sábado, 26 de octubre de 2013

LA MUÑECA DE TRAPO VIOLETA

LA MUÑECA DE TRAPO VIOLETA

Quiero contarte ahora algo que ocurrió hace mucho tiempo. Siéntate aquí, junto a mí, y dedícame unos pocos minutos. ¿Quieres un té? ¿No? Bueno, como prefieras. Pero es un té muy rico que hacen especialmente para Navidad. Lo compré pensando en este momento.

En una casa a tan solo unas pocas calles de aquí, vivió hace mucho tiempo una niña que nunca creció. Era una niña bajita y regordeta, con el pelo encrespado en media melena, gafas demasiado grandes para su cara y que siempre que estaba nerviosa, tamborileaba con los dedos en los muebles de la casa. Le gustaba mucho leer, dibujar y pasaba horas y horas soñando despierta. A veces, en el colegio, su maestra tenía que agacharse y hablarle justo a la altura de sus ojos, porque no escuchaba lo que le decían, perdida como estaba en sus ensoñaciones. En esos momentos, se ponía colorada y pedía disculpas muy bajito, susurrando, avergonzada por su distracción. Ella no sabía que su profesora no se enfadaba nunca, aunque simulara estarlo.

En realidad, nadie se solía enfadar de verdad con ella. Nunca. Pero creo que ella no se daba cuenta. A veces, su madre, para llamar su atención, subía el volumen de la música del salón de golpe, un instante. Y su hermano disfrutaba mucho haciéndole salir de su fantasía explotando bolsas llenas de aire. “Eres un chinche”, chillaba ella entonces, y le perseguía alrededor de la mesa, mientras fingía un enfado que a duras penas ocultaba su sonrisa.

Era una niña solitaria, tranquila y silenciosa. Sin embargo, tenía muchos amigos con los que gustaba de ir a jugar a una plazoleta cercana a su colegio. La plazoleta era uno de sus sitios preferidos. Tenía muchos árboles, y estaba dividida en dos partes, una arriba con bancos y una fuente enorme, y otra abajo, donde unas enredaderas colgaban desde el balcón superior, y por un canal en la pared el agua de la fuente descendía hasta un pequeño embalse. Las plantas de la plazoleta, que estaba justo frente al colegio, eran frondosas, y los árboles altos y viejos. Era un lugar fantástico para dejar volar la imaginación. Junto con sus amigos, allí habían asaltado fortalezas, cazado “mantibélulas”, hablado con lobos y volado sobre luciérnagas. Y allí había leído sus libros preferidos, en días soleados y noches templadas.

Y allí había encontrado la muñeca violeta. Una muñeca de trapo no muy grande, de largo pelo de lana morado, con una camiseta violeta y pantalones de peto también morado. La encontró sentada en el banco donde solía leer, y se quedó mirándola durante mucho tiempo, sin atreverse a cogerla. Al fin y al cabo, podía ser de alguna niña que estuviese jugando entonces por allí, y se podría enfadar si la viera en sus manos. Así que se sentó, tímidamente, al otro lado del banco. Abrió el libro que esa mañana había sacado de la biblioteca y comenzó a leer: “En un agujero en el suelo...”. Cada vez que alguien se acercaba al banco, ella miraba de reojo, a ver si se llevaba la muñeca. Pero los minutos pasaban y nadie trataba de cogerla. Continuó su lectura, sentada sobre un pie y apoyada en el banco, no todo lo concentrada que por lo general hubiese estado en las palabras del cuento, y levantando de vez en cuando una mirada de reojo hacia la muñeca, que seguía instalada en el otro extremo del banco, como desde el momento en que la vio.

La tarde calló, y la plazoleta se fue quedando vacía, hasta que al final solo ella y la muñeca violeta permanecían en la oscuridad. La niña, finalmente, se levantó y se puso frente a la muñeca. “Te has quedado sola. ¿O te has perdido? Porque eres demasiado bonita para que alguien te abandone...”. La contempló unos segundos más, esperando una respuesta silenciosa, y entonces, rápidamente, la agarró, la abrazó y salió corriendo, sin parar hasta llegar a su casa, a su dormitorio, donde tras cerrar la puerta para que nadie la viera la despegó de su cuerpo y la contemplo. Parecía sonreírle, con sus ojos violetas y sus labios finos y negros. La miró de arriba abajo, buscando manchas o algún posible roto, o quizá alguna señal de la identidad de su propietario. Pero no halló nada. Y así, con una sonrisa, volvió a abrazarla, dándole la bienvenida a su casa y a su corazón.

Desde esa primera noche, durmió con la muñeca. Aquella niña solitaria había encontrado una compañera tan silenciosa como ella, con el misterio de su identidad alimentando la fantasía de su nueva dueña y acompañándola en sus viajes por el mundo de los sueños. Al principio, no se atrevía a llevarla con ella fuera de casa, pues temía que en cualquier momento, su anterior propietaria apareciese y la reclamase, y entonces hubiese tenido que devolverla, aunque eso le rompiera el corazón. Pero pasadas unas semanas, la llevaba incluso al colegio, donde permanecía dentro del bolsillo de la cartera, oculta pero acompañándola siempre. Y la niña, que antes nunca le importó estar sola, descubrió que siempre quería estar con la muñeca de trapo violeta.

Ese curso y todo el verano siguiente, la niña y la muñeca fueron juntas a todas partes, durmieron siempre juntas y viajaron con la imaginación por cientos de remotos lugares. Cuando leía, lo hacía en voz alta para que la muñeca violeta disfrutase con ella. Si dibujaba, la sentaba a la mesa y le proporcionaba papel y lápices para que, si quería, también dibujase. Y así con todas las cosas que iba haciendo. Y en vacaciones, se la llevó a la casa de sus abuelos en el campo, y con ella exploró los alrededores y se hizo una cabaña junto a unos pimenteros, ocultas de este modo a las miradas indiscretas y jugando siempre juntas.

El otoño llegó y con él la vuelta al colegio. Ese año, la mayoría de sus compañeros habían crecido bastante, y algunos habían dado un auténtico estirón. Pero ella no había aumentado ni un centímetro. Sin embargo, no le importó: ya crecería cuando le correspondiese. También, en el nuevo curso, la maestra les mandaba muchos más deberes, y al llegar a casa se sentaba en la mesa del salón con la merienda a hacer la tarea para el día siguiente. Una de esas tardes, su hermano se acercó silenciosamente y cogió la muñeca. “Pues la verdad es que es bastante fea, no sé que le has visto” y empezó a pasársela de una mano a otra, lanzándola al techo y haciéndola girar en el aire. La niña se levantó, sin entender muy bien a que venía ese arrebato de hacerle rabiar de su hermano, y comenzó a perseguirle alrededor de la mesa. Cuando por fin le atrapó, su hermano mantuvo a la muñeca por encima de su cabeza, cambiándola de mano, mientras ella se debatía tratando de alcanzarla. Ya le faltaba el aliento cuando se detuvo y le dijo, muy seria “Devuélvemela”. Pero él negó con la cabeza, agitando la muñeca en el aire y riendo entusiasmado con su travesura. Entonces la niña se encogió de hombros, le agarró los pantalones del chándal por la cintura, y tiró hacia abajo con todas sus fuerzas. La sorpresa de verse de repente sin pantalones y sin calzoncillos (pues con la fuerza del tirón estos también habían descendido), le hizo soltar la muñeca para taparse, momento que la niña aprovechó para recuperar la muñeca y salir corriendo a su cuarto. Su hermano, por primera vez que pudiera recordar de verdad enfadado con ella, la alcanzó cuando ya echaba el pestillo de la habitación, y golpeando la puerta, le gritó: “Te pasas el día jugando con esa estúpida muñeca, como una niña pequeña; sólo las niñas pequeñas juegan con muñecas; eres una niña pequeña, y siempre lo serás; ¡por eso no creces! ¡Y nunca crecerás!”.

Para no escucharle, se tapó los oídos. Y así, con las manos en las orejas, fue como se vio reflejada, con la respiración agitada por la carrera. Lentamente retiró las manos de los lados de su cabeza y se miró en el espejo del armario, que estaba justo frente a ella. Era verdad que no había crecido. Ahora era la más baja de su clase, y mientras que algunas de sus compañeras ya habían empezado a parecer chicas, en vez de niñas, ella seguía pareciendo eso mismo, una niña. Una niña pequeña. Recogió del suelo la muñeca, que se le había caído cuando se había tapado los oídos y se la quedó mirando. “¿Por qué no he crecido nada este año?”, le preguntó. La muñeca permaneció en silencio. “¿Acaso no voy a crecer más?”. Para cuando recuperó el aliento, sin embargo, ya se le habían olvidado todas estas preguntas, y se sentó en la cama para peinarle las hebras de lana morada a la muñeca.

Esas Navidades los Reyes Magos le trajeron un montón de regalos, entre ellos varios libros, una caja de acuarelas y papel para pintar, y un caballete a su medida. También le trajeron unos patines, que se llevaba en una mochila al colegio, aparte de la muñeca, y con los que patinaba por la pista de balonmano, que tenía un suelo muy liso. Pero una mañana se cayó y tuvieron que llamar a su madre para que la llevara al médico, pues se había torcido un tobillo y le dolía mucho. Después, en el médico, el tobillo torcido resultó ser un tobillo roto, y tuvo que permanecer varios días en el hospital, sin poder moverse. Y lo que era aún peor, sin su muñeca de trapo violeta. Cuando su madre la llevó al hospital, olvidó la cartera en el colegio, y la portera la guardó, con lo cual no pudo recuperar su muñeca hasta que su madre tuvo tiempo de pasar a recoger sus cosas, y eso fue dos semanas más tarde.

Mientras tanto, en su casa, pasaba la mayor parte del tiempo leyendo, así que pronto se le acabaron los libros que le habían regalado los Reyes Magos, y no le quedó más remedio que buscar entre los libros de su madre algo con que entretener las largas mañanas sola en casa. Así, se leyó un libro que hablaba de gentes del pasado que vivían en un país al este de África llamado Egipto. Y cuando este se le acabó, leyó otro que trataba sobre plantas medicinales, y otro que trataba de un niño que se quedaba huérfano y lo pasaba muy mal en un horfanato. Leyó también revistas que hablaban de libros, y unas rimas y leyendas de un escritor español que no conocía antes. Y así, entre lectura y lectura, una mañana su madre la llevó al hospital a que le quitaran la escayola. El médico le hizo más radiografías, para ver si el hueso había soldado bien. Y mientras le vendaban la pierna otra vez, escuchó a su madre hablando con el doctor. “¿No ha notado usted que su hija no ha crecido últimamente? En la radiografía se puede ver que los huesos se han solidificado como si ya hubiese terminado su etapa de crecimiento. Desde luego, puede ser un error, y tal vez habría que hacer más radiografías de otras zonas del cuerpo, pero resulta extraño que...”. La puerta de la habitación en que su madre y el médico hablaban se cerró. No pudo escuchar más.

En el coche, camino de casa, su madre le dio la mochila con la muñeca. Parecía preocupada, y casi no hablaba, aunque cuando lo hacía le sonreía mucho. La niña se acordó entonces de aquella tarde en que su hermano le había dicho que siempre sería una niña. Se acordó de cómo ella misma se había dado cuenta de que no había crecido en mucho tiempo. Y ahora, el médico decía lo mismo que su hermano. Al llegar a casa, entró en su habitación ayudada por las muletas, se sentó en la cama y se quedó mirando a la muñeca. Seguía sonriéndole desde sus finos labios negros y con sus ojos violetas fijos en los de la niña. “¿Eres tu la que no me deja crecer?, le preguntó. Pero la muñeca no contestó.

Esa tarde, le pidió a su madre que la acompañara a dar un paseo. Con la excusa de que tenía que aprender a andar con las muletas, fueron hasta la plazoleta lentamente, ella, su madre y la muñeca de trapo violeta. Las muletas le cansaban mucho, pero a la vez eran divertidas. Todos los niños que la conocían se acercaban a preguntarle, y le pedían que se las dejara probar. Así, entre amigos y con su madre, transcurrió la tarde. Y cuando empezó a oscurecer, su madre la dejó sentada en un banco, el mismo banco de hacía tanto tiempo, mientras ella iba a por el coche para llevarla a casa, pues ambas estaban muy cansadas. El mismo banco de hacía tanto tiempo... Levantó la vista y vio que ya no quedaba nadie en la plazoleta. El sonido de agua cayendo por el canalón y los pájaros reuniéndose para dormir era cuanto podía escuchar. Con movimientos lentos, abrió la mochila en la que tenía, como siempre, a la muñeca. La acarició lentamente, mientras repasaba con la mirada cada parte de ella, de los pies con zapatos negros a la cabeza de lana morada. Y entonces, con lágrimas incipientes en los ojos, la colocó en el otro extremo del banco, sentada, como la encontró aquel día ya lejano. “Quiero crecer”, le dijo, tras unos instantes de silencio. “No quiero seguir siendo siempre una niña”. Entonces, la voz se le rompió, las lágrimas resbalaron por sus mejillas y, entre sollozos, se levantó sobre un pie, cogió sus muletas y se dirigió hacia la carretera, por donde su madre ya se aproximaba con el coche. No miró atrás, ni una sola vez, aunque una parte de ella quería volver y abrazar a la muñeca. Cuando su madre llegó, le ayudó a montarse en el coche, guardó las muletas en el asiento de atrás y partieron.

Días más tarde, con el tobillo ya completamente recuperado, fue a jugar a la plazoleta. Miró con cierto temor el banco, como si la muñeca fuese a estar allí, reprochándole su abandono. Pero no estaba. Quizás ahora otra niña la tendría. O quizás estaría en la basura. Ella, ya jamás lo sabría.

Años más tarde, seguía sin saber si realmente la muñeca había tenido algo que ver con que ella no hubiese crecido. Seguía midiendo lo mismo que entones, aunque fuese una mujer en todos los demás aspectos. Pero de lejos, sentada en el banco de aquella plazoleta, lo que cualquiera que hubiese mirado habría podido ver, hubiese sido una niña con gafas demasiado grandes para su cara, pelo revuelto y una mirada triste en los ojos ocultando una duda.

¿Te ha gustado el té?


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