sábado, 12 de septiembre de 2009

LA SALITA DE ESTAR

(Relatos de naúfragos)


LA SALITA DE ESTAR

Vivían en las inmediaciones del río, en el centro de la ciudad. Fue ella la que lo llevó arrastras desde la plaza donde fue a buscarlo, interrumpiendo su trabajo rutinario.

Él ya no protestaba aunque la situación le pareciera ridícula. Quizá no tan ridícula como otras anteriores.

Con los ojos vendados con un trozo de retal desteñido, iba siendo tironeado de la manga por aquellos arrebatos apasionados que la cegaban.

- ¡Cuidado!, Un escalón. ¡Venga! ¡Date prisa!

Él había aprendido a no contradecirle cuando le venían esos impulsos incontrolados, porque si así lo hacía, tenían el efecto de una pedrada que la sumían en un agua calma en la que con frecuencia desembocaba su vida durante días. Desorientado, no sabía en que zona de la ciudad se encontraba hasta que percibió el sonido del agua también entonado por ella.

- ¡Escucha! ¿Puedes oírlo? ¿A qué jamás podrías haber imaginado vivir tan cerca del río?- Decía con el rostro encendido. - ¡Destápate! Ya hemos llegado. Es pequeño ¿verdad? Pero ya nos acostumbraremos.

A él le costaba habituarse de nuevo a la luz del sol. La buscó con esa mirada confundida que solía caracterizarlo, guiándose por el hilo de su voz ininterrumpido. La descubrió dentro de un destartalado Ranault cinco, con la chapa quemada, esqueletos de ruedas y cristales rotos. Le indicó con una mano que pasara a eso que ella, durante instantes anteriores, había llamado su pequeño hogar, y que ahora él, en su desconcierto, no podía asociar con ese montón de chatarra.

Se introdujo con su habitual pesar de movimientos dentro del coche sin mirar apenas aquel rostro reluciente, sonrisa que le saltaba de los labios y aquellos pequeños ojillos tapados por el abundante flequillo que caía sobre su frente.

- Todavía no has dicho nada. ¿No te gusta? Está un poco roto, pero pondré cartón en las ventanillas y buscaré tela para forrar los asientos. Ya verás. ¡Quedará precioso!

Él seguía indiferente, sin mirarla apenas, hasta que ella cambió bruscamente su voz entusiasta por un grito que se confundía entre la desesperación y la súplica.

- ¡Por favor! No me hagas esto.

Y más que con intención, sin remedio alguno, él cogió su mano torpemente entre sus dedos y le dijo con voz cansada.

- Sí. Quedará precioso. Seguro

Ella se soltó bruscamente para engancharse a su cuello y susurrarle al oído en tono de confidencia, con su voz apagada de niña - Lo sabía. Sabía que te gustaría.

Poco a poco el destartalado Renault iba adquiriendo el aire familiar de una diminuta salita de estar. Con viejos retales iba tapizando los asientos. Cajas y cartones sirvieron para tapar heridas abiertas en el metal. Confeccionó también cortinas, porque le deprimía levantarse todas las mañanas con la sensación de estar viviendo dentro de una enorme y asfixiante caja, que es lo que finalmente fue.

Él pasaba el día en sus tareas habituales: bares, la puerta de alguna iglesia, y taquillas de cine.

Cuando llegaba a casa, ¡casa!, palabra que le hacía sonreír con tan sólo pronunciarla, siempre había algún adorno con el que entretenerse mirando, charlando, hasta que el sueño les vencía.

El volante, freno de mano, los pedales e incluso la guantera... poco a poco todo fue desapareciendo para ir ampliando el saloncito.

- Necesitamos más espacio. Un poco más de sitio. Esto es demasiado pequeño.

Era la respuesta que ella le daba cuando él, en tono burlón, le preguntaba “qué narices estaba haciendo”.

Aquella noche ella lo esperó sentada en los escalones de madera, que no eran más que cajas vacías de vino, de su imaginado palacio. Llevaba el pelo ordenado y jugueteaba con una flor sobre su vestido. Parecía a lo lejos más niña que nunca.

