sábado, 28 de febrero de 2015

El zorro glotón

El zorro glotón
Un buen día, un zorro encontró una cesta de comida que unos granjeros habían dejado en el hueco de un árbol. Haciéndose tan pequeño como pudo, pasó por el estrecho agujero para que los demás animales no le vieran zampándose aquel rico banquete.
El zorro glotón
El zorro comió, comió, comió... y comió todavía un poco más. ¡No había comido tanto en toda su vida! Pero cuando terminó todo y quiso salir del árbol, no pudo moverse ni un centímetro. ¡Se había vuelto demasiado gordo para salir por el hueco! Pero el zorro glotón no cayó en la cuenta de que había comido demasiado y pensó que el árbol se había hecho más pequeño. Asomó la cabeza por el agujero y gritó:
-ISocorrooo! iSocorrooo! Sacadme de esta horrible trampa.
En ese mismo momento, una comadreja pasó por allí y, al verla, el zorro exclamó:
-Oye, comadreja, ayúdame a salir. El árbol está encogiendo y me está aplastando.
-A mí no me lo parece -rió la pequeña comadreja- El árbol es igual de grande que cuando lo he visto esta mañana. Quizá tú hayas engordado.
-¡No digas tonterías y sácame de aquí! -le chilló el zorro— Me muero, en serio.
A esto la comadreja replicó: -Lo tienes bien merecido por comer demasiado. Lo malo es que tienes los ojos más grandes que el estómago. Tendrás que quedarte ahí hasta que adelgaces... y entonces podrás salir. Así aprenderás a no ser tan glotón.
El pobre zorro tuvo que quedarse dos días y dos noches en su triste encierro. ¡Nunca jamás volvería a comer tanto!

El acertijo

El acertijo
Érase una vez el hijo de un rey, a quien entraron deseos de correr mundo, y se partió sin más compañía que la de un fiel criado. Llegó un día a un extenso bosque, y al anochecer, no encontrando ningún albergue, no sabía dónde pasar la noche. Vio entonces a una muchacha que se dirigía a una casita, y, al acercarse, se dio cuenta de que era joven y hermosa. Dirigióse a ella y le dijo:
- Mi buena niña, ¿no nos acogerías por una noche en la casita, a mí y al criado?
- De buen grado lo haría -respondió la muchacha con voz triste-; pero no os lo aconsejo. Mejor es que os busquéis otro alojamiento.
- ¿Por qué? -preguntó el príncipe.
- Mi madrastra tiene malas tretas y odia a los forasteros ­contestó la niña suspirando.

Bien se dio cuenta el príncipe de que aquella era la casa de una bruja; pero como no era posible seguir andando en la noche cerrada, y, por otra parte, no era miedoso, entró. La vieja, que estaba sentada en un sillón junto al fuego, miró a los viajeros con sus ojos rojizos:
- ¡Buenas noches! -dijo con voz gangosa, que quería ser amable-. Sentaos a descansar-. Y sopló los carbones, en los que se cocía algo en un puchero.
La hija advirtió a los dos hombres que no comiesen ni bebiesen nada, pues la vieja estaba confeccionando brebajes nocivos. Ellos durmieron apaciblemente hasta la madrugada, y cuando se dispusieron a reemprender la ruta, estando ya el príncipe montado en su caballo, dijo la vieja:
- Aguarda un momento, que tomarás un trago, como despedida.

Mientras entraba a buscar la bebida, el príncipe se alejó a toda prisa, y cuando volvió a salir la bruja con la bebida, sólo halló al criado, que se había entretenido arreglando la silla.
- ¡Lleva esto a tu señor! -le dijo. Pero en el mismo momento se rompió la vasija, y el veneno salpicó al caballo; tan virulento era, que el animal se desplomó muerto, como herido por un rayo. El criado echó a correr para dar cuenta a su amo de lo sucedido, pero, no queriendo perder la silla, volvió a buscarla. Al llegar junto al cadáver del caballo, encontró que un cuervo lo estaba devorando.
«¿Quién sabe si cazaré hoy algo mejor?», se dijo el criado; mató, pues, el cuervo y se lo metió en el zurrón.
Durante toda la jornada estuvieron errando por el bosque, sin encontrar la salida. Al anochecer dieron con una hospedería y entraron en ella. El criado dio el cuervo al posadero, a fin de que se lo guisara para cenar. Pero resultó que había ido a parar a una guarida de ladrones, y ya entrada la noche presentáronse doce bandidos, que concibieron el propósito de asesinar y robar a los forasteros. Sin embargo, antes de llevarlo a la práctica se sentaron a la mesa, junto con el posadero y la bruja, y se comieron una sopa hecha con la carne del cuervo. Pero apenas hubieron tomado un par de cucharadas, cayeron todos muertos, pues el cuervo estaba contaminado con el veneno del caballo.

Ya no quedó en la casa sino la hija del posadero, que era una buena muchacha, inocente por completo de los crímenes de aquellos hombres. Abrió a los forasteros todas las puertas y les mostró los tesoros acumulados. Pero el príncipe le dijo que podía quedarse con todo, pues él nada quería de aquello, y siguió su camino con su criado.
Después de vagar mucho tiempo sin rumbo fijo, llegaron a una ciudad donde residía una orgullosa princesa, hija del Rey, que había mandado pregonar su decisión de casarse con el hombre que fuera capaz de plantearle un acertijo que ella no supiera descifrar, con la condición de que, si lo adivinaba, el pretendiente sería decapitado. Tenía tres días de tiempo para resolverlo; pero eran tan inteligente, que siempre lo había resuelto antes de aquel plazo. Eran ya nueve los pretendientes que habían sucumbido de aquel modo, cuando llegó el príncipe y, deslumbrado por su belleza, quiso poner en juego su vida. Se presentó a la doncella y le planteó su enigma:
- ¿Qué es -le dijo- una cosa que no mató a ninguno y, sin embargo, mató a doce?

En vano la princesa daba mil y mil vueltas a la cabeza, no acertaba a resolver el acertijo. Consultó su libro de enigmas, pero no encontró nada; había terminado sus recursos. No sabiendo ya qué hacer, mandó a su doncella que se introdujese de escondidas en el dormitorio del príncipe y se pusiera al acecho, pensando que tal vez hablaría en sueños y revelaría la respuesta del enigma. Pero el criado, que era muy listo, se metió en la cama en vez de su señor, y cuando se acercó la doncella, arrebatándole de un tirón el manto en que venía envuelta, la echó del aposento a palos. A la segunda noche, la princesa envió a su camarera a ver si tenía mejor suerte. Pero el criado le quitó también el manto y la echó a palos.

Creyó entonces el príncipe que la tercera noche estaría seguro, y se acostó en el lecho. Pero fue la propia princesa la que acudió, envuelta en una capa de color gris, y se sentó a su lado. Cuando creyó que dormía y soñaba, púsose a hablarle en voz queda, con la esperanza de que respondería en sueños, como muchos hacen. Pero él estaba despierto y lo oía todo perfectamente.

Preguntó ella:
- Uno mató a ninguno, ¿qué es esto?
Respondió él:
- Un cuervo que comió de un caballo envenenado y murió a su vez.
Siguió ella preguntando:
- Y mató, sin embargo, a doce, ¿qué es esto?
- Son doce bandidos, que se comieron el cuervo y murieron envenenados.

Sabiendo ya lo que quería, la princesa trató de escabullirse, pero el príncipe la sujetó por la capa, que ella hubo de abandonar. A la mañana, la hija del Rey anunció que había descifrado el enigma y, mandando venir a los doce jueces, dio la solución ante ellos. Pero el joven solicitó ser escuchado y dijo:
- Durante la noche, la princesa se deslizó hasta mi lecho y me lo preguntó; sin esto, nunca habría acertado.
Dijeron los jueces:
- Danos una prueba.
Entonces el criado entró con los tres mantos, y cuando los jueces vieron el gris que solía llevar la princesa, fallaron la sentencia siguiente:
- Que este manto se borde en oro y plata; será el de vuestra boda.


La Jirafa Presumida

Hubo un tiempo en que el lenguaje animal era hablado por doquier en el bosque. La jirafa, debido a su largo cuello, era la reina de todos los animales.
Era mucho más alta que todos los demás, caminaba con la cabeza muy erguida y sostenía largas charlas consigo misma.
Eso enojaba mucho a los otros animales, pues perturbaba su paz y tranquilidad a la hora de la siesta.
Un día se reunieron para hallar el medio de hacerla callar.
El leopardo incluso llegó a decir:
—No eres tan maravillosa como crees, reina jirafa.

Hay muchas cosas que tú no puedes hacer y nosotros sí podemos.
—¡A ver, dime una! —contestó la jirafa.
—Pues correr tan velozmente como yo —dijo el leopardo.


—¡Pronto lo veremos, gato impertinente! ¡Haremos una carrera para comprobarlo!
Los otros animales, convencidos de que ganaría el leopardo, les acompañaron en calidad de espectadores. El leopardo y la jirafa comenzaron igualados, pero la jirafa no tardó en sacarle a su contrincante un cuello de ventaja.
Luego el leopardo fue ganando terreno, y adelantó a la jirafa, pero de pronto, el leopardo chocó con un árbol, se hirió en la cabeza y cayó al suelo.
Después de haber ganado la carrera, la jirafa se volvió todavía más vanidosa. Se paseaba con aires de suficiencia y se jactaba sin cesar de lo muy superior que era al resto de los animales.
Unos días más tarde, los animales volvieron a reunirse para tomar una decisión con respecto a la jirafa. Entonces el mono podió la palabra y explicó al resto de los animales que había concebido un plan, todos estuvieron de acuerdo y ayudaron al mono:
Recogió goma del árbol del caucho y se subió con ella a los árboles, extendiéndola sobre todas las hojas. Al poco rato apareció jirafa y se puso a comerse las hojas de los árboles.


