Cuento: Las medias de los flamencos
Los yacarés, para adornarse bien, se
habían puesto en el pescuezo un collar de bananas, y fumaban cigarros
paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el
cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban
muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles
burla.
Las ranas se habían perfumado todo el
cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgando como
un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.
Pero las que estaban hermosísimas eran
las víboras. Todas sin excepción, estaban vestidas con traje de
bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas
llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde;
las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul
gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el
color de las yararás.
Y las más espléndidas de todas eran las
víboras de coral, que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas,
blancas y negras, y bailaban como serpentinas. Cuando las víboras
danzaban y daban vueltas apoyadas en las puntas de la cola, todos los
invitados aplaudían como locos.
Sólo los flamencos, que entonces tenían
las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y
torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca
inteligencia, no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de
todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora
pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de
serpentina, los flamencos se morían de envidia.
Un flamenco dijo entonces:
–Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a
ponernos medias coloradas, blancas y negras, y las víboras de coral se
van a enamorar de nosotros.
Y levantando todos el vuelo , cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén del pueblo.
–¡Tan tan! –pegaron con las patas.
–¿Quién es? –respondió el almacenero.
–Somos los flamencos. ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
–No, no hay –contestó el almacenero–. ¿Están locos? En ninguna parte van a encontrar medias así.
Los flamencos fueron entonces a otro almacén.
–No, no hay –contestó el almacenero–. ¿Están locos? En ninguna parte van a encontrar medias así.
Los flamencos fueron entonces a otro almacén.
–¡Tan tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero contestó:
–¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en ninguna parte. Ustedes están locos.
¿Quiénes son?
–Somos los flamencos –respondieron ellos.
Y el hombre dijo:
–Entonces son con seguridad flamencos locos.
Fueron entonces a otro almacén.
–¡Tan tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero gritó:
–¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y
negras? Solamente a pájaros narigudos como ustedes se les ocurre pedir
medias así. ¡Váyanse enseguida!
Y el hombre los echó con la escoba.
Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los echaban por locos.
Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:
– ¡Buenas noches, señores flamencos! Yo
sé lo que ustedes buscan. No van a encontrar medias así en ningún
almacén. Tal vez haya en Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por
encomienda postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y
ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.
Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la lechuza. Y le dijeron:
– ¡Buenas noches, lechuza! Venimos a
pedirle las medias coloradas, blancas y negras. Hoy es el gran baile de
las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a
enamorar de nosotros.
– ¡Con mucho gusto! –respondió la lechuza–. Esperen un segundo, y vuelvo enseguida.
Y echando a volar, dejó solos a los
flamencos; y al rato volvió con las medias. Pero no eran medias, sino
cueros de víbora de coral, lindísimos cueros recién sacados a las
víboras que la lechuza había cazado.
– Aquí están las medias –les dijo la
lechuza–. No se preocupen de nada, sino de una sola cosa: bailen toda la
noche, bailen sin parar un momento, bailen de costado, de pico, de
cabeza, como ustedes quieran; pero no paren un momento, porque en vez de
bailar van entonces a llorar.
Cuando vieron a los flamencos con sus
hermosísimas medias, todos les tuvieron envidia. Las víboras querían
bailar con ellos, únicamente, y como los flamencos no dejaban un
instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué
estaban hechas aquellas preciosas medias.
Pero poco a poco, sin embargo, las
víboras comenzaron a desconfiar. Cuando los flamencos pasaban bailando
al lado de ellas, se agachaban hasta el suelo para ver bien.
Las víboras de coral, sobre todo,
estaban muy inquietas. No apartaban la vista de las medias, y se
agachaban también, tratando de tocar con la lengua las patas de los
flamencos, porque la lengua de las víboras es como la mano de las
personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin cesar, aunque
estaban cansadísimos y ya no podían más.
Las víboras de coral, que conocieron
esto, pidieron enseguida a las ranas sus farolitos, que eran bichitos de
luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran de
cansados.
Efectivamente, un minuto después, un
flamenco, que ya no podía más, tropezó con el cigarro de un yacaré, se
tambaleó y cayó de costado. Enseguida las víboras de coral corrieron con
sus farolitos, y alumbraron bien las patas del flamenco. Y vieron qué
eran aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la orilla
del Paraná.
– ¡No son medias! – gritaron las
víboras–. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han engañado! ¡Los flamencos han
matado a nuestras hermanas y se han puesto sus cueros como medias! ¡Las
medias que tienen son de víbora de coral!
Al oír esto, los flamencos, llenos de
miedo porque estaban descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan
cansados que no pudieron levantar una sola ala. Entonces las víboras de
coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les
deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaban las medias a
pedazos, enfurecidas, y les mordían también las patas, para que se
murieran.
Los flamencos, locos de dolor, saltaban
de un lado para otro, sin que las víboras de coral se desenroscaran de
sus patas. Hasta que al fin, viendo que ya no quedaba un solo pedazo de
media, las víboras los dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas
de su traje de baile.
Además, las víboras de coral estaban
seguras de que los flamencos iban a morir, porque la mitad, por lo
menos, de las víboras de coral que los habían mordido, eran venenosas.
Pero los flamencos no murieron.
Corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo dolor. Gritaban de
dolor, y sus patas, que eran blancas, estaban entonces coloradas por el
veneno de las víboras. Pasaron días y días, y siempre sentían terrible
ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque
estaban envenenadas.
Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora
todavía están los flamencos casi todo el día con sus patas coloradas
metidas en el agua, tratando de calmar el ardor que sienten en ellas.
A veces se apartan de la orilla, y dan
unos pasos por tierra, para ver cómo se hallan. Pero los dolores del
veneno vuelven enseguida, y corren a meterse en el agua. A veces el
ardor que sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan así horas
enteras, porque no pueden estirarla.
Esta es la historia de los flamencos,
que antes tenían las patas blancas y ahora las tienen coloradas. Todos
los pescados saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los flamencos,
mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse,
comiéndose a cuanto pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.
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