Cuando lo vio llegar en la distancia, al perro cansado como solía llamarlo, se colgó de su cuello. Él la interrogó con la mirada, resignado a esas reacciones impulsivas a las que se estaba acostumbrado. Adivinaba en sus ojos el bostezo de un incipiente sueño. Ella le cogió de los dedos y lo llevó al interior de la casa.

- ¿Has visto? Ya es lo suficientemente grande. Así ya está bien.

Ella seguía hablando, conducida por ese monólogo incansable, y él, perdiendo poco a poco el sentido de aquellas palabras, se iba sumergiendo en los fantasmas de un mundo anterior, de una realidad perdida en el pasado que le atormentaban.

- Ya puede venir él. Ya podemos tener a nuestro hijo.

Aquellos últimos días llegaba a casa borracho, más que nunca, y miraba con un rechazo doloroso a aquella que se había convertido en su mujercita, que le había hecho inventar una realidad que él, quizá, ya había vivido en un país lejano, tan lejano que ya había desaparecido de su memoria.

Días después contemplaba a su jovencísima compañera, de nuevo en esa agua clama que la envolvía, ausente de todo lo que la rodeaba. Ahí, a sus pies, en las taquillas del cine, la contemplaba jugando con su flor sobre el sucio y oscurecido vestido. Tal como la encontró la noche anterior, cuando llegando a casa, vio en la lejanía, cerca del río, la columna de humo y rojo en la noche. Pudo escuchar las sirenas de los bomberos, y en lo más profundo de su interior, el llanto desesperado de una mujer. Corrió apresuradamente hacia ella, buscándola entre el humo y el agua de las mangueras. La encontró en la noche, apartada y escondida entre los coches aparcados, como un animal herido y asustado. Ausente de todo y de todos, lo había borrado de su memoria, y ya nunca más, se volvería a abalanzar sobre su cuello a susurrarle locas palabras de amor.

Ahora, la miraba de reojo y con compasión, mientras acercaba la lata a las manos de los que hacían cola para entrar en el cine. No podía dejar de pensar que tal vez hubiera sido hermoso, ¡hubiera sido hermoso!

Pero ahora, siempre, lo sentía todo tan, tan lejano, como haber vivido en un país recóndito donde una vez quizá tuvo una casa y una familia, pero el dolor inmenso había hecho que desapareciesen de su memoria. Como él había desaparecido en los sueños de ella, su joven y nueva compañera, que una vez, no hacía mucho, fue su mujercita.

(Este relato me lo inspiró la primera mujer joven que vi viviendo en la calle. Era menuda, extremadamente reservada, de cara dulce, con un flequillo que le llegaba hasta los ojos. Parecía una niña. Con el tiempo la vi con otro joven extranjero de ojos azules, calmados, tristes, pero atentos, con el que solía ir acompañada. Me parecía verla sonreír cuando estaban los dos juntos.
Parte del relato también está basado en la primera pareja de chavales jóvenes que vivían en un barrio en el que viví. Después de verse obligados a abandonar “su hogar”, los vi una última vez por el centro de la ciudad. Ella, ajena a las personas que pasaban por la calle, jugueteaba contenta en el suelo con un cachorro de perro, como si fuera su propio hijo.)



CARTA DESDE EL BUQUE FANTASMA

CARTA DESDE EL BUQUE FANTASMA

Hace tiempo que no hablamos. Lo que fue una aventura peligrosa pero necesaria para subsistir, se ha convertido en una irrefrenable pesadilla. Estamos encerrados en la bodega de este buque de la muerte, donde mis compañeros y yo podemos verificar que existe el infierno. Estamos abrasándonos en él. Ya no tenemos palabras de ánimo que regalarnos. Los colmillos de la muerte nos muerden por todo el cuerpo sin piedad, pero nosotros mantenemos nuestra lucha con esperanza hasta el final.

