Pinocho y sus amigos
Junto con sus dos sospechosos acompañantes, el zorro y el gato,
Pinocho seguía su marcha cuando se puso el sol. Sus nuevos amigos le
habían contado que existe un lugar donde podían hacerse ricos muy
fácilmente, se llamaba el Campo de los Milagros( aunque su padre le dijo
que fuera con cuidado con sus nuevos amigos y no confiara en ellos,
hasta que le demostraran su amistad.)

—¡Miren! —dijo el zorro de repente—. Ahí está la posada del cangrejo
rojo. Podemos comer algo y continuar a medianoche para llegar al campo
de los milagros mañana al amanecer.
El gato engulló treinta y cinco raciones de pescado y cuatro de
tripa, mientras que el zorro daba cuenta de una docena de perdices, seis
conejos y unas liebres. Pinocho, en cambio, no probó bocado, pues no
hacía más que pensar en la gran jornada que se avecinaba.
Después de la colación, el zorro pidió habitaciones para los tres, y
fueron a acostarse, dejando dicho que les despertaran a medianoche.
Cuando a la hora señalada el posadero despertó a Pinocho, tenía para él
extrañas noticias.
—El zorro y el gato han tenido que salir temprano. Se reunirán
contigo en el campo de los milagros, si es que sabes llegar allí tú
solo. A propósito, ¿te importaría pagar la cuenta de los tres?
Pinocho le entregó una de sus cinco preciosas monedas de oro e
inmediatamente se puso en camino. Unas nubes oscuras tapaban las
estrellas, y él comenzó a silbar para no desanimarse. ¡Qué lúgubre
parecía todo! Más adelante, donde la carretera atravesaba un tupido
bosque, Pinocho oyó un susurro de hojas a sus espaldas. Allí, envueltas
en la oscuridad, había dos figuras encapuchadas, ¡y le estaban
persiguiendo!

Los ladrones estaban cada vez más cerca, así que Pinocho se metió
cuatro monedas de oro en la boca y se encaramó a un árbol. ¡Allí estaría
seguro! Pero al mirar abajo vio que los ladrones prendían fuego al
árbol y las llamas cada vez se acercaban más a él.
Pinocho saltó al suelo con un gran brinco y salió corriendo. Atravesó
una zanja y, al volverse, vio a los ladrones que caían en ella. Pero no
tardaron en salir y emprender de nuevo su persecución. Entonces, cuando
ya Pinocho sentía que le flaqueaban las fuerzas, vio una casita y se
acercó a ella. La mala suerte le acompañaba, porque, antes de que
pudiera alcanzar la puerta, unas vigorosas manos le agarraron por el
pescuezo, al tiempo que una voz cavernosa exclamaba:—¡La bolsa o la
vida! Pinocho sacudió la cabeza. —¡Vamos, vamos, nada de tonterías!
dónde está el dinero? ¡O nos lo entregas o te matamos!
—¡No, no! —exclamó el pobre Pinocho, haciendo sonar las monedas en la boca.
—Con que pretendías engañarnos, ¿eh? Tienes el dinero debajo de la lengua. ¡Ya sabremos nosotros cómo sacártelo!
Con un ruido horrible, como el gruñido de un zorro, el más alto de
los dos ladrones sacó una soga de debajo de su capa y la puso alrededor
del cuello de Pinocho. Segundos después, el pobrecillo pendía del árbol
más cercano.
Los dos ladrones se alejaron, diciendo:
—Volveremos mañana, cuando estés muerto, con la lengua colgando.
Mientras el flaco cuernecito de Pinocho se balanceaba en el viento de
la noche, pensó en todas las advertencias que le habían hecho, hasta
que le falló la respiración y se quedó tieso.

Resultó que la propietaria de la casita cercana era una hermosa hada,
que llevaba más de mil años viviendo en el bosque. Ella lo había
observado todo desde una ventana. Así que, cuando hubieron desaparecido
los ladrones, el hada envió su mejor carruaje, conducido por un perro de
lanas y tirado por cien parejas de ratones blancos, a que trasladaran
el cuerpo de Pinocho hasta la casita.
Al poco, junto a su cama se reunieron tres médicos —un buho, un
cuervo y un grillo— que dispusieron un tratamiento para salvar al
paciente, Lo primero que oyó Pinocho al despertarse fue la voz del
grillo:
—Yo he visto antes a este muñeco. Es un bribón, un hijo díscolo que matará a su papá a disgustos.
Pinocho rompió a llorar. Su llanto alegró a los médicos, pues significaba que su paciente estaba vivo.
—Cuando un muerto llora, es señal de que se recupera —dijo el buho— Creo que ya podemos irnos, caballeros.
Entonces, el hada tocó la frente de Pinocho. Todavía tenía mucha
fiebre y se encontraba muy malito, así que le preparó una medicina. Pero
como ésta era amarga, el muñeco se negó a tomarla. El hada le dio
azúcar para endulzar el gusto, pero ni por ésas, Pinocho se tragó el
azúcar y dejó la medicina.
En esto se abrió la puerta y entraron cuatro conejos, portando un ataúd para Pinocho.
—Hemos venido para llevarte con nosotros —dijo el conejo jefe.
—¿Para llevarme? —protestó Pinocho—. ¡Pero si no estoy muerto! ¡Hada! ¡Oh, hada! ¡Dame la medicina, por favor!
¡Amigos! ¡Pinocho se tomó el amargo líquido de un solo trago!
—Qué forma de perder el tiempo —se quejaron los conejos— Otro viaje en balde.
Unos minutos más tarde. Pinocho se sintió restablecido por completo.
Los muñecos de madera nunca permanecen enfermos mucho tiempo.
Le contó al hada toda la historia y se jactó de lo listo que había sido al ocurrírsele esconder el oro en la boca.
—¿Pero dónde está ahora el oro? —preguntó el hada.
—Pues... ¡lo he perdido! —dijo Pinocho.
En el acto le empezó a crecer la nariz.
—¿Y dónde lo has perdido?
—Pues... en el bosque. No, ya me acuerdo. No lo perdí. Me lo he tragado.
Con esta enorme mentira, su nariz se hizo tan larga que no podía ni
volverse. Cuando se giraba hacia la derecha, su nariz chocaba con la
cama. Y si se giraba a la izquierda, chocaba con el cristal de la
ventana.
—Estás mintiendo, Pinocho —dijo el hada sonriendo—. Cada vez que dices una mentira tu nariz se alarga.
El pobre Pinocho estaba desolado y el hada tuvo que reprimir la risa.
Así que llamó a una bandada de pájaros carpinteros para que le
recortaran la nariz y se la dejaran a su tamaño natural.
—Qué amable eres, hada —dijo Pinocho— Te quiero mucho.

