COMETAS
Por: Vicente Gerbasi
Publicado 1971 en Nuevas Páginas para Imaginar, Caracas, Ediciones Fundación del Niño
Cuatro cuadras de casas bajas, pintadas de azul, amarillo, verde, rojo, o
simplemente encaladas, forman la calle principal de Canoabo. Comienza a
orillas del río, donde vuela el martín pescador, y termina en una plaza
arbolada y una iglesia blanca, al pie
de la colina del Calvario, donde duermen los
mendigos.
Hay otras callecitas, como la de "Los Sapos", la de "Machado" y
"Boquerón". Esta última es un túnel de árboles suavemente empinado hacia
la montana, donde
zigzaguea el camino rojo que va a Aguirre, a Bejuma, a Montalbán,
pueblos éstos
que se encuentran en una altiplanicie de frescos sembradíos y
pastizales.
Las calles de mi pueblo eran de arena y en sus aceras de piedra o de ladrillos
crecían hierbas tenaces.
Por aquel tiempo volábamos cometas en el azul límpido de la tarde. El cielo se
poblaba de colores, como de aves que hubieran abandonado otro mundo.
Yo miraba las montañas que rodean la aldea. Los niños que vivían allá arriba no
volaban cometas. Pero sí venían al pueblo en pequeños asnos negros. Los niños
labriegos miraban nuestras cometas allá en el cielo, hacia donde una
nube blanca
se adelgaba sobre las cumbres. En aquellas montañas florecen los
cafetales a la
sombra de inmensos árboles húmedos. Las flores del cafeto son como
pequeñas estrellas blancas y su perfume tiene una como suavidad sideral.
Hacia esos altos lugares de flores y de fieras se alejaban nuestras cometas. Don
Arturo Sifuentes se reunía con nosotros para volar su gran barrilete de seda con
una larga cola en forma de flores multicolores.
Don Arturo era un viejo alto, muy delgado, siempre vestido pulcramente blanco.
Cuando nosotros comenzabamos a reunirnos con nuestras cometas de papel de seda,
él abandonaba su negocio de telas, donde, en verdad, había más botones que telas,
y se reunía con nosotros sin hablar.
Cuando uno de nosotros llevaba una cometa nueva, él la tomaba en sus manos, la
observaba cuidadosamente, y si la encontraba de su gusto, se limitaba a hacer con la cabeza además de aprobación.
Como su barrilete era tan grande y pesado, debía ser elevado con cordel. En el
cielo se mantenía sereno, como un extraño invento, en medio de nuestras pequeñas
cometas.
De cuando en cuando, entre una y otra, pasaban lentos los zamuros en su vuelo circular.
Si la brisa era fuerte, Don Arturo ataba el cordel al balaústre de una
de las pequeñas ventanas, se iba al negocio y regresaba con otro rollo
que empataba para
ver a su barrilete alejarse de nuestras cometas hasta casi desaparecer
como un punto en el espacio.
A esa hora solar se abrían los pavos reales sobre la arena.
En cierta ocasión nos pusimos de acuerdo para ponerles nombre a nuestras
cometas.
Rafael Linares, quien vivía frente a la plaza en una casa con dos
árboles de guayabitas del Perú, llamó a la suya, Hoja Morada, porque
siempre hacía sus cometas
con papel de ese color.
A mi vecino Ramón le gustaba hacerlas mitad blancas y mitad negras, y no
sé por
qué causa rara le puso a la suya el nombre de Vaca del Aire. Pedrito
Gómez, un
muchacho gordo como un tonel, de cabeza pequeña y ojos negros, grandes,
hundidos
bajo las cejas, prefería los colores anaranjados y llamaba a su cometa
Velero Volador. Francisco Ruiz le ponía a la suya anchas colas azules y
la llamaba Aguila
de Canoabo. Rosendo, el hijo del maestro de escuela, tal vez ayudado por
su padre, la llamó Saturno. Por aquel entonces ya comenzábamos a saber
lo que era un
planeta y, desde ese momento, supimos que en este caso se trataba de un
planeta
con anillos.
Había otros nombres que no recuerdo. ¡Ah!...Yo le puse a mi cometa el nombre de
Gallina Verde.
Pero lo más gracioso fue el nombre que don Arturo le puso a su barrilete: Gigante del Aire.
Desde ese momento, cuando todas nuestras cometas estaban en el cielo rodeando a
su barrilete, él nos veía las caras, nos picaba el ojo y nos decía moviendo la
cabeza de arriba abajo: "el Gigante, el Gigante".
Muchas veces nos sorprendía la noche con densos tintes rojos más allá de
las cumbres. Nosotros bajábamos nuestras cometas. Pero como el
barrilete de
Don Arturo se había ido tan lejos, se demoraba largo rato en el aire,
donde comenzaban a encenderse las luciérnagas, y se le veía bajar en las
sombras, lentamente, como un astro opaco de cuatro colores.