domingo, 27 de abril de 2014

ERASE UNA VEZ.....

ERASE UNA VEZ.....

Érase una vez una (O) que se sentía la más feliz del mundo. Se deslizaba éntre sílabas construyendo bellas palabras que la enardecían y llenaban de un éxtasis celestial.

   Quiso hácer sociedad con la (I) y con la (E) Éstas le dijeron:
-¡Nosotras no tenemos imaginación, solas no podemos decir nada!
-¡Todas unidas podremos! -les decía la (O) empeñada en conseguir su propósito.
- La (I), haciendo gala de compañerismo, les dijo:
-¿Qué hacemos con la (U) y con la (A), no les vamos a decir nada?
-Seremos cinco cómo siempre. Tenemos que reclutar a las consonantes, junto con los signos de puntuación haremos maravillas.

-¿Y qué vamos a decir?, -preguntaba la (I)  asustada.
-Todas juntas diremos lo que se nos ocurra, que pára eso estamos, aclaró la (U), que parecía un poco enfadada. Cogió con decisión la batuta y se puso a dirigirlas a todas:
-¡Tú, ponte aquí!, ¡Tú, ponte allá! Con mano diestra y experiencia de siglos, fue combinando, vocales consonantes y signos de puntuación, quedando prendada del resultado: 
    
 -¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
     ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
      que a mi puerta cubierto de rocío,
      pasas las noches del invierno oscuras?
   
    -¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
     pues no te abrí! ¿Qué extraño desvarío,
     si de mi ingratitud el hielo frío 
      secó las llagas de tus plantas puras?

     -¡Cuantas veces el ángel me decía:
     "Alma, asómate ahóra a la ventana,
      verás con cuánto amor porfía"

      -¡Y cuantas, hermosura soberana:
       "Mañana te abriremos respondía"
       ¡Pára lo mismo responder mañana!

- ¡Pero, bueno!... ¡Si eso es de Lope de Vega! Eso ya estaba escrito,
-protestaron al unísono. 
-¿Tengo yo la culpa de que eso ande suelto por ahí, y se me haya copiado? -Se disculpaba la (U). 
-¡Ya no dirijo más, ahóra que dirija quien quiera!    

  

RANITA QUITA

RANITA QUITA




 La ranita Quita no era feliz, no se sentía satisfecha de sí misma. Siempre enterrada en la arena del desierto.Todo lo que poseía le había sido regalado. Cuándo llovía salía hacía acopio de agua desovaba sus huevecillos, y a dormir al calor de la arena.

 Un día, con andar cadencioso, marchó cabizbaja dejando un largo camino marcado por las dunas del desierto.
  Un científico inquieto buscaba habitantes escondidos en las arenas. Sentía fascinación por los desiertos. Parecen estériles y sin  vida y escondidos en la arena viven cantidad de seres adaptados a su medio. Encontró  el sendero marcado por la ranita Quita y lo iba siguiendo. Ésta, se había escondido pára descansar a la sombra de una duna en fórma de concha.


 Cómo el sendero marcado terminaba allí, nuestro hombre  decidió tomarse un descanso y quedó dormido.
  Aprovechó la ocasión la ranita y  se colocó en un bolsillo de su mochila. Procuró no dormir y tener los ojos bién abiertos, tenía que vivir grandes aventuras; aprender, ¿Quién sabe? ¡Quizá su vida cambiara y le encontrara un sentido!

 Viajó, primero en tren, luego en barco, y por fin en avión.
La mochila fue depositada en el portal de una casa con jardín. Pensó que era buén moménto pára cóntinuar ella sola su aventura.  

 Marchó dando saltos a esconderse en el seto del jardín colindante, hásta que inspeccionara el terreno y se hiciera cargo de la situación.

 Se oían voces extrañas. Ella nunca imaginó que cosas así se pudieran oír. Después de mucho intentarlo llegó a ésta conclusión:
 Hacían sonar instrumentos con maestría adquirida con el trábajo constante de muchos áños.

-¡Qué pena! -decía pára sí- ¡Cuantas cosas hay pára poder hácer y yo toda mi vida durmiendo! Se metió dentro de un piano. Viajó a un lugar donde instrumentos de diferentes formas sacaban acordes que le hicieron llorar  de emoción. 

