Los cisnes salvajes – Hans Christian Andersen
Hace muchísimos años vivía un rey que
tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los hermanos se querían mucho
y eran muy unidos. Aunque vivían en un hermoso castillo, jugaban y
estudiaban como cualquier familia grande y feliz. Por desgracia, su
madre había muerto poco después del nacimiento del último príncipe. Con
el pasar del tiempo, el rey se repuso de la muerte de su amada esposa.
Un día, conoció a una mujer muy atractiva de quien se enamoró. Sin
sospechar que en realidad se trataba de una bruja, le propuso
matrimonio.
“Ella me hará compañía y mis hijos
tendrán de nuevo una madre”, pensó el rey. Sin embargo, el mismo día en
que llegó al castillo, la nueva reina resolvió deshacerse de los jóvenes
príncipes. La reina empezó a mentirle al rey para indisponerlo con sus
hijos. Luego, un buen día, reunió a los príncipes a la entrada del
castillo.
—¡Fuera de aquí! —gritó—.
No los quiero volver a ver nunca más.
Diciendo esto, levantó su capa hacia el
cielo y los convirtió a todos en cisnes salvajes. Pero, como eran
príncipes, cada uno llevaba una corona de oro en la cabeza. La malvada
reina le dijo al monarca que los príncipes habían huido del castillo.
—Olvídate de esos ingratos —dijo. Luego,
lo convenció de que Elisa necesitaba estar rodeada de otros chicos y
mandó a la niña a vivir con una familia de campesinos.
Cuando Elisa cumplió quince años, el rey la mandó traer y la reina la recibió con una amabilidad fingida.
—Ven, preciosa —le dijo—. Debes prepararte para saludar a tu padre.
Mientras Elisa se preparaba para tomar el baño, la reina consiguió tres sapos, los besó y luego les ordenó:
—Tú te sentarás en la cabeza de Elisa y
la volverás estúpida. Tú te pondrás cerca de su corazón y se lo
endurecerás. Tú le saltarás a la cara y la volverás fea. Luego puso los
sapos en el agua, que tomó un color repugnante. Sin embargo, la dulzura y
la inocencia de Elisa rompieron el hechizo. Los sapos se convirtieron
en amapolas y el agua se volvió cristalina. Al ver esto, la reina se
llenó de ira. Le estregó barro en la cara a la muchacha y le enmarañó el
cabello. Cuando Elisa se presentó ante el rey, la indignación de éste
fue enorme.
—¡Esta no es mi hija! —exclamó el rey.
—¡Padre, soy yo, Elisa! —replicó la muchacha.
—Es una pordiosera que sólo quiere tu dinero —dijo la bruja.
—¡Llévensela! —ordenó el rey.
Con el corazón destrozado, Elisa se fue
al bosque. Extrañaba a sus hermanos más que nunca y deseaba con toda su
alma volver a verlos. Se sentó junto a un arroyo a lavarse la cara y a
desenredarse el cabello. En ese momento, una vieja mujer se le acercó.
—¿Ha visto a once príncipes vagando por el mundo? —preguntó Elisa, esperanzada.
—No, mi querida niña, pero he visto once
cisnes con coronas de oro en la cabeza —respondió la anciana—. Vienen a
la orilla de aquel lago a la hora del crepúsculo.
Elisa se fue a la orilla del lago a
esperar. Cuando el sol se ocultó, escuchó un batir de alas. En efecto,
eran los once cisnes salvajes con sus once coronas de oro en la cabeza.
Al principio, Elisa se asustó y se escondió detrás de una roca.Uno a
uno, los cisnes se fueron posando en la orilla. Al tocar el suelo,
recobraban su aspecto humano. Encantada, Elisa vio desde su escondite
que los cisnes eran sus hermanos.
—¡Antonio, Sebastián! ¡Soy yo, Elisa! —gritó, mientras corría a abrazarlos.
Todos se reunieron en torno a ella,
felices de estar de nuevo juntos, después de tanto tiempo. ¡Fue un
instante glorioso! Los once príncipes le narraron a su hermana de qué
manera la bruja perversa los había convertido en cisnes y Elisa, a su
vez, les contó que a ella la había echado del castillo.
—De día somos cisnes y al atardecer volvemos a ser humanos —explicó Antonio, el mayor de los hermanos.
—Encontraré la manera de romper el hechizo —les aseguró Elisa.
Los hermanos encontraron un pedazo de
lienzo lo suficientemente grande para llevar a Elisa en él. Al amanecer
del día siguiente, la alzaron en vuelo con suavidad. Sebastián, el menor
de todos, le daba bayas para comer. Cuando el sol empezó a ocultarse
otra vez, llegaron a una cueva secreta, en un bosque apartado. Esa
noche, Elisa soñó con un hada que volaba en una hoja.
—Podrás romper el hechizo si estás
dispuesta a sufrir —susurró el hada—. Debes recoger ortigas y tejer once
camisas con el lino que saques. Cuando las hayas terminado, deberás
lanzárselas a tus hermanos para romper el hechizo. ¡Pero escucha bien!
