Nada es lo que parece I
CAPÍTULO PRIMERO
-¡Se acabó! ¡Esta ha sido mi última pesadilla! -exclamó Ayla al despertarse tras la última de las siete que había tenido esa semana-. ¡No pienso volver a tener ni una más!
Eso
era muy fácil de pensar, y de decirlo todavía más, pero hacerlo...
Bueno, hacerlo ya era otro cantar porque, que yo sepa, nadie sabe qué
hay que hacer para no tener pesadillas, ni hay libros que te lo
expliquen y ni tan siquiera en internet se puede encontrar nada sobre
ese tema -y eso que en internet uno puede encontrar de casi todo lo que
existe y hasta de lo que no existe-. Así que Ayla se puso a darle
vueltas y revueltas al asunto hasta que, resuelta y desenvuelta, decidió
que la manera más sencilla y efectiva de no tener pesadillas era no
dormir, porque si no duermes, no sueñas, y si no sueñas, no tienes
pesadillas. ¡Fácil! ¿No?
Aquella
noche, antes de cenar, escondió bajo su cama una linterna, un par de
libros, un cuaderno de dibujo, sus lápices, sus pinturas y su consola.
Con eso -pensaba- tendría bastante para pasar la noche entretenida y no
quedarse dormida. Pero la cosa no resultó tan fácil como ella había
creído, no señor: tras un rato leyendo, los ojos se le cerraban y la
linterna se le cayó como unas doscientas veces y media. Pintar y
dibujar, teniendo que sujetar la linterna, era algo bastante complicado
-lo intentó con la boca, pero resultó bastante incómodo y, además, las
linternas no es que tengan muy buen sabor-, y encender la consola
resultó imposible porque había olvidado recargar la batería.
A
pesar de todos estos contratiempos, estaba convencida de que ya había
pasado más de la mitad de la noche, pero su despertador -que sabía
bastante más del paso del tiempo que ella- no estaba nada de acuerdo, y
decía que apenas habían pasado un par de horas. ¡Menudo rollo más
rollazo! Ayla estaba aburrida, muy aburrida, tenía sueño, mucho sueño y,
al parecer, la noche duraba mucho más de lo que ella creía. ¿Cómo iba a
poder aguantar todas las horas que faltaban para el amanecer sin
quedarse dormida?
-¡Quizás si me quedo sentada en lugar de acostada! -pensó. Pero no sirvió de nada, los ojos se le acababan cerrando igual.
-¡Quizás
el frío me mantenga despierta! -siguió pensando. Y la verdad es que sí,
que la mantenía despierta, pero era invierno y el frío se volvió
insoportable muy pronto, de modo que acabó arrebujada de nuevo entre las
mantas.
-¡Quizás
si no me estoy quieta y cambio de postura sin parar...! -continuó
cavilando, (esto de pensar, cavilar y meditar divierte mucho a Ayla, por
eso lo hace tanto).
Pero
resultó que lo de girar a la izquierda un ratito y otro ratito a la
derecha para, a continuación, ponerse boca arriba, cambiar a boca abajo y
vuelta a empezar, solo sirvió para que se sintiera muy, muy, muy
cansada y tuviera mucho más sueño que antes.
Al
cabo de un rato su madre entró en el dormitorio para comprobar cómo
estaba y, al encontrarla despierta en medio de la cama revuelta, creyó
que tenía problemas para dormir. Le trajo un vaso de leche caliente, le
arregló las mantas, le ahuecó la almohada, la arropó bien, se sentó a su
lado y le dijo que probara a contar ovejas.
Ayla
intentó explicarle por qué seguía despierta y lo que quería hacer, pero
su madre ni la escuchaba ni la dejaba hablar y, al final, no tuvo más
remedio que obedecer y ponerse a contar:
-Una
oveja... -dijo-. Dos ovejas... Tres ovejas... Cuatro ovejas... Cinco
ovejas... -bostezó e intentó luchar contra el sueño, pero el sueño era
más fuerte que ella.
-Seis
ovejas... Siete ovejas... Ocho ovejas... Nueve ovejas... -sintió que
los párpados le pesaban muchísimo y tuvo que cerrarlos.
-Diez
ovejas... Once ovejas... Doce ovejas... Trece ovejas... Catorce
ovejas... -movió la mano para apartar algo que le hacía cosquillas en la
mejilla-. Quince ovejas... Dieciséis ovejas... -lo que fuera que le
hacía cosquillas se había movido hacia su oreja y Ayla intentó apartarlo
de nuevo de un manotazo-. Diecisiete ovejas... Dieciocho ovejas...
Diecinueve... ¡Pero qué mosca tan pesada! -exclamó finalmente abriendo
los ojos.
Y
los abrió mucho, muchísimo, como un par de platos enormes, enormísimos,
porque ni le molestaba una mosca como ella creía, ni su madre estaba
sentada en la cama, ni era de noche, ni se encontraba en su dormitorio. A
su alrededor se extendía un interminable prado verde en el que pastaba
un gran rebaño de ovejas, el sol brillaba como si fuera una mañana de
primavera, el cielo era azul y había una oveja muy pesada que no paraba
de olisquearla mientras intentaba decidir si era algún tipo de hierba
comestible o no.
Confusa, miró en todas direcciones y preguntó al aire:
-¿Qué es esto? ¿Dónde estoy?
Y el aire le respondió:
-Esto es el País de los Sueños.
CAPÍTULO SEGUNDO
Ayla
se quedó muy sorprendida y muy quieta durante un minuto, y callada
durante otro, meditando sobre lo que acababa de oír. El aire no debería
hablar, ¿verdad? Se suponía que el aire no hacía esas cosas, ¿verdad? El
aire te despeinaba, te refrescaba, entraba y salía de tus pulmones,
hacía volar las cometas y girar los molinillos de viento, pero nunca
pronunciaba una palabra, ¿verdad? Bueno, pensó encogiéndose de hombros,
tendría que preocuparse por eso más tarde, ahora tenía cosas más
importantes en las que pensar como:
-¿Qué hago aquí?
-Bueno, vienes aquí cada noche. Aquí es donde nacen tus sueños... y tus pesadillas, pero esta noche es diferente.
-¿Por qué es diferente?
-Porque esta noche vas a aprender a defenderte de las pesadillas -respondió el Aire.
-¿Defenderme de las pesadillas? ¿Y no sería mejor no tenerlas?
-Por supuesto que sería mejor, pero eso es imposible. Nadie puede librarse de ellas, sólo puedes aprender a vencerlas.
-¿Cómo?
-Enfrentándote a ellas.
-Entonces...-dijo Ayla tragando saliva- ¿Esto es una pesadilla?
-Todavía no, pero en algún momento se convertirá en una.
-¿Y no podría volver a casa ahora mismo... por favor?
-Podrías,
nada te lo impide, pero piénsalo bien porque si regresas vas a seguir
pasando miedo por culpa de las pesadillas -respondió el Aire haciendo
revolotear unas hojas.
Ayla
se sentó a meditar sobre lo que el Aire le acababa de decir. Quedarse
no le hacía ninguna gracia, pero era cierto que, si se marchaba, no se
iba a librar nunca de los malos sueños. Enfrentarse a las pesadillas le
daba muchísimo miedo, pero seguir sintiendo miedo todas las noches no
era muy agradable. Meditó sobre todo esto un largo, largo, larguísimo
rato, tan largo que la hierba del prado creció hasta casi cubrirla.
Tanto, que una pareja de pájaros rarísimos -cabeza de ratoncito, patas
de pato- anidó en su cabeza. Tanto tiempo, que el musgo había comenzado a
trepar por sus piernas.
Todo ese tiempo -y un poco más- le llevó a Ayla decidir que no podía volver a casa sin intentar librarse de las pesadillas.
Pensado, dicho y hecho, se levantó y dijo al Aire:
-Está bien, me quedo. ¿Qué debo hacer?
-Tendrás que ir a las Montañas de las Pesadillas -dijo el Aire.
-¿Y hacia dónde quedan esas montañas?
El
Aire levantó unas semillas de dientes de león, formó una flecha con
ellas y señaló hacia unas oscuras montañas que se veían en el lejano
horizonte.
Ayla sintió unos tremendos escalofríos al mirarlas y preguntó:
-Y cuando llegue, ¿qué hago?
-Eso ya se verá -respondió el Aire, que deshizo la flecha y se marchó.
Ya
no pintaba nada en aquel prado, así que apartó a la oveja -que ahora,
además de olfatearla, le daba unos tremendos lametones- y se puso en
marcha.
Caminó
durante mucho rato pensando en esto, en lo otro y en lo de más allá,
que son temas, como todo el mundo sabe, la mar de interesantes y que dan
para mucho pensar. Y mientras caminaba y pensaba, se asombraba al
descubrir las cosas curiosas que había en ese extraño mundo, como la
hierba que, en lugar de quedarse quieta mientras era aplastada -que es
lo que haría cualquier hierba normal en cualquier mundo normal- se
apartaba a su paso para no ser pisada, o unos caracoles cuyas conchas
tenían forma de minúsculas casitas con diminutas ventanitas llenas de
florecitas -cursicaracoles se llamaban, no sé por qué-, o unos
caballitos de mar con preciosas alas de libélula... O el camino de color
rojo con el que se encontró, así, de repente, como salido de la nada.
CAPÍTULO TERCERO
Aquel
camino rojo era tan ancho como una autopista aunque por él no pasaban
ni coches, ni carros, ni caballos, ni caracoles, ni nada -bueno, nada sí
que pasaba, la verdad es que había un porrón de nada pasando-. Y sin
embargo, a pesar de no haber tráfico alguno, a alguien -vete a saber a
quién- se le había ocurrido pintar en el suelo un paso de cebra.
Y hacia allí se dirigió dispuesta a cruzar, tal y como le habían enseñado en casa y en el cole.
Pero
justo cuando iba a poner el pie en la primera de las gruesas líneas
blancas apareció -vete tú a saber de dónde- una cebra vestida con
uniforme de color azul, que la paró y, con cara de pocos amigos y voz de
pito, le dijo:
-¡Alto ahí! ¡Por aquí no puedes pasar!
-¿Cómo que no? ¿No es esto un paso de cebra? -preguntó Ayla, un poco sorprendida y otro poco enfadada.
-Efectivamente, eso es: un paso de cebra... y por eso no puedes pasar.
Ayla
frunció el ceño, miró fijamente a la cebra, abrió la boca, cerró la
boca, miró el paso de cebra, volvió a mirar a la cebra de uniforme azul
con voz de pito y, finalmente, dijo:
-No
lo entiendo. A mí me han enseñado que cuando deba cruzar, busque un
paso de cebra para hacerlo, y ahora usted me dice que no puedo pasar por
este paso de cebra.
-¿Que
te han enseñado que debes cruzar por los pasos de cebra? ¡Qué
barbaridad! ¿Quién te ha dicho semejante tontería? ¡Niñas pasando por un
paso de cebra! ¡Lo que hay que oír! ¿Y las cebras por dónde pasan? ¿Por
los pasos de niña? ¡Menuda burrada! ¡Todo el mundo sabe que los pasos
de cebra son para las cebras y nada más que para las cebras!
-Pues
en el lugar de donde yo vengo, los pasos de cebra no son para las
cebras porque las cebras están en la sabana y no necesitan sitios para
cruzar.
-Claro,
claro y ahora también me dirás que en ese sitio tan curioso, las cebras
no hablan y que van por ahí sin nada de ropa -y la cebra de uniforme
azul y voz de pito empezó a reírse como si le hubieran contado el mejor
chiste de la historia.
Ayla
estuvo a puntito a puntito de hablarle sobre la vida de las cebras en
África, pero se lo pensó mejor y, en lugar de eso, dijo:
-Muy bien, no puedo pasar por aquí, ¿y entonces, por dónde puedo cruzar?
-Por donde quieras... menos por aquí porque esto es...
-Solo para cebras. Ya, ya -terminó la niña.
-Exactamente.
Paso para niñas, a la derecha. Paso para cebras, aquí. Paso para
ovejas, a la izquierda. Paso para monstruos malvados, por arriba.
Ayla
miró hacia la derecha, luego miró hacia el cielo, luego miró hacia la
izquierda y luego, señalando justo al lado del paso, preguntó:
-¿Y por aquí mismo? ¿Puedo pasar? -preguntó Ayla señalando justo al lado del paso.
-Si
quieres... Mientras no pises el paso de cebra, no hay problema -dijo la
cebra de uniforme azul y voz de pito, encogiéndose de hombros.
Pues
claro que quería. Total, no parecía que nada la fuera atropellar -o
quizás sí pero, a fin de cuentas, que te atropelle nada no duele- así
que, ¿para qué buscar otro sitio por el que cruzar pudiendo hacerlo ahí
mismo, al lado del paso de cebra? Dio un paso adelante con mucha
decisión y poca precaución y... ¡¡¡CHOOOOFFFF!!! Descubrió de golpe -y
menudo golpe- y porrazo -y menudo porrazo- que aquello no era ni camino,
ni carretera, ni sendero, ni autopista ni nada parecido. No señor.
Aquello tan rojo que ella había tomado por una extraña especie de
autopista era, nada más y nada menos, que un espeso y resbaladizo río de
zumo de tomate, en el que cayó de culo y del que salió con mucha
dificultad, empapada en zumo desde la planta de los pies hasta la
coronilla y con cara de asco.
-¿Y ahora cómo me quito toda esta porquería? -preguntó al Aire.
-No te preocupes, tengo la sensación de que enseguida tendrás ayuda -respondió el Aire.
CAPÍTULO CUARTO
Ayla
oyó unas pesadas pisadas a su espalda y cuando se giró para ver de
donde procedían... ¡PLAAAFFF! Sobre ella cayó una tromba de agua helada,
con tanta fuerza, que -otra vez- volvió a quedarse sentada en el suelo y
con cara de tonta.
-¡Esto
ya se está volviendo una costumbre muy poco divertida! -se lamentó
poniéndose de pie más empapada que antes aunque, eso sí, sin pizca de
tomate.
¿Quién
la habría mojado de semejante manera?, pensaba mientras trataba de
escurrir algo del agua que caía de su ropa y su pelo. Y al girarse vio
que, frente a ella, se detenían dos patas tan gruesas como troncos, y al
levantar la cabeza -muy lentamente-, descubrió que dichas patas estaban
unidas a una enorme cabeza. La cabeza, a su vez, iba pegada a dos
enormes orejas, dos enormes colmillos y una enorme trompa de la que aún
caían unas pocas y brillantes gotas de agua. Al final de la trompa
asomaba una espléndida sonrisa de enorme oreja a oreja enorme, y tras
ella se encontraba lo que parecía ser un gigantesco elefante de peluche
de un brillante color naranja con lunares morados.
-Hola -dijo Ayla con algo de preocupación.
-Hola -respondió, sonriente, el elefante naranja con lunares morados moviendo alegremente sus orejotas.
-Estooo...
¿Has sido tú quien me ha mojado? -preguntó Ayla mientras retorcía su
pelo y dejaba caer un par de litros de agua sobre la hierba.
-Sí
-respondió el elefante al tiempo que movía la cabeza de arriba abajo-.
Me pareció que necesitabas ayuda para quitarte todo ese zumo de encima.
¿Me he equivocado? -preguntó dando unos saltitos de preocupación, que
hicieron temblar el suelo.
-Bueno...
no, la verdad es que estaba muy sucia -dijo Ayla estrujando su camisón y
dejando caer otro par de litros de agua-. Supongo que tengo que darte
las gracias.
-De nada -contestó el elefante, y su enorme sonrisa se hizo -aunque parecía imposible- aún más grande.
-Bueno,
ahora tengo que encontrar el modo de secarme antes de que pille un
resfriado -dijo Ayla con un gran suspiro, y miró alrededor como si
creyera que, colgada de algún árbol, iba a encontrar una toalla. ¿Y por
qué no? Después de todo estaba en un lugar en el que el aire hablaba,
los caminos eran ríos de zumo de tomate, las cebras vestían uniforme y
los elefantes eran de color naranja con lunares morados.
-¡También puedo ayudarte con eso! -exclamó, de lo más entusiasmado, el sonriente elefante.
Ante
la asustada mirada de Ayla, el elefante aspiró una grandísima bocanada
de aire, que transformó sus mejillas en un par dos globos de color
naranja y, a continuación, lo soltó todo de golpe sobre ella.
Ayla
voló, arrastrada por el aire recién salido de los pulmones del
elefante, y acabó sentada -una vez más- en el suelo varios metros más
allá. Eso sí, ya no le quedaba ni gota de agua en su ropa ni en su pelo.
El
amable elefante trotó alegremente hasta donde estaba Ayla, con aquella
permanente sonrisa suya y le preguntó si necesitaba alguna otra cosa:
-No,
no -se apresuró a decir Ayla-, no, gracias, de verdad, estoy muy bien
así, en serio, no es necesario que me ayudes más. Solo necesito saber si
voy en la dirección correcta para llegar a las Montañas de las
Pesadillas.
El
elefante abrió mucho los ojos y, por primera vez, se quedó sin sonrisa.
Durante un par de minutos la miró en completo silencio y luego,
repentinamente, giró sobre sus patas y corrió a esconderse tras un álamo
cercano, encogiéndose todo lo que pudo -que no era mucho- y poniendo
las dos patas delanteras sobre sus ojos -lo que no resulta nada fácil
cuando eres un elefante-. Temblaba tantísimo que el árbol se agitaba
como si lo sacudiera un vendaval, y Ayla tuvo que hacer un gran esfuerzo
para no reírse ante el cómico aspecto que ofrecía el pobre elefante al
intentar ocultar aquel enorme corpachón tras un árbol tan pequeño.
El elefante se destapó un solo ojo y, con un susurro tembloroso, como si temiera que las temibles montañas lo oyeran, contestó:
-Solo
tienes que seguir ese camino -y señaló con la trompa hacia un sendero
pedregoso- y te llevará directamente a las montañas esas.
En
cuanto hubo dicho esto el elefante salió de su escondite y corrió en
dirección opuesta a la que había indicado, sin sonreír, ni despedirse,
ni nada.
Ayla
lo siguió con la mirada hasta que se perdió de vista, y luego se giró
hacia las oscuras montañas. Le habría encantado hacer lo mismo que el
elefante y volver a casa pero no podía hacerlo: si quería librarse de
aquellos horribles sueños tenía que seguir adelante. Así que, asustada
pero decidida, se puso nuevamente en marcha.
CAPÍTULO QUINTO
Al
cabo de un rato Ayla se percató de que el camino la llevaba
directamente hacia un bosque de aspecto sombrío, que parecía esconder en
su interior cosas bastante desagradables.
-¿No se podría rodear ese bosque en lugar de atravesarlo? -preguntó Ayla al Aire.
-No -respondió el Aire en su oído derecho.
-¿Y hay cosas muy feas ahí dentro? -volvió a preguntar Ayla al Aire.
-Sí -volvió a contestar el Aire en su oído izquierdo.
-No me vas a contar nada más, ¿verdad? -dijo Ayla un poco molesta.
-Verdad -respondió el Aire revolviendo el pelo de Ayla y dando por concluida la conversación.
El
bosque se encontraba ya a pocos metros y cada vez que Ayla pensaba en
la clase de monstruos y bestias que podía encontrar en aquel lugar tan
oscuro y frío, le flojeaban las piernas. El miedo quiso obligarla a
correr en sentido contrario pero, antes de que tuviera tiempo de
conseguirlo, Ayla se encontró rodeada por los enormes y centenarios
árboles del tenebroso bosque.
La
niña se obligó a ir con cuidado, a vigilar cada sombra, a sospechar de
cada ruido, aunque lo que de verdad le apetecía era hacer caso al miedo y
salir corriendo a la máxima velocidad que pudieran sus piernas.
Cualquier pequeño crujido la hacía saltar y cualquier minúsculo
movimiento la hacía detenerse con el corazón a punto de escapar por su
garganta.
De
improviso algo pasó a toda velocidad junto a Ayla. Ese mismo algo, sin
detenerse, le tocó el brazo y ese mismo, mismísimo algo, emitió un
sonido parecido a: “¡Tuuuuvaaaashhhhh!”,
o algo por el estilo. Ayla se giró en la dirección hacia la que la cosa
había corrido pero no vio nada. El silencio y la quietud volvieron al
bosque y Ayla siguió su camino con más cautela que antes.
Y
entonces volvió a ocurrir: la misteriosa sombra pasó a su lado tan
velozmente que lo único que pudo ver fue un montón de hojas que volaban
en todas direcciones, y la misma voz de antes volvió a lanzar aquel
extraño: “¡Tuuuuvaaaaaaaaaashhhhh!”. Volvió
Ayla a girarse para intentar averiguar qué cosa monstruosa era esa que
la acosaba, pero tampoco esta vez vio nada más que las hojas y ramitas
que salían despedidas en todas direcciones al paso de “aquello”.
Ayla
estaba cada vez más asustada. ¿Qué era esa cosa? ¿Era animal, vegetal o
mineral? ¿Por qué la acosaba de aquella manera tan extraña? Se quedó
quieta y esperó que aquello volviera a aparecer, pero tras unos minutos
de espera sin que regresara, decidió seguir adelante.
Y entonces, cuando menos se lo esperaba, volvió a ocurrir.
Una ráfaga de aire, un toque en el hombro y aquel curioso alarido: “¡Tuuuuuvaaaaash!”
Ayla
se dio la vuelta rápidamente y se quedó sentada -una vez más- en el
suelo del susto que se llevó al encontrarse frente a un canguro con una
ridícula pajarita de color rojo brillante que, cruzado de brazos, le
espetaba:
-Bueno. ¿Qué? ¿Juegas o no juegas?
-¿Qué?
¿Cómo? -preguntó Ayla dando muestras de su gran inteligencia y sin
poder apartar la vista de la llamativa pajarita mientras se ponía en
pie.
-¡Que si juegas o no juegas! -repitió el canguro con los brazos en jarras.
Ayla
no entendía nada. Hacía un momento estaba convencida de que la atacaba
algún monstruo sanguinario, y ahora un canguro con una pajarita la mar
de fea le preguntaba no sé qué sobre jugar. Tanta caída le debía de
estar afectando al cerebro... aunque los golpes los estaba recibiendo en
el lugar opuesto.
-Yo creía que este bosque estaba lleno de monstruos -dijo Ayla mientras frotaba su dolorido trasero.
-¿Monstruos?
¿Quieres decir como ese de ahí atrás? -respondió el canguro señalando
algo que se encontraba a la espalda de Ayla, quien, lentamente, se giró
para toparse con una gran cara azul que la miraba fijamente con cuatro
ojos verdes (los de arriba mucho más grandes y verdes que los de abajo),
una bocaza llena de dientes afilados y una enorme lengua babeante.
Ayla dio un salto hacia atrás y en ese momento el monstruo decidió abrir la enorme bocaza y gritar:
-¡Tuuuuuuuvaaaaaaaaaaaash! -al tiempo que le daba un golpe que -y esto es algo totalmente nuevo- envió a Ayla otra vez al suelo.
La
niña, desde donde estaba sentada, miró al bicho con la boca abierta.
Era enorme, era feo, era peludo, era todo brazos y piernas y garras y
dientes, también usaba pajarita... y debía de ser el peor monstruo que
nadie pueda imaginarse porque, más que miedo, daba risa.
-¿Qué es eso que grita? -preguntó Ayla al malhumorado canguro.
-Ya te dije yo que esta chica es tonta, Charlie -dijo el canguro al babeante monstruo.
-No
soy tonta, bueno, al menos antes no era tonta y no creo que me haya
vuelto tonta de repente, vamos, creo yo, es sólo que no entiendo lo que
dice ese... ese... ese bicho.
-Charlie no es un bicho -replicó el canguro con pajarita-, es... es... bueno, no sé lo que es pero no es un bicho, niña tonta.
-Vale, no es un bicho, pero sigo sin entender lo que ha dicho.
-Pues está bien claro, ha dicho que tú la llevas.
-¿Que la llevo? ¿Qué llevo? -y Ayla se miró por todos lados buscando eso que se suponía que llevaba.
El canguro puso los ojos en blanco y preguntó:
-¿Pero es que nunca has jugado a “Tú la llevas”?
-¡Aaaaaaah! -dijo Ayla- ¡Te refieres a eso!
-Sí, a eso me refiero.
-Vale, pues no la llevo.
-Sí que la llevas. Yo vi como Charlie te la pasaba hace un rato.
-Pero yo no quiero llevarla, no tengo tiempo para llevarla.
-Pues pásala.
-Muy bien. Tú la llevas -dijo Ayla al tiempo que daba un golpecito en el hombro del canguro y se ponía nuevamente en marcha.
CAPÍTULO SEXTO
No había dado tres pasos cuando algo pasó raudo a su lado, le dio un golpecito y lanzó el mismo alarido de antes:
-¡Tuuuuuuuuuuuuuuuuuuuvaaaaaaaaaaaaaaaaash!
Ayla
siguió andando sin hacer caso del monstruo que, inmediatamente, volvió a
pasar a su lado a toda velocidad y volvió a gritar:
-¡Tuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuvaaaaaaaaaaaaaaaaash!
-¡No, no y no! ¡No la llevo! ¡No puedo llevarla! ¡Tengo cosas importantes que hacer!
Y el canguro con pajarita roja apareció otra vez ante ella:
-Pues ya sabes, si no la quieres, pásala....
-¡Aaaargh... está bien! -Ayla dio un golpecito al canguro- ¡Tú la llevas!
El canguro, sin moverse del sitio, le devolvió el golpecito:
-No, la llevas tú.
-No, tú -dijo Ayla.
-No, tú -dijo el canguro.
-La llevas tú -y Ayla le dio un tirón a la pajarita.
-No... la llevas tú -y el canguro le tiró de la nariz.
-Tú la llevas -insistió Ayla.
-La llevas tú -repitió el canguro.
Charlie
el monstruo los miraba como quien mira un partido de tenis. Giraba la
cara a la derecha, giraba la cara a la izquierda, y luego otra vez a la
derecha, y después a la izquierda, a la derecha, a la izquierda, a la
derecha, a la izquierda...
-La llevas tú -decía Ayla.
-No, la llevas tú -insistía el canguro.
-No, tú -proclamaba la una.
-No, tú - afirmaba el otro.
Y
así una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez,
hasta que Charlie el monstruo rodó por el suelo completamente mareado.
Ayla y el canguro con pajarita siguieron, y siguieron, y siguieron hasta que el canguro, bostezando, dijo:
-Esto ya no es divertido -y se sentó en el suelo.
-Pues no, nada divertido -dijo Ayla, y se dejó caer al suelo al lado del canguro.
-Noiiidooooo -dijo Charlie el monstruo, que aún rodaba mareado sobre hojas y ramas.
-¿Entonces no es cierto que el bosque esté lleno de cosas terroríficas? -preguntó Ayla al cabo de un rato.
-¡Tonterías!
Lo más terrorífico que puedes encontrar en este bosque es a Charlie o a
alguno de sus familiares con exceso de gases, ya sabes -y, al decir
esto, el canguro puso los ojos en blanco y agitó la mano frente a su
nariz.
Pasaron
un agradable rato allí sentados, en mitad del bosque, mientras
compartían una estupenda merienda que el canguro sacó de su bolsa -lo
cual resultaba de lo más asombroso teniendo en cuenta el tamaño que
parecía tener- y hablaban sobre esto, aquello, lo otro y lo de más allá.
Ayla se enteró así que aquel canguro de pajarita roja se llamaba
Jackie, que Jackie no era canguro sino cangura, que Charlie -a pesar de
su tamaño- era casi un bebé y por eso hablaba de aquella manera tan
rara, que en el bosque habitaban otros como Charlie pero que no había
más canguros, que Jackie extrañaba mucho a su familia pero que era muy
feliz en aquel bosque y que las Montañas de las Pesadillas le daban un
miedo atroz aunque nunca jamás había estado en ellas ni ganas que tenía.
En
cuanto Charlie -que en ese momento perseguía a unos curiosos animales
con grandes alas de mariposa y cuerpo de hipopótamo- escuchó las
palabras: “Montañas de las Pesadillas”, corrió a esconderse en los
brazos de Jackie. En su alocada carrera pisoteó el mantel con los restos
de la merienda que acababan de disfrutar, haciendo volar platos, tazas,
cubiertos, restos de tarta, trozos de fruta, migajas de sándwiches y
servilletas, que acabaron cubriendo a Ayla. Esta, una vez se libró del
último trozo de sándwich -que se había instalado cómodamente en su
coronilla-, se encontró con que la pobre canguro había caído aplastada
bajo el enorme corpachón del monstruito que, aferrado a ella, temblaba
como una hoja.
Costó
bastante trabajo tranquilizar a Charlie y convencerlo para que soltara a
la pobre Jackie pero, al fin, la tranquilidad regresó al pequeño claro
del bosque y, mientras el pequeño monstruo andaba entretenido con el
lento paseo de unos lombrajos -lombrices con cabeza de ajo-, Ayla
decidió que, por muy a gusto que se sintiera con sus nuevos amigos, era
ya el momento de ponerse en marcha y enfrentarse a lo que sea que le
esperara en aquellas siniestras montañas.
Se
despidió de Jackie y Charlie con mucha pena, muchos abrazos y muy pocas
ganas de marcharse, pero apenas había comenzado a andar, cuando Charlie
se puso a darle golpecitos y a gritar:
-¡Tuvash! ¡Tuvash! ¡Tuuuuuvaaaaaaash!
-No puedo jugar, Charlie, debo irme.
Pero Charlie insistía:
-¡Tuvash!¡Tuvash! ¡Tuuuuuvaaaaash!
Y a Ayla lo único que se le ocurrió en aquel momento fue dar un golpe a un árbol cercano y decir:
-¡Tú la llevas! ¿Ves? Yo ya no la llevo, ahora la lleva el señor árbol -dicho lo cual se dispuso a seguir su camino.
Y
entonces un extraño crujido hizo que se detuviera en seco. ¿Qué era
eso? Ayla miró a Charlie y a Jackie. Jackie y Charlie miraron hacia lo
alto. Ella también hizo lo mismo y, cuando lo hizo, vio que el árbol al
que había dado el pequeño golpe, movía pesadamente una de sus ramas
hasta tocar el árbol más cercano al tiempo que se oía un profundo
retumbar que a Ayla le sonó a algo así como:
-¡TÚUUUUUU LAAAAAAAAA LLEEEEVAAAAS!
El
árbol tardó casi media hora en decir la frase y en tocar al árbol
vecino porque los árboles todo lo hacen muy, muy, muy despacio. Ayla
recorrió lo que quedaba de bosque acompañada por los crujidos de las
ramas y el retumbar de las profundas voces de los árboles, sin poder creerse aún que los árboles estuvieran jugando al “Tú la llevas”.
-Y el caso es que parece que se lo están pasando genial -dijo Ayla al Aire, que andaba entretenido con unas hojas.
-Eso parece -dijo el Aire, y movió el flequillo de Ayla.
-Ya que estás aquí de nuevo, ¿podrías explicarme por qué me dijiste que este bosque estaba lleno de cosas terroríficas?
-Yo nunca dije eso -contestó el Aire, y le hizo cosquillas en la nariz.
-Bueno... -respondió Ayla pensativa-, dijiste que había cosas muy feas en él.
-Cierto
-y el Aire voló hasta las flores más cercanas-, y no te mentí: Jackie y
Charlie no es que sean precisamente guapos, ¿verdad? -dicho esto
desapareció con una rápida ráfaga que levantó hojas, pétalos y ramitas.
Ayla
abrió la boca para responder pero la verdad es que debía reconocer que
el Aire tenía razón, así que volvió a cerrar la boca y continuó su
camino pensando en todo lo que había pasado y en lo que aún estaba por
pasar.
CAPÍTULO SÉPTIMO
El
camino hasta las Montañas de las Pesadillas transcurrió sin
contratiempos y Ayla recorrió el último tramo con gran tranquilidad y
disfrutando de las cosas curiosas que había en aquel extraño lugar.
Comió flores de piruleta, probó el algodón de azúcar que crecía en unos
preciosos y pegajosos árboles y se relamió de gusto con el árbol que
daba manzanas de caramelo. Además, se lo pasó en grande contemplando
peces que volaban, pájaros que vivían bajo el agua, insectos que no
parecían insectos, plantas que andaban y otras muchas cosas fantásticas.
Entonces llegó a las Montañas de las Pesadillas y todo cambió.
-Bien -dijo-, ya estoy aquí. ¿Ahora qué?
-Ahora
tienes que enfrentarte a lo que en ellas encuentres y llegar hasta la
cima -le respondió el Aire, que nunca parecía estar muy lejos.
-¡Vaya, qué fácil! -suspiró Ayla, y continuó caminando.
Iba
ascendiendo sin encontrarse con nada más peligroso que unas cuantas
piedras saltarinas que se empeñaban en botar y rebotar en mitad del
camino estorbándole el paso. Todo iba bien, bastante bien, incluso
demasiado bien, si se tenía en cuenta lo que había esperado encontrar en
aquellas Montañas.
Y fue entonces cuando llegó la niebla.
Surgió
de ninguna parte y lo cubrió todo con rapidez. Era imposible ver más
allá de las narices y atravesarla era tan difícil como atravesar un
plato de puré de patatas.
-Esto lo he visto en mis sueños -dijo Ayla tragando saliva-. Supongo que aquí comienzan las pesadillas.
-Efectivamente -dijo el Aire intentando apartar la niebla sin conseguirlo.
-¿Y ahora qué hago? -preguntó Ayla.
-Recuerda que estás en el mundo de los sueños -le respondió.
-Vale, lo recuerdo... ¿Y ahora qué? -volvió a preguntar Ayla.
-En
el mundo de los sueños nada es lo que parece, nada parece lo que es,
nada es si tú no quieres y solo es lo que tú deseas. Aquí tienes más
poder del que tú crees. -y tras decir esto, dio tres o cuatro vueltas
con mucha dificultad y desapareció.
Ayla
siguió su camino -muy despacio y casi a tientas- sin dejar de pensar en
lo que el Aire había dicho. La niebla era cada vez más espesa y Ayla
cada vez veía menos, hasta que al cabo de un rato ya no sabía si iba
hacia delante o si retrocedía, si andaba hacia la derecha o hacia la
izquierda, si frente a ella había tierra firme o un precipicio, y el
miedo se apoderó de ella hasta el punto de dejarla paralizada, sin
atreverse a mover el pie ni medio centímetro por miedo a caerse, o a
tropezar o, peor aún, a encontrarse con algo monstruoso. Ayla temblaba
pegada a la pared de la montaña sin saber qué hacer, ni hacia dónde ir,
ni qué narices había querido decir el Aire con todo aquel galimatías.
-Nada
es lo que parece, nada parece lo que es, nada es si yo no quiero, solo
es lo que yo deseo... Solo es lo que yo deseo... lo que yo deseo... ¡Lo
que yo deseo es salir de aquí! -Ayla se cruzó de brazos, enfadada y
asustada- ¡Si al menos hubiera hadas en este mundo!
Y entonces aparecieron. Eran muchas, eran brillantes, eran pequeñas, eran...
-¡Gatos! -exclamó Ayla sorprendida- ¿Hadas-gato? ¡No sabía que existieran las hadas-gato!
-¿Algún miauproblema? -maulló la que parecía la jefa deteniéndose frente a Ayla.
-No, no, ninguno -replicó Ayla-. En serio.
-Porque si hay algún miauproblema, nos miauvamos y miaulisto ¿eh? -volvió a maullar la jefa.
-No, no, por favor, no os miau... no os marchéis -se asustó Ayla.
-Pide miauhadas, aparecen miauhadas y ella se miauqueja... ¡Humanos! -miaugruñó el hada.
-No me quejo, de verdad que no -insistió la niña.
-Venga, miausíguenos si quieres miausalir de aquí.
Las
minúsculas hadas-gato se aproximaron a Ayla llenándolo todo de luz,
ella las siguió miaucallada -no fuera a ser que la jefa la volviera a
miaureñir- y fascinada con aquellos maravillosos seres de coloridas
alas. Había hadas-gato de pelaje blanco, negro, atigrado, con mucho
pelo, con poco pelo, de medio pelo, sin pelo, incluso alguna con peluca,
y todas maullaban, ronroneaban y revoloteaban sin parar en torno a Ayla
quien iba tan encantada que apenas se dio cuenta de que la niebla había
desaparecido y que ya podía ver donde ponía los pies y el resto del
cuerpo.
Una vez cumplida su misión, y tan súbitamente como aparecieron, las pequeñas hadas-gato desaparecieron.
-¡Otra vez sola! -murmuró Ayla y, con un gran suspiro, miró a su alrededor.
Si
miraba hacia abajo, podía ver la niebla que acababa de atravesar
gracias a las hadas-gato y si miraba hacia arriba veía la helada cima a
la que tenía que llegar. Quedaba aún un buen trecho por recorrer y,
aunque cansada y asustada, Ayla decidió que lo mejor sería seguir
adelante.
El
camino era cada vez más difícil y empinado y no tardó en sentirse muy
cansada. Buscó un lugar donde sentarse un rato y se fijó en una enorme
roca que no parecía demasiado incómoda. No era precisamente un sofá, ni
una silla, ni siquiera un taburete, pero serviría para descansar un poco
y eso es lo único que necesitaba en ese momento. Sin pensarlo mucho
más, se subió sobre la gran roca y se puso a contemplar el paisaje sin
querer pensar en lo que aún podía encontrar... Y entonces la roca se
puso en movimiento. Algo que parecía ser una cabeza surgió por la parte
frontal, otros “algos” que parecían ser patas aparecieron por ambos
lados, luego la roca se elevó y, lenta muy lentamente, se puso en
marcha. Aquello no era una roca como había creído, aquello era...
-¿Una tortuga? -exclamó Ayla- ¿Me he sentado sobre una tortuga?
-Pues
yo diría que sí, señorita -dijo la tortuga con voz de abuela gruñona-,
yo diría, es más, yo aseguraría que se ha sentado usted sobre una
tortuga. Concretamente sobre una servidora.
-Usted disculpe, señora tortuga -respondió Ayla-, yo no sabía... yo pensaba... me pareció...
-Ya,
ya, lo mismo que dicen todos los que me confunden con una silla: yo no
sabía, yo pensaba, yo creía, me parecía... -refunfuñó la tortuga-, todos
igual. Como si fuera tan difícil fijarse un poquito en dónde se sienta
uno. ¿Me he sentado yo alguna vez sobre un humano? ¡Noooo, jamás! ¿Y por
qué? ¡Porque yo me fijo muy bien dónde me siento!
Ayla
pensó en decirle que ella nunca había visto una tortuga sentada ni
sobre un humano, ni sobre nada, pero se lo pensó mejor y lo que dijo,
muy avergonzada, fue:
-Lo lamento mucho, de verdad. No era mi intención. Me bajaré en cuanto usted se detenga, si no le es mucha molestia.
-Ah,
sí, y ahora toca eso de que me tengo que parar para que se baje la
señorita. Pues era lo que me faltaba, con la prisa que llevo yo hoy
-rezongó la tortuga-. Pues no me da la gana, ahora se queda usted ahí
hasta que a mí me dé la gana... hale, así aprenderá a no sentarse sobre
respetables tortugas.
Y
Ayla, muy callada y muy quieta para molestar lo menos posible, siguió
sentada sobre la tortuga hasta que esta llegó al lugar al que se
dirigía: una pequeña gruta en la que, tras detenerse para permitir que
la niña se bajara, se metió sin dejar de gruñir y refunfuñar acerca de
la gente que se sienta donde no debe y que no dejaban de molestarla.
CAPÍTULO OCTAVO
Aún
estaba Ayla mirando el hueco por el que había desaparecido la tortuga
cuando una gigantesca sombra tapó el sol. Algo enorme se había detenido a
sus espaldas y la observaba, Ayla podía oír su atronadora respiración y
sentir el extremado calor que desprendía. Se giró lenta, muy lentamente
y se encontró con una de sus peores pesadillas: un inmenso dragón cuyo
cuerpo estaba cubierto de escamas negras como la noche y que la miraba
fijamente con ojos llenos de pura maldad.
Ayla
se movió tres pasos hacia la derecha, en un intento de rodear al
terrorífico dragón que no hizo ni el más mínimo movimiento. Se movió
otros tres pasos y el dragón ladeó su enorme cabezota, pero siguió sin
moverse del sitio. Unos cuantos pasos más sin perder de vista a la
bestia y Ayla pudo, por fin, echar a correr.
El
dragón se limitó a seguirla con la mirada sin que, al parecer, tuviera
el menor interés en ir tras ella. A pesar de eso, la niña corrió y se
alejó cuanto pudo del monstruo, intentando recordar que aquello no era
más que un sueño, aunque en aquel momento eso no es que sirviera de
mucha ayuda.
Y
entonces, la monstruosa bestia abrió sus alas, alzó la cabeza, lanzó un
atronador rugido y voló tras Ayla, quien corría aterrorizada al tiempo
que buscaba un lugar en el que ocultarse. Por fin encontró una grieta
por en la que el dragón no podría caber y allí se ocultó, jadeante y sin
dejar de repetir:
-Nada
es lo que parece, nada parece lo que es, nada es si yo no quiero y solo
es lo que yo deseo. Nada es lo que parece, nada parece lo que es, nada
es si yo no quiero y solo es lo que yo deseo. Nada es lo que parece,
nada parece lo que es, nada es si yo no quiero y solo es lo que yo
deseo.
El
dragón apareció en la entrada del escondite e intentó meter la cabeza,
pero era demasiado grande para el espacio que había. Lo intentó también
con las garras pero no le fue mucho mejor. El dragón estaba cada vez más
furioso y sólo era cuestión de tiempo que se decidiera a lanzar fuego
contra su presa.
Llena de terror y sin saber qué hacer, a Ayla no se le ocurrió otra cosa que gritar al dragón con todas sus fuerzas:
-¡No existes! ¡No eres real! ¡No eres más que un sueño!
El
dragón se detuvo, confuso por el grito de la niña que, envalentonada
por la reacción del animal, dio dos pasos hacia la entrada de la gruta y
volvió a gritar:
-¡No puedes hacerme nada porque solo existes en mi imaginación!
El dragón retrocedió varios pasos y pareció encogerse varios centímetros.
Ayla
no se lo podía creer, aquello estaba funcionando. ¡Tenía razón el Aire!
Avanzó hasta salir de su escondite y, poniéndose frente al animal con
los brazos en jarra, volvió a gritarle:
-¡Existes porque yo te he creado y te puedo hacer desaparecer o no, mejor aún, puedo transformarte en lo que quiera!
Ahora era el dragón el que parecía asustado y su tamaño seguía menguando sin parar.
Ayla continuó hablando:
-Eso es. Te voy a transformar en... en...
Mientras hablaba el dragón se había encogido hasta el tamaño de un caniche y la miraba con una cara muy triste y asustada.
-Vaya, si me miras así no puedo transformarte en nada.
El dragón siguió mirándola fijamente con mucha pena.
-¡Oh, de acuerdo! -dijo, por fin, Ayla- No te convertiré en nada. Puedes largarte.
El
antes dragón y ahora dragoncito, agitó la cola la mar de contento,
abrió las alas y voló en torno a la niña durante un rato para, a
continuación, alejarse rápidamente de la montaña.
CAPÍTULO NOVENO
Ayla
se sentía eufórica, parecía que ya le había cogido el truco a esto de
enfrentarse a las pesadillas y cada vez sentía menos miedo. Se quedó
allí hasta que el feliz dragón se perdió de vista y, luego, siguió su
camino.
La
cima estaba ya muy cercana y la niña avanzaba muy tranquila, convencida
de que todo estaba a punto de acabar, y justo en ese momento lo que se
acabó fue el camino. Ayla no podía seguir avanzando hacia la cima. Ante
ella se levantaba una enorme pared por la que era imposible escalar.
-¿Y ahora qué hago? -preguntó al Aire, que se movía suavemente a su alrededor.
-Esperar -dijo el Aire.
Ayla se sentó y esperó. Pero no pasó nada.
Ayla se levantó y esperó. Pero no pasó nada.
Ayla se sentó, se levantó, se volvió a sentar, esperó... y nada.
-Aquí no pasa nada -dijo al Aire.
-Sigue esperando -respondió el Aire.
Y
Ayla siguió esperando. Y esperó. Y esperó. Y esperó hasta que, tras un
rato larguísimo, algo cambió: en la pared había aparecido una pequeña
grieta. No era mucho, pero era algo.
Ayla
miró fijamente la diminuta grieta casi sin parpadear. Poco a poco, la
pequeña grieta se hizo tres veces más grande, luego seis veces mayor, y
creció y creció sin parar hasta tener tamaño más que suficiente para que
una persona pudiera pasar a través de ella.
-Yo ahí no entro -dijo Ayla con voz temblorosa-. Está muy oscuro y a saber qué cosas se esconden en esa cueva.
-Vale,
como quieras, no entres -el Aire rozó suavemente su oreja-, pero si no
entras en ella, no podrás llegar a la cima, y si no llegas a la cima, no
podrás volver a casa.
-Vamos, que tengo que hacerlo quiera o no quiera.
-Eso es -afirmó el Aire.
Ayla
no tenía más remedio que hacer lo que no quería hacer, así que respiró
profundamente y, con seis decididos pasos, entró en la oscura caverna.
En
cuanto estuvo dentro, el agujero se cerró tras ella de sí sin que
pudiera hacer nada para evitarlo, y quedó allí encerrada sin atreverse a
moverse porque no veía nada.
Cuando
se acostumbró a la oscuridad, se dio cuenta de que no era tan completa
como había creído: desde el lado opuesto de la cueva llegaba un fino
hilo de luz y decidió caminar en aquella dirección. Avanzó despacio, sin
alejarse de la pared, y poniendo un pie tras otro con muchísimo
cuidado. A su alrededor se oían murmullos, roces y pasos. Había algo en
aquella cueva, y ella estaba segura de que era algo horrible. Su
imaginación le decía que estaba rodeada de monstruos temibles,
horrorosos fantasmas, insectos gigantescos y bestias colosales. Estaba
aterrorizada y el Aire le dio un susto morrocotudo cuando susurró en su
oído:
-Recuerda que es un sueño. Recuerda que puedes cambiarlo. Recuerda que puedes acabar con la pesadilla en cuanto quieras.
Cuando el Aire se calló, otra voz, una chirriante y desconocida voz, susurró en su otro oído:
-No es cierto. Esto no es un sueño. Esto es real. No puedes cambiar nada.
Ayla se sobresaltó al escuchar esa nueva voz.
-¿Quién eres? -preguntó asustada.
-No
le hagas caso -le dijo el Aire-. Es la Pesadilla la que habla, quiere
engañarte para que no te libres nunca de ellas. Puedes cambiar el sueño,
ya lo has hecho antes.
Era
cierto, ya había cambiado el sueño antes, pero es que ahora estaba en
la peor de sus pesadillas, la que más miedo le producía, y le costaba
creer que pudiera hacerlo. A pesar de todo, cerró los ojos con fuerza,
se concentró y...
Los sonidos callaron y la oscuridad pareció retroceder un poco, hasta que la nueva voz volvió a sonar en su oído:
-Es imposible. No se pueden cambiar los sueños. No tienes ningún poder.
Ayla
abrió los ojos de golpe y, durante unos segundos, dejó de creer en su
poder. La oscuridad regresó y volvieron a oírse los terroríficos
sonidos.
Pero
Ayla, con esfuerzo pero decidida, cerró otra vez los ojos e ignoró a la
maliciosa voz que seguía diciéndole que era imposible. Se concentró aún
con más fuerza que antes y repitió una y otra vez:
-No es más que un sueño. No es más que un sueño. No es más que un sueño y puedo cambiarlo.
Los
sonidos que tanto la habían asustado fueron sustituidos por trinos,
tintineos y una dulce música. La oscuridad retrocedió empujada por una
suave luz dorada. El aire se llenó de diminutas hadas, de primorosos
pájaros de colores, de polvo de estrellas. Y, mientras todo esto
sucedía, la malvada voz que hasta hacía un momento intentaba convencer a
Ayla de que todo aquello era imposible, lanzó un terrible rugido de
furia y se hundió en la oscuridad que se retiraba, al tiempo que la
espantosa gruta se desmoronaba poco a poco a su paso hasta que, con un
último fogonazo, desapareció.
Ayla
se encontró bajo la brillante luz del sol, aunque no en la cima de la
montaña sino de regreso al mismo prado del que había partido.
Allí
estaban la misma hierba, las mismas flores, las mismas ovejas -incluida
la olfateadora que, con un par de trotes, se puso nuevamente a su lado-
y su cama en el mismo lugar.
-¿Se ha acabado todo? -preguntó al Aire.
Y el Aire, haciendo bailar la hierba y las flores, respondió alegremente:
-Sí, se ha acabado.
-¿Me he librado de las pesadillas? -volvió a preguntar.
-No -respondió el Aire -. Tendrás pesadillas de vez en cuando, todo el mundo las tiene, pero ¿a que ya no te asustan como antes?
Ayla reflexionó unos segundos y contestó sonriente:
-No, es cierto, ya no me dan ningún miedo.
-Pues
de eso se trataba. No se puede dejar de tener pesadillas, pero se puede
dejar de temerlas. A fin de cuentas no son más que sueños y los sueños
no pueden hacerte daño.
Y
el Aire voló alegremente por el prado y levantó miles de semillas de
dientes de león que cayeron sobre Ayla y las ovejas -incluida aquella
que seguía olfateándola sin parar- como si fueran copos de nieve.
-¿Y ahora cómo regreso a casa? -preguntó la niña.
-Del mismo modo que llegaste -contestó el Aire revoloteando en torno a ella-. Acuéstate en tu cama, cuenta ovejas y duerme...
Ayla
se sentó en su cama y contempló, por última vez, el precioso prado.
Pensó en la cebra con uniforme y voz de pito, en el elefante de peluche
que no dejaba de sonreír, en Charlie y Jackie jugando al “Tú la llevas”
allá en el bosque, en las hadas-gato, en la tortuga gruñona, en el
dragón negro y en el Aire parlanchín que la había acompañado durante
todo su viaje.
-¿Podré
volver a este lugar? ¿Volveré a ver a la cebra, al elefante, a Charlie,
a Jackie, a la tortuga y al dragón? ¿Volveré a charlar contigo?
-preguntó un poco triste.
-¡Por supuesto! -respondió alegremente el Aire- Siempre que quieras. Recuerda que estamos en tus sueños.
Más animada por esas palabras, Ayla se tumbó en su cama, se tapó y comenzó a contar ovejas:
-Una oveja... Dos ovejas... Tres ovejas... Cuatro ovejas...
Cuando
abrió los ojos estaba de regreso en su dormitorio. Las ovejas habían
desaparecido -un gran alivio para la niña que ya estaba bastante harta
de limpiarse babas de oveja de manos y cara-, volvía a ser invierno y en
el cielo brillaba una enorme luna llena en lugar del cálido sol.
Ayla suspiró feliz, cerró de nuevo los ojos y se durmió sin miedo a ninguna pesadilla.
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