Dedos de Luna
Ilustración: Leonel Maciel
Toño vivía en Guerrero, tierra salvaje, donde las nubes negras cubren de repente el paisaje y las lluvias feroces golpean la montaña.
Don Gregorio hacía todas las máscaras del pueblo: retratos esmaltados y brillantes, diablos de ojos penetrantes, reyes, murciélagos o sapos, monstruos de ojos vacíos. Estas máscaras, nacidas en su interior más recóndito, se utilizaban para la danza de la cosecha.
—Una máscara no deber ser una carga —decía don Gregorio—. Debe ser parte de la cara; ligerita como un velo para que hasta los pies se sientan livianos y jubilosos cuando bailen celebrando el cambio de estación.
—Abuelito —dijo Toño.
—¿Qué? —contestó el abuelo.
—Tienes lunas en los dedos, ¡mira qué grandes y blancas!
—Sí —dijo el abuelo, y sus ojos oscuros chispearon con humor —. Tengo dedos de luna.
—¡Dedos de luna!, ¡dedos de luna! —Toño reía y bailaba sobre el aserrín con una máscara a medio terminar.
El abuelo también reía.
—Creo que la próxima máscara la voy a hacer de guajolote —decía el abuelo.
Y se reían.
—Entonces yo las haré —dijo Toño, como en broma—, y tú descansas.
—Está bien —respondió el abuelo, acercando al muchacho con su brazo y acariciándolo con sus dedos de luna.
—Cuando me vaya —dijo el anciano—, tú vas a hacer las máscaras.
—No, no te irás, abuelo —dijo Toño—. Te quedarás conmigo para enseñarme a tallar y a pintar, para decirme si mi trabajo es bueno.
—Pero no siempre —dijo el anciano con tranquilidad.
Una noche, días después, apareció en el cielo una media luna. Un tecolote cantaba al silencio. Y don Gregorio murió.
Un día, sin saber por qué, Toño caminó con desgano hacia el taller, donde habían pasado tanto tiempo riendo y trabajando. El olor a pintura y madera lo saludó y las lágrimas llenaron sus ojos, aunque no se dio cuenta. Pensó en los dedos de luna, largos y delgados. ¡Cómo le hubiera gustado acariciarlos en ese momento, tocar esos dedos de luna!
"¡Olvidar, olvidar, olvidar!" gritaba para sus adentros.
A través de sus lágrimas, la máscara del anciano lo miraba con malicia. Toño la tiró al suelo. La cara quedó herida, con la barba rota. Después todo quedó tranquilo, muy tranquilo, menos el latido de su propio corazón.
—Yo también lo quería —susurró alguien en el silencio.
Toño volteó lentamente. Era su madre.
—No te enojes, hijo —le dijo en voz baja.
—Es que... no lo puedo evitar —balbuceaba el muchacho—. No es justo. Teníamos tanto que hacer juntos. Me iba a enseñar...
Toño se quedó mudo.
—No te enojes por lo que no puedes cambiar —dijo la madre—. Tu abuelo se ha ido, pero tenemos recuerdos de él. Mira las bellas máscaras que nos dejó.
Toño todavía no podía hablar. Levantó la máscara rota y la abrazó; entonces apreció su belleza y tranquilidad. Pensó en los dedos de luna trabajando la madera con paciencia y amor. Deseaba hacer algún día máscaras tan finas como las de su abuelo. Lo intentaría con toda su alma.
Pero era demasiado pronto para eso. Aún era tiempo de pensar, de recordar.
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