ÓSCAR SIPÁN: UN CUENTO DEL OESTE
[Óscar Sipán me envía su relato del volumen Vivo o muerto. Cuentos del spaghetti-western,
que ha publicado Tropo editorial. Aún no he podido leer el libro, pero
anticipo aquí este texto del narrador y editor oscense que figura en
este volumen coral. La imagen es un póster de Gary Cooper en Solo ante el peligro, High noon.]
LOS BRAZOS VENCIDOS
“Cuando vio a mi tío con la escopeta
en la mano, la perra comprendió que él
iba a matarla. Y lo siguió hacia el
descampado elegido para el sacrificio,
porque había nacido para obedecerle”
Daniel Moyano
MI PADRE SE QUITA
los guantes de cuero, arquea los dedos y estira los tendones,
despertándolos para la muerte, mide la distancia sin parpadear y
desenfunda. Suena un disparo. Los cuervos levantan el vuelo en el
cementerio. Mi padre sabe que la lentitud es la auténtica arma del
pistolero rápido, pero el guión le obliga a llevarse las manos al
estómago y mirar con incredulidad antes de desplomarse, agonizante,
sobre el polvo de la calle. “Toma buena”, grita alguien, al otro lado de
la cámara. Mi padre continúa entregado al personaje, los pulmones en
barbecho, inmóvil, mineral. Pero le pasa como a mí, que nadie le toma en
serio. Porque mi apellido no es Expósito: yo soy hijo del pistolero
zurdo Lex Archer.
Me
cuesta reconocer a mi madre en el álbum de fotos: las mejillas
encendidas, el cuerpo elástico de una saltadora de altura, la boca de
porcelana fina, la alegría contagiosa. Sin embargo, la mujer de camisón
blanco que visito junto a mi abuela, una vez al mes, en ese siniestro
edificio rodeado de jardines, gime como una perra siguiendo un rastro
imaginario hasta el final de sus días.
En
uno de sus escasos momentos de lucidez, mi madre preservó la figura de
mi padre y me contó su historia: rodaban exteriores para una película
del oeste titulada Texas Kid, a pocos kilómetros del pueblo, en
el Barranco de las Balas. Lex Archer, actor norteamericano encasillado
en papeles de pistolero, el eterno malo de la película, tuvo una fuerte
discusión con el director, empeñado en suprimir una escena que le había
costado numerosos ensayos y una costilla magullada, y terminó acusándole
de sádico y zarandeándole como un muñeco y, tomando prestada la moto de
un extra, se dio a la fuga. Imagino a mi padre acelerando, el pelo al
viento, la estepa monegrina reflejada en sus gafas de espejo. Mi madre
esperaba el autobús en el apeadero, con un vestido escotado y veinte
primaveras, cuando Lex Archer se detuvo. Se quitó las gafas de espejo
para verla sin filtros, al natural, y le preguntó por un hotel, en un
castellano deformado y nasal aprendido entre rodaje y rodaje, en los
poblados de Almería, Esplugas de Llobregat y Hoyo de Manzanares, en las
juergas flamencas, en las noches de jarana. Se entendieron sin idiomas,
como se entienden los amantes o los ladrones, se juraron amor eterno y
pasaron la noche juntos. Lex Archer prometió volver a buscarla. Meses
más tarde, cuando ya no pudo ocultar su embarazo, se vio forzada a
confesar el encuentro. Pero nadie le creyó.
Me
gusta pensar en esta imagen: una bala en equilibrio sobre el vientre
hinchado, colosal, sietemesino de mi madre. Me muevo en su interior y la
bala cae.
En
una regla no escrita, las mujeres del pueblo, como el retablo de la
iglesia o el camposanto, pertenecen al pueblo. Los mozos disuaden a los
forasteros de cualquier acercamiento, las pastorean, cuidan de la
manada. “¡Vamos a matar al tapagujeros que te ha preñado!”, gritaron al
enterarse. Y le dieron una brutal paliza a un vecino de Lanaja que bailó
con ella en las últimas fiestas. La marcaron como a una res por
atreverse a mirar más allá de las fronteras y por no conformarse, como
todas, con un hombre de campo con gorra, pelo grasiento y camiseta de
publicidad o con un vendedor de enciclopedias con aspiraciones
políticas. A modo de expiación, le impusieron una amargura que pesaba
como una segunda alma. El aire se volvió irrespirable. Antes de caer en
el pozo negro de la locura, mi madre rezó con todas sus fuerzas para que
Lex Archer volviese a rescatarla. Pero sus oraciones nunca llegaron a
América.
Al
salir de la escuela, escupen a mi paso y me llaman “bastardo” o “hijo
de puta”. Y todo porque soy alto y rubio como mi padre. Odio este
infierno, les odio. Tengo un dólar de plata, una estrella de sheriff y
un cartapacio lleno de programas de mano y recortes de películas: mi
padre, al pie de las Montañas Rocosas, con el sombrero calado y la barba
canela de tres días, mi padre volteando una mesa de póker, mi padre
atravesando las puertas del Saloon y dejando en ridículo a un
tipo con una cicatriz de media luna, mi padre asaltando una diligencia,
con esa sonrisa acostumbrada a robarle el corazón a las coristas, mi
padre domando un caballo pinto en un lodazal. Soy alto y rubio como mi
padre, el único rubio de todo el pueblo, el hijo del pistolero malo.
Día
de visita. En el pasillo, dos enfermeras sujetan a una interna con
convulsiones. Una anciana acaricia un gato pardo en un sillón. Encuentro
a mi madre en la bañera, las venas abiertas y una postal del Gran Cañón
de Colorado flotando en el agua. Lleva su mejor vestido, sonríe, parece
haber recuperado el esplendor, la inocencia. Supongo que no ha querido
que él la contemplase ajada por el tiempo, la ginebra y los
ansiolíticos, cubierta de canas, derrotada.
Ha
llegado el momento de la venganza: le he robado un arma al médico y me
dirijo a encontrarme con mi destino. Llevo toda mi vida esperando este
día, practicando con una pistola de plástico, una y otra vez, acumulando
odio y destreza frente al espejo. Ya vienen, tras los encapuchados con
tambores y los pasos de Semana Santa: el brillo acharolado del tricornio
del sargento, el bastón de mando del alcalde, el cura arrastrando la
sotana, las caras sudorosas de los caciques envueltos en trajes de paño y
caspa, los cánticos de las beatas que sostienen velas y rosarios y
caminan descalzas tras el Paso de la Cama. Contaré hasta diez y les mostraré el legado de Lex Archer, el legado de mi padre: el arte de matar por la espalda.
Oscar Sipán
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