A un violín que sonaba de maravilla   lo protegía la policía.  Pensó que por delincuente; pero no, era por su antigüedad y su valor. Se llamaba "Stradivarius". Quizá tenia tendencia a extraviarse -pensó.
 También viajó dentro de una guitarra. Oyó una voz que decía: voy a echar una siesta -¡vaya! -pensó- a éste le pasa cómo a mí le gusta vivir bien.
  
Lo pasó genial. Andaba de fiesta en fiesta. ¡Qué trajes! ¡Qué colorido! A veces, creía estar en el desierto por el calor que hacía.

 Aprendió que es saludable echar una siesta. Que no hay que avergonzarse por ello. Cáda uno hace lo que le enseñan sus mayores. Sólo hay que intentar mejorarlo y ser feliz, porque los que  te quieren sólo pueden ser felices si tú lo eres... y se dispuso a echar una siestecita. 

 Al despertar, se sorprendió, no por los ruidos, sino por el silencio. Sacó la cabeza con cuidado, y vio que estaban a la sombra de una duna en fórma de concha. -¡Es mi destino!- Se dijo. Salió decidida con firme determinación:

¡Haría una orquesta con todas la ranas del desierto! Cuando venga la lluvia, cantarán y llenarán el desierto de acordes musicales. 

ALARMA EN LA COLMENA

ALARMA EN LA COLMENA

 En la colmena cundía el pánico. La Reina montada en cólera, había proclamado convocatoria. Ciertos rumores le habían forzado a tomar una decisión: Dejar de poner huevos para castigar a los
atrevidos. Una abeja obrera había puesto los ojos en el zángano elegido para fecundar a la nueva Reina.

  Todas las obreras, formadas ante su Majestad, miraban de reojo a la insurrecta.
--Ella sabía desde siempre que no le era permitido amar --decían sus compañeras.

 No existe ni ha existido una mirada tan desolada y triste como la de nuestra abejita.  Ojos caídos, alas arrastrando por el suelo, cestillo vacío, cinco días sin salir a libar las flores.

  La Reina, cosa inusual en ella, se había propuesto poner las cosas en orden. Llegó el día del juicio:
 --¡Tú! ¿Cómo te atreves a poner los ojos en el elegido?, --decía la
Reina-- de sobra sabes que no puedes enamorarte. Sólo puedes trabajar y servir a la comunidad. ¡Estás castigada a cuidar tú sola todas las celdillas, alimentar a todos los pollos y traer tres cestillos de polen de romero todos los días!

 --¡Y tú, zángano infiel, quedarás inutilizado para volar, con tus alas presas en miel!

 La pobre abeja, lloraba tanto, que tuvieron que encerrarla en una celdilla. Abrir con el aguijón de un zángano un desagüe al exterior tenía riesgo de inundación.

  Por fin llegó el día para hacer una nueva Reina. Soltaron a la princesa. Voló alto, muy alto. Los zánganos salieron tras ella con ansias locas de alcanzarla. El más ágil y fuerte la alcanzó y cumplió su triste destino. Después de alcanzar la gloria, murió.

 En la colmena todo era cuchicheo. La abejas obreras, en complot con la Reina, comentaban que, una vez fecundada la princesa, los zánganos restantes eran un estorbo. Comían mucho, y ensuciaban en vez de colaborar. Acordaron que esa noche acabarían con todos.

    La abeja enamorada, al oír los comentarios, se llenó de adrenalina. De ninguna manera iba a consentir que eliminaran a su
enamorado de una manera tan ladina y cruel. Utilizó su trompetilla de libar la flores para agrandar el desagüe y escapar. Por una entrada que sólo ella conocía, llegó donde estaba su amor preso en miel.

  Escaparon. 
--Tendremos que ser amantes platónicos, --decía la abeja a su enamorado-- yo no estoy dotada para el amor sexual. 
--Cuando dos espíritus conectan, va en ello el placer de cualquier categoría que quieras aplicarle.
   
  Marcharon juntos. Siguieron como siempre:  ella trabajaba y hacía miel, él miraba cómo trabajaba y comía. Nunca más la mirada de la abeja fue triste, ni sus alas caídas. Parecía frágil como un suspiro, pero no, era fuerte como un girasol.

 Un día, cansado el zángano de no hacer nada, puso una escuela para zánganos que tampoco hacían nada. Hasta los lugares más recónditos había llegado el dicho:  "Es un zángano", cuando quieren vapulear a cualquier individuo falto de iniciativas. Esto se iba a terminar. Él les enseñaría a ser zánganos de provecho.

