llegar a ser… con su ayuda. Eso no lo puedo cambiar, pero sería
fácil hacer que ella viera el hombre que quiere en ti, siendo como eres
ahora.
“Vaya con el genio… ¡encima me alecciona!”.
—Tal vez no merezca la pena gastar tu ayuda en ella… ¡Hay tantas mujeres en el mundo!
—Pero sólo una es especial, una que haría que subieras al cielo con un
cubo y una bayeta y limpiaras de nubes el firmamento, para que ella
pudiera ver las estrellas. Por ella, yo renunciaría hasta mi propia
vida…
Antonio estaba cada vez más incómodo.
—Bueno, tal vez no quiera una mujer especial… Tal vez las mujeres
especiales me hayan agotado con sus exigencias, y una buena alternativa
sea disfrutar de la compañía de miles de mujeres hermosas… ¿Podrías
hacerlo?
—Espero que no sean todas al mismo tiempo… ¡Eso sí que podría ser agotador!
Antonio rió con desgana, cada vez estaba más harto del genio y de su presunta magia.
—Si ese es tu deseo, convertirte en un objeto sexual irresistible para
las mujeres… Podría potenciar tus feromonas como nadie ha tenido desde
el principio de los tiempos. Sería fácil, y para ti muy satisfactorio.
Pero… ¿por cuánto tiempo?
El genio mantuvo una media sonrisa en los labios.
¿Es que siempre tenía que cuestionar los deseos, minimizarlos hasta reducir a polvo cualquier expectativa?
—Vale, vale. Me doy cuenta del poder que tienes sobre asuntos amorosos…
¿Y sobre dinero? ¿También tienes que tocarme los cojones para hacerme
inmensamente rico?
—No es necesario, puedo hacer que sueñes con los números de una lotería…
Y si ese fuera un modo aburrido de ganar una fortuna; podría hacer de
ti un rey Midas, que todo lo que toques se convierta en oro…
—No te caigo bien, ¿verdad? —Interrumpió Antonio—. No te importaría que muriera de hambre.
—No me dejaste terminar. Me refería a un rey Midas moderno, que todo negocio que emprendas fuera exitoso, muy exitoso…
— ¿Sería de los que cotizan en bolsa internacional?
—Si quieres, serías de los pocos que deciden las directrices de la economía mundial.
—Comprendo, pero como al rey Midas acabaría muerto, ¿verdad?
—Me caes bien, eres un tipo listo. Piensa que en el Universo todo está
perfectamente equilibrado, y que un gran movimiento en una dirección va a
provocar una gran fuerza en sentido contrario… es como la resaca del
mar. Puede suceder de mil maneras, un atentado a lo Kennedy, un avión
que explota, un ataque al corazón…
— ¿Y sobre la salud? ¿Podrías evitar la enfermedad en mi vida?
—Por supuesto, ¿pero estarías dispuesto a pagar el precio de que todas
las enfermedades que deberías padecer tú las sufriera alguien cercano a
ti, como por ejemplo un hijo?
—Comprendo lo del equilibrio, y que la enfermedad no pueda desaparecer y
que esa es la razón por la que otro deba sufrir por mí… ¿pero no
podrías hacer que la sufriera alguien que no conozca?
—Es una cuestión de justicia, amigo. Los sentimientos de las personas
son los brazos invisibles del pensamiento. Lo que a ti te corresponda se
desviará a alguien que asuma la enfermedad, por afecto. Porque si me
exigieras que enfermen otros acumularías sobre tus espaldas fuerzas más
negativas de las que pretendes librarte.
— ¿Y la vida eterna? ¿Podrías detener el envejecimiento de mi cuerpo?
—Desde luego, pero piensa que la idea de eternidad está asociada a la
juventud… ¿querrías vivir eternamente con esos pequeños achaques en la
espalda o en la rodilla, con un estómago que ya no puede con todo lo que
tú comas?
— ¿Y hacerme joven? ¿Vivir en una eterna juventud?
—Podría, pera sabes que atraería desgracias, y en este caso las vivirías eternamente.
—Eres un genio muy amable, al molestarte en explicarme las implicaciones
de cada deseo. Para ti sería más fácil limitarte a cumplir los deseos.
—Durante mucho tiempo así lo hacía, tal vez por envidia de la libertad que gozáis…
— ¿Libertad? Lo que tenemos se puede llamar de muchas maneras, pero
créeme… libertad sólo es una palabra que utilizan los poderosos para
encubrir la esclavitud a la que nos someten. Somos libres para comprar
una casa, pero nos condenan a pagarla de por vida. Somos libres de
trabajar en lo que queramos, pero en realidad acabas siendo mano de obra
barata en algo que ni te gusta ni te realiza. Somos libres de viajar a
donde quieras, pero en el mejor de los casos podrás ir al pueblo, a la
casa de tu suegra… Y la lista podría hacerse interminable. Porque para
que la sociedad se mantenga, nos provocan miles de deseos para hacernos
felices, cosas que muchas veces ni necesitamos. Y así, a través de
cualquier medio de comunicación, nos obligan a comprar cosas para
ayudarnos a superar la tristeza, el aburrimiento, la soledad o la
presión que la propia sociedad nos impone.
—Comprendo —asintió el genio—. Pero dime… ¿Qué puedo hacer por ti?
Antonio suspiró, antes de responder le miró directamente a los ojos.
—Deseo, genio, que me concedas infinitos deseos. Así podré remediar
sobre la marcha cada una de esas desgracias de las que me hablabas.
El genio miró abatido al suelo, en las próximas décadas iba a tener
mucho trabajo, o al menos parecía ese el motivo de su desánimo. Pero
cuando Antonio escuchó una risa, cada vez más gutural y nerviosa,
sospechó que había algo que ignoraba.
—Infinitos deseos es lo que tendrás…
Y volvió a reír el genio.
Antonio notó un extraño cosquilleo por todo el cuerpo, una repentina
comprensión del Universo y la necesidad imperiosa de obedecer los
designios de los hombres libres.
— ¿Qué me está pasando? —gritó Antonio con una voz cavernosa, que
provenía de los espacios siderales de la materia a escala molecular.
—Has deseado tener infinitos deseos, te has convertido en genio, amigo
mío —aclaró el genio—. Tendrás infinitos deseos, sí… ¡Infinitos deseos
que escuchar y cumplir!
—No comprendo nada —mintió Antonio, ya que desde su nueva forma de
existencia no había secreto que desconociera, pero todavía se resistía
en aceptar su condición—. ¡No podemos ser genios los dos!
—Amigo, gracias a ti vuelvo a ser humano… ¡Ley del equilibrio!
—¡Noooo! —gritó Antonio mientras desaparecía por la pantalla de su ordenador portátil.
Las lámparas de aceite estaban bien para un pasado en que la humanidad
vivía en penumbras, pero en plena era de las comunicaciones, un
ordenador es mucho más útil: siempre tendría más oportunidades de
encontrar a alguien… con muchos deseos que satisfacer.
¡Cuidado con lo que se desea frente al ordenador!
Fin
No hay comentarios:
Publicar un comentario