Quisimos viajar al otro continente. Atravesar el espejo e ir allí donde nos contaron de niños, que los dioses convertían el plástico en alimento..

Sueño con comer algo, mandar un poco de dinero a mi familia, para que no sigan muriendo de hambre, para que no sigan viviendo en la humillación sabiendo lo que sabemos‚ ¡que los dioses existen!

Esta noche he soñado algo extraño. Sigo teniendo fuerzas para soñar. Estaba en mi tierra con mi familia. Éramos pocos y teníamos comida. Llegaban unas bestias con el rostro tapado y nos apaleaban, nos mataban y nos robaban los bosques, las rocas, la tierra y se lo llevaban allí, donde a cambio de unos papeles, podías comer hasta reventar. Y a nosotros nos dejaban un espacio de tierra seco, improductivo, y si intentábamos movernos, nos apaleaban de nuevo...

Ni un movimiento, ni un lamento. Ya sólo oímos el ruido de nuestra respiración, lo único que delata que seguimos vivos. ¿A quién le importa ahora que perezcamos en esta bodega?. ¡Hipócritas! A nadie les preocupa nuestra situación y nuestra muerte...

El sueño me vuelve a invadir. Hemos llegado al sitio tan anhelado, pero los dioses han mandado a unos orangutanes, que nos prohíben el paso.

-¡Hola! ¡Buenos días!- Les decimos- Venimos en busca de trabajo para poder comer y no morir.- Pero ellos son insensibles. Nos abrimos paso como podemos. Llegamos ante los dioses que se están dando un gran festín. Nos ignoran. Les decimos que venimos en busca de nuevos horizontes donde poder trabajar, comer y vivir, pero nos miran con indiferencia. No son muy diferentes de los encapuchados del anterior sueño. No nos matan, no nos apalean, pero su indiferencia y negativa asesinan las más remotas esperanzas y sueños que albergábamos en aquellos pseudo-dioses que no son más que ladrones. Todo lo poseen ellos: el alimento que les falta a nuestro cuerpo y a ellos les sobra, nuestras riquezas naturales, la ambición más sangrienta, la hipocresía más educada. Entendí que ellos eran dioses, porque tenían humanos a quienes castigar por sus pecados. El pecado de no ser ni asesinos ni ladrones...

Tan solo son sueños, me tranquilizo. Sé que el viaje valdrá la pena. Encontraremos a gente que nos comprenda, que nos ayude, y saldremos todos del infierno de esta bodega. Pero hay que reconocer que el pánico me invade por momentos y no puedo dejar de pensar que quizá moriremos todos aquí dentro. Mis compañeros deben de tener más fuerzas y esperanzas que yo...

Ahora sueño con la sonrisa de mi madre, con el perfume de mi tierra, con un cielo y aire limpio, y con un buen, enorme y sabroso filete de carne. ­ ¡Ojalá fuese éste mi último sueño!, pero este buque fantasma no deja de navegar.


(Relatos de naúfragos)

GOY

GOY

(Recordando a “Goy” y a su dueño. Basado en la vida de "Goy")

Él era lo que se dice un perro vagabundo. Lo encontró acurrucado bajo un coche abandonado, en una de las esquinas de la ciudad. Al pasar cerca de aquel coche, desguazado y quemado, le llamó la atención unos leves gemidos contenidos. Como si aquel que lloraba, tuviese miedo de ser descubierto.

Él se detuvo delante del coche y los gemidos cesaron. Se acuclilló para poder verlo.

Parecía un saco sucio y viejo. Sólo lo diferenciaba de aquel deshecho sus dos ojos negros, brillantes y húmedos, que le miraban fijamente, y el temblor de su cuerpo, al ver aquella extraña cabeza que asomaba por debajo del coche.

- ¡Ven, perrito! ¡Ven!.- Pero él no le hacía caso. Lo miraba desafiante, con temor, sin mover una sola pata.