  Todos le querían y agradecían sus esfuerzos. En su cumpleaños le regalaron una buena ración de Jalea Real:
¡Esto para ti, porque te lo mereces por enseñarnos a ser Zánganos de Primera!


 Lo agradeció de corazón. Él sabía que sólo era privilegio de la Reina comer la Jalea Real.

jueves, 17 de abril de 2014

LOS CISNES SALVAJES


 
 
 
 
 
Hace muchísimos años vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los hermanos se querían mucho y eran muy unidos. Aunque vivían en un hermoso castillo, jugaban y estudiaban como cualquier familia grande y feliz. Por desgracia, su madre había muerto poco después del nacimiento del último príncipe.

Con el pasar del tiempo, el rey se repuso de la muerte de su amada esposa. Un día, conoció a una mujer muy atractiva de quien se enamoró. Sin sospechar que en realidad se trataba de una bruja, le propuso matrimonio.

"Ella me hará compañía y mis hijos tendrán de nuevo una madre", pensó el rey. Sin embargo, el mismo día en que llegó al castillo, la nueva reina resolvió deshacerse de los jóvenes príncipes.

La reina empezó a mentirle al rey para indisponerlo con sus hijos. Luego, un buen día, reunió a los príncipes a la entrada del castillo.

-¡Fuera de aquí! -gritó-.

No los quiero volver a ver nunca más.

Diciendo esto, levantó su capa hacia el cielo y los convirtió a todos en cisnes salvajes. Pero, como eran príncipes, cada uno llevaba una corona de oro en la cabeza.

La malvada reina le dijo al monarca que los príncipes habían huido del castillo.

-Olvídate de esos ingratos -dijo. Luego, lo convenció de que Elisa necesitaba estar rodeada de otros chicos y mandó a la niña a vivir con una familia de campesinos.

Cuando Elisa cumplió quince años, el rey la mandó traer y la reina la recibió con una amabilidad fingida.

-Ven, preciosa -le dijo-. Debes prepararte para saludar a tu padre.

Mientras Elisa se preparaba para tomar el baño, la reina consiguió tres sapos, los besó y luego les ordenó:

-Tú te sentarás en la cabeza de Elisa y la volverás estúpida. Tú te pondrás cerca de su corazón y se lo endurecerás. Tú le saltarás a la cara y la volverás fea.

Luego puso los sapos en el agua, que tomó un color repugnante. Sin embargo, la dulzura y la inocencia de Elisa rompieron el hechizo. Los sapos se convirtieron en amapolas y el agua se volvió cristalina. Al ver esto, la reina se llenó de ira. Le estregó barro en la cara a la muchacha y le enmarañó el cabello.

Cuando Elisa se presentó ante el rey, la indignación de éste fue enorme.

-¡Esta no es mi hija! -exclamó el rey.

-¡Padre, soy yo, Elisa! -replicó la muchacha.

-Es una pordiosera que sólo quiere tu dinero -dijo la bruja.

-¡Llévensela! -ordenó el rey.

Con el corazón destrozado, Elisa se fue al bosque. Extrañaba a sus hermanos más que nunca y deseaba con toda su alma volver a verlos. Se sentó junto a un arroyo a lavarse la cara y a desenredarse el cabello.

En ese momento, una vieja mujer se le acercó.

-¿Ha visto a once príncipes vagando por el mundo? -preguntó Elisa, esperanzada.

-No, mi querida niña, pero he visto once cisnes con coronas de oro en la cabeza -respondió la anciana-. Vienen a la orilla de aquel lago a la hora del crepúsculo.

Elisa se fue a la orilla del lago a esperar. Cuando el sol se ocultó, escuchó un batir de alas. En efecto, eran los once cisnes salvajes con sus once coronas de oro en la cabeza.
Al principio, Elisa se asustó y se escondió detrás de una roca.

Uno a uno, los cisnes se fueron posando en la orilla. Al tocar el suelo, recobraban su aspecto humano. Encantada, Elisa vio desde su escondite que los cisnes eran sus hermanos.

-¡Antonio, Sebastián! ¡Soy yo, Elisa! -gritó, mientras corría a abrazarlos.

Todos se reunieron en torno a ella, felices de estar de nuevo juntos, después de tanto tiempo.

¡Fue un instante glorioso! Los once príncipes le narraron a su hermana de qué manera la bruja perversa los había convertido en cisnes y Elisa, a su vez, les contó que a ella la había echado del castillo.