Pero a cada bocado que daba, las pegajosas hojas se le enganchaban en la larga garganta. Y por más que tragaba, las hojas no se despegaban. La jirafa sacudió su cuello naranja y negro y se bebió todo el agua del lago. Más no había forma de desprenderse de las pegajosas hojas. Y al abrir la boca para afirmar lo maravillosa que era, descubrió que no podía articular palabra. ¡Estaba muda!
Todos los animales dieron las gracias al mono por haber conseguido silenciar a la presuntuosa jirafa. Y a partir de ese día durmieron todas las tardes, mientras la jirafa corría por el bosque a medio galope pronunciando palabras silenciosas entre las copas más altas de los árboles.
Después de varios días en silencio, la jirafa reconoció que habia sido demasiado vanidosa y presumida, y pidió perdón a todos lo animales, entonces entre todos el ayudaron a quitarse las hojas pegadas de su garganta, y a partir de ese momento la jirafa respetó a todos los animales de la selva y ellos la respetaron a ella.


Piel de asno

Piel de asno
Érase una vez un rey tan famoso, tan amado por su pueblo, tan respetado por todos sus vecinos, que de él podía decirse que era el más feliz de los monarcas. Su dicha se confirmaba aún más por la elección que hiciera de una princesa tan bella como virtuosa; y estos felices esposos vivían en la más perfecta unión. De su casto himeneo había nacido una hija dotada de encantos y virtudes tales que no se lamentaban de tan corta descendencia.
La magnificencia, el buen gusto y la abundancia reinaban en su palacio. Los ministros eran hábiles y prudentes; los cortesanos virtuosos y leales, los servidores fieles y laboriosos. Sus caballerizas eran grandes y llenas de los más hermosos caballos del mundo, ricamente enjaezados. Pero lo que asombraba a los visitantes que acudían a admirar estas hermosas cuadras, era que en el sitio más destacado un señor asno exhibía sus grandes y largas orejas. Y no era por capricho sino con razón que el rey le había reservado un lugar especial y destacado. Las virtudes de este extraño animal merecían semejante distinción, pues la naturaleza lo había formado de modo tan extraordinario que su pesebre, en vez de suciedades, se cubría cada mañana con hermosos escudos y luises de todos tamaños, que eran recogidos a su despertar.
Pues bien, como las vicisitudes de la vida alcanzan tanto a los reyes como a los súbditos, y como siempre los bienes están mezclados con algunos males el cielo permitió que la reina fuese aquejada repentinamente de una penosa enfermedad para la cual, pese a la ciencia y a la habilidad de los médicos, no se pudo encontrar remedio.
La desolación fue general. El rey, sensible y enamorado, a pesar del famoso proverbio que dice que el matrimonio es la tumba del amor, sufría sin alivio, hacia encendidos votos a todos los templos de su reino, ofrecía su vida a cambio de la de su esposa tan querida; pero dioses y hadas eran invocados en vano.
La reina, sintiendo que se acercaba su última hora, dijo a su esposo que estaba deshecho en llanto:
—Permitidme, antes de morir, que os exija una cosa; si quisierais volver a casaros…
A estas palabras el rey, con quejas lastimosas, tomó las manos de su mujer, las baño de lágrimas, y asegurándole que estaba de más hablarle de un segundo matrimonio:
—No, no, dijo por fin, mi amada reina, habladme más bien de seguiros.
—El Estado, repuso la reina con una firmeza que aumentaba las lamentaciones de este príncipe, el Estado que exige sucesores ya que sólo os he dado una hija, debe apremiaros para que tengáis hijos que se os parezcan; mas os ruego, por todo el amor que me habéis tenido, no ceder a los apremios de vuestros súbditos sino hasta que encontréis una princesa más bella y mejor que yo. Quiero vuestra promesa, y entonces moriré contenta.
Es de presumir que la reina, que no carecía de amor propio, había exigido esta promesa convencida que nadie en el mundo podía igualarla, y se aseguraba de este modo que el rey jamás volviera a casarse. Finalmente, ella murió. Nunca un marido hizo tanto alarde: llorar, sollozar día y noche, menudo derecho que otorga la viudez, fue su única ocupación.
Los grandes dolores son efímeros. Además, los consejeros del Estado se reunieron y en conjunto fueron a pedirle al rey que volviera a casarse.
Esta proposición le pareció dura y le hizo derramar nuevas lágrimas. Invocó la promesa hecha a la reina, y los desafió a todos a encontrar una princesa más hermosa y más perfecta que su difunta esposa, pensando que aquello era imposible.
Pero el consejo consideró tal promesa como una bagatela, y opinó que poco importaba la belleza, con tal que una reina fuese virtuosa y nada estéril; que el Estado exigía príncipes para su tranquilidad y paz; que, a decir verdad, la infante tenía todas las cualidades para hacer de ella una buena reina, pero era preciso elegirle a un extranjero por esposo; y que entonces, o el extranjero se la llevaba con él o bien, si reinaba con ella, sus hijos no serían considerados del mismo linaje y además, no habiendo príncipe de su dinastía, los pueblos vecinos podían provocar guerras que acarrearían la ruina del reino. El rey, movido por estas consideraciones, prometió que lo pensaría.
Efectivamente, buscó entre las princesas casaderas cuál podría convenirle. A diario le llevaban retratos atractivos; pero ninguno exhibía los encantos de la difunta reina. De este modo, no tomaba decisión alguna.
Por desgracia, empezó a encontrar que la infanta, su hija, era no solamente hermosa y bien formada, sino que sobrepasaba largamente a la reina su madre en inteligencia y agrado. Su juventud, la atrayente frescura de su hermosa piel, inflamó al rey de un modo tan violento que no pudo ocultárselo a la infanta, diciéndole que había resuelto casarse con ella pues era la única que podía desligarlo de su promesa.
La joven princesa, llena de virtud y pudor, creyó desfallecer ante esta horrible proposición. Se echó a los pies del rey su padre, y le suplicó con toda la fuerza de su alma, que no la obligara a cometer un crimen semejante.
El rey, que estaba empecinado con este descabellado proyecto, había consultado a un anciano druida, para tranquilizar la conciencia de la joven princesa. Este druida, más ambicioso que religioso, sacrificó la causa de la inocencia y la virtud al honor de ser confidente de un poderoso rey. Se insinuó con tal destreza en el espíritu del rey, le suavizó de tal manera el crimen que iba a cometer, que hasta lo persuadió de estar haciendo una obra pía al casarse con su hija.
El rey, halagado por el discurso de aquel malvado, lo abrazó y salió más empecinado que nunca con su proyecto: hizo dar órdenes a la infanta para que se preparara a obedecerle.
La joven princesa, sobrecogida de dolor, pensó en recurrir a su madrina, el hada de las Lilas. Con este objeto, partió esa misma noche en un lindo cochecito tirado por un cordero que sabía todos los caminos. Llegó a su destino con toda felicidad. El hada, que amaba a la infanta, le dijo que ya estaba enterada de lo que venía a decirle, pero que no se preocupara: nada podía pasarle si ejecutaba fielmente todo lo que le indicaría.
—Porque, mi amada niña, le dijo, sería una falta muy grave casaros con vuestro padre; pero, sin necesidad de contradecirlo, podéis evitarlo: decidle que para satisfacer un capricho que tenéis, es preciso que os regale un vestido color del tiempo. Jamás, con todo su amor y su poder podrá lograrlo.
La princesa le dio las gracias a su madrina, y a la mañana siguiente le dijo al rey su padre lo que el hada le había aconsejado y reiteró que no obtendrían de ella consentimiento alguno hasta tener el vestido color del tiempo.
El rey, encantado con la esperanza que ella le daba, reunió a los más famosos costureros y les encargó el vestido bajo la condición de que si no eran capaces dé realizarlo los haría ahorcar a todos.
No tuvo necesidad de llegar a ese extremo: a los dos días trajeron el tan ansiado traje. El firmamento no es de un azul más bello, cuando lo circundan nubes de oro, que este hermoso vestido al ser desplegado. La infanta se sintió toda acongojada y no sabía cómo salir del paso. El rey apremiaba la decisión. Hubo que recurrir nuevamente a la madrina quien, asombrada porque su secreto no había dado resultado, le dijo que tratara de pedir otro vestido del color de la luna.
El rey, que nada podía negarle a su hija, mandó buscar a los más diestros artesanos, y les encargó en forma tan apremiante un vestido del color de la luna, que entre ordenarlo y traerlo no mediaron ni veinticuatro horas. La infanta, más deslumbrada por este soberbio traje que por la solicitud de su padre, se afligió desmedidamente cuando estuvo con sus damas y su nodriza.
El hada de las Lilas, que todo lo sabía, vino en ayuda de la atribulada princesa y le dijo:
—O me equivoco mucho, o creo que si pedís un vestido color del sol lograremos desalentar al rey vuestro padre, pues jamás podrán llegar a confeccionar un vestido así.
La infanta estuvo de acuerdo y pidió el vestido; y el enamorado rey entregó sin pena todos los diamantes y rubíes de su corona para ayudar a esta obra maravillosa, con la orden de no economizar nada para hacer esta prenda semejante al sol: Fue así que cuando el vestido apareció, todos los que lo vieron desplegado tuvieron que cerrar los ojos, tan deslumbrante era.
¡Cómo se puso la infanta ante esta visión! Jamás se había visto algo tan hermoso y tan artísticamente trabajado. Se sintió confundida; y con el pretexto de que a la vista del traje le habían dolido los ojos, se retiró a su aposento donde el hada la esperaba, de lo más avergonzada. Fue peor aún, pues al ver el vestido color del sol, se puso roja de ira.
—¡Oh!, como último recurso, hija mía, —le dijo a la princesa, vamos a someter al indigno amor de vuestro padre a una terrible prueba. Lo creo muy empecinado con este matrimonio, que él cree tan próximo; pero pienso que quedará un poco aturdido si le hacéis el pedido que os aconsejo: la piel de ese asno que ama tan apasionadamente y que subvenciona tan generosamente todos sus gastos. Id, y no dejéis de decirle que deseáis esa piel.
La princesa, encantada de encontrar una nueva manera de eludir un matrimonio que detestaba, y pensando que su padre jamás se resignaría a sacrificar su asno, fue a verlo y le expuso su deseo de tener la piel de aquel bello animal.
Aunque extrañado por este capricho, el rey no vaciló en satisfacerlo. El pobre asno fue sacrificado y su piel galantemente llevada a la infanta quien, no viendo ya ningún otro modo de esquivar su desgracia, iba a caer en la desesperación cuando su madrina acudió.
—¿Qué hacéis, hija mía?, dijo, viendo a la princesa arrancándose los cabellos y golpeándose sus hermosas mejillas. Este es el momento más hermoso de vuestra vida. Cubríos con esta piel, salid del palacio y partid hasta donde la tierra pueda llevaros: cuando se sacrifica todo a la virtud, los dioses saben recompensarlo. ¡Partid! Yo me encargo de que todo vuestro tocador y vuestro guardarropa os sigan a todas partes; dondequiera que os detengáis, vuestro cofre conteniendo vestidos, alhajas, seguirá vuestros pasos bajo tierra; y he aquí mi varita, que os doy: al golpear con ella el suelo cuando necesitéis vuestro cofre, éste aparecerá ante vuestros ojos. Mas, apresuraos en partid, no tardéis más.
La princesa abrazó mil veces a su madrina, le rogó que no la abandonara, se revistió con la horrible piel luego de haberse refregado con hollín de la chimenea, y salió de aquel suntuoso palacio sin que nadie la reconociera.
La ausencia de la infanta causó gran revuelo. El rey, que había hecho preparar una magnífica fiesta, estaba desesperado e inconsolable. Hizo salir a mas de cien guardias y más de mil mosqueteros en busca de su hija; pero el hada, que la protegía, la hacía invisible a los más hábiles rastreos. De modo que al fin hubo que resignarse.
Mientras tanto, la princesa caminaba. Llegó lejos, muy lejos, todavía más lejos, en todas partes buscaba un trabajo. Pero, aunque por caridad le dieran de comer, la encontraban tan mugrienta qué nadie la tomaba.
Andando y andando, entró a una hermosa ciudad, a cuyas puertas había una granja; la granjera necesitaba una sirvienta para lavar la ropa de cocina, y limpiar los pavos y las pocilgas de los puercos. Esta mujer, viendo a aquella viajera tan sucia; le propuso entrar a servir a su casa, lo que la infanta aceptó con gusto, tan cansada estaba de todo lo que había caminado.
La pusieron en un rincón apartado de la cocina donde, durante los primeros días, fue el blanco de las groseras bromas de la servidumbre, así era la repugnancia que inspiraba su piel de asno.
Al fin se acostumbraron; además ella ponía tanto empeño en cumplir con sus tareas que la granjera la tomó bajo su protección. Estaba encargada de los corderos, los metía al redil cuando era preciso: llevaba a los pavos a pacer, todo con una habilidad como si nunca hubiese hecho otra cosa. Así pues, todo fructificaba bajo sus bellas manos.
Un día estaba sentada junto a una fuente de agua clara, donde deploraba a menudo su triste condición, se le ocurrió mirarse; la horrible piel de asno que constituía su peinado y su ropaje, la espantó. Avergonzada de su apariencia, se refregó hasta que se sacó toda la mugre de la cara y de las manos las que quedaron más blancas que el marfil, y su hermosa tez recuperó su frescura natural.
