sábado, 12 de septiembre de 2009

GOY

GOY

(Recordando a “Goy” y a su dueño. Basado en la vida de "Goy")

Él era lo que se dice un perro vagabundo. Lo encontró acurrucado bajo un coche abandonado, en una de las esquinas de la ciudad. Al pasar cerca de aquel coche, desguazado y quemado, le llamó la atención unos leves gemidos contenidos. Como si aquel que lloraba, tuviese miedo de ser descubierto.

Él se detuvo delante del coche y los gemidos cesaron. Se acuclilló para poder verlo.

Parecía un saco sucio y viejo. Sólo lo diferenciaba de aquel deshecho sus dos ojos negros, brillantes y húmedos, que le miraban fijamente, y el temblor de su cuerpo, al ver aquella extraña cabeza que asomaba por debajo del coche.

- ¡Ven, perrito! ¡Ven!.- Pero él no le hacía caso. Lo miraba desafiante, con temor, sin mover una sola pata.

El joven alargó su mano para poder tocarlo, pero el perro le gruñó. Un gruñido cargado de dolor. Aquella persona comprendió que no se trataba de cualquier perro vagabundo. De esos que buscan desesperadamente compañía y cariño, calor y comida. No. Aquel perro debía ser anciano. Un perro desengañado de la vida, maltratado y humillado por otros seres. Un perro sin ninguna confianza en el ser humano, con más de una patada sobre el lomo, cuando lo que buscaba simplemente era una caricia y unas palabras que confirmaran su ya finalizada desventura.

El joven, se sentó en le bordillo de la acera esperando a que se decidiera a salir, una vez le hubiese tomado confianza.

Pasaron así varios minutos en silencio. El uno frente a los pies del otro. El perro volvió a gemir, pero cuando el chico le decía alguna palabra cariñosa, aquel callaba como diciéndole.

- ¡Déjame en paz!, ¿No ves que quiero estar solo?¡Lárgate!.

Así que el joven no le volvió a decir nada, y lo dejó gemir y jadear tranquilamente.

Pasó así una hora. La gente que pasaba, miraba a aquel chaval silencioso, sentado en la acera frente al deteriorado coche. Lo confundían con un pobre de la calle y más de uno le había arrojado unas monedas, a lo que él contestaba con su voz grave.

-¡Oye, tú! No quiero tu dinero. ¿Por quién me has tomado?.-

A lo que el confuso viandante, respondía acelerando el paso, volviéndole a confundir con un loco agresivo.

El joven sacó de su mochila un bocadillo. Se comió la mitad y el resto lo deshizo en migas. Se lo puso sobre un periódico cerca del animal. Luego rompió una botella de plástico, convirtiéndola en vasija y la llenó de agua, para que el perro pudiese beber.

Pero el tiempo seguía pasando y el animal no se decidía a salir, simplemente iba dejando de gemir.

Pasaron dos horas y finalmente se quedó dormido hasta que un vapor caliente sobre su oreja, le hizo reaccionar. Abrió los ojos. La comida y el agua habían desaparecido. Tan solo quedaba el periódico mordisqueado y la vasija volcada.

Volvió la cabeza hacia un lado y allí estaba el perro mirándolo. Cuando alargó su mano para

tocarlo, éste retrocedió gruñéndole, pero un gruñido apenas perceptible, como sin querer.

Era un perro con el pelo largo, negro y sucio. Tenía algún pelado sobre el lomo. En una de sus patas había una herida profunda y sangrante, y en la cola, tenía atada con una cuerda dos o tres latas. Tan solo con echarle una ojeada, se podía comprender lo que aquella mirada fija y brillante te quería decir.

- ¡Ven! ¡Acércate!.- Le dijo con la cabeza, sin moverse para que no se asustara.

El perro se fue acercando lentamente. Luego se dejó acariciar, y más tarde, cuando permitió que el hombre le desatara aquella humillante carga, le dio un pequeño lametón en una de sus manos.