—Yo también te quiero, Pinocho, y siempre te protegeré. Pero ahora
debes olvidarte del campo de los milagros y volver a casa con tu papá,
Geppetto. Está muy preocupado por ti.
Pinocho se despidió del hada con un beso y atravesó apresuradamente
el bosque. Pero al pasar junto al árbol del que le habían colgado los
ladrones, se topó con el zorro y el gato.
—Pero si es nuestro querido Pinocho —exclamó el zorro, abrazándole con fuerza—. ¿Qué haces aquí?
—Sí, ¿qué haces aquí? —insistió el gato.
Pinocho volvió a relatar su historia, mientras los dos taimados
animales simulaban asombro. ¡Que cariacontecidos se mostraron al oír su
relato! ¡Y cómo se ofrecieron a ayudarle!
Podéis adivinar lo que sucedió. En seguida Pinocho se olvidó de
Geppetto y se puso en camino hacia el campo de los milagros con el zorro
y el gato.
Tras una larga caminata, que les llevó medio día, llegaron a una
población llamada Trampa de los Bobos, donde las calles se hallaban
atestadas de pobres mendigos. Tras cruzar la ciudad llegaron a un campo
desierto.
—Por fin hemos llegado —dijo jadeando el zorro—. Ahora arrodíllate y
cava un agujerito. Eso es; ahora mete dentro las monedas. Echa sobre
ellas este pellizco de sal y vuelve a llenar el hoyo.
—¿Esto es todo lo que tengo que hacer?
—Bueno, echa un poco de agua por encima, hombre. Perfecto. Ahora nos
vamos, pero si regresas dentro de un par de horas hallarás un arbusto
asomando por la tierra, ¡con sus ramas cargadas de monedas de oro!
Pinocho no sabía cómo darles las gracias a sus amigos. Quería que se
quedaran y se llevaran por lo menos mil monedas nuevas como recompensa
por su ayuda. Pero el gato se negó en redondo.
—No necesitamos ninguna recompensa. Nos basta con verte tan próspero y satisfecho.
Con esto, los tres se estrecharon la mano y se despidieron amistosamente.
Pinocho regresó caminando a Trampa de los Bobos y miró la hora en el
reloj de la iglesia. Transcurridas casi las dos horas, corrió a recoger
su oro. Tenía la cabeza llena de proyectos acerca de cómo lo gastaría.
También ayudaría a Geppetto, por supuesto. Mas al llegar al campo, no
vio nada. Absolutamente nada.
Con una terrible sensación de aesaliento, Pinocho se apresuró a
volver al lugar donde había enterrado las monedas. El hoyo había sido
excavado de nuevo ¡y estaba totalmente vacío! Pinocho cayó de rodillas
completamente desesperado y oyó una risotada que provenía del árbol que
había tras el. Se volvió y vio a un loro enorme, limpiando y componiendo
sus plumas.
—Pero mira que eres tonto, casi me muero de risa al verte plantar el
oro. El zorro y el gato, los muy astutos, regresaron nada más irte tú,
cogieron las monedas y huyeron.

Con las risotadas del loro resonando en sus oídos, Pinocho regresó a
Trampa de los Bobos y se personó en el Tribunal del pueblo para reclamar
justicia. Una vez en presencia del presidente del tribunal, un viejo y
sabio gorila, acusó al gato y al zorro de fraude y robo. Cuando el juez
hubo escuchado las pruebas, golpeó la mesa con su mazo y dictó
sentencia:
—Eres un bobo, Pinocho, y los bobos merecen ser engañados. Puesto que
has perdido cuatro monedas de oro, irás a la cárcel y permanecerás allí
cuatro meses.
Total, que con un ruido sordo, las puertas de la cárcel se cerraron tras Pinocho, el muñeco que no sabía elegir a sus amigos.
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