La alegría de verse tan bella le provocó el deseo de bañarse, lo que hizo; pero tuvo que volver a ponerse la indigna piel para volver a la granja. Felizmente, el día siguiente era de fiesta; así pues, tuvo tiempo para sacar su cofre, arreglar su apariencia, empolvar sus hermosos cabellos y ponerse su precioso traje color del tiempo. Su cuarto era tan pequeño que no se podía extender la cola de aquel magnífico vestido. La linda princesa se miraba y se admiraba a sí misma con razón, de modo que, para no aburrirse, decidió ponerse por turno todas sus hermosas tenidas los días de fiesta y los domingos, lo que hacía puntualmente. Con un arte admirable, adornaba sus cabellos mezclando flores y diamantes; a menudo suspiraba pensando que los únicos testigos de su belleza eran sus corderos y sus pavos que la amaban igual con su horrible piel de asno, que había dado origen al apodo con que la nombraban en la granja.
Un día de fiesta en que Piel de Asno se había puesto su vestido color del sol, el hijo del rey, a quien pertenecía esta granja, hizo allí un alto para descansar al volver de caza. El príncipe era joven, hermoso y apuesto; era el amor de su padre y de la reina su madre, y su pueblo lo adoraba. Ofrecieron a este príncipe una colación campestre, que él aceptó; luego se puso a recorrer los gallineros y todos los rincones.
Yendo así de un lugar a otro entró por un callejón sombrío al fondo del cual vio una puerta cerrada. Llevado por la curiosidad, puso el ojo en la cerradura. ¿pero qué le pasó al divisar a una princesa tan bella y ricamente vestida, que por su aspecto noble y modesto, él tomó por una diosa? El ímpetu del sentimiento que lo embargó en ese momento lo habría llevado a forzar la puerta, a no mediar el respeto que le inspirara esta persona maravillosa.
Tuvo que hacer un esfuerzo para regresar por ese callejón oscuro y sombrío, pero lo hizo para averiguar quién vivía en ese pequeño cuartito. Le dijeron que era una sirvienta que se llamaba Piel de Asno a causa de la piel con que se vestía; y que era tan mugrienta y sucia que nadie la miraba ni le hablaba, y que la habían tomado por lástima para que cuidara los corderos y los pavos.
El príncipe, no satisfecho con estas referencias, se dio cuenta que estas gentes rudas no sabían nada más y que era inútil hacerles más preguntas. Volvió al palacio del rey su padre, indeciblemente enamorado, teniendo constantemente ante sus ojos la imagen de esta diosa que había visto por el ojo de la cerradura. Se lamentó de no haber golpeado a la puerta, y decidió que no dejaría de hacerlo la próxima vez.
Pero la agitación de su sangre, causada por el ardor de su amor, le provocó esa misma noche una fiebre tan terrible que pronto decayó hasta el más grave extremo. La reina su madre, que tenía este único hijo, se desesperaba al ver que todos los remedios eran inútiles. En vano prometía las más suntuosas recompensas a los médicos; éstos empleaban todas sus artes, pero nada mejoraba al príncipe. Finalmente, adivinaron que un sufrimiento mortal era la causa de todo este daño; se lo dijeron a la reina quien, llena de ternura por su hijo, fue a suplicarle que contara la causa de su mal; y aunque se tratara de que le cedieran la corona, el rey su padre bajaría de su trono sin pena para hacerlo subir a él; que si deseaba a alguna princesa, aunque se estuviera en guerra con el rey su padre y hubiese justos motivos de agravio, sacrificarían todo para darle lo que deseaba; pero le suplicaba que no se dejara morir, puesto que de su vida dependía la de sus padres. La reina terminó este conmovedor discurso no sin antes derramar un torrente de lágrimas sobre el rostro de su hijo.
—Señora, le dijo por fin el príncipe, con una voz muy débil, no soy tan desnaturalizado como para desear la corona de mi padre; ¡quiera el cielo que él viva largos años y me acepte durante mucho tiempo como el más respetuoso y fiel de sus súbditos! En cuanto a las princesas que me ofrecéis; aún no he pensado en casarme; y bien sabéis que, sumiso como soy a vuestras voluntades, os obedeceré siempre, a cualquier precio.
—¡Ah!, hijo mío, repuso la reina, ningún precio es muy alto para salvarte la vida; mas, querido hijo, salva la mía y la del rey tu padre, diciéndome lo que deseas, y ten la plena seguridad que te será acordado.
—¡Pues bien!, señora, dijo él, si tengo que descubriros mi pensamiento, os obedeceré. Me sentiría un criminal si pongo en peligro dos cabezas que me son tan queridas. Sí, madre mía, deseo que Piel de Asno me haga una torta y tan pronto como esté hecha, me la traigan.
La reina, sorprendida ante este extraño nombre, preguntó quién era Piel de Asno.
—Es, señora, replicó uno de sus oficiales que por casualidad había visto a esa niña, el bicho más vil después del lobo; una negra, una mugrienta que vive en vuestra granja y que cuida vuestros pavos.
—No importa, dijo la reina, mi hijo, al volver de caza, ha probado tal vez su pastelería; es una fantasía de enfermo. En una palabra, quiero que Piel de Asno, puesto que de Piel de Asno se trata le haga ahora mismo una torta.
Corrieron a la granja y llamaron a Piel de Asno para ordenarle que hiciera con el mayor esmero una torta para el príncipe.
Algunos autores sostienen que Piel de Asno, cuando el príncipe había puesto sus ojos en la cerradura, con los suyos lo había visto; y que en seguida, mirando por su ventanuco, había mirado a aquel príncipe tan joven, tan hermoso y bien plantado que no había podido olvidar su imagen y que a menudo ese recuerdo le arrancaba suspiros.
Como sea, si Piel de Asno lo vio o había oído decir de él muchos elogios, encantada de hallar una forma para darse a conocer, se encerró en su cuartucho, se sacó su fea piel, se lavó manos y rostro, peinó sus rubios cabellos, se puso un corselete de plata brillante, una falda igual, y se puso a hacer la torta tan apetecida: usó la más pura harina, huevos y mantequilla fresca. Mientras trabajaba, ya fuera de adrede o de otra manera, un anillo que llevaba en el dedo cayó dentro de la masa y se mezcló a ella. Cuando la torta estuvo cocida, se colocó su horrible piel y fue a entregar la torta al oficial, a quien le preguntó por el príncipe; pero este hombre, sin dignarse contestar, corrió donde el príncipe a llevarle la torta.
El príncipe la arrebató de manos de aquel hombre, y se la comió con tal avidez que los médicos presentes no dejaron de pensar que este furor no era buen signo. En efecto, el príncipe casi se ahogó con el anillo que encontró en uno de los pedazos, pero se lo sacó diestramente de la boca; y el ardor con que devoraba la torta se calmó, al examinar esta fina esmeralda montada en un junquillo de oro cuyo círculo era tan estrecho que, pensó él, sólo podía caber en el más hermoso dedito del mundo.
Besó mil veces el anillo, lo puso bajo sus almohadas, y lo sacaba cada vez que sentía que nadie lo observaba. Se atormentaba imaginando cómo hacer venir a aquélla a quien este anillo le calzara; no se atrevía a creer, si llamaba a Piel de Asno que había hecho la torta, que le permitieran hacerla venir; no se atrevía tampoco a contar lo que había visto por el ojo de la cerradura temiendo ser objeto de burla y tomado por un visionario; acosado por todos estos pensamientos simultáneos, la fiebre volvió a aparecer con fuerza. Los médicos, no sabiendo ya qué hacer, declararon a la reina que el príncipe estaba enfermo de amor. La reina acudió donde su hijo acompañada del rey que se desesperaba.
—Hijo mío, hijo querido, exclamó el monarca, afligido, nómbranos a la que quieres. Juramos que te la daremos, aunque fuese la más vil de las esclavas.
Abrazándolo, la reina le reiteró la promesa del rey. El príncipe, enternecido por las lágrimas y caricias de los autores de sus días, les dijo:
—Padre y madre míos, no me propongo hacer una alianza que os disguste. Y en prueba de esta verdad, añadió, sacando la esmeralda que escondía bajo la cabecera, me casaré con aquella a quien le venga este anillo; y no parece que la que tenga este precioso dedo sea una campesina ordinaria.
El rey y la reina tomaron el anillo, lo examinaron con curiosidad, y pensaron, al igual que el príncipe, que este anillo no podía quedarle bien sino a una joven de alta alcurnia. Entonces el rey, abrazando a su hijo y rogándole que sanara, salió, hizo tocar los tambores, los pífanos y las trompetas por toda la ciudad, y anunciar por los heraldos que no tenían más que venir al palacio a probarse el anillo; y aquella a quien le cupiera justo se casaría con el heredero del trono.
Las princesas acudieron primero, luego las duquesas, las marquesas y las baronesas; pero por mucho que se hubieran afinado los dedos, ninguna pudo ponerse el anillo. Hubo que pasar a las modistillas que, con ser tan bonitas, tenían los dedos demasiado gruesos. El príncipe, que se sentía mejor, hacía él mismo probar el anillo.
Al fin les tocó el turno a las camareras, que no tuvieron mejor resultado. Ya no quedaba nadie que no hubiese ensayado infructuosamente la joya, cuando el príncipe pidió que vinieran las cocineras, las ayudantes, las cuidadoras de rebaños. Todas acudieron, pero sus dedos regordetes; cortos y enrojecidos no dejaron pasar el anillo más allá de la una.
—¿Hicieron venir a esa Piel de Asno que me hizo una torta en días pasados? dijo el príncipe.
Todos se echaron a reír y le dijeron que no, era demasiado inmunda y repulsiva.
—¡Que la traigan en el acto! dijo el rey. No se dirá que yo haya hecho una excepción.
La princesa; que había escuchado los tambores y los gritos de los heraldos, se imaginó muy bien que su anillo era lo que provocaba este alboroto. Ella amaba al príncipe y como el verdadero amor es timorato y carece de vanidad, continuamente la asaltaba el temor de que alguna dama tuviese el dedo tan menudo como el suyo. Sintió, pues, una gran alegría cuando vinieron a buscarla y golpearon a su puerta.
Desde que supo que buscaban un dedo adecuado a su anillo, no se sabe qué esperanza la había llevado a peinarse cuidadosamente y a ponerse su hermoso corselete de plata con la falda llena de adornos de encaje de plata, salpicados de esmeraldas. Tan pronto como oyó que golpeaban a su puerta y que la llamaban para presentarse ante el príncipe, se cubrió rápidamente con su piel de asno, abrió su puerta y aquellas gentes, burlándose de ella, le dijeron que el rey la llamaba para casarla con su hijo. Luego, en medio de estruendosas risotadas, la condujeron donde el príncipe quien, sorprendido él mismo por el extraño atavío de la joven, no se atrevió a creer que era la misma que había visto tan elegante y bella. Triste y confundido por haberse equivocado, le dijo:
—Sois vos la que habitáis al fondo de ese callejón oscuro, en el tercer gallinero de la granja?
—Sí, su señoría, respondió ella.
—Mostradme vuestra mano, dijo él temblando y dando un hondo suspiro.
¡Señores! ¿quién quedó asombrado? Fueron el rey y la reina, así como todos los chambelanes y los grandes de la corte, cuando de adentro de esa piel negra y sucia, se alzó una mano delicada, blanca y sonrosada, y el anillo entró sin esfuerzo en el dedito más lindo del mundo; y, mediante un leve movimiento que hizo caer la piel, la infanta apareció de una belleza tan deslumbrante que el príncipe, aunque todavía estaba débil, Se puso a sus pies y le estrechó las rodillas con un ardor que a ella la hizo enrojecer. Pero casi no se dieron cuenta pues el rey y la reina fueron a abrazar a la princesa, pidiéndole si quería casarse con su hijo.
La princesa, confundida con tantas caricias y ante el amor que le demostraba el joven príncipe, iba sin embargo a darles las gracias, cuando el techo del salón se abrió, y el hada de las Lilas, bajando en un carro hecho de ramas y de las flores de su nombre, contó, con infinita gracia, la historia de la infanta.
El rey y la reina, encantados al saber que Piel de Asno era una gran princesa, redoblaron sus muestras de afecto; pero el príncipe fue más sensible ante la virtud de la princesa, y su amor creció al saberlo. La impaciencia del príncipe por casarse con la princesa fue tanta, que a duras penas dio tiempo para los preparativos apropiados a este augusto matrimonio.
El rey y la reina, que estaban locos con su nuera, le hacían mil cariños y siempre la tenían abrazada. Ella había declarado que no podía casarse con el príncipe sin el consentimiento del rey su padre. De modo que fue el primero a quien le enviaran una invitación, sin decirle quién era la novia; el hada de las Lilas, que supervigilaba todo, como era natural, lo había exigido a causa de las consecuencias.
Vinieron reyes de todos los países; unos en silla de manos, otros en calesa, unos más distantes montados sobre elefantes, sobre tigres, sobre águilas: pero el más imponente y magnífico de los ilustres personajes fue el padre de la princesa quien, felizmente había olvidado su amor descarriado y había contraído nupcias con una viuda muy hermosa que no le había dado hijos.
La princesa corrió a su encuentro; él la reconoció en el acto y la abrazó con una gran ternura, antes que ella tuviera tiempo de echarse a sus pies. El rey y la reina le presentaron a su hijo, a quien colmó de amistad. Las bodas se celebraron con toda pompa imaginable. Los jóvenes esposos, poco sensibles a estas magnificencias, sólo tenían ojos para ellos mismos.
El rey, padre del príncipe, hizo coronar a su hijo ese mismo día y, besándole la mano, lo puso en el trono, pese a la resistencia de aquel hijo bien nacido; pero había que obedecer.
Las fiestas de esta ilustre boda duraron cerca de tres meses y el amor de los dos esposos todavía duraría si los dos no hubieran muerto cien años después.


