sábado, 2 de marzo de 2013

La sopladera medio que se yo

La sopladera medio que se yo 
 
 
Cuando llegan los calores fuertes en verano, en la mayoría de los pueblos
canarios empiezan las fiestas. También en los barrios de los pueblos
grandes, cuando hay fiestas, se engalanan las calles, se hacen arcos con
hojas de palmera, se ponen banderitas de papel y se colocan bombillos de colores
alrededor de la plazoletilla en donde se celebran las verbenas.
La noche anterior al santo, es preceptivo el espectáculo pirotécnico con los
fueguillos, pero sin duda alguna, el día más esperado es el de la fiesta principal en
honor del santo o la patrona. Desde por la mañanita una orquesta toca la diana y el
repique de campanas y los estampidos de los voladores despiertan a todo el
vecindario. Cuando sale la imagen del santo después de la misa, las tracas de
voladores asustan a los más chicos, ladran los perros y revolotean en el cielo las
palomas. Los padres y las madres con sus hijos, luciendo sus mejores galas, esperan
en el borde de la calle hasta que salen las autoridades, el cura, el santo o la santa y
después, toda la gente a la que ellos mismos se unirán para seguir el recorrido
procesional de costumbre. A los chiquillos es lo que menos les gusta. Quizás porque
no comprenden el rito y la liturgia del seguimiento de la procesión.
Lo que más les gusta a los pequeños -sin duda ese es el verdadero placer de
sentirse en fiestas- es, comprar un cartucho de turrones en los puestos turroneros,
chupar un cucurucho de helado fresquito y darle la lata a los viejos para que compren
una pelota de colorines de goma con una sopladera dentro y un elástico por fuera.
Otros, sin embargo, se conforman con pedir una pita de plástico y armar bulla con
ella. Algunos sólo tienen ojos para mirar los puestos de golosinas: manises
garapiñados, turrones, algodón de azúcar, roscas y otras chucherías. También los hay
que cogen una perreta porque quieren una sopladera grande. Sí, de esas que tiene el
hombre de las sopladeras, en la punta de un palo de junco, como los palos de los
voladores, pero más fuertes.
Manolín, el de Maruquita la de la esquina, cogió una parecida a dos cuando, en
la fiesta de su barrio, le dijo a su madre que le diera los cuartos para comprarse una
sopladera grande y que parecía una enorme pera. La madre le dio un esperrío y el
muchacho se asustó.
C
13
-¡Quita pallí!.¡Una sopladera, ahora!. ¡Antojadizo!.¡Malcriao!. ¡Un soplamoco
es lo que te voy a dar!. Humm... Manolín se quedó medio sorimbao durante todo el
día de fiesta. De la magua que tenía se le quitaron las ganas de ir a jugar con los
primos del campo que llegaron la noche anterior para ver los fueguillos. Se pasó todo
el día en la terrera jugando con una camioneta vieja de madera descolorida y oyendo
el eco de los altavoces radiando canciones que se dedicaban los novios y las novias
del barrio.
El abuelo de Manolín, el de Maruquita la de la esquina, se fijó en su nietillo y,
como el que no quiere la cosa, se acercó al muchacho:
- ¿Qué te pasa, Manolín?.
- Oh, que mi madre no me da las perras para comprar una sopladera, de las
que tiene el hombre abajo –dijo desconsolado el chico.
El abuelo sacó la petaca que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón, como
haciendo que iba a sacar picadura, desamarró un pañuelo y cogiendo ocho duros
sueltos se los dio al nieto.
-Toma, para que te compres una sopladera y con lo que sobre, vas al puestillo
de los mantecados y te compras un molde de helado grande. Disfruta hoy que es la
fiesta.
Manolín cogió las perras y salió como un volador. Sus primos y amigos le
vieron correr como un loco por la cuesta pabajo. Ni siquiera se fijó en ellos. Se fue
derechito al puesto que tenía el hombre de las sopladeras y se compró una muy
preciosa. Manolín, haciéndole caso a su abuelo, -era un chico noble y obediente- se
pasó por el carrillo de los helados y se compró un mantecado y, mientras se lo
lambiaba para que no se derritiera, iba echándole un ojo a la sopladera. Como si
quisiera hablar con ella. ¡Estaba tan privado!.
Por la tarde-noche, desde su casa en el risco, se oían los ecos yendo y viniendo
de la musiquilla de la verbena, abajo en la plazoletilla que hay al lado de la iglesia.
Antes de que sus tíos y primos fueran llegando a casa, Manolín ya estaba en su
