domingo, 14 de julio de 2013

Cuando los cocodrilos se enamoran



Cuando los cocodrilos se enamoran
Jacinto era un cocodrilo muy simpático y decidido, cuando se le ponía una idea en la cabeza, nada podía disuadirlo. Era capaz de trabajar arduamente para conseguir su objetivo, sin detenerse ante ningún obstáculo.
Desde niño había obtenido todo lo que le importaba y no estaba acostumbrado a resignarse, pero esta vez, las cosas eran diferentes. Jacinto se había enamorado.


Acostumbrado como estaba a saber siempre qué hacer, el pobre se sentía miserable cada vez que veía pasar a su amada Lucrecia, la cocodrila más hermosa que jamás había visto en su vida. Lucrecia era preciosa y altanera, provenía de una de las familias importantes de Villa Cocodrilo y no frecuentaba los mismos amigos que Jacinto.
No es que Jacinto fuera un pobre diablo, ya dijimos que conseguía todo lo que se proponía, y tenía una buena vida, aunque sin amor. Por eso le costaba tanto manejar sus emociones. El joven cocodrilo quería conquistar a Lucrecia y estaba enfrascado en una investigación muy seria para averiguar todos los gustos de la cocodrilita y así lograr ganar su corazón.
Había lustrado su gruesa piel para que luciera brillante y más colorida. Se había hecho cortar las uñas a la última moda y lavado sus enormes dientes con un dentífrico de flores silvestres, para tener un aliento floral. Incluso había tomado clases de baile, para poder sacar a bailar a la cocodrila en la primera ocasión.
Y la ocasión llegó. En Villa Cocodrilo se organizó un gran baile de la primavera, al que todos los cocodrilos jóvenes asistieron. Era una ocasión feliz para Jacinto, pero también conflictiva, pues tendría oportunidad de invitar a bailar a su amada, pero debería competir por ella, pues era la cocodrilita más codiciada de la villa.
Llegó la noche de la fiesta y Jacinto salió con sus mejores galas. Era muy temprano, pero él quería preparase para ser el primero en invitar a Lucrecia y estaba seguro de que ella no querría bailar con nadie más después de él. Los invitados fueron llegando, pero Lucrecia no aparecía.
Jacinto se puso nervioso y salió a esperar a la puerta del baile. Pasaron dos horas y Lucrecia no apareció. El baile estaba en su apogeo y el pobre cocodrilo se sentía desanimado y preocupado, no era natural que se tardara tanto. En la fiesta, todos ya tenían pareja y se divertían a sus anchas, menos Jacinto, así que decidió marcharse con su decepción a otra parte.
Salió rápida y silenciosamente, temiendo las burlas de los otros cocodrilos. Tomó la calle principal con rumbo a su casa y a las dos cuadras, vio una figura tirada en la vereda. Se acercó de prisa para ayudar al caído y qué susto se llevó. Era su adorada Lucrecia, que estaba inconsciente por el golpe en la cabeza que le había dado un ladrón. El muy ladino la había golpeado para quitarle su bolso y luego la dejó tirada sin preocuparse.
Jacinto la tomó en sus brazos y corrió hasta el hospital, que quedaba a tres cuadras del lugar. Llegó extenuado con su preciado cargamento y la depositó suavemente en una camilla de la sala de emergencias, mientras llegaba el doctor.
Lucrecia fue atendida y chequeada, afortunadamente no fue más que una contusión. Cuando despertó y se enteró de lo sucedido, pidió que llamaran a Jacinto, que esperaba en la sala del pasillo, sin decir nada.
Cuando acudió junto a la cama de Lucrecia, ésta lo aguardaba con una gran sonrisa que lo hizo poner colorado de la vergüenza. Era la primera vez que intercambiaban miradas. La cocodrila agradeció los cuidados y Jacinto tomó coraje para confesarle su amor.
Como siempre, Jacinto logró su objetivo, aunque esta vez no fue por su determinación, sino por un acto impensado y espontáneo, que le valió el amor. Cuando los actos son genuinos y desinteresados, tienen mayor valor y nos dejan con la alegría de haber seguido a nuestro corazón.
Autora: Andrea Sorchantes

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