(Relatos de naúfragos)
LA SALITA DE ESTAR
Vivían en las inmediaciones del río, en el centro de la ciudad. Fue ella la que lo llevó arrastras desde la plaza donde fue a buscarlo, interrumpiendo su trabajo rutinario.
Él ya no protestaba aunque la situación le pareciera ridícula. Quizá no tan ridícula como otras anteriores.
Con los ojos vendados con un trozo de retal desteñido, iba siendo tironeado de la manga por aquellos arrebatos apasionados que la cegaban.
- ¡Cuidado!, Un escalón. ¡Venga! ¡Date prisa!
Él había aprendido a no contradecirle cuando le venían esos impulsos incontrolados, porque si así lo hacía, tenían el efecto de una pedrada que la sumían en un agua calma en la que con frecuencia desembocaba su vida durante días. Desorientado, no sabía en que zona de la ciudad se encontraba hasta que percibió el sonido del agua también entonado por ella.
- ¡Escucha! ¿Puedes oírlo? ¿A qué jamás podrías haber imaginado vivir tan cerca del río?- Decía con el rostro encendido. - ¡Destápate! Ya hemos llegado. Es pequeño ¿verdad? Pero ya nos acostumbraremos.
A él le costaba habituarse de nuevo a la luz del sol. La buscó con esa mirada confundida que solía caracterizarlo, guiándose por el hilo de su voz ininterrumpido. La descubrió dentro de un destartalado Ranault cinco, con la chapa quemada, esqueletos de ruedas y cristales rotos. Le indicó con una mano que pasara a eso que ella, durante instantes anteriores, había llamado su pequeño hogar, y que ahora él, en su desconcierto, no podía asociar con ese montón de chatarra.
Se introdujo con su habitual pesar de movimientos dentro del coche sin mirar apenas aquel rostro reluciente, sonrisa que le saltaba de los labios y aquellos pequeños ojillos tapados por el abundante flequillo que caía sobre su frente.
- Todavía no has dicho nada. ¿No te gusta? Está un poco roto, pero pondré cartón en las ventanillas y buscaré tela para forrar los asientos. Ya verás. ¡Quedará precioso!
Él seguía indiferente, sin mirarla apenas, hasta que ella cambió bruscamente su voz entusiasta por un grito que se confundía entre la desesperación y la súplica.
- ¡Por favor! No me hagas esto.
Y más que con intención, sin remedio alguno, él cogió su mano torpemente entre sus dedos y le dijo con voz cansada.
- Sí. Quedará precioso. Seguro
Ella se soltó bruscamente para engancharse a su cuello y susurrarle al oído en tono de confidencia, con su voz apagada de niña - Lo sabía. Sabía que te gustaría.
Poco a poco el destartalado Renault iba adquiriendo el aire familiar de una diminuta salita de estar. Con viejos retales iba tapizando los asientos. Cajas y cartones sirvieron para tapar heridas abiertas en el metal. Confeccionó también cortinas, porque le deprimía levantarse todas las mañanas con la sensación de estar viviendo dentro de una enorme y asfixiante caja, que es lo que finalmente fue.
Él pasaba el día en sus tareas habituales: bares, la puerta de alguna iglesia, y taquillas de cine.
Cuando llegaba a casa, ¡casa!, palabra que le hacía sonreír con tan sólo pronunciarla, siempre había algún adorno con el que entretenerse mirando, charlando, hasta que el sueño les vencía.
El volante, freno de mano, los pedales e incluso la guantera... poco a poco todo fue desapareciendo para ir ampliando el saloncito.
- Necesitamos más espacio. Un poco más de sitio. Esto es demasiado pequeño.
Era la respuesta que ella le daba cuando él, en tono burlón, le preguntaba “qué narices estaba haciendo”.
Aquella noche ella lo esperó sentada en los escalones de madera, que no eran más que cajas vacías de vino, de su imaginado palacio. Llevaba el pelo ordenado y jugueteaba con una flor sobre su vestido. Parecía a lo lejos más niña que nunca.
Cuando lo vio llegar en la distancia, al perro cansado como solía llamarlo, se colgó de su cuello. Él la interrogó con la mirada, resignado a esas reacciones impulsivas a las que se estaba acostumbrado. Adivinaba en sus ojos el bostezo de un incipiente sueño. Ella le cogió de los dedos y lo llevó al interior de la casa.
- ¿Has visto? Ya es lo suficientemente grande. Así ya está bien.
Ella seguía hablando, conducida por ese monólogo incansable, y él, perdiendo poco a poco el sentido de aquellas palabras, se iba sumergiendo en los fantasmas de un mundo anterior, de una realidad perdida en el pasado que le atormentaban.
- Ya puede venir él. Ya podemos tener a nuestro hijo.
Aquellos últimos días llegaba a casa borracho, más que nunca, y miraba con un rechazo doloroso a aquella que se había convertido en su mujercita, que le había hecho inventar una realidad que él, quizá, ya había vivido en un país lejano, tan lejano que ya había desaparecido de su memoria.
Días después contemplaba a su jovencísima compañera, de nuevo en esa agua clama que la envolvía, ausente de todo lo que la rodeaba. Ahí, a sus pies, en las taquillas del cine, la contemplaba jugando con su flor sobre el sucio y oscurecido vestido. Tal como la encontró la noche anterior, cuando llegando a casa, vio en la lejanía, cerca del río, la columna de humo y rojo en la noche. Pudo escuchar las sirenas de los bomberos, y en lo más profundo de su interior, el llanto desesperado de una mujer. Corrió apresuradamente hacia ella, buscándola entre el humo y el agua de las mangueras. La encontró en la noche, apartada y escondida entre los coches aparcados, como un animal herido y asustado. Ausente de todo y de todos, lo había borrado de su memoria, y ya nunca más, se volvería a abalanzar sobre su cuello a susurrarle locas palabras de amor.
Ahora, la miraba de reojo y con compasión, mientras acercaba la lata a las manos de los que hacían cola para entrar en el cine. No podía dejar de pensar que tal vez hubiera sido hermoso, ¡hubiera sido hermoso!
Pero ahora, siempre, lo sentía todo tan, tan lejano, como haber vivido en un país recóndito donde una vez quizá tuvo una casa y una familia, pero el dolor inmenso había hecho que desapareciesen de su memoria. Como él había desaparecido en los sueños de ella, su joven y nueva compañera, que una vez, no hacía mucho, fue su mujercita.
(Este relato me lo inspiró la primera mujer joven que vi viviendo en la calle. Era menuda, extremadamente reservada, de cara dulce, con un flequillo que le llegaba hasta los ojos. Parecía una niña. Con el tiempo la vi con otro joven extranjero de ojos azules, calmados, tristes, pero atentos, con el que solía ir acompañada. Me parecía verla sonreír cuando estaban los dos juntos.
Parte del relato también está basado en la primera pareja de chavales jóvenes que vivían en un barrio en el que viví. Después de verse obligados a abandonar “su hogar”, los vi una última vez por el centro de la ciudad. Ella, ajena a las personas que pasaban por la calle, jugueteaba contenta en el suelo con un cachorro de perro, como si fuera su propio hijo.)