cuarto. Se acostó lueguito aquel día y enseguida se quedó dormido. De su mano, por
fuera de la cama, pendía un hijo y, en la punta, la sopladera grande cerca del techo
del cuarto. Era encarnada y azul y tenía la forma de una pera gigante.
De pronto, la sopladera se puso en movimiento y levantó a Manolín de la cama.
Al principio se asustó un
pisquillo, pero al golpe, Manolín le fue cogiendo el gustillo
a la cosa. Vio que la sopladera se agitaba, como si quisiera echarse fuera de la
habitación y de la casa. Ya era de noche cerrada
y apenas se veían unas cuantas luces
abajo en los alrededores de la plaza. Manolín remontó el vuelo, mejor dicho, la
sopladera. El, lo único que hacía era decir: - No, por ahí no, sino por aquí. Y la
sopladera cogía rumbo.
-Vamos a ver los perros de la Plaza de Santa Ana. Acto seguido ya estaban
planeando sobre las cabezas de las zoopiedras de la plaza mayor. Luego se le antojó
ir al paseo de las Alcaravaneras para ver los barquillos de turismo y las lanchas
14
motoras. Lo más que le encantó de la visita al puerto, fueron las maniobras que
hicieron los botes de vela latina. Como si quisieran hacer una demostración para que
Manolín los viera. Después se fueron a Las Canteras y allí vieron una cantidad del
demonio de turistas, la mayoría de ellos rubios y coloraos como cangrejos de estar al
solajero todo el día. Cuando estaban en el muelle fueron a ver los trabajos de estiba y
el frío de los congeladores gigantes de los japoneses.
Volando, volando, se fueron a ver un entrenamiento de la Unión Deportiva en
el Estadio de Ciudad Jardín. Como quiera que Manolín le iba cogiendo el gustillo al
vuelo, se marcharon a ver el resto de la isla. Se fueron a la cumbre, a Tejeda, pararon
un ratillo en el mirador y vieron los burros que hay allí para sacarse la foto los
turistas que vienen a la isla.. Se subió a la punta arriba del Roque Nublo y también
del Bentaiga. Sintió el friíllo en los cachetes y notó que los tenía calientes a pesar del
chirote y comprendió entonces por qué los niños del campo tienen los cachetes
encarnados. De allí fueron al sur, a Maspalomas, a las dunas y volaron rastrerito
cerca de la arena y pasaron por el enorme Faro. No tenía muchas ganas y no fueron a
los pueblos nuevos que hay para los turistas en la zona del sur. Le daba un poco de
pena, porque no había muchos canarios sino extranjeros. De repente le entró ganas de
ver los aviones y se fueron derecho a Gando al aeropuerto.
-Ñoooo!. ¡Qué grandes! –dijo Manolín, viendo los aviones al tiempo que jalaba
del hilo a la sopladera para que se acercara un poco más a ellos para poder verlos
bien. El, también quiso volar y le dio por elevarse con la sopladera. Arriba, arriba,
arriba, hasta que sintió como un temor y dándole un tirón que da miedo al hilo de la
sopladera, dijo:
-Vámonos. Otro día seguimos con el viaje. –Acuérdate –le dijo a la sopladera-
que tenemos que recorrer todos los pueblos de las islas. Iremos a Tenerife a ver al
gran Teide; volaremos a Lanzarote y Fuerteventura y pasaremos por La Graciosa.
Echaremos unos lances y con lo que se pesque comemos allí mismo. Tenemos que
ver la Caldera de Taburiente, iremos a echarle un vistazo al Teneguía. También
veremos los Bosques de La Gomera y pasaremos por El Hierro a ver cómo están los
lagartos grandes. Volaremos rasito, rasito, en encima de las aguas del océano a ver si
somos los primeros en encontrar la Non Trubada –San Borondón-. En fin... estoy
cansado. Es mejor regresar que ya por hoy ha estado bueno. Otro día seguimos el
viaje, ¿Vale?. Y le tiró un beso volado a la sopladera con la mano que tenía libre.
En la casa de Manolín, el de Maruquita la de la esquina, nadie durmió aquella
noche. Todos estuvieron pendientes de Manolín. La fiebre no se le quitaba ni por
nada del mundo. Tenía casi siempre los treinta y nueve y seis décimas. El médico
dijo que le pusieran paños de agua y vinagre en la frente, que eso era bueno –dijo el
galeno cuando ya se marchaba de la casa. Hasta el abuelo de Manolín intervino en la
atención y preparó un brebaje que era más amargo que la puñeta y, cogiendole la
cabeza se la levantó un pisquillo y se lo dio a beber. El chiquillo pareció reanimarse
después que el brebaje preparado por el viejo le pasó por el gaznate y se le empezó a
bajar la fiebre.
El abuelo le meció los pelos y picándole un ojo, le dijo

No hay comentarios: