El gigante Milzinas
En
 el lejano, lejanísimo país de Tirbronac, más allá del lejano, 
lejanísimo mar y las lejanas, lejanísimas montañas, junto a un enorme, 
enormísimo bosque, existía hace mucho, muchísimo tiempo una pequeña y 
hermosa ciudad llamada Tuznigrad.
Durante
 todo el año Tuznigrad era una ciudad bastante alegre, sus habitantes 
paseaban, sonreían, los niños jugaban, se celebraban algunas fiestas 
populares... Vamos, lo normal en cualquier ciudad de cualquier país de 
cualquier mundo. Pero cuando llegaba el invierno la cosa cambiaba mucho,
 muchísimo en aquella pequeña ciudad y todo el mundo se ponía mustio, 
triste y muy serio. Desaparecían los colores, desaparecían las risas, 
desaparecían las ganas de pasear y la gente pasaba tantísimo tiempo 
metida en sus casas que la ciudad -cubierta de nieve y silenciosa- 
parecía deshabitada.
La
 culpa de todo esto la tenía un gigante malhumorado que desde hacía 
muchos, muchísimos años (tantos que la ciudad aún no era ciudad) pasaba 
el invierno en un gigantesco palacio no muy lejos de Tuznigrad. Este 
gigantesco gigante se llamaba Milzinas y no soportaba ver a los demás 
pasándolo bien, sobre todo cuando llegaba la Navidad y todo se llenaba 
de luces, decoraciones brillantes y la gente iba de acá para allá 
cantando y riendo. Milzinas se ponía tan pero tan furioso que empezaba a
 lanzar grandes rocas y enormes árboles contra la ciudad. Por eso, en 
cuanto los guardias que vigilaban los caminos daban aviso de que el 
gigante Milzinas estaba llegando a su palacio, los habitantes de 
Tuznigrad se metían en sus casas y pasaban el invierno encerrados, 
hablando en susurros y casi a oscuras.
Pero
 Vrolike ya estaba harto de esconderse y de no poder reírse. Vrolike 
quería celebrar la Navidad como antes, y que las calles se llenaran de 
luces, y que viniera la feria, y cantar villancicos y salir a pasear, y 
todas esas cosas que no podían hacer por culpa del gigante. De modo que 
un día se puso su camiseta, su jersey,  sus calcetines, sus botas, su 
abrigo, su gorro de lana y sus guantes, cogió la merienda y se puso en 
marcha rumbo al palacio donde vivía Milzinas dispuesto a convencer al 
gigante de que no fuera tan gruñón y rezongón.
Cuando
 Vrolike llegó al gran palacio se quedó con la boca muy abierta al ver 
lo enorme, enormísimo que era aquello: no podía ver las ventanas más 
altas porque quedaban entre las nubes ni podía ver dónde estaban las 
esquinas del palacio porque casi se perdían en el horizonte. Aquel lugar
 era impresionantemente impresionante y gigantescamente gigante.
Vrolike,
 aún con la boca abierta, comenzó a andar hacia la puerta y, una vez 
allí, no le costó encontrar una grieta por la que colarse y entonces 
descubrió que, por dentro, el palacio era aún más gigantesco e 
impresionante que por fuera. Todo brillaba, todo relucía, todo era 
inmensamente inmenso. Tan concentrado estaba Vrolike con todo lo que 
veía que ni se enteró de que no se enteró de que Milzinas estaba allí 
hasta que el gigante lo cogió y lo levantó hasta su cara.
-¿Qué haces en mi casa, enano? -dijo Milzinas con una voz de trueno que obligó a Vrilikas a taparse los oídos.
-Yo... -dijo Vriloke tragando saliva- Yo... quiero hablar contigo.
-Pues yo no estoy interesado en hablar contigo -volvió a tronar Milzinas mientras se sentaba en la gran mesa del comedor.
-¿Vas a... Vas a comerme? -preguntó Vriloke temblando.
-¿Comerte?
 -resondió el gigante con cara de asombro- ¿Con lo mal que me sientas 
los niños? Jojojojojo... No, sólo te voy a dejar aqui mientras tomo mi 
cena y pienso qué hacer contigo.
Y Milzinas puso un cordel en el tobillo de Vriloke y luego ató el cordel a una taza gigantesca.
-Así no te escaparás -dijo el gigante.
-Ya que estoy aquí podríamos hablar ¿no? -dijo Vriloke.
-Muy bien, habla y déjame en paz.
Y
 Vriloke habló sobre el invierno, sobre la Navidad, sobre las luces, los
 adornos, las canciones y la alegría. Y habló Vriloke de los tristes que
 estaban todos, especialmente los niños, desde que él había obligado a 
todos a pasar el invierno ocultos y silenciosos. Y, finalmente, con 
mucho cuidado, se atrevió a preguntarle a Milzinas por qué se ponía tan 
furioso cuando ellos reían y cantaban.
Milzinas
 lo escuchó todo muy serio y sin levantar la cabeza del plato en que 
comía. Cuando Vriloke acabó lo miró, le tocó a él hablar. Y contó que 
él, Milzinas, era el último gigante en todo el país de Tirbronac, que no
 tenía familia ni amigos y que ni siquiera sabía dónde podía haber más 
gigantes y que eso lo hacía sentirse muy solo.
-Por
 eso me molesta veros disfrutar de la compañía de vuestra famillia y 
vuestros amigos. Y me molesta oíros reír y cantar. Y me fastidia veros 
tan felices mientras yo estoy aquí tan solo.
-¿Y
 no has pensado -preguntó Vrolike- que podrías venir con nosotros a 
pasar el invierno y disfrutar de la Navidad? ¿Que podrías ser nuestro 
amigo aunque no seamos gigantes como tú?
-Nadie querría ser amigo de un gigante gruñón como yo -respondió Milzinas con cara triste.
-Yo
 sí querría -dijo Vrolike-, y seguro que hay mucha gente que querría si,
 en lugar de tirarnos cosas y gritarnos, te acercaras a nosotros y 
fueras amable.
-No sé -dudó Milzinas.
-Vamos, por probar...
Y
 Milzinas aceptó. Desató a Vrolike y se lo metió en un bolsillo. Luego 
fue al desván y bajó una enorme, enormísima caja llena de enormes, 
enormísimos adornos navideños y unas enormes, enormísimas luces y, por 
último, fue al bosque y arrancó el abeto más grande que encontró. 
Finalmente, con Vrolike en el bolsillo, la caja bajo un brazo y el abeto
 al hombro, Milzinas puso rumbo a Tuznigrad.
Los
 habitantes de la ciudad que lo vieron llegar se asustaron muchísimo, 
convencidos de que el gigante, finalmente, había decidido destruirlos 
pero Milzinas entró en la ciudad y no pasó nada, al contrario, caminaba 
con muchísimo cuidado procurando no pisar ni derribar nada.
El
 gigante se dirigió a la plaza mayor de la ciudad y, una vez allí, 
volvió a plantar el enorme, enormísimo abeto justo en el centro de la 
plaza y luego, con mucho cuidado, se puso a decorarlo.
Al
 ver que no pasaba nada, los vecinos de Tuznigrad fueron yendo a la 
plaza para ver qué ocurría y, cuando veían al gigante, decorar el árbol y
 bromear con Vrolike, se quedaban con la boca abierta.
Al
 poco rato los niños corrían bajo el árbol, se subían a los zapatones 
del gigante, trepaban por sus piernas y alguno tuvo que quitarse 
Milzinas de las barbas por miedo a que se cayeran y se hicieran daño. 
Los adultos tardaron un poco más pero ellos también acabaron uniéndose a
 la pequeña fiesta y cuando, por fin, el árbol estuvo adornado y se 
encendieron las luces, todos exclamaron un maravillado:
-¡OOOOOOOOOOOOOOH! 
El
 árbol era precioso, las luces iluminaban toda la ciudad de dorado, 
rojo, azul, verde y todos los habitantes de la ciudad de Tuznigrad se 
sintieron tan felices que decidieron celebrar una fiesta. Unos trajeron 
comida, otros bebida, otros trajeron instrumentos musicales y todos, 
todos, llevaron risas y alegría.
Pero
 el más feliz de todos ellos era, sin duda, el gigante Milzinas que, 
así, de golpe y porrazo, y tan sólo por acercarse a ellos con el 
corazón, había conseguido el maravilloso regalo de la amistad. 
Por
 eso, esa noche de Navidad, la risa de Milzinas, el gigante, resonó por 
la ciudad, recorrió el bosque y rebotó hasta las montañas...




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