Cuando el chico se levantó, le dijo al perro que se fuese con él muy dulcemente. El perro le siguió, asustándose, cada vez que se cruzaban con cualquier persona desconocida.

Así, con lo días, poco a poco fueron tomándose confianza.

Lo llevó a una casa de campo. Lo lavó, desparasitó y le curó la herida. Descubrió una vieja y oxidada placa que llevaba colgada de un collar, en la que ponía, GOY.

Aquel viejo perro abandonado, había pertenecido a alguien. Goy era su nombre. Pero ahora el perro no deseaba pertenecer a nadie, por mucho amor y gratitud que mostraba hacia aquel hombre que ahora le cuidaba.

Goy siempre dormía fuera de casa, en la terraza, y le habían dejado un trozo de verja abierta, para que pudiese salir cuando quisiera. Tan solo se llevaba bien con dos o tres personas, a fuerza de paciencia y cariño, pero a los que no le mostraban ninguna de estas dos cosas, los temía enormemente. Tampoco se llevaba bien con casi ningún perro de su nuevo amigo. Así que pasaba largas temporadas fuera de casa, y volvía en busca de comida que le dejaban en la terraza.

Cuando la casa se encontraba deshabitada, entonces él vivía tranquilamente allí, en la soledad y libertad. Sin tener que temer o desconfiar de nadie.

Su amigo iba a visitarle de vez en cuando y en tiempo de vacaciones. Cuando llegaba, nunca encontraba a Goy en casa. Entonces salía a la terraza y lo esperaba sobre la hora de cenar. Y cuando Goy aparecía paseando por el campo, él se levantaba y gritaba su nombre.

- ¡Goy, Goy! Estoy aquí.-

Y el perro se detenía y le miraba fijamente en la distancia. Caminaba despacio, agachándose, moviendo todo su cuerpo de un lado a otro, y gimiendo de alegría. Tardaba varios minutos, hasta que dejaba acariciarse. Como desconfiando al principio, de que su amigo hubiese cambiado, no fuese el mismo que le rescató. Pero una vez recuperaba la confianza, se dejaba tocar y lamía su mano mostrando su gratitud.

Sus amigos del barrio lo podían ver muchas veces paseando solo por el campo y los parques, persiguiendo a alguna perrita, husmeando por las basuras. Con su aire triste, independiente, cansado, libre, solemne.

Pasado mucho tiempo, Goy no apareció. Al principio no se extrañaron, pero el perro ya se había hecho muy viejo, y casi todas las noches volvía a comer y a dormir a casa. Así que salieron a buscarlo en coche, por los campos vecinos.

Lo encontraron tumbado y dolorido en medio de un campo cercano a su casa.

-¡Goy, Goy!.-Le gritaron, pero el perro no acudía. Se fueron acercando. Tan solo escuchaban unos leves, muy leves gemidos.

- ¡Goy!.- Gritó su amigo.

Tenía una herida en la parte trasera del lomo, y no podía moverse. Lo llevaron rápidamente al veterinario. Le dijeron que había recibido un mordisco en una mala zona, y que se había quedado paralítico.

No se movía, no reconocía a nadie. Tan solo gemía pausadamente, con su aire cansado y triste. Con su mirada fija y brillante hacia ninguna parte. Tuvieron que sacrificarlo.

Cuando algún amigo o conocido de aquel joven, le preguntan por Goy, él contesta:

- Se fue de casa y aún no ha regresado. ¡Es un perro libre y fuerte!. Seguro que estará bien.-

Y yo imagino a Goy sentado en una de las esquinas de la fantasmagórica ciudad. En silencio, hastiado de su vida y de sus semejantes, con un hombre acurrucado durmiendo a sus pies.


Si existe el paraíso, seguro que debe de estar lleno de perros u hombres como Goy, paseando tranquilamente por campos lejanos.


(Relatos de naúfragos)

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