El joven alargó su mano para poder tocarlo, pero el perro le gruñó. Un gruñido cargado de dolor. Aquella persona comprendió que no se trataba de cualquier perro vagabundo. De esos que buscan desesperadamente compañía y cariño, calor y comida. No. Aquel perro debía ser anciano. Un perro desengañado de la vida, maltratado y humillado por otros seres. Un perro sin ninguna confianza en el ser humano, con más de una patada sobre el lomo, cuando lo que buscaba simplemente era una caricia y unas palabras que confirmaran su ya finalizada desventura.

El joven, se sentó en le bordillo de la acera esperando a que se decidiera a salir, una vez le hubiese tomado confianza.

Pasaron así varios minutos en silencio. El uno frente a los pies del otro. El perro volvió a gemir, pero cuando el chico le decía alguna palabra cariñosa, aquel callaba como diciéndole.

- ¡Déjame en paz!, ¿No ves que quiero estar solo?¡Lárgate!.

Así que el joven no le volvió a decir nada, y lo dejó gemir y jadear tranquilamente.

Pasó así una hora. La gente que pasaba, miraba a aquel chaval silencioso, sentado en la acera frente al deteriorado coche. Lo confundían con un pobre de la calle y más de uno le había arrojado unas monedas, a lo que él contestaba con su voz grave.

-¡Oye, tú! No quiero tu dinero. ¿Por quién me has tomado?.-

A lo que el confuso viandante, respondía acelerando el paso, volviéndole a confundir con un loco agresivo.

El joven sacó de su mochila un bocadillo. Se comió la mitad y el resto lo deshizo en migas. Se lo puso sobre un periódico cerca del animal. Luego rompió una botella de plástico, convirtiéndola en vasija y la llenó de agua, para que el perro pudiese beber.

Pero el tiempo seguía pasando y el animal no se decidía a salir, simplemente iba dejando de gemir.

Pasaron dos horas y finalmente se quedó dormido hasta que un vapor caliente sobre su oreja, le hizo reaccionar. Abrió los ojos. La comida y el agua habían desaparecido. Tan solo quedaba el periódico mordisqueado y la vasija volcada.

Volvió la cabeza hacia un lado y allí estaba el perro mirándolo. Cuando alargó su mano para

tocarlo, éste retrocedió gruñéndole, pero un gruñido apenas perceptible, como sin querer.

Era un perro con el pelo largo, negro y sucio. Tenía algún pelado sobre el lomo. En una de sus patas había una herida profunda y sangrante, y en la cola, tenía atada con una cuerda dos o tres latas. Tan solo con echarle una ojeada, se podía comprender lo que aquella mirada fija y brillante te quería decir.

- ¡Ven! ¡Acércate!.- Le dijo con la cabeza, sin moverse para que no se asustara.

El perro se fue acercando lentamente. Luego se dejó acariciar, y más tarde, cuando permitió que el hombre le desatara aquella humillante carga, le dio un pequeño lametón en una de sus manos.

Cuando el chico se levantó, le dijo al perro que se fuese con él muy dulcemente. El perro le siguió, asustándose, cada vez que se cruzaban con cualquier persona desconocida.

Así, con lo días, poco a poco fueron tomándose confianza.

Lo llevó a una casa de campo. Lo lavó, desparasitó y le curó la herida. Descubrió una vieja y oxidada placa que llevaba colgada de un collar, en la que ponía, GOY.

Aquel viejo perro abandonado, había pertenecido a alguien. Goy era su nombre. Pero ahora el perro no deseaba pertenecer a nadie, por mucho amor y gratitud que mostraba hacia aquel hombre que ahora le cuidaba.

Goy siempre dormía fuera de casa, en la terraza, y le habían dejado un trozo de verja abierta, para que pudiese salir cuando quisiera. Tan solo se llevaba bien con dos o tres personas, a fuerza de paciencia y cariño, pero a los que no le mostraban ninguna de estas dos cosas, los temía enormemente. Tampoco se llevaba bien con casi ningún perro de su nuevo amigo. Así que pasaba largas temporadas fuera de casa, y volvía en busca de comida que le dejaban en la terraza.

