sábado, 27 de julio de 2013

Cuento/ 'En las gafas de Nico'

Cuento/ 'En las gafas de Nico'

Cuento/ 'En las gafas de Nico'
Siempre había querido tener un amigo. Un amigo de verdad verdad.... De esos que se quedan a dormir en tu casa para jugar al campamento por la noches, esos que comparten la lonchera cuando tu mamá insiste en enviarte sándwich de huevo y dulce de guayaba, esos que, sin importar el número de veces que se lo hayas contado, vuelve a reírse de tu chiste favorito, ese que deja que le pelees un rato, solo para tener el placer de contentarte con una palabra bonita, un dulce o un abrazo.
Pero hallar a una persona así no es una tarea sencilla. Aunque todos los días conoces gente, pocas veces te detienes a mirar a tu alrededor y, sin darte cuenta, te pierdes de situaciones y seres maravillosos que podrían enriquecer tu vida.
Sin embargo, yo sí me detenía. Por alguna razón, sentía la necesidad de enriquecer la vida de alguien dando lo mejor de mí cada momento. Por eso, desde que salí del jardín, prometí encontrar a un amigo que estuviera dispuesto a recibir una cajita en la que, durante años, había depositado amor, paciencia, sinceridad, lealtad y buenos sentimientos.
Faltaban pocos días para que terminaran mis vacaciones e iniciara una nueva etapa: el colegio de ‘grandes’. En varias ocasiones escuché a mamá decir que esa época era la mejor de todas. Me había ilusionado tanto con sus historias de estudiante que ya quería vivir la experiencia.
Todas las noches, antes de acostarnos a dormir, ella me hablaba sobre sus amigos, profesores y travesuras. Con nostalgia, leía un libro en el que sus compañeros más especiales le habían dejado escritos y dibujos. “Hubiera querido hacerlo desde que empecé a estudiar. El tiempo pasa y con él se desvanecen muchos recuerdos”, decía mi mamá.
Finalmente, llegó mi primer día de clases. Mientras nos dirigíamos al lugar, mamá no se calló ni un instante. “Nicolás, tienes que portarte bien, no desobedezcas a tu profesora, haz todas las tareas que te pongan … bla bla bla.” Con un beso, un Dios te bendiga y los ojos llorosos, mamá se despidió y me dejó con la que sería mi maestra. Al entrar, mis manos se congelaron y me dieron unas ganas enormes de ir al baño.
En un descuido, me le escapé y corrí al baño. ¡Qué descanso! Estuve a punto de mojar mis pantalones. Mientras lavaba mis manos, pensaba en la impresión que causaría a mis compañeros. Al verme en el espejo recordé las burlas que provocaban mis gruesos lentes en el jardín. No quería que esa historia se repitiera, así que decidí quitármelos.
Cuando salí, la ‘profe’ continuaba entretenida hablando con varias personas, por lo que nunca se percató de mi ausencia. Luego de un par de minutos se despidió y tomándome de un brazo me llevó al salón de clases.
Afortunadamente, ella me condujo todo el camino. Sin gafas no podía ver bien. Nada bien. Aunque no sabía cómo iba a hacer para escribir, para observar los apuntes en el tablero y para conocer a mis compañeros, estaba convencido de que no volvería a usarlas mientras estuviera en ese lugar.
En medio de mi presentación ante el curso, observé con dificultad que al final de las filas había un puesto libre. Me entusiasmó saber que todos compartían su escritorio con otra persona. Seguramente, a la hora del recreo, quien estuviera a mi lado me invitaría a jugar y tomar las onces.
Por un momento me sentí mareado. Todo me daba vueltas y, aunque estuve a punto de desmayarme, fui fuerte y logré llegar hasta mi puesto para sentarme.
“¿Te sientes bien?”, preguntó la niña que estaba justo a mi lado.
Sí, sí, no te preocupes. Tal vez son los nervios, respondí. Sin embargo, el mareo continuaba y se hacía más fuerte. Cerré los ojos con fuerza durante unos minutos y pronto logré recobrar el equilibrio.
Muy lentamente los fui abriendo y, con asombro, descubrí que me encontraba acostado en mi cama. No entendía nada, ¿dónde estaban todos? ¿A qué hora llegué hasta mi habitación?, me preguntaba.
En ese instante, mi nana entró a la alcoba y me dijo que hacía unas horas, Nicolás, un compañero de la escuela, me había dejado un sobre. Que hubiera querido entregármelo personalmente, pero que pidió que no me despertaran.
Al abrirlo, encontré sus gafas con una carta en la que decía que se iba de viaje y, que tal vez, no volvería a verme. Que me dejaba sus lentes para que supiera que al lugar al que se fuera, ya no se burlarían más de él, porque jamás se los volvería a poner.
Aturdido, me levanté para verme en el espejo y me di cuenta de que todo se había tratado de un sueño. En realidad, yo no era el tonto Nicolás del que me burlé un millón de veces. Yo no era el que tenía que usar unas enormes gafas para poder ver con claridad lo que nos rodea. Tampoco era el rechazado, solitario y tímido muchachito con necesidad de amigos.
No obstante, por alguna razón, pude estar en sus zapatos y darme cuenta que, sin querer, le hice daño. Mucho daño. Así que, rápidamente, me levanté y le pedí a mamá que me llevara hasta la casa de él, pero ya se había ido. No tuve tiempo para decirle que me perdonara.

Y aunque quizás nunca lo sepa, gracias a él aprendí que detrás de cada persona puede estar ese amigo con el que todos soñamos. Ese amigo para hacer campamentos, compartir la lonchera, reír, pelear, pedir disculpas y aprender

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