-De día somos cisnes y al atardecer volvemos a ser humanos -explicó Antonio, el mayor de los hermanos.

-Encontraré la manera de romper el hechizo -les aseguró Elisa.

Los hermanos encontraron un pedazo de lienzo lo suficientemente grande para llevar a Elisa en él. Al amanecer del día siguiente, la alzaron en vuelo con suavidad. Sebastián, el menor de todos, le daba bayas para comer. Cuando el sol empezó a ocultarse otra vez, llegaron a una cueva secreta, en un bosque apartado. Esa noche, Elisa soñó con un hada que volaba en una hoja.

-Podrás romper el hechizo si estás dispuesta a sufrir -susurró el hada-. Debes recoger ortigas y tejer once camisas con el lino que saques. Cuando las hayas terminado, deberás lanzárselas a tus hermanos para romper el hechizo. ¡Pero escucha bien! No puedes ni hablar ni reírte hasta no haber terminado.

-Eso no importa -respondió Elisa en sus sueños-. ¡Haré lo que sea necesario para salvar a mis hermanos!

Cuando Elisa se despertó esa mañana, sus hermanos ya se habían ido.

En el suelo, junto a ella, había una pila de hojas de ortiga. Elisa se puso a trabajar de inmediato. Al regresar los príncipes a la cueva, encontraron a su hermana tejiendo una prenda bastante curiosa. Elisa tenía las manos llenas de heridas.

-¿Qué haces? -preguntó Sebastián. Pero su hermana no podía decir nada.

Sebastián no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas cuando se inclinó a mirar las manos de Elisa. Las lágrimas cayeron en sus dedos y las heridas desaparecieron inmediatamente. Ella le sonrió agradecida, pero no se atrevió a decir ni una sola palabra.

Los hermanos observaron durante un rato. El asunto era muy misterioso, pero ellos sospecharon que algo mágico debía estar ocurriendo. A lo mejor, Elisa estaba tratando de salvarlos.
Al otro día, cuando ya sus hermanos se habían ido, Elisa salió de la cueva.

"Haré mi trabajo a la sombra de aquel roble", pensó. "Allá no me verán."

Sin embargo, un grupo de cazadores la descubrió.

-¿Tú quien eres? -preguntó uno de ellos con voz áspera. Al no obtener respuesta, la levantó a la fuerza.

-Quietos -dijo una voz. Era un joven rey.

-¿Cómo te llamas? -preguntó amablemente el rey. Elisa se limitó a sacudir la cabeza y a sonreír.

-Ella vendrá conmigo -dijo el rey y ordenó a los cazadores retirarse.

De regreso en el castillo, el joven rey intentó hablarle a Elisa en diferentes idiomas, pero ella no hacía más que tejer. Aunque la muchacha no decía nada, su mirada dulce y su linda cara cautivaron el corazón del rey.

Elisa vivía ahora rodeada de lujos, pero pasaba la mayor parte del tiempo tejiendo en silencio. El rey se sentaba junto a ella y era feliz en su compañía. Un día, decidió hablar con el arzobispo.

-Amo a esta dulce doncella -anunció-, y deseo casarme con ella.

-Su majestad no sabe nada sobre esta muchacha -replicó el arzobispo-. Bien podría ser una bruja. Ese tejido es bastante extraño.

Sin embargo, el rey estaba decidido. Elisa escuchó en silencio la propuesta del rey y le apretó suavemente la mano. La boda tuvo lugar poco después.

Elisa siguió tejiendo hasta que un día se le acabaron las ortigas. Una noche, se fue al cementerio a recoger más hojas. Aunque allí había tres brujas reunidas, Elisa no hizo caso y pensó sólo en las camisas de sus hermanos.

El arzobispo, que la había seguido, se fue a alertar al rey:

-Le dije a su Majestad que su esposa tenía trato con las brujas -afirmó el arzobispo.

El rey queriendo comprobar tal acusación se fue al cementerio. Aterrado, vio a Elisa cerca de las brujas, en torno a una tumba.

-No lo puedo creer -dijo el rey, desconsolado-. Castígala, si eso es lo que debes hacer.

Elisa fue acusada de brujería.

-Esposa mía, te ruego que hables en tu defensa -suplicó el rey. Pero Elisa no podía más que mirarlo con ojos tristes.