Cuando la casa se encontraba deshabitada, entonces él vivía tranquilamente allí, en la soledad y libertad. Sin tener que temer o desconfiar de nadie.

Su amigo iba a visitarle de vez en cuando y en tiempo de vacaciones. Cuando llegaba, nunca encontraba a Goy en casa. Entonces salía a la terraza y lo esperaba sobre la hora de cenar. Y cuando Goy aparecía paseando por el campo, él se levantaba y gritaba su nombre.

- ¡Goy, Goy! Estoy aquí.-

Y el perro se detenía y le miraba fijamente en la distancia. Caminaba despacio, agachándose, moviendo todo su cuerpo de un lado a otro, y gimiendo de alegría. Tardaba varios minutos, hasta que dejaba acariciarse. Como desconfiando al principio, de que su amigo hubiese cambiado, no fuese el mismo que le rescató. Pero una vez recuperaba la confianza, se dejaba tocar y lamía su mano mostrando su gratitud.

Sus amigos del barrio lo podían ver muchas veces paseando solo por el campo y los parques, persiguiendo a alguna perrita, husmeando por las basuras. Con su aire triste, independiente, cansado, libre, solemne.

Pasado mucho tiempo, Goy no apareció. Al principio no se extrañaron, pero el perro ya se había hecho muy viejo, y casi todas las noches volvía a comer y a dormir a casa. Así que salieron a buscarlo en coche, por los campos vecinos.

Lo encontraron tumbado y dolorido en medio de un campo cercano a su casa.

-¡Goy, Goy!.-Le gritaron, pero el perro no acudía. Se fueron acercando. Tan solo escuchaban unos leves, muy leves gemidos.

- ¡Goy!.- Gritó su amigo.

Tenía una herida en la parte trasera del lomo, y no podía moverse. Lo llevaron rápidamente al veterinario. Le dijeron que había recibido un mordisco en una mala zona, y que se había quedado paralítico.

No se movía, no reconocía a nadie. Tan solo gemía pausadamente, con su aire cansado y triste. Con su mirada fija y brillante hacia ninguna parte. Tuvieron que sacrificarlo.

Cuando algún amigo o conocido de aquel joven, le preguntan por Goy, él contesta:

- Se fue de casa y aún no ha regresado. ¡Es un perro libre y fuerte!. Seguro que estará bien.-

Y yo imagino a Goy sentado en una de las esquinas de la fantasmagórica ciudad. En silencio, hastiado de su vida y de sus semejantes, con un hombre acurrucado durmiendo a sus pies.


Si existe el paraíso, seguro que debe de estar lleno de perros u hombres como Goy, paseando tranquilamente por campos lejanos.


(Relatos de naúfragos)

EL CABALLERO DE LAS BLANCAS PALOMAS

EL CABALLERO DE LAS BLANCAS PALOMAS

Allí fue él una fría mañana de enero con sus cuatro monedas perdidas en el bolsillo de su raída chaqueta y caminando enérgicamente con unas agujereadas playeras.

Se sentó en un banco de la plaza, y al alzar su cabeza hacia el cielo, vio volar cientos de palomas.

“Hoy es le día. Sí. Definitivamente las palomas lo presagian” Y después de dar una vuelta de reconocimiento a la mojada plaza, se acercó a un anciano que ojeaba el periódico sobre un húmedo banco.

- ¡Buenos días!, señor ¿le importa que hable con usted un rato?

- Sí, dígame. ¿Qué desea?- Contestó bruscamente el viejo, cerrando estrepitosamente el periódico y mirándolo con desconfianza.

- Sólo quería hablar con usted. ¿Se siente solo? ¿Teme a la muerte?

- ¿Es usted un vendedor de seguros? No.Los siento, pero no me interesa.- Le contestó abriendo de nuevo el periódico.

- No, no.- Le dijo sonriendo como quien va a explicar algo evidente.- Ni mucho menos. Es que, como lo he visto aquí tan solo, .... he pensado que quizá necesitaba compañía.

El viejo hombre, ya sin cerrar el periódico, lo miró de reojo, frunciendo el ceño y con una sonrisa burlona le contestó:

- No, no, en absoluto.¡Qué me voy a sentir solo! Ahora mismo llegará mi señora. Es que la estoy esperando para ir a misa. No se preocupe.

- Bueno, en ese caso, ¿no le importa que prosiga mi camino?

- Es absoluto. ¡Marche, marche! Usted tranquilo.- Le despedía agitando la mano dándole permiso para que se marchara.

- ¡Hasta luego!-

- ¡Hasta luego y que lo pase bien!.- le contestó el anciano sin mirarlo y sumergiéndose de nuevo en la soledad de las páginas del diario.- ¡Pobre chalado!- murmuró mientras lo veía desaparecer por la una de las calles estrechas que desembocaban en la plaza.

El hombre continuó su camino. De vez en cuando alzaba la cabeza y se detenía para observar a las blancas palomas que seguían su camino. Cuando sintió hambre, se metió en un bar.

- ¡Buenos días, caballero!- Le dijo al camarero.-¿Qué tal se encuentra?

- ¡Buenos días!.-le respondió el joven mientras pasaba el trapo por la barra.

- Mire, no tengo dinero, sólo estos duros. Pero, si hiciera el favor de darme algo de comer, se lo agradecería. Sabe, no he comido nada desde hace dos días.- Le decía enseñándole sus cuatro monedas.

- Lo siento señor.- Le contestó el joven tímidamente.- Yo, yo no puedo hacer nada.-

- Tan sólo quiero un poco. Algo que te sobrara de ayer. Me conformo con poco. Simplemente para engañar al estómago.-

- ¿Qué pasa aquí?- Interrumpió la escena un camarero barrigudo y con perilla que lo había estado observando desde que entró.

- Nada,...que este caballero quiere algo de comer, pero no tiene dinero.- Decía mientras los comensales prestaban atención a la escena.

- Sí que tengo dinero. Si con esto pudiera....- Insistía mostrando sus monedas.

Venga, venga. Haga el favor de salir. Hay un comedor para pobres no muy

lejos de aquí. No podemos dar de comer a todos gratis.- Le explicaba con voz tranquila y socarrona mientras lo acompañaba hasta la puerta.

- Bueno, de todas formas, muchas gracias.

- De nada hombre, de nada. Esto no son las monjitas.- Le decía mientras cerraba la puerta.

- ¿Qué ha pasado?- Preguntó una anciana que había estado mostrando más interés por la escena que por la comida.

- Nada, nada. Siga comiendo. Un borracho que... ya sabe como son esta gentuza.

El hombre cruzó varias calles sin rumbo determinado, saludando entusiasmadamente a los que se cruzaban en su camino. Unas palomas se iban sumando a otras y el espectáculo que podía contemplar sobre su cabeza era magnífico, prodigioso. Cuando bajó la vista, la vio allí. Estaba sentada en la parada de autobús, apretando contra su pecho la carpeta con pegatinas de cantantes y actores de revista juvenil.

Miraba un punto fijo con los ojos húmedos, absorta de los comentarios y risas de sus amigas.

Él se acercó firme, seguro, y se sentó a su lado.

- ¡Hola!¿te encuentras triste?¿quieres que te acaricie y te de un beso?

- ¡Serás guarro! ¡Lárgate de aquí! - Gritaron sus amigas empujándolo a la calle.

- Pero, si soy bueno. Yo soy bueno. No quiero hacerle daño a nadie.- Contestó él.

La chica se quedó perpleja, sin comprender, recién despierta de su soledad. Sus amigas la consolaban.

- ¡Qué susto!¡Estate más atenta!- La consolaban sus amigas.

Cuando comenzaba a anochecer, él se sentía por primera vez solo, hambriento y triste.

