lunes, 19 de noviembre de 2007

Kamshout y el otoño


Kamshout y el otoño

Fragmento de un dibujo de Gabriela BurinRecopilación: Graciela Repún
Imagen: Gabriela Burin

La historia de Kamshout es una leyenda sélknam, de la región de Tierra del Fuego, que narra la asombrosa conversión de un joven muy hablador en un kerrhprrh o, para decirlo en otras palabras, en un loro.

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Imagen por Gabriela Burin

En Tierra del Fuego, en la tribu sélknam, había un joven indio llamado Kamshout al que le gustaba hablar.

Le gustaba tanto, que cuando no tenía nada que decir —y eso era muy notable porque siempre encontraba tema— repetía las últimas palabras que escuchaba de boca de otro.

—Me duele la panza —le contaba un amigo.

—Claro, la panza —repetía Kamshout.

—Miremos este maravilloso cielo estrellado en silencio —le sugería una amiga.

—Sí, es cierto. Mirémoslo en silencio. ¡Es verdad! ¡Está hermoso! Y es mucho más lindo así, cuando uno lo mira con la boca cerrada, ¿no es cierto? —respondía Kamshout.

—¡No quiero escuchar una palabra más! —gritaba, de vez en cuando, el malhumorado cacique.

—Una palabra más… —repetía Kamshout.

Por su charlatanería, toda la tribu sintió su ausencia cuando tuvo que partir.

—Kamshout se ha ido a cumplir con los ritos de iniciación —comentaba alguno.

—¡Lo sé! —respondía otro. Ahora puedo oír cantar a los pájaros.

—Yo escucho mis pensamientos —decía alguien más.

—Yo lo extraño —decía una. Pero enmudecía inmediatamente, ante las miradas de reprobación.

Y pasó el tiempo. Y Kamshout regresó y las aves al verlo emigraron porque, ¿para qué cantar dónde nadie puede escucharte?

Kamshout estaba maravillado.

Repetía y repetía a quien quisiese oírlo (pero más a quien no) que en el Norte, los árboles cambian el color de sus hojas.

Les hablaba de primaveras y otoños.

De hojas verdes, frescas, secándose de a poco, hasta quedar doradas y crujientes.

(Y los que lo oían imaginaban, tal vez, un pan recién sacado del fuego.)

De árboles desnudos.

(Y los que lo escuchaban se horrorizaban de semejante desfachatez.)

De paisajes dorados, amarillos, y rojos.

(Y los obligados oyentes miraban sus pinturas para poder imaginar mejor.)

De caminos hechos de hojas crujientes y árboles desnudos.

¡Y semejante mentira cerraba todas las posibilidades de imaginación!

Porque era demasiado. Ya en la tribu, todos creían que Kamshout estaba inventando un poco.

¿Qué era esa tontería de decir que los árboles no tienen hojas eternamente verdes?

¿Qué quería decir “Otoño”?

¿Quién iba a tragarse el cuento de que los árboles pierden su follaje y luego les brota otro nuevo?

El descreimiento de su tribu enojó a Kamshout.

Lo enojó muchísimo. Lo hizo poner colorado de odio, le salieron canas verdes.

Desesperado por convencerlos de que decía la verdad, Kamshout contó lo mismo sin parar.

Día y noche, sin parar. Segundo tras segundo hasta que sus palabras se fueron encimando una con otra y se convirtieron en un extraño sonido.

La tribu trataba de esquivarlo.

Por hacerse los que no lo veían, no vieron, en serio, su prodigiosa transformación:

Kamshout se convirtió en un loro gordo.

Recién lo notaron cuando escucharon que les hablaba desde los árboles.

¡Era él! No había duda. Era su voz, que ahora sólo decía: kerrhprrh, kerrhprrh… hasta el cansancio.

Kamshout volaba sobre las hojas, y a al rozarlas, las teñía del color de sus plumas.

De pronto, una hoja cayó.

Corrieron a verla, a levantarla. La palparon y la volvieron a dejar en el suelo. Entonces, la pisaron.

La hora crujió bajo sus pies.

—¡Es verdad! —dijeron

Pero Kamshout no respondió. Se había ido muy lejos. Dicen que acompañado por su amiga y enamorada.

La tribu quedó más en silencio que nunca.

Recién en la primavera, cuando las hojas volvieron a cubrir las ramas erizadas de frío, volvió Kamshout, acompañado de su nueva familia.

O tal vez no.

O tal vez sólo era un grupo de loros haciendo kerrhprrh sin cesar desde las copas de los árboles.

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