Jacinto era un cocodrilo muy simpático y decidido, cuando se le
ponía una idea en la cabeza, nada podía disuadirlo. Era capaz de
trabajar arduamente para conseguir su objetivo, sin detenerse ante
ningún obstáculo.
Desde niño
había obtenido todo lo que le importaba y no estaba acostumbrado a
resignarse, pero esta vez, las cosas eran diferentes. Jacinto se había
enamorado.
Acostumbrado como estaba a saber siempre qué hacer, el pobre se
sentía miserable cada vez que veía pasar a su amada Lucrecia, la
cocodrila más hermosa que jamás había visto en su vida. Lucrecia era
preciosa y altanera, provenía de una de las familias importantes de
Villa Cocodrilo y no frecuentaba los mismos amigos que Jacinto.
No es que Jacinto fuera un pobre diablo, ya dijimos que conseguía
todo lo que se proponía, y tenía una buena vida, aunque sin amor. Por
eso le costaba tanto manejar sus emociones. El joven cocodrilo quería
conquistar a Lucrecia y estaba enfrascado en una investigación muy seria
para averiguar todos los gustos de la cocodrilita y así lograr ganar su
corazón.
Había lustrado su gruesa piel para que luciera brillante y más
colorida. Se había hecho cortar las uñas a la última moda y lavado sus
enormes dientes con un dentífrico de flores silvestres, para tener un
aliento floral. Incluso había tomado clases de baile, para poder sacar a
bailar a la cocodrila en la primera ocasión.
Y la ocasión llegó. En Villa Cocodrilo se organizó un gran baile de
la primavera, al que todos los cocodrilos jóvenes asistieron. Era una
ocasión feliz para Jacinto, pero también conflictiva, pues tendría
oportunidad de invitar a bailar a su amada, pero debería competir por
ella, pues era la cocodrilita más codiciada de la villa.
Llegó la noche de la fiesta y Jacinto salió con sus mejores galas.
Era muy temprano, pero él quería preparase para ser el primero en
invitar a Lucrecia y estaba seguro de que ella no querría bailar con
nadie más después de él. Los invitados fueron llegando, pero Lucrecia no
aparecía.
Jacinto se puso nervioso y salió a esperar a la puerta del baile.
Pasaron dos horas y Lucrecia no apareció. El baile estaba en su apogeo y
el pobre cocodrilo se sentía desanimado y preocupado, no era natural
que se tardara tanto. En la fiesta, todos ya tenían pareja y se
divertían a sus anchas, menos Jacinto, así que decidió marcharse con su
decepción a otra parte.
Salió rápida y silenciosamente, temiendo las burlas de los otros
cocodrilos. Tomó la calle principal con rumbo a su casa y a las dos
cuadras, vio una figura tirada en la vereda. Se acercó de prisa para
ayudar al caído y qué susto se llevó. Era su adorada Lucrecia, que
estaba inconsciente por el golpe en la cabeza que le había dado un
ladrón. El muy ladino la había golpeado para quitarle su bolso y luego
la dejó tirada sin preocuparse.
Jacinto la tomó en sus brazos y corrió hasta el hospital, que quedaba
a tres cuadras del lugar. Llegó extenuado con su preciado cargamento y
la depositó suavemente en una camilla de la sala de emergencias,
mientras llegaba el doctor.
Lucrecia fue atendida y chequeada, afortunadamente no fue más que una
contusión. Cuando despertó y se enteró de lo sucedido, pidió que
llamaran a Jacinto, que esperaba en la sala del pasillo, sin decir nada.
Cuando acudió junto a la cama de Lucrecia, ésta lo aguardaba con una
gran sonrisa que lo hizo poner colorado de la vergüenza. Era la primera
vez que intercambiaban miradas. La cocodrila agradeció los cuidados y
Jacinto tomó coraje para confesarle su amor.
Como siempre, Jacinto logró su objetivo, aunque esta vez no fue por
su determinación, sino por un acto impensado y espontáneo, que le valió
el amor. Cuando los actos son genuinos y desinteresados, tienen mayor
valor y nos dejan con la alegría de haber seguido a nuestro corazón.
Autora: Andrea Sorchantes
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