Le dio las cuatro monedas a un borracho que le interceptó el paso y se dirigió cansado hacia la plaza. Las encontró allí, a todas sus palomas acurrucadas entre las gárgolas. Brillaban allí arriba, en la oscuridad de la noche, como fantasmas entre aquellos rostros monstruosos.

Se acercó al parque y buscó un banco donde descansar. Oyó en la oscuridad una voz grave y violenta.

- ¡Venga! ¡Dame todo lo que tengas!-

Él se giró y descubrió a un joven con los ojos desorbitados, enrojecidos y un brillo en la mano.

- No tengo nada. Lo he dado todo.-

- La chaqueta. ¡Dame la chaqueta!- Gritaba amenazante con la navaja.

- Yo también tengo frío. Si quieres..., la podemos compartir.- Le contestó abriéndola de par en par.

-¡Serás maricón!.- Le dijo mientras se abalanzaba sobre él y le clavaba la navaja en varias partes de su cuerpo.

Aquella mañana llovía con furia sobre la plaza. Las palomas temerosas no se atrevían a salir de su refugio. La gente se había detenido en corro con sus paraguas negros. Un hombre yacía sobre el suelo en un charco de sangre. En su cara se dibujaba una estúpida sonrisa y un perro lastimado lamía las lágrimas de su último sueño. Un amigo le abría la puerta y lo sentaba en su mesa llena de manjares, y una hermosa mujer lo besaba apasionadamente.


"Relatos de naúfragos"

LA MUERTE Y SU GUARDIÁN

(Relatos de naúfragos)


LA MUERTE Y SU GUARDIÁN

(Basado en una foto que vi publicada en una revista e imaginando sobre la vida de una persona que veía que vivía en la calle)

Martín recibió una llamada a las siete de la mañana. Maldecía entre dientes temblando por el frío. Hacía tres días que la calefacción no funcionaba y se acumulaba ya a uno de tantos desperfectos domésticos irreparables. Se metió en los pantalones vaqueros y suéter negro de lana, que le hicieron contraerse de lo fríos que estaban.

Sin apenas tiempo, tomó café de la noche anterior con la esperanza de que lo reanimase pronto. Metió la cámara dentro de la funda de piel y se la colgó al hombro.

Al instante de cerrar la puerta, recordó la advertencia de su compañero, que había olvidado con las prisas y el sueño. “Llueve a cántaros, tío. Es una pasada”. Entró veloz, buscando el chubasquero en el desorden del pequeño estudio. Mientras bajaba las escaleras de dos en dos, sujetando la cámara con sus manos, pisó la pata de un pequeño gato con el pelo apelmazado por el agua, que saltó escaleras abajo. Martín maldijo. Maldijo el puto trabajo y a esa ciudad de pobres gatos sin dueño ni techo.

El viento le hizo reaccionar. Se colaba por el cuello. Cuando llegó jadeando a la amplia avenida, se lanzó sobre el primer taxi que pasaba.

- Al Jardín Real. Lo más rápido que pueda.

El taxista conseguía adormecerle con sus comentarios alarmistas sobre aquel temporal que estaba azotando la localidad. Años tras año era lo mismo. Todos los destrozos que causaba en las cosechas...

Martín empezó a ponerse nervioso. Un atasco colapsaba todo el centro, el contador subía alarmantemente, y él, malhumorado, despotricaba en silencio sobre el dichoso trabajo de mierda que había aceptado en esa ciudad de locos que no sabían circular bajo la lluvia. Se lamentaba de no recibir respuesta sobre las fotos de Florencia que había mandado a una revista de difusión cultural. “Mejor esto que volver allá. Por lo menos, estoy fuera y algún día, , todavía más lejos. En ciudades distintas. Entonces, me dará lo mismo que sean ciudades de locos porque estaré lejos. Lejos de todo” se consolaba mientras miraba por la ventanilla.

Cuando llegó a los jardines, Jaime esperaba en la puerta.

- ¡Menos mal!. Todavía no han llegado a levantar el cuerpo. Sólo hay dos polis.