Gobolino, el gato faldero

Gobolino, el gato faldero
Una noche oscura, Gobolino trotaba por un camino solitario a través de un bosque, cuando vio ante sí a un viejo leñador, caminando con un pesado fardo de leña a sus espaldas. Gobolino se sentía solo y perdido, y se alegró mucho de encontrar a alguien. Silenciosamente siguió al leñador hasta que llegaron a una casita. El viejo dejó caer su carga de madera, se apercibió de la presencia del gatito y le dijo:
-¡Bueno, bueno! ¿De dónde has salido tú? ¿Tienes hambre, quizás?
Seguro que te apetece un platillo de leche. Entra en la casa y te daré de comer. Gobolino se quedó atónito. En la cocina estaba Rosabel, la criada que cuidaba de la dama Alicia en la torre del bosque. ¡Era la nieta del leñador!
-¡Rosabel! ¿Qué estás haciendo ahí? -gritó el anciano-. ¿Por qué no estás con tu señora en la torre?
Gobolino, el gato faldero
Antes de que ella pudiera responder, vio a Gobolino en la puerta.
-¡Sácale de ahí! -gritó-. ¡Sácale de aquí! ¡Es un gato embrujado! El hizo que se derrumbara la torre y despertó al dragón. ¡Echale, abuelo!
Pero el leñador alzó a Gobolino en brazos y le habló con ternura.
-¿Es verdad eso? ¿Eres un gato embrujado?
Por toda respuesta Gobolino dejó oír un maullido largo y tristón.
El anciano no podía creer que un gato tan bonito pudiera hacer algo realmente malo y se negó a echarle. Al principio Rosabel anduvo enfurruñada y no le hablaba; pero después de unos días también a ella empezó a gustarle Gobolino. Cada mañana Gobolino se instalaba cómodamente en una silla mientras Rosabel lavaba los platos y preparaba la comida.
Rosabel, que era muy coqueta, cada noche le pedía a su abuelo dinero para comprar un vestido. Tanto le rogó y le suplicó que por fin el anciano le dio una moneda de plata. A la joven ya sólo le tocaba esperar a que pasara la vieja vendedora de telas de seda y satén.
Pocos días después llegó la vieja.
-Venga, pase junto al fuego y bébase una taza de té mientras me enseña sus telas -le dijo Rosabel.
La anciana lanzó una risotada y ató su burro cerca de la casita. Al escuchar esa risa, Gobolino levantó las orejas, se la quedó mirando fijamente y pensó: "Sólo las brujas se ríen así y tienen esas narices tan largas y tan ganchudas."
Rosabel eligió una tela de color de oro tan brillante que resplandecía bajo el sol.
-¿Cuánto me costaría hacerme un vestido de este hermoso satén dorado? -le preguntó.
-Dos monedas de plata -respondió la bruja.
-¡Pero sólo tengo una!
-¿Y qué? ¿Crees que voy a regalártelo?
Cuando ya recogía las telas apresuradamente, dijo Rosabel;
-¡No, espere! ¿No aceptaría alguna cosa a cambio? -le rogó la niña-. Puede llevarse mi moneda de plata y uno de estos pasteles, o mi colcha de seda, o el reloj de cuco...
-¡Jo, jo, jo, jo! -se rió la bruja- Yo como moras silvestres, duermo en cualquier zanja y para saber la hora miro al sol o la luna. No me ofrezcas pasteles, ni colchas, ni relojes. Hay una sola cosa aquí que aceptaría a cambio. Dame ese hermoso gatito y tu moneda de plata, y puedes quedarte el satén.
-¡Pero Gobolino es de mi abuelo! El nunca me perdonaría que yo le regalara el gato.
-Jummm. Bueno, no importa. Si cambias de parecer, estaré tres días en la choza al final del bosque. Durante los dos días siguientes Rosabel estuvo de muy mal talante. Al tercer día cambió de ánimo. Le sirvió a Gobolino un plato de natillas y le halagó con estas palabras: -Gobolino, bonito, mira esto, es mi mejor bolso de terciopelo. ¿Te gustaría dormir en él?
"Qué buena es", pensó Gobolino. "Me equivoqué al pensar que tenía mal genio." Y se metió en el bolso. Tan pronto como estuvo dentro, Rosabel ató fuertemente las cintas para que no pudiera salir.
-¡Ja, ja! Ahora podré tener mi vestido dorado. Le diré al abuelo que te escapaste.
Y corrió por el bosque con el bolso de terciopelo hasta que llegó a la choza.
La vieja estaba ya empezando a recoger sus cosas para marcharse.
-¡Jo, jo! -se rió-. Ya sabía yo que vendrías.
Le arrebató el bolso y lo ató a la silla del burro. Rosabel se llevó su satén dorado a cambio de Gobolino y la moneda de plata.
Durante semanas y semanas viajó Gobolino a través de una tierra de brujas en la que nunca brillaba el sol. Finalmente la vieja vendedora se detuvo para visitar a una amiga suya que vivía en una cueva en lo alto de una montaña. A la entrada de la cueva un gatito negro con los ojos tan verdes como la hierba recibió a los recién llegados. Era Salima, la hermana gemela de Gobolino.
Los dos gatitos se pusieron muy contentos al encontrarse. .