Al otro día, la llevaron a la plaza para quemarla en la hoguera. Elisa seguía tejiendo y llevaba con ella las diez camisas para sus hermanos. La muchedumbre enfurecida gritaba:

-¡Quemen a la bruja!

De repente, en el cielo aparecieron once cisnes salvajes que descendieron hacia Elisa. Al verlos, ella les lanzó de inmediato las camisas. La gente se quedó atónita al ver que los cisnes se convertían en príncipes.

Sebastián, quien recibió la undécima camisa con una manga sin terminar, tenía todavía un ala.

-¡Sálvenme! -gritó por fin Elisa-. ¡Soy inocente!

Rodeada de sus hermanos, Elisa se presentó ante el rey. Las lágrimas le rodaban por las mejillas a medida que iba relatando la historia de la madrastra, del encuentro con sus hermanos y el motivo de su silencio.

El rey también lloró de felicidad y abrazó a su esposa con ternura. -Sólo alguien con un corazón tan bueno como el tuyo haría ese sacrificio -dijo el rey.

La multitud gritaba alborozada:

-¡Dios bendiga a la reina! Fue entonces cuando Elisa notó el ala de Sebastián.

-¡Tu brazo, mi pobre hermano! -dijo Elisa llorando.

-No llores -la consoló Sebastián-. Llevaré con orgullo esta ala de cisne como prueba de tu amor generoso e incondicional.
 

EL GIGANTE EGOISTA

 
 
 
 
 
Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
 
“¡Qué felices somos aquí!”, -se decían unos a otros.
 
Pero un día el Gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
 
“¿Qué hacéis aquí?”, surgió con su voz retumbante.
 
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
 
“Este jardín es mío. Es mi jardín propio”, dijo el Gigante; “todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.”
 
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
 
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
 
Era un Gigante egoísta…
 
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar a la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
 
“¡Qué dichosos éramos allí!”, se decían unos a otros.
“La Primavera se olvidó de este jardín”, se dijeron, “así que nos quedaremos aquí el resto del año.”
 
Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
 
Los únicos que se sentían a gusto allí eran la Nieve y la Escarcha. La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
 
“¡Qué lugar más agradable”, dijo.“ Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.”
 
Y vino el Granizo. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
 
- "No entiendo porqué la Primavera tarda tanto en llegar aquí”, decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, “espero que pronto cambie el tiempo.”
 
Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
“Es un gigante demasiado egoísta” decían los frutales. De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte, el Granizo, la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
 
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.

“¡Qué bien! Parece que por fin llegó la Primavera” dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.
 
¿Y qué es lo que vio?
 
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón se mantenía el Invierno. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niño, pero era tan pequeño que no lograba alcanzar las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas, que parecían a punto de quebrarse.
 
“¡Súbete a mí, niñito!”, decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
“¡Cuán egoísta he sido!” exclamó. Ahora sé porqué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a tirar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
 
Estaba realmente arrepentido por lo que había hecho.
 
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo quedó aquel pequeñín del rincón más alejado, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo cogió suavemente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño se abrazó al cuello del Gigante y le besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera volvió al jardín.
 
“Desde ahora el jardín será para vosotros, hijos míos”, dijo el Gigante, y asiendo un hacha enorme, echó abajo el muro.
 
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás. Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
 
“Pero, ¿dónde está el más pequeñito?”, preguntó el Gigante, “¿ese niño que subí al árbol del rincón?”
 
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
 
“No lo sabemos” respondieron los niños, “se marchó solito.”
“Decidle que vuelva mañana” dijo el Gigante.
 
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
 
Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más pequeñito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños, pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
 
“¡Cómo me gustaría volverlo a ver!” repetía.
 
Fueron pasando los años, y el Gigante envejeció y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
 
“Tengo muchas flores hermosas”, decía, “pero los niños son las flores más hermosas de todas.”
 
Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno, pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando. Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
 
Lo que estaba viendo era realmente maravilloso. En el rincón más alejado del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría, el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño, su rostro enrojeció de ira, y dijo:
 
“¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?” Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.
 
“¿Pero, quién se atrevió a herirte?”, gritó el Gigante. “Dímelo, para coger mi espada y matarlo.”
 
“¡No!”, respondió el niño. “Estas son las heridas del Amor.”
 
“¿Quién eres tú, mi pequeño niñito?”, preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
 
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
 
“Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en mi jardín, que es el Paraíso.”
 
Y cuando los niños llegaron esa tarde, encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba enteramente cubierto de flores blancas…
 
 
 
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