Corrieron entre los charcos. El barro le salpicaba en el rostro.

El policía les detuvo con la mano hasta que enseñaros las acreditaciones como periodistas.

Mientras Martín desenfundaba la cámara y buscaba el mejor ángulo, Jaime anotaba sin ganas lo que le narraba el policía, y que él brevemente iba a titular “Muerte de un transeúnte por las bajas temperaturas de esta noche”

- Un pobre loco. Todo el día en la calle. De esos que siempre están aquí. Los vecinos estaban hasta las narices de sus timbales. ¿Saben?, todo el santo día tocando y tocando esos bidones. Por la noche, los vecinos se quejaban. Estaban hasta los huevos del tum. tum, tum,... y de los gritos que daba.

Martín comenzó a enfocar aquel rostro borroso intentando esquivar la lluvia, y Jaime, ya sin anotar, observaba al policía en chubasquero y con los brazos en jarra.

- Le detuvimos un par de veces. ¿Sabe?, era muy difícil, porque no se movía del sitio. Lo teníamos que levantar a la fuerza. Pero nada, en cuanto lo soltábamos, seguía. Incluso bajo la lluvia, descalzo. Sabíamos que cualquier día... el pobre ya no ha aguantado más. ¿Sabe que era un poeta? Sí, un poeta. Anótelo. Descubrimos por los datos dos libros suyos. Dios ¡qué de cosas tan raras y horribles escribía este pobre hombre!!! Seguro que enloqueció.

Martín descubrió en su objetivo un rostro blanquecino, los pelos de la barba y el bigote aplastados contra la piel y unos labios gruesos y amoratados. Se detuvo frente a sus ojos. Unos ojos grandes, abiertos, como si hubieran descubierto algo más allá del objetivo, más allá de los ojos de Martín, y le pareció que brillaban tanto como si encerrasen una constelación de estrellas.

Le temblaba un poco el pulso. Cerró los ojos y disparó.

Al mismo tiempo oyó lo que le parecía un grito y sintió calor de vaho cerca de su mano. Después un dolor intenso, como fuertes y minúsculas punzadas en sus dedos.

Jaime le gritó avisándole del peligro.

- ¡Maldito chucho!- Dijo el policía pegándole un puntapié.- Tan loco como su dueño. Fíjese, no hay forma de que se marche. Toda la noche lloviendo y... seguro que palmará también.

Martín llegó cansado, con la mano vendada y calado hasta los huesos. El pequeño gato seguía allí maullando, lamiéndose la pata. Se acercó con cuidado y lo cogió en su regazo.

- ¡Tranquilo, hombre! No me vayas tú también a hacer daño. - Le decía acariciándolo.

Le dio un plato con leche y se metió en su cuarto pequeño para revelar. Poco a poco la imagen iba saliendo. La agitó en el líquido. Unos dientes afilados y la boca con espuma de rabia. Al fondo, casi imperceptible, un rostro transparente, sereno. Dos ojos negros mirando cara a cara a la eternidad. Martín se sintió mareado, como si tuviera vértigo. Cogió la foto y cerró la puerta tras de si.

Era una buena foto. La mejor que había conseguido hasta ahora. Se tumbó en el colchón sobre el suelo dejando un pequeño espacio para el gato, que se acomodó e inmediatamente cayó en un profundo sueño, mientras él le acariciaba.

- ¡Cómo es la vida! – se dijo Martín- Seguro que a mi jefe le parecerá una foto cojonuda. ¡Oye, gatito! ¿duermes? ¡Qué bueno haberte encontrado! Por fin tú y yo nos iremos lejos de esto, sin cámara. Lejos de aquí, para no pensar en allá, ni en ahora. Para dejar de sentir dolor y miedo.

Martín se lió un cigarro. El sueño iba adormeciendo el dolor de su mano. Imaginaba países lejanos sin lluvia, con cielos estrellados y colores vivos, mujeres de piel caliente y olores que le embriagasen.

Países lejanos que todavía no tenían nombre.