Cerditos voladores
Compartieron un gran tazón de sopa cocida en el caldero de la bruja, y Salima le enseñó a Gobolino todos los trucos que había aprendido.
Hizo salir extrañas melodías del caldero, acompañadas de cerditos voladores. Hizo invisible a la bruja y, por un instante, volvió roja la piel de Gobolino.
-Enséñame ahora tú lo que sabes hacer, Gobolino -pidió Salima
-No sabe hacer nada -dijo burlona la vieja- Apenas saca unas chispitas y hace travesuras tontas. Pero se niega a hacer algo malo.
-Es verdad. Nunca quise ser un gato de bruja. Los gatos de bruja son malos, malos, malos. ¡Y los hechizos de las brujas son tanto o más crueles!
-¡Gato miserable! -chilló la bruja-¿Cruel has dicho? ¡Esa no es palabra para un gato de bruja!
Lo agarró por la cola y lo arrojó en el caldero. Gobolino se hundía y volvía a sacar la cabeza una y otra vez jadeando... y toda la magia que tenía al nacer se disolvió en el caldo de la bruja.
-Salta detrás de mí, hermanito -le dijo Salima montando en una escoba.
Con muchísimo esfuerzo Gobolino logró escapar del caldero y trepó a la escoba, que inmediatamente se remontó por los aires, más arriba que la Montaña del Huracán.
-Oh, Salima, gracias por salvarme -sollozó Gobolino-. De veras, ¡gracias!
-No hay nada que agradecer -respondió Salima- Después de todo eres mi hermano. Pero eres una desgracia para la familia, y no quiero volver a verte. Te dejaré caer, ya es tiempo de que yo vuelva a casa. Vamos ¡salta!
Salima le dio un empujoncito con la pata y Gobolino cayó dando vueltas por el aire hasta que fue a dar al fondo de un río.
-ÍAy, me ahogo, me ahogo! -gritaba desesperadamente.

Cuando era un gatito embrujado podía nadar como un pez. Pero ahora apenas podía mantenerse a flote. Por suerte había unos niños jugando en la orilla.
-¡Mira, mira! ¡Es un gatito! ¡Rápido! ¡Saquémoslo de ahí!
-Los niños corrieron a por una rama y le pescaron, calado hasta los huesos.
-Pero si es Gobolino, el mismo gatito que rescatamos hace muchísimo tiempo. ¿Aún sabes sacar chispitas por el hocico? ¿Y hacerte invisible?
Gobolino sacudió su cabecita con tristeza. Pero los niños lo arroparon bien y lo llevaron a casa.
-Mira, papá -gritaron desde la puerta-¡Mira lo que encontramos ahogándose en el río! Es otra vez ese gatito de bruja.
-Los gatos de bruja saben nadar, no se ahogan -respondió el padre.
Tomó a Gobolino entre sus manos y lo miró un buen rato.
-Este no es un gato de bruja -afirmó finalmente- Es un gatito faldero común y corriente.
-Entonces ¿nos lo podemos quedar?
-No veo por qué no. Los niños se fueron a dormir, más contentos que nunca. La mujer del granjero le puso a Gobolino un platillo de natillas y más tarde lo dejó dormitar sobre su regazo.
Después de tantas aventuras extrañas, Gobolino era feliz. Tenía un hogar para siempre. Por fin conseguía ser ¡el gato faldero!

Gobolino, el gato del caballero

Gobolino, el gato del caballero
Gobolino descansaba al borde de un camino cuando oyó el eco de los cascos de un caballo que se acercaba.
Gobolino el gato del caballero
Un hermoso caballo venía a galope. El caballero que lo montaba estaba pálido y triste. Al ver a Gobolino, el caballo se encabritó y poco faltó para que tirara al caballero.
-¡Buenos días, gatito! -dijo el caballero-. ¿Qué estás haciendo en el camino real? Eres un gato muy bonito. ¿Por qué no saltas sobre mi caballo y me acompañas?
Mientras cabalgaban, el caballero explicó a Gobolino por qué estaba tan triste. Le contó que se había enamorado de la bella dama Alicia, a quien su padre había encerrado en una torre hasta que decidiera con cuál de sus dos pretendientes debía casarse. Uno de ellos era el propio caballero, y el otro era el barón negro que vivía en un castillo cercano.
Ambos pretendientes iban a visitarla a diario y le traían magníficos regalos. Alicia, para hacer feliz a su padre, había prometido casarse con aquel cuyo regalo no fuera adivinado por su rival. Cada día el barón negro tenía que adivinar con qué regalo la había obsequiado el caballero triste. Cada día, también, el caballero triste tenía que acertar el regalo que le había llevado el barón negro.
La torre se alzaba en medio del bosque, y un enorme dragón la custodiaba. Era viejo y perezoso, pero , Gobolino, que nunca en su vida había visto un dragón, se asustó mucho cuando contempló el gran cuerpo verde del monstruo enroscado al pie de la torre. El caballero, con Gobolino en brazos, llamó valientemente a la puerta. El dragón perezoso abrió un ojo y los miró, pero ni se movió.
Rosabel, la doncella de Alicia, bajó rápidamente la escalera y abrió la puerta.
-¿Está sola mi dama?
Peguntó el caballero.
-Sí, señor. El barón se marchó hace media hora. ¡Y trajo un juego precioso de bolas de marfil!
Gobolino comprendió por qué cada pretendiente adivinaba con facilidad en qué consistían los regalos del otro.
El caballero y Gobolino subieron por la escalera detrás de Rosabel. Arriba estaba la bella Alicia sentada delante de su rueca.
-¡Oh, qué gatito más lindo! -exclamó-. Dejadlo sentarse en mi regazo.
Gobolino saltó sobre sus rodillas y se acomodó allí, ronroneando.
-Quédate conmigo para siempre, gatito -musitó Alicia- Estoy tan sola aquí en la torre... No tengo con quién hablar. ¡Tú eres el mejor regalo que he recibido hasta ahora!
Sentado a los pies de la linda Alicia, Gobolino pensó que nunca en su vida se había sentido tan contento.
A la mañana siguiente, Alicia llamó a su doncella.
-¡Ya veo al barón que se acerca!
Hazlo entrar, Rosabel, pero no le digas qué regalo me trajo ayer el caballero.
Gobolino, que estaba convencido de que Rosabel iba a decírselo al barón, se deslizó tras ella fuera del cuarto y le susurró al oído:
-Si se lo dices al barón, te convertiré en pan de higo y el dragón te comerá.
El barón negro golpeó con los nudillos la puerta de la torre y Rosabel le abrió. Pero no dijo ni una palabra de cuál era el regalo del caballero. De modo que el barón subió la escalera de muy mal humor, pues hasta aquel día Rosabel nunca le había fallado.
-¿No será un par de palomas lo que os trajo el caballero? -preguntó a la preciosa dama.
-¡Oh, cielos, no! ¡Y si no lo adivináis en dos días me casaré con él y no con vos!
Cuando se hizo de noche, Alicia se puso a tocar el arpa. La música sonaba cada vez más triste, hasta que se fundió con el llanto de la encantadora arpista.
-¡Oh, Gobolino! ¿Qué va ser de mí? Ahora tendré que casarme con el caballero, y no quiero casarme con ninguno de los dos. Estoy enamorada de un joven noble. Pero se fue a la guerra, y mi padre quiere que me case con uno de esos dos hombres estúpidos. ¿Qué voy a hacer?
A la mañana siguiente, el barón ofreció a Rosabel cinco piezas de oro para que le revelase cuál había sido el regalo del caballero. Pero ella se resistía a decírselo.
-¡Oh, no! -sollozaba- ¡No puedo! El regalo me convertiría en pan de higo y me arañaría con sus zarpas.
-¡Es un gato! -exclamó el barón-¡Un gato embrujado!
En aquel instante, el caballero apareció en la puerta. Ambos pretendientes subieron por la escalera.
-¡Es un gato embrujado! -gritó el barón.
-¡Rosabel se lo dijo! -protestó el caballero.
-Nos lanzará un maleficio a todos -exclamó el barón al llegar arriba.
-Solicito vuestra mano, dama Alicia -dijo el caballero.
Pero antes de que ella pudiera contestar, el barón desenvainó la espada e inició un duelo terrible con el otro pretendiente.
En aquel momento resono en el bosque el toque de una trompa: un caballo con su jinete se acercaba a galope tendido hacia la torre.
¡Ah! ¡Es mi amado! -exclamó Alicia, al tiempo que se precipitaba escaleras abajo.
Gobolino el gato del caballero
Rosabel la siguió y, sollozando, se fue a su casa.
Alicia, llena de felicidad, corrió al encuentro de su enamorado, el cual la alzó sobre su caballo y, unidos, se adentraron en el bosque. En la torre, el caballero y el barón seguían luchando. Y hacían tanto ruido que el dragón se despertó.
Conforme se desperezaba iba desenroscándose y la torre empezó a temblar. Tras un bostezo tremendo, el monstruo rugió con fuerza.
Gobolino apenas tuvo tiempo de dar un gran salto antes de que la torre se derrumbara en torno al barón y al caballero que seguían luchando entre las ruinas. Corrió y corrió hasta el límite de sus fuerzas. Luego se paró a descansar. Pensaba...
"Acabo de ser el gato de un caballero. Lo más divertido era ser gato faldero; me gustaría volver a probarlo.'

