EL JOVEN NÁUFRAGO
Te sorprendiste con la mirada perdida tras la cristalera del bar. Agitando compulsivamente la cucharita contra la taza de café ya vacía. Tinc. Tinc, tinc, y el anciano de la mesa de al lado te miraba con cara furiosa porque tu tinc, tinc, tinc, iba subiendo de tono a medida que te ibas adentrando en ese estado de nebulosidad en el que te solían envolver tus pensamientos.
Él ya no volvería. Él se habrá perdido entre esa marea de gente que deambulaba por la ciudad. El se perdió para siempre. Y aunque el corazón se te exalte cada vez que veas unos andares de perro viejo cansado o un gesto de niño perdido, o unos ojos que suplican atención, no serán él, ni su desaliño, ni su cuerpo hastiado. Porque él, él ya no está. Habrá desaparecido entre esa nube de ires y venires que es la ciudad. Se evaporó sin más. Como un ángel. Y te cuesta reconocer tu estupidez. Si él se esfumó, andará tendido en cualquier solar de la triste y soleada ciudad, ignorando a tu ángel, Lucía.
¡Cómo es a veces la vida cuando pierde su sentido! Largos paseos por el asfalto, siempre caminos programados, mil veces recorridos, entre caras grises, iluminadas por la luz de los escaparates de una calle comercial. Y de repente, como en un sueño, resplandeciente de luz blanca, con movimientos pausados, como si el tiempo se hubiera detenido en la periferia de su cuerpo, lo encontraste. Acurrucado en el portal, tenso por la rabia y el desconcierto, con la cara sucia de niño que ha llorado, de niño magullado, de mar contenido. Náufrago sin tabla. Mordisqueando un trozo de pan mientras su perro relamía el envase de un yogurt. Niño absorto en su rabia y melancolía. Allí cabizbajo, viendo pies polvorosos que pasaban por su lado.
Aquella vez, aquella rara vez, ya sentiste sin saberlo ese impulso de correr a su lado. Quizá tal y como en su sueño, él infinitamente había soñado.
Creíste reconocerlo, erguido allí en medio de la calle, vacilante, agresivo y necesitado. No sentía humillación alguna. El hacía lo que tenía que hacer para sobrevivir en su mundo-infierno en el que se había metido, y aquellos que ni le miraban no eran más que objeto de su desprecio. Les juzgaba con una mirada fría, pero no de una frialdad indiferente. Seguía siendo el rostro de un niño al que la sonrisa y la mirada se le han enfriado cuando lo han dejado solo llorando amargamente contra el suelo helado.
Escupir al suelo cuando la policía, una vez le daban la espalda, lo expulsaban del lugar. A lo que él, obediente pero no sumiso, accedía.
Tal vez fue cuando perdió esa insolencia y esa arrogancia, cuando el mundo se le vino abajo. La ciudad de cemento pudieron con él y contigo. Sí, Lucía, y contigo también.
Aquella última vez que lo viste, te sorprendiste como ahora, absorta en tu mirada. Lo viste allí, en medio de la calle comercial, cerca de la catedral. A lo mejor había elegido aquel lugar a propósito, para conmover y conseguir alguna limosna. Pero te fijaste bien en él. Hacía mucho tiempo que no te lo encontrabas. Estaba allí, apostillado en el suelo, con los brazos en cruz, el rostro amoratado, agachada la cabeza. Por primera vez avergonzado y humillado. Su perro le ladraba y daba vueltas nervioso a su alrededor.
- ¡Tú no! Tú no debes hacer esto. No puedes. ¡Levanta!-
Imaginabas que le decía su perro. Pero él seguía inmóvil. Tan sólo zarandeado por cuerpos acelerados que pasaban por su lado, haciéndolo invisible, a tu ángel.
Porque nunca fue tan ángel como hasta ese momento.
Y entonces, una vez lo sobrepasaste, como cualquier viandante ajeno a lo que ocurría, cerraste tus ojos y lloraste.
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