No puedes ni hablar ni reírte hasta no haber terminado.
—Eso no importa —respondió Elisa en sus sueños—. ¡Haré lo que sea necesario para salvar a mis hermanos!
Cuando Elisa se despertó esa mañana, sus
hermanos ya se habían ido. En el suelo, junto a ella, había una pila de
hojas de ortiga. Elisa se puso a trabajar de inmediato. Al regresar los
príncipes a la cueva, encontraron a su hermana tejiendo una prenda
bastante curiosa. Elisa tenía las manos llenas de heridas.
—¿Qué haces? —preguntó Sebastián. Pero su hermana no podía decir nada.
Sebastián no pudo evitar que se le
llenaran los ojos de lágrimas cuando se inclinó a mirar las manos de
Elisa. Las lágrimas cayeron en sus dedos y las heridas desaparecieron
inmediatamente. Ella le sonrió agradecida, pero no se atrevió a decir ni
una sola palabra. Los hermanos observaron durante un rato. El asunto
era muy misterioso, pero ellos sospecharon que algo mágico debía estar
ocurriendo. A lo mejor, Elisa estaba tratando de salvarlos. Al otro día,
cuando ya sus hermanos se habían ido, Elisa salió de la cueva.
“Haré mi trabajo a la sombra de aquel roble”, pensó. “Allá no me verán.”
Sin embargo, un grupo de cazadores la descubrió.
—¿Tú quien eres? —preguntó uno de ellos con voz áspera. Al no obtener respuesta, la levantó a la fuerza.
—Quietos —dijo una voz. Era un joven rey.
—¿Cómo te llamas? —preguntó amablemente el rey. Elisa se limitó a sacudir la cabeza y a sonreír.
—Ella vendrá conmigo —dijo el rey y ordenó a los cazadores retirarse.
De regreso en el castillo, el joven rey
intentó hablarle a Elisa en diferentes idiomas, pero ella no hacía más
que tejer. Aunque la muchacha no decía nada, su mirada dulce y su linda
cara cautivaron el corazón del rey. Elisa vivía ahora rodeada de lujos,
pero pasaba la mayor parte del tiempo tejiendo en silencio. El rey se
sentaba junto a ella y era feliz en su compañía. Un día, decidió hablar
con el arzobispo.
—Amo a esta dulce doncella —anunció—, y deseo casarme con ella.
—Su majestad no sabe nada sobre esta
muchacha —replicó el arzobispo—. Bien podría ser una bruja. Ese tejido
es bastante extraño. Sin embargo, el rey estaba decidido. Elisa escuchó
en silencio la propuesta del rey y le apretó suavemente la mano. La boda
tuvo lugar poco después. Elisa siguió tejiendo hasta que un día se le
acabaron las ortigas. Una noche, se fue al cementerio a recoger más
hojas. Aunque allí había tres brujas reunidas, Elisa no hizo caso y
pensó sólo en las camisas de sus hermanos. El arzobispo, que la había
seguido, se fue a alertar al rey:
—Le dije a su Majestad que su esposa tenía trato con las brujas —afirmó el arzobispo.
El rey queriendo comprobar tal acusación se fue al cementerio. Aterrado, vio a Elisa cerca de las brujas, en torno a una tumba.
—No lo puedo creer —dijo el rey, desconsolado—. Castígala, si eso es lo que debes hacer.
Elisa fue acusada de brujería.
—Esposa mía, te ruego que hables en tu defensa —suplicó el rey. Pero Elisa no podía más que mirarlo con ojos tristes.
Al otro día, la llevaron a la plaza para
quemarla en la hoguera. Elisa seguía tejiendo y llevaba con ella las
diez camisas para sus hermanos. La muchedumbre enfurecida gritaba:
—¡Quemen a la bruja!
De repente, en el cielo aparecieron once
cisnes salvajes que descendieron hacia Elisa. Al verlos, ella les lanzó
de inmediato las camisas. La gente se quedó atónita al ver que los
cisnes se convertían en príncipes. Sebastián, quien recibió la undécima
camisa con una manga sin terminar, tenía todavía un ala.
—¡Sálvenme! —gritó por fin Elisa—. ¡Soy inocente!
Rodeada de sus hermanos, Elisa se
presentó ante el rey. Las lágrimas le rodaban por las mejillas a medida
que iba relatando la historia de la madrastra, del encuentro con sus
hermanos y el motivo de su silencio. El rey también lloró de felicidad y
abrazó a su esposa con ternura. —Sólo alguien con un corazón tan bueno
como el tuyo haría ese sacrificio —dijo el rey.
La multitud gritaba alborozada:
—¡Dios bendiga a la reina! Fue entonces cuando Elisa notó el ala de Sebastián.
—¡Tu brazo, mi pobre hermano! —dijo Elisa llorando.
—No llores —la consoló Sebastián—. Llevaré con orgullo esta ala de cisne como prueba de tu amor generoso e incondicional.
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