Gobolino, el gato aventurero

Gobolino, el gato aventurero
Brincando por un camino polvoriento, el pequeño Gobolino se preguntaba qué aventuras le aguardarían. Cuando nació era el gato de una bruja. Hasta ayer había sido un feliz gato faldero, pero ahora debía emprender una nueva vida.Gobolino el gato aventurero
Al atardecer llegó a una ciudad bulliciosa. Las luces de las ventanas le hacían guiños y parecían grandes ojos amarillos. En montones de hogares felices crepitaba la lumbre, y gatos gordos y comodones dormitaban bajo las sillas. Pero Gobolino no pertenecía a nadie... y nadie pertenecía a Gobolino.
Saltó al alféizar de una ventana y echó una ojeada al interior. Dentro de la habitación se veían docenas de grandes jaulas. Y dentro de cada jaula había un gato sentado en un cojín de terciopelo azul.
Un anciano estaba sentado ante una mesa cortando carne y poniéndola en doce platos azules. La piel de los gatos era muy lustrosa, tenían los ojos brillantes y los bigotes limpios. Gobolino les oía ronronear incluso a través de la'ventana.
"Se les ve muy cuidados y contentos", pensó. "Pero nadie que tenga tantos gatos querría tener otro más."
En aquel momento, se abrió la puerta de par en par y se oyó una voz que decía: -Gatito, gatito, lindo gatito, ¡ven aquí!
"¡Oh, me está llamando a mí!", pensó Gobolino entusiasmado.
El anciano recogió a Gobolino y lo depositó en una jaula vacía con un cojín azul y un plato de carne.
Al cabo de un rato, Gobolino se dirigió a la gata de la jaula vecina. -¿Qué hacemos en estas jaulas? -le preguntó.
-¿No lo sabes? -se burló la gata-. Ahora eres un gato de exposición.
Por la mañana, el anciano cepilló y peinó a sus gatos uno por uno. Se sorprendió un tanto al ver las chispitas de colores que salían de la piel de Gobolino, pero no dejó de decirle lo bonito que era.
-¡Qué piel, qué cola, qué colorido y qué preciosos ojos azules!...
Los otros gatos gruñeron. -Mira, están celosos -dijo el anciano mientras anudaba una cinta roja alrededor del cuello de Gobolino.
-¿A qué viene tanto alboroto? -preguntó Gobolino a la gata de al lado.
-¿No lo sabes? -contestó ella desdeñosa- Mañana es el día de la exposición de gatos. Van a llevarnos a todos. Mucho antes de llegar, Gobolino pudo oír los maullidos de los cientos y cientos de gatos reunidos en la exposición: allí habían gatos grandes, pequeños; gatos negros, blancos, atigrados; gatos persas; gatos gordos, flacos, guapos, feos..., y todos los gatos de nuestro anciano. Entre ellos estaba Gobolino, el gato de la bruja, con sus ojos candorosamente azules.
Al ver a Gobolino, algunos gatos empezaron a cuchichear: -¿Quién es ese gato negro tan raro? No estaba aquí el año pasado.
-No, es nuevo -decían otros. Aunque Gobolino no podía oír todas las frases, las jaulas eran todas un susurro: "¡Gobolino! ¡Gobolino! ¡Gobolino!"
Fueron pasando los jueces examinando a los gatos. Al cabo de un rato, sacaron unas tarjetitas de colores y las prendieron en los más bonitos. El vecino de Gobolino tenía una tarjetita de color rojo en la que ponía "PRIMER PREMIO". El gato de enfrente llevaba una azul.
El anciano corrió entre las jaulas acariciando a los que habían conseguido premios y prometiéndoles toda clase de ricos manjares para la cena. Entonces, el juez principal se levantó para proclamar al mejor gato de la exposición. ¡Era Gobolino!
Por unos momentos reinó un gran silencio; después, silbidos; luego, bufidos, y, finalmente, grandes lamentos. Los iracundos gatos continuaron protestando hasta que, de una de las jaulas, surgió un gran rugido: "¡Gobolino es el gato de una bruja!". Por todas las jaulas se extendió el furioso murmullo: "¡Gobolino es el gato de una bruja!". Al oír los silbidos y los bufidos, los jueces se pusieron pálidos.
-¿Por qué, por qué nacería yo en casa de una bruja? -dijo Gobolino acurrucándose en su jaula- No quiero ganar premios. Sólo quiero un hogar. ¿Qué va a ocurrirme ahora?
El anciano fue obligado a marcharse de allí rápidamente y a llevarse todos sus gatos.
Al salir, abrió la puertecita de la jaula de Gobolino y le dejó abandonado en la calle tras increparle.
-¡Criatura miserable! ¡Aléjate! No quiero volver a verte nunca más.
Colocó a los demás gatos en su carreta, fustigó al flaco caballito y se alejó a galope entre una nube de polvo.
A Gobolino no le dio ninguna pena verlos marchar. En verdad, no le había gustado nada ser un gato de
exposición, y eso de vivir en una jaula le parecía muy aburrido. "Estoy seguro de que, en alguna parte, hay un hogar donde me querrán", pensó.
Dejando atrás la ciudad, Gobolino corrió hacia el sur en dirección al mar. Pasó por ciudades y villas, por cabañas y por granjas. Pero en ninguna parte le recibieron bien. Así pues, su corazón dio un brinco cuando divisó el mar, con sus reflejos de plata, y los barcos, de grandes velas blancas.
Al llegar al muelle, se sentó al sol y no se cansaba de mirar los barcos, las gaviotas y los marineros. Súbitamente, de entre un montón de cuerdas salió un ratón. Gobolino lo cazó de un solo zarpazo.
-¡Bien hecho! -dijo alguien tras él. Era la voz de un joven marinero que le miraba con una sonrisa amistosa.
-En mi barco, el Mary Cruz, hay muchos ratones, y no tenemos ningún gato. ¿Te gustaría venir con nosotros para atraparlos?
"¡Por fin!, aquí hay alguien que me necesita", pensó. Y contestó al marinero.
-Seguro que me gustará el mar. ¡Gobolino, el gato del barco!
Gobolino el gato aventurero
Navegaron por océanos llenos de sol, por islas maravillosas y arrecifes de coral. Pero una mañana, el viento encrespó las aguas y la sombra de una bruja marina se proyectó sobre el barco. Los marineros la vieron volando allá, arriba, pero creyeron que era una gaviota.
Al caer la noche arreció la tormenta y las olas se hicieron tan altas como montañas. El Mary Cruz navegaba a bandazos, el viento aullaba y crujían los maderos. Las olas se estrellaban sobre la cubierta. Por dos veces Gobolino estuvo a punto de caer por la borda, arrastrado por el agua.
Entrada ya la noche la tormenta se recrudeció. "¿Es que no se va a acabar nunca?", pensó Gobolino mientras rodaba de un lado para otro.
Al amanecer la tormenta continuaba. Pero entonces Gobolino escuchó un sonido nuevo. Era la voz de la bruja marina que entonaba esta canción:
Por fin el Mary Cruz al fondo se hundirá, de su tripulación nadie se salvará, pues ningún marinero de cuantos lleva dentro sabría deshacer mi viejo encantamiento.
Un antiguo recuerdo asaltó a Gobolino. Recordó que, hacía mucho, mucho tiempo, estando en la cueva de la bruja, había escuchado las siguientes palabras: "Sólo hay una manera de deshacer el encantamiento de una bruja: se ha de saltar sobre su sombra y gritar ¡TONTERIAS!".
Nadie vio al gatito trepar por los cabos del barco hasta el nido de la corneja. Hubo de agarrarse bien fuerte. Las olas empapaban su piel y llenaban de agua sus ojos.
Como el sol estaba cubierto por grandes nubes, la bruja marina no proyectaba sombra alguna. De repente, retrocedieron las nubes y el sol apareció en un trocito de cielo azul. Los marineros descubrieron a Gobolino allá arriba, sobre ellos, y escucharon su voz que resonaba más fuerte que la misma tempestad:
-¡Ama, oye, ama!, ¿no me conoces? Soy Gobolino, el gato de la bruja: no dejes que me ahogue en este horrible barco.
La bruja marina, al oírle, le contestó: -¿Es eso cierto? ¿Qué estás haciendo a bordo del Mary Cruz?
-Me subieron los marineros. No me pude escapar.
-¡Los gatos de las brujas saben nadar como focas! -replicó la bruja marina acercándose cada vez más al barco-. ¡Tírate al agua y nada! Cuando el barco se haya ido a pique te recogeré con mi escoba y te llevaré a casa.
-¡Está tan lejos y es tan profundo! -sollozó Gobolino-. Tengo miedo. ¡Oh... me estoy cayendo!
-¡Bueno, venga! -dijo la bruja-, prepárate para saltar a mi escoba cuando yo pase.
Justo cuando la luz empezaba a palidecer, cruzó la bruja por delante del sol. Su sombra se proyectó sobre la cubierta por un instante. Gobolino saltó, pero no a la escoba, sino encima de su sombra, gritando en voz muy alta ¡TONTERIAS! mientras caía.
Con un rugido de ira, la bruja desapareció.
-¡Traidor, traidor! -gritó, en el momento que el viento la engullía. De repente, se hizo sobre el mar una gran calma. El Mary Cruz estaba a salvo.
Los marineros no comprendían lo que pasaba y murmuraban cosas sobre Gobolino.
-No era una gaviota. ¡Era una bruja!
-Y él hablaba con ella. ¡Yo le oí!
-Dijo que era un gato de bruja.
-No me extraña que la bruja persiguiera al barco.
Todos miraban —-a Gobolino y nadie quería cogerle en brazos ni acariciarle.
El gato se sentó en cubierta, triste y solitario. Al mediodía, se acercó a hablarle el capitán.
-Oye, Gobolino -dijo afectuosamente-, me temo que tendremos que separarnos. Mis marineros se niegan a trabajar hasta que no te marches. Trae mala suerte llevar a bordo al gato de una bruja.
Gobolino asintió, y el propio capitán le llevó a tierra.
Los marineros despidieron al gato con grandes saludos, pero él no quería mirar atrás y ver como se alejaba el Mary Cruz dejándole en tierra.
Así que siguió adelante valientemente pensando para sus adentros: "No importa. Seguro que alguien ha de querer pronto al pequeño Gobolino"

Gabolino, el gato embrujado

Gabolino, el gato embrujado
Una tenebrosa noche de invierno, dos gatitos salieron de la cueva en que habían nacido. Era la primera vez que se atrevían a hacerlo. Estaba tan oscuro que Gobolino apenas podía ver a Salima, su hermana gemela, que era tan negra como la misma noche.
-¿Qué quieres ser cuando te hagas mayor? -le preguntó Gobolino.
Gabolino el gato embrujado
-Seré una gata embrujada como mamá -contestó Salima- Aprenderé magia, montaré en una escoba y convertiré los ratones en ranas y las ranas en lagartijas. Volaré en el viento de la noche con los murciélagos y los buhos, gritando \Miiauuuu\ Y todos dirán: "Allá va Salima, la gata embrujada".
Gobolino se quedó callado y al cabo de un buen rato dijo:

-Yo seré un gato faldero. Me tumbaré junto al fuego con las patas encogidas y me pondré a ronronear. Cuando los niños de la casa vuelvan del colegio, me tirarán de las orejas y me harán cosquillas. Cuidaré la casa, cazaré ratones y vigilaré al bebé. Y... __    después que todos los niños se hayan ido a la cama, me subiré a la falda de la madre. ¡Me llamarán Gobolino, el gato faldero!
-¿.Es que no prefieres ser malo?
-No -contestó Gobolino-. Seré bueno para que la gente me quiera. Nadie desea tener gatos embrujados.
En ese momento, un rayo de luna iluminó a los gatitos. Salima exclamó, arqueando el lomo:
-¡Hermano! ¡Tienes una pata blanca!
Gabolino el gatito embrujado
Todo el mundo sabe que los gatitos embrujados son negros de pies a cabeza y que tienen los ojos muy verdes. En la cueva, que era muy oscura, nadie había notado que Gobolino tenía una patita blanca. Y para colmo de males sus ojos eran ¡azules!
Salima entró corriendo en la cueva.
-¡Mamá! Gobolino tiene un calcetín blanco y ojos azules. ¡Y quiere ser un gato faldero!

Su madre salió a la puerta de la cueva, seguida de la bruja. Golpearon a Gobolino, le tiraron de las orejas y de la cola, y lo arrojaron al rincón más negro y húmedo de la cueva, donde vivían los sapos.
Más tarde, oyó que la bruja decía a su madre:
-Salima será una buena gata embrujada. ¿Pero qué podemos hacer con Gobolino?
Cuando salió la luna, la bruja y su gata montaron en una escoba, llevando a los dos gatitos en una bolsa. Volaron a tanta velocidad que el pequeño Gobolino, espiando a través de un agujero, vio que las estrellas pasaban zumbando, como una lluvia de diamantes. Se mareó al intentar mirar hacia abajo. Salima maullaba de alegría, pero Gobolino derramaba lágrimas de terror sobre su patita blanca.
-¡Basta, por favor! ¡Quiero parar! ¡Por favor! ¡Por favor!...
Pero nadie le hizo caso.
Por fin, la bruja y su escoba se lanzaron sobre el Monte Huracán. Allí vivía una hechicera vieja y horrible que aceptó hacerse cargo de Salima para enseñarle a ser una gata embrujada.
Salima estaba tan contenta que casi ni se despidió de su hermano. Quería comenzar sus lecciones sobre cómo convertir a las personas en sapos y ranas.
La bruja se negó a aceptar a Gobolino.
-¡Un gato embrujado con una pata blanca! ¡Nadie lo querrá!
Visitaron cincuenta cuevas, pero ninguna de las brujas quiso quedarse con él, porque tenía una pata blanca y ojos azules. Regresaron a casa, y la bruja le dejó otra vez con los sapos.
Por la mañana se despertó y descubrió que estaba solo. La bruja y su madre se habían ido.
-¿Y si no vuelven nunca? ¿Qué puedo hacer?
Entonces tuvo una idea.
-Ahora no tengo que ser un gato embrujado. Me iré a buscar un hogar feliz donde pueda vivir para siempre.
La cueva de la bruja estaba junto a un bosque, cerca de un río. Gobolino se lavó la cara y el cuerpo con mucho cuidado, y echó a andar por los campos hasta perder de vista el bosque. Después de mucho andar llegó a un río
caudaloso. Se quedó mirándolo y, súbitamente, apareció una hermosa trucha saltarina, de color rosado y azul, que nadaba hacia él. Gobolino levantó la pata, temblando de emoción. En ese momento, la trucha lo vio y se alejó / /rápidamente. El gatito dio un zarpazo en el aire, perdió el equilibrio y cayó al río. v Comenzó a nadar como sólo los gatos embrujados pueden hacerlo. Nadó y nadó, hasta llegar a un lugar donde el río atravesaba una granja. Allí, junto a la orilla, unos niños jugaban alegres.
-¡Mira! ¡Mira! -gritaron-. ¡Hay un gatito en el agua!
-¡Se ahogará! -gritó la niña-. ¡Rápido! ¡Sálvalo!
El niño corrió presuroso y con una rama sacó a Gobolino, jadeante.
-¡Qué ojos más azules!
-Tiene tres patas negras...
-¡Y una completamente blanca!
Los niños se llevaron a Gobolino a la granja para enseñárselo a su madre. ¡Allí vio la cocina con la que siempre había soñado! Había cacharros limpísimos en los estantes, un fuego resplandeciente y un niño en la cuna...
"¡Soy un gato muy afortunado!", pensó Gobolino. "Ahora puedo quedarme aquí y ser un gato doméstico para siempre".
La mujer del granjero lo sentó en su falda y le secó la piel con un paño caliente.
-¿De dónde vienes, gatito? ¿Cómo te caíste al río? Podías haberte ahogado.
Gobolino dedicó un miiiauuu muy cariñoso a la mujer.
Una vez estuvo seco, le dio leche caliente. Y cuando ella se fue a ordeñar las vacas, jugó con los niños. Todos los gatos embrujados saben muchos trucos, y, aunque Gobolino quería ser un gato faldero, también los había aprendido. Sacó chispas azules por los bigotes y rojas por la nariz. Tan pronto se hacía invisible, escondiéndose en los lugares más extraños, como reaparecía para divertir a los niños.
En medio de todas estas bromas, llegó el granjero. Mientras cenaba vio los trucos de Gobolino, pero no dijo nada. Envió a los niños a la cama, y el gatito se enroscó en una caja, debajo de la mesa de la cocina.
El fuego se apagó. Gobolino dormía tranquilo, soñando y ronroneando. De repente, unos golpecillos interrumpieron el silencio.
¡Toe! ¡Toe! ¡Toe! ¡Había un duende en la ventana! Gobolino se incorporó susurrando: -¿Quién es?
-¡Déjame entrar, gatito! -pidió el duende.
Gobolino se sentó, mirándole.
-¡Qué cocina más bonita! ¡Y qué platos tan brillantes! ¡Y qué hermosa cuna! ¡Y qué calorcillo tan agradable!... ¡Déjame entrar!
Gobolino no se movió, sin dejar de mirarle. El duende comenzó a golpear la ventana.
-Los gatos falderos sois todos iguales. Mira: tú estás caliente y seguro. ¡Y yo aquí fuera, solo y muerto de frío!
Al oír esto, Gobolino se acordó de lo solo que se había sentido al perderse. Se acercó a la ventana y dijo:
-Puedes entrar a calentarte un rato.
El duende saltó por la ventana y dejó sus huellas sucias en el suelo de la cocina.
-¿Cómo estás? ¿Y tu familia? -preguntó, tirándole de la cola.
-Mi madre se ha ido con mi ama, la
bruja -respondió Gobolino-, y mi hermanita Salima está con una hechicera en el Monte Huracán. No sé cómo están.
El duende se rió.
-¡Ajá! ¿Así que eres un gato embrujado?
-¡Oh, no! Ya no lo soy. ¡Esta tarde empecé a ser un gato doméstico y lo seré por siempre jamás!
El duende lanzó una sonora carcajada e hizo una pirueta. Tiró una labor que había en una silla y enredó la lana en las patas de la mesa.
-¡Ten cuidado! -gritó Gobolino.
El duende entró en la despensa y cerró la puerta. El gatito corría intentando arreglar el desorden, pero no podía. El duende saltó fuera de la despensa. Se había comido la nata.
-¡Bien! Yo me voy. ¡Buenas noches, gatito embrujado! -dijo el duende, saliendo por la ventana.
Gobolino volvió a su caja a dormir. A la mañana siguiente la mujer del granjero descubrió las lanas hechas un lío y también que alguien había robado toda la nata de la despensa. En el suelo había un letrero con estas palabras: ¡GOBOLINO ES UN GATO EMBRUJADO!
-¡Mira qué desastre! -gritó la mujer.
-¡Te lo dije! -contestó el granjero-. Es un gato embrujado y no sirve para nada. ¡Voy a ahogarlo!
Al escuchar las palabras del granjero, Gobolino saltó de su caja y salió zumbando por la puerta de la
cocina. Corrió por el sendero y desapareció montaña arriba.
"Ayer era el gato de una bruja", pensó Gobolino. "Anoche, un gato faldero. Ahora parece que tendré que ser un gato de otra clase. ¿Pero de qué clase?.

El ogro Grogro

El ogro Grogro

Capítulo 1


En el país de los ogros colorados, en un pueblo de barro, vivía un padre ogro, una madre ogro y un niño ogro, llamado Grogro. El padre de Grogro era muy grandote y colorado, con unas largas garras verdes, unos dientes largos y afilados de color verde y tres cuernos verdes también. Era increíblemente fuerte, y poseía un tremendo vozarrón. Pero, como la mayoría de ogros colorados, no era muy listo.
La madre de Grogro era colorada, con los labios brillantes y verdes y un largo cuerno rojo y verde. No era tan grande como el padre ogro, pero era más inteligente. Las madres ogros son inteligentes porque tienen tres ojos verdes, mientras que los padres ogros sólo tienen dos.
Al igual que todos los pequeños ogros, Grogro era rosa y no tenía cuernos. Sin embargo, aunque era pequeño, era mucho más listo que su padre. Sabía leer y escribir, sumar y restar.
Para volverse colorado, todos los ogros tienen que matar a un monstruo. Al padre de Grogro le gustaba matar dragones, y creía llegado el momento de que Grogro matara también a un dragón. Mas a Grogro no le gustaba matar criaturas.
Lo que es peor todavía, aunque su padre lo ignoraba, Grogro había hecho amistad con un sabio y viejo dragón amarillo llamado Zagón. A Grogro le encantaba sentarse en la cálida guarida de Zagon y escuchar relatos de monstruos, tierras lejanas y ogros dorados, que eran amables, valientes e inteligentes.
Cuando el padre de Grogro descubrió su amistad con Zagón, se puso furioso.
—i A los dragones hay que matarlos, no hacerse amigo de ellos! —gritó—. Si quieres llegar a ser un ogro grande y fuerte como yo, debes matar a ese dragón. Entonces, de sus fosas nasales empezó a salir humo, y de sus cuernos, rayos. Grogro salió corriendo calle abajo.
No paró de correr hasta llegar a la guarida de Zagón y, derramando lágrimas verdes y brillantes, le contó al dragón lo sucedido. — Debes alejarte volando, Zagón.
El dragón le miró pensativo por encima de sus gafas.
—Tú podrías convertirte en un ogro dorado, ¿sabes? Los ogros dorados nunca matan a menos que se vean obligados a hacerlo.
—¿Cómo puedo convertirme en un ogro dorado? Tendría que realizar alguna hazaña. Y no soy más que un niño.
—A lo lejos, a la sombra de una montaña solitaria, hay una tierra donde todos los habitantes tienen miedo. —¿De qué tienen miedo? —Temen a un gigantesco y viscoso monstruo que habita en la montaña. Cada noche abandona su cueva y se desliza de pueblo en pueblo devorando a ogros y dragones por igual, y dejando un asqueroso rastro de baba verde.
Al final del pasadizo había una habitación repleta de mapas e instrumentos extraños. —¿Cómo es que ningún ogro se ha atrevido a matar al monstruo? — Es demasiado terrible y fuerte. Sólo se le puede matar cuando está dormido en su cueva. Pero el monstruo suele cambiar de forma, y su cueva sólo puede alcanzarse a través de un pasillo, demasiado estrecho para un ogro.
— ¡Quizá sea lo bastante pequeño para deslizarme por él! —exclamó Grogro—. ¡Y podría matarlo con la espada de mi padre!
— Hum, sí, pero para matarlo deberías hundir la espada en su corazón. Y para llegar a él deberías deslizarte a gatas por un estrecho pasadizo y luego atravesar un resbaladizo arco de roca.
—¡Lo conseguiré! —exclamó, corriendo en busca de la espada. Al llegar a casa asomó temeroso la cabeza por la puerta. Su padre roncaba en un sillón y su madre estaba ausente. Así que se acercó de puntillas a la vitrina que había en la pared, sacó la espada sin hacer ruido, se ató el cinturón y volvió a salir sigilosamente.
Al poco rato Grogro se hallaba sentado a horcajadas a lomos de Zagón, volando más y más alto sobre las montañas hacia poniente. Había comenzado su peligrosa aventura.

Capítulo 2


Cinco días estuvieron volando el ogro Grogro y el dragón Zagón hacia el país del Monstruo del Cieno. Atravesaron elevadas montañas de color púrpura, un vasto y turbulento lago y negras planicies de lodo hasta llegar a una tierra extraña y asolada. Una tierra donde no quedaba ni un árbol con vida, donde no vivía un solo animal ni cantaban los pájaros, donde no había más que polvo, rocas, nubes de arena y una inmensa y siniestra montaña negra. La montaña estaba rodeada de un cieno verde y resbaladizo que goteaba de los orificios de las rocas. Allí, clavados en el lodo, se hallaban los huesos de todos los ogros, dragones y demonios que habían sido devorados por el Monstruo del Cieno.
Permanecieron revoloteando ¡unto a la falda de la montaña.
—¡Mira ahí arriba! — exclamó Zagón—.
Es el túnel que utiliza el monstruo para penetrar en la montaña cuando -regresa por las noches.
—¿Pero cómo puede subir tan alto?.
Zagón clavó sus poderosas garras en la roca, ¡unto al orificio. —Rápido, Grogro, no puedo sostenerme, i Está demasiado resbaladizo! iSalta, Grogro, salta! Mucho más abajo había unos peñascos negros y afilados como agujas. Grogro estaba asustado, pero no era un cobarde, y saltó y fue a aterrizar en el mismo agujero. Estaba a salvo. Pero no... ¡resbalaba hacia atrás sobre el cieno! No había ningún sitio dondel poder asirse, iba a despeñarse!.
De pronto, sintió que dos poderosas garras le cogían por detrás; era Zagón que agitando las alas volvió a introducirlo en el tunel.
El interior del túnel era de un horrible color verde. Olía que apestaba. Grogro comenzó a avanzar a gatas, sin ver absolutamente nada. Sólo oía el gotear del cieno y el chapoteo de sus manos y rodillas en el lodo.
Al cabo de mucho rato oyó un ruido sordo, lento y acompasado. Era el lento latir del corazón del monstruo. Entonces vio una débil luz verdosa. Era el resplandor del cuerpo del monstruo. Grogro había llegado al final del túnel.
Ante él se abría el vasto interior de la montaña/ cuya mitad se hallaba ocupada por el monstruo. Este yacía como un mar verde, agitándose mientras dormía. Sus numerosos tentáculos no cesaban de serpentear. Cientos de ojos cerrados se movían arriba y abajo al tiempo que respiraba. Sobre el monstruo había tendido un largo y estrecho puente de roca. Grogro debía cruzarlo para alcanzar un saliente que le conduciría junto al corazón del monstruo.
"Sé valiente y piensa", había dicho Zagón a Grogro. Así pues, conteniendo la respiración, alzó la espada de su padre y se dirigió hacia el corazón del monstruo. El puente estaba recubierto de cieno y la roca se hallaba tan resbaladiza que Grogro avanzaba muy lentamente. Por fin se encontró encima del palpitante corazón del monstruo.
De pronto, un largo y grueso tentáculo rozó su pie. Grogro dio un salto atrás horrorizado. Pero, al saltar, resbaló. Con un gesto desesperado extendió la espada para recobrar el equilibrio, más ésta chocó con la roca. Un fuerte ¡CLANG! sonó a través de la montaña hueca.
El monstruo se despertó. Sus cientos de párpados comenzaron a abrirse, al tiempo que su corazón latía más y más deprisa.
Entonces vio a Grogro, solo en el puente. Alargó sus poderosos tentáculos para atraparle. Temblando, Grogro levantó la espada...

Capítulo 3


Grogro estaba atrapado, i El Monstruo del Cieno se había despertado! Sus gruesos y viscosos tentáculos se alargaban hacia arriba. A Grogro no le dio tiempo de atravesar el puente de piedra y alcanzar el saliente que le llevaría junto al corazón del monstruo. Pensó en lo que le había dicho Zagón: "¡Sé valiente y piensa!" Debajo de él se encontraba el negro corazón del monstruo. "Piensa, piensa", se dijo Grogro. Los tentáculos se aproximaban cada vez mas. 'Piensa, Grogro, piensa."
Los tentáculos se extendían hacia él como látigos. ¡Ahora o nunca! Grogro saltó; ¿ sobre el monstruo dirigiendo la espada hacia el centro de su terrible corazón, cuyos latidos resonaban como truenos.
Grogro cerró los ojos y fue a caer violentamente en el mismo centro del corazón del monstruo. Sintió que la espada se clavaba hasta la empuñadura y sonó una tremenda explosión. Entonces brotó del monstruo un gran chorro de cieno verde. Su cuerpo comenzó a encogerse, haciéndose más y más pequeño, desinflándose como un viejo y arrugado globo.
Grogro cayó de cabeza en el denso torrente.
Al instante se halló flotando sobre una ola de cieno.
El torrente le condujo túnel abajo hacia la entrada de la montaña. Una vez allí, consiguió distinguir, en la pálida luz purpúrea, a Zagó que agitaba sus alas furiosamente el ogro cayó precipitándose hacia las negras y afiladas rocas. De pronto sonó ua zumbido tremendo. Era Zagón que se remontaba en el aire. Instantes después, asió a Grogro con sus poderosas garras. — ¡Bravo, chico, has matado al Monstruo del Geno! Sabía que lo lograrías. Eres un héroe. Pero creo que deberías quitarte ese horrible cieno.
Subido a lomos de Zagón, Grogro voló hasta el lago.
— Ahora lávate las manos, Grogro. Es posible que te lleves una sorpresa. Grogro se lavó las manos en el agua fresca y cristalina del lago. Entonces comprobó que, debajo del cieno verde oscuro, sus manos no eran duras, pálidas y rosadas, sino suaves, relucientes... ¡y doradas!
¡Aparecía completamente clorado de los pies a la cabeza! El sol relucía sobre su cuerpo dorado.
—Soy... soy... ¡un ogro dorado! —Así es, hijo mío. Eres un ogro dorado, porque te has comportado con valentía y no has matado al monstruo llevado por el odio, sino en defensa propia. Fíjate, Grogro, el desierto se está transformando en un hermoso y exuberante vergel.
Has matado al Monstruo del Cieno, y ahora esta tierra estéril recobrará la vida. Pero recuerda que seguirás siendo un ogro dorado sólo si no matas, a menos que te veas forzado a hacerlo.
—Pero mi padre se enfadará conmigo
si me niego a matar dragones —dijo Grogro.
—No... se sentirá orgulloso de ti, ¡orgulloso de tener